sábado, 9 de octubre de 2010

Esencia Educativa de la “Inútil” Filosofía - Michele Federico Sciacca

Esencia Educativa de la “Inútil” Filosofía
Michele Federico Sciacca


Material de lectura obligatoria para la duodécima Clase Magistral del Curso sobre Historia del Pensamiento Contemporáneo.


¿Quién, por lo menos una vez en su vida no ha repetido, aunque sea en chanza, el dicho vulgar de que la filosofía “es esa cosa con la cual y sin la cual se queda uno tal cual”?. No lo dijo en chanza, sin embargo Aristóteles. ¿Pero cómo?. ¿Para Aristóteles la filosofía es esa cosa con la cual y sin la cual se queda uno tal cual…, etc?. Por cierto que sí; en efecto, para él es la única ciencia verdaderamente “inútil”, o sea que tiene su fin en sí misma; la ciencia que “no sirve”, justamente porque no es medio sino fin; la única absolutamente “desinteresada”, no empírica sino contemplativa. Filosofía es amor a la verdad, desprovista de cualquier fin extrínseco y extraño a la búsqueda de la verdad. Cuando se dice que la filosofía “no sirve”, que “no es útil”, y expresiones análogas, se piensa ofenderla (¡qué groseros son a menudo los hombres!) y en cambio se está tejiendo su más bello elogio. Su gran nobleza reside justamente en ser fin de sí misma, en tener como objeto la verdad pura sin reparar en otra cosa; de todas las ciencias, es la única verdaderamente “liberadora”; de todos los hombres, el filósofo es el único verdaderamente “libre”. Todo para él se convierte en medio, todo “sirve”; sólo la filosofía es fin, sólo la verdad “no sirve”; y él pertenece a la verdad: a nadie más, a ninguna otra cosa. Una búsqueda filosófica que pudiera servir a algo extraño a la pura búsqueda de la verdad en sí no sería ya un “filosofar”, sino una traición a la filosofía. La verdad que se convierte en medio de un fin que no sea ella misma es una verdad ofendida, vilipendiada, desconocida, subordinada a algo que le es absolutamente inferior (aunque sean todos los bienes juntos de la tierra), convertida en esclava de un amo –sea este un trono o un tesoro- que es siempre su siervo.

Considérese al artista, al que lo es verdaderamente (no al seudoartista que saca provecho del arte): contempla y canta, esculpe, pinta. “Contempla” un bello jardín lleno de flores y expresa esa belleza –que es su belleza– en un soneto, en un cuadro, en una página musical. ¿Estudia acaso si las plantas son criptógamas o fanerógamas?. No, porque si actúa como artista no lo hace como botánico. ¿Calcula tal vez la extensión en áreas del jardín?. No, porque el artista no es geómetra ni topógrafo. ¿Piensa por ventura a qué precio podría vender las bellas rosas y las perfumadas gardenias?. No, porque si es artista (¿no hay duda, verdad?) no es comerciante. Contempla la belleza pura, desinteresada, libérrimo y libérrimamente.

Así es el filósofo, el gran poeta de la verdad, que sondea, insomne y alerta, el misterio del cosmos humano y natural. Contempla la verdad, se abandona a ella, se hunde en ella, y no se preocupa de otra cosa: la ama como verdad, libérrimamente. ¿Y qué otra cosa podría importarle?. ¿Qué hay que sea más que la verdad o como la verdad?. Él, que se ha hecho humilde estudiante de la verdad, es el gran señor del mundo, el aristócrata del espíritu, patrón de todas las cosas porque las mide desde su altura y a todas las encuentra de bien pequeña estatura comparadas con la verdad. ¿Cómo podría atacarse, interesándolo en las cosas del mundo, a quien como el filósofo está en un coloquio con lo infinito, con lo eterno?. “Vive en las nubes”, se dice. ¡Y no!. Más arriba aún, porque el pensamiento tiene alas más robustas que las del águila y es capaz de vuelos más potentes. El filósofo tiene los pies en la tierra, pero la tierra no lo tiene; por eso es libre: porque de nada es súbdito, excepto de la verdad, que es celeste.

Si la filosofía no diera al hombre nada más que el sentido de su libertad respecto de todas las cosas terrestres, del culto desinteresado de la verdad, de la búsqueda que no está dirigida a fines prácticos y contingentes, sería ya grandísimo y nobilísimo su magisterio. Por eso la enseñanza de la filosofía es de por sí una escuela, es tal vez y sin más la Escuela. Esa enseñanza da (como no puede hacerlo ninguna otra disciplina, aparte de la religión cristiana) el sentido de la superioridad del espíritu sobre el cuerpo, de los valores espirituales sobre los de cualquier otra especie; el sentido de la dignidad y nobleza del hombre; esa señoría del espíritu que hace encontrar necias y zafias las más refinadas elegancias mundanas y despreciable toda forma de apego a los bienes contingentes, ya sean éstos reinos e imperios, feudos y castillos o chozas miserables. La filosofía es esencial moralidad; es búsqueda honesta, recta, sincera, humilde, desinteresada de la verdad; es sumisión y renuncia; por eso es elevación y sublimación, purificación y ascesis, liberación. Luego es formadora de hombres; en efecto, es formadora de espíritus; es catarsis; en efecto, es una continua batalla contra el hombre empírico –el pobre hombre– y un esfuerzo en pro de la victoria sobre el hombre empírico, sobre nuestras caducidades y miserias. Esencialmente moral, es esencialmente educativa. “Inútil” como arte práctico, es la gran maestra que nos libera del peso de las muchas cosas inútiles (¡oh inutilidad de tantas cosas que se dicen útiles!) para restituirnos a nosotros mismos, a nuestro espíritu, cuya conquista es el único negocio del hombre, la única cosa que en verdad le es útil porque es la única salutífera.

Sin embargo es a la maltratada e “inútil” filosofía (a la que no le han sido ahorradas la irrisión, la corona de espinas y la cruz), es a ella, cuando el mundo se ve acometido por acontecimientos excepcionales que sacuden su estructura y a veces hasta amenazan su existencia, que todos se vuelven, y es del filósofo de quien esperan el verbo que venza las fuerzas oscuras y vuelva las cosas a su orden. Arrecia una revolución. ¡Bueno! ¿qué piensan los filósofos?. ¿No podrían poner la cabeza sobre el cuello a cuantos tienen el cuello sobre la cabeza?. Una guerra sacude, trastorna y aniquila. ¿Por qué la filosofía no logra que razonen con el cerebro y también con el corazón todos los que en cambio razonan con el hígado y la hiel?. ¡Extraña suerte, la de la filosofía!. Todos la consideran inútil y todos, en los momentos difíciles, se vuelven hacia ella; hasta quienes ignoran su nombre lo hacen oscuramente, casi instintivamente. ¿Por qué no piden al arte el curalotodo?. ¿Por qué no invocan la panacea de la ciencia?. No, apelan a la filosofía. Es la suerte –extraña sólo en apariencia– de todas las rarísimas cosas verdaderamente grandes y nobles, de las cosas olvidadas. Fijaos en lo que ocurre con la religión: nos acordamos de la Iglesia en los momentos difíciles (tronos que se inclinan a los pies de Pedro; laicos –¡los laicísimos de la bonanza y los negocios turbios!– que llaman a las puertas vaticanas); nos acordamos de Dios cuando la preciosísima “piel” está en peligro. Y luego, ¿quién piensa en Él hasta la próxima preocupación?. No hay nada que decir: es la suerte noble y sublime de todas las rarísimas cosas verdaderamente magnánimas, desinteresadas, pródigamente generosas, despreocupadas de la gratitud o de los reconocimientos. Dan, dan, dan; dan a los hombres zapatos con qué recorrer durante siglos los caminos del mundo; les dan la guía para no extraviar el espíritu en los meandros oscuros de la materia y de la bestialidad. No piden nada, salvo amor hacia aquello que aman, la verdad. Se sacrifican sin aparecer, gozando del sacrificio como de su más bella recompensa, sin pensar en el éxito; antes bien, seguras del fracaso. Por eso son ellas –la filosofía y la religión cristiana– las únicas escuelas de sacrificio heroico, las dos grandes maestras de vida espiritual. Bellas en su sacrificio ignorado o mal conocido, se embellecen con el auténtico martirio, con el ser víctimas de la verdad. Por eso hacen al alma bella y buena y por eso son la Escuela de que los hombres tienen siempre tanta, tanta necesidad.

Escuela insomne y perenne, que no cierra jamás las persianas, que no conoce vacaciones y en donde, por mucho que se haya aprendido, se ha adquirido siempre poquísimo, una nonada. ¡Claro que no es fácil despojarse de lo “particular” propio y vivir de amor desinteresado de la verdad!. ¡Se habla fácilmente de dar golpes de sonda en el infinito!. Se resuelve el problema y al hacerlo se aprehende una verdad; luego otra, más tarde otra más, y así sucesivamente. Siempre poco, poquísimo, una nonada. El “inútil” filósofo está siempre atareado: nunca lo encontraréis desocupado, porque jamás está satisfecho. A él no se le consiente acodarse a la ventana y dormir su siesta en pantuflas. El “inútil” filósofo jamás está ocioso: lleva dentro de sí mismo los utensilios de su propio trabajo; el pensamiento, la fragua que difícilmente puede silenciarse; el arsenal cuya jornada infinita resuena siempre con un nuevo trabajo. ¿Por qué?. Ante todo, porque tiene siempre su cabeza consigo (¡oh, si los hombres tuviesen siempre la cabeza consigo y no la mandaran, como a menudo hacen, de recreo por su cuenta!); y luego porque su cabeza piensa. Y pensar es buscar, cavar, sondar; es el agobio de la duda y el tormento de la solución: tal la grandeza y la dignidad del hombre. Por eso es dinamismo del pensamiento, es vida del espíritu.

¡Gran maestra la filosofía y profundamente educativa su esencia!. No es de temer que en su escuela el cerebro se aherrumbre y se convierta en un “inútil” hierro viejo. ¿Conocéis por ventura una disciplina mas “útil” que aquella con la cual y sin la cual se queda uno tal cual?.


(“La filosofía y el concepto de la filosofía”, Michele F. Sciacca,
 Traducción de David Lagmanovich, Troquel, Buenos Aires 1955, pp. 65-71)



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