viernes, 14 de agosto de 2020

«La Mujer en el tiempo de las Catedrales» de Régine Pernoud - Hna. Marie de la Sagesse Sequeiros

«La Mujer en el tiempo de las Catedrales» de Régine Pernoud

Hna. Marie de la Sagesse Sequeiros



Artículo sobre el libro de Régine Pernoud «La Mujer en el tiempo de las Catedrales» (Bs. As., Andrés Bello, 1999, 319 pp), publicado originalmente en la Revista Gladius de Argentina, en el año 2009. Si bien este artículo enfoca el tema de la mujer en un determinado período medieval, resume muy bien la decisiva revaloración que el cristianismo hizo de la mujer a través de la historia.

Una mujer oscurantista


A diez años de su muerte, quisiéramos redimensionar este hermoso libro de la gran historiadora francesa Régine Pernoud (1909-1998). Mundialmente reconocida, Pernoud era doctora en letras y paleógrafa formada en l´Ecole des Chartres y en l’Ecole du Louvre; dedicó su vida al estudio del período medieval, especializándose en las grandes figuras femeninas de la época. Publicó más de 80 libros, de los cuales 20 fueron best-sellers, entre otros: Les Croisés (1959), Pour en finir avec le Moyen-Age (1977), J´ai nom Jeanne la Pucelle (1994), Hildegarde de Bingen: Conscience inspirée du XIIe siècle (1994), Aliénor d´Aquitaine (1965), La femme au temps des Croisades y La femme au temps des Cathédrales (ambos de 1980). Fundó además en 1973 el Centre Jeanne d´Arc en Orleáns y entre otras distinciones recibió el doctorado honoris causa por las universidades de Uppsala, Río de Janeiro y Santiago de Chile.



Todo tiempo pasado fue peor


El libro que nos ocupa ahora se divide en tres partes: la mujer antes de las catedrales, la mujer en la época feudal o período central de la Cristiandad (950-1250) y la mujer después del tiempo de las catedrales, mostrándonos así una visión de conjunto de la condición femenina en Europa Occidental entre los siglos V y XV.


En contraste con la actual propaganda feminista que endilga gratuitamente al “cristianismo” el ser promotor de la “discriminación” contra la mujer y a la vez “inventor” de la “culpa”, la autora comienza haciendo un análisis jurídico de la situación de la mujer en el imperio romano mostrando con crudeza su inexistencia legal, al punto de ser considerada –para el derecho pagano– casi al mismo nivel de un esclavo. En la Roma clásica sobresalía el poder del pater familias quien, dotado de plena ciudadanía, era propietario absoluto y gran sacerdote de la casa, de cuya autoridad dependía la religión. Su papel era tan importante que tenía incluso el derecho de vida y de muerte sobre sus hijos y era el único que determinaba legalmente el matrimonio de su hija mujer, pudiendo hasta matarla en caso de encontrarla culpable de adulterio. Para el famoso jurista Robert Villers: “En Roma, la mujer, sin exageración ni paradoja, no era sujeto de derecho... Su condición personal, la relación de la mujer con sus padres o con su marido son competencia de la domus, de la que el padre, el suegro o el marido son jefes todopoderosos... la mujer es únicamente un objeto” (p. 22).


Estas últimas afirmaciones podrían matizarse, sobre todo si consideramos que:

1) la vida jurídica y social romana no dependía exclusivamente de la ley escrita sino también de las sanas costumbres de los antepasados - las mores majorum, que atemperaban la arbitrariedad teórica;

2) no eran iguales en condición la “sierva” o “esclava” y la mujer “ingenua” o “libre”, que gozaba de ciertos derechos, como por ejemplo el de disponer de su dote (como se ve en la vida de Cicerón, quien debió pedir un préstamo para poder separarse de su mujer y así devolverle la dote).


De todos modos, esos “deslices” hoy politically incorrect mencionados en el párrafo anterior son importantes al valorar la relevancia jurídica de la mujer en la sociedad precristiana.


Si además tenemos en cuenta que estamos hablando de aquella Roma Antigua que legó al cristianismo instituciones formidables y que con su itinerario de afinación jurídica significó la culminación de los derechos de la mujer en la historia de las civilizaciones no cristianas, podremos hacernos una idea, cuyo desarrollo excede los límites de esta reseña, del devaluado papel de la mujer entre los aztecas, egipcios, babilonios, orientales, hebreos o musulmanes...



Cosa de mujeres…


A Dios gracias apareció el Evangelio: en un ambiente dominado por la romanitas este acontecimiento revolucionario y decisivo (al menos para la mujer…) vino a proclamar la igualdad esencial entre el hombre y la mujer en lo que se refiere a Cristo (“ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, Gál. III, 28) sin por ello olvidar las reales diferencias accidentales que marcan los diversos modos de obrar (entre ellas el hoy olvidado precepto paulino de “cubrirse por respeto a los ángeles” así como el “mulier taceat in ecclesiis”), evitando así todo igualitarismo ideologizado.


La religión cristiana prendió como un abrojo en todo el imperio conocido, pero fue en especial entre las mujeres que tuvo una gran acogida (quizás por ello en los dos primeros siglos los nombres de sus mártires se vieron colmados de galardones otorgados al “sexo débil”). Fueron primeramente las mujeres las que se destacaron por la piedad y fortaleza respecto de la nueva religión y así, a los nombres de los emperadores utilizados por la población para llamar a sus hijos (“César”, “Antonio”, “Augusto”), se les fueron agregando no sólo aquellos de los apóstoles, sino también los de las mártires y santas, algunas de las cuales la Iglesia ha perpetuado en el Canon de la Santa Misa (Ágatha, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia…) igualando en la palma a esclavas con patricias. Más aún, –señala la historiadora francesa– “esta abundancia de nombres femeninos que subsistieron para el gran público a la vez que desaparecían los de los efímeros emperadores de esos dos siglos, subrayan la importancia de dichas santas, la mayoría jóvenes, muertas por afirmar su Fe”. Y concluye: “entre el tiempo de los apóstoles y el de los Padres de la Iglesia, durante esos trescientos años de arraigo, de la vida subterránea resumida en la imagen de las catacumbas ¿de quién se trata en la Iglesia? De las mujeres. Es a las mujeres a quienes se celebra” (p. 24).


 

Liberación y dominación femenina


Las mujeres comprendieron muy pronto que desde entonces el Evangelio les otorgaba una nueva vida y status. Jesucristo venía para dar la salud a los oprimidos y la libertad a los cautivos, una libertad de la cual ellas nunca habían gozado en su totalidad y no estaba prevista en ninguna de las leyes del imponente aparato legislativo romano. Desde ahora tendrían derecho a elegir su existencia y a responder por ella, comprendiendo así que valía la pena conquistar esa libertad, aún al precio de la propia vida: “Estas santas de los primeros siglos fueron en ese mundo y medio que las rodeaba, verdaderas contestatarias; en efecto ¿qué pretendían Inés, Cecilia o Lucía?: rechazar el marido que les asignaba su padre y conservar la virginidad con vistas al reino de Dios” (p. 25).


Históricamente hablando, la reivindicación de su libertad llevaba implícitas todas las demás; pronunciar libremente el voto de virginidad significaba proclamar la libertad de la persona y la autonomía de la decisión, hacerse responsables ante Dios y los hombres por sus decisiones. Muchas jóvenes desde entonces, decidieron morir antes que claudicar de sus principios y sus votos: habían hecho una libre opción femenina. Sin ser auto-convocadas habían sido convocadas por el Esposo que no traicionaba, Aquél a quien valía la pena entregarse por completo.


Al respecto, aprovecha mucho detenerse en el capítulo que R. Pernoud dedica a la posición que la Iglesia primitiva otorgaba a las vírgenes y a las viudas: ambas formaban parte de una gran aldea solitaria en el mundo antiguo (judío o pagano, da lo mismo) consideradas poco menos que malditas o relegadas de Dios. Por el contrario, si nos remitimos a los Hechos de los Apóstoles y a las epístolas paulinas, comprobaremos que en la comunidad cristiana las viudas eran las primeras que recibían asistencia, desempeñando además un papel activo en la difusión evangélica de los primeros tiempos.


El dinamismo y la capacidad de invención de estas “mujeres liberadas por el Evangelio” era sorprendente y para muestra sobran botones: Fabiola, dama de la aristocracia romana, se convirtió rápidamente en discípula de San Jerónimo. Impresionada por la cantidad de peregrinos que llegaban a la tumba de San Pedro en Roma, sin recursos y casi muertos de hambre, fundó una “Casa de los enfermos”, eufemismo de los futuros hospitales (instituciones netamente cristianas). Se trataba de una innovación fundamental; más tarde, y no contenta con su trabajo, crearía en el puerto de Ostia el primer “Centro de hospedaje” o “albergue del peregrino”.


Pero no sólo la actividad externa las ocupaba. Otras mujeres piadosas se agruparon alrededor del patrono de la exégesis bíblica en el monasterio de Belén a fines del siglo IV: Paula, Eustaquia y sus compañeras, formaban un verdadero “Centro de estudios”. Como narra San Jerónimo, “Paula aprendió hebreo y lo aprendió tan bien que cantaba los salmos en hebreo y hablaba este idioma sin mezclar para nada en él la lengua latina”. El estudio de los salmos, de la Sagrada Escritura y del hebreo era familiar para las primeras comunidades monásticas femeninas de Belén y gracias a ellas el gran Dálmata compuso algunos de sus famosos comentarios a las Escrituras, como el Comentario sobre Ezequiel. “Se establece una tradición de saber –concluye R. Pernoud– cuyo punto de partida es ese primer monasterio femenino de Belén. Los monasterios masculinos reunirán más bien a personas deseosas de austeridad, de recogimiento y penitencia, mientras que en su origen los monasterios de mujeres se caracterizan por una intensa necesidad de vida intelectual y espiritual” (p. 34). O tempora, o mores!



Donde manda capitana…


Pero no sólo al estudio y la oración se dedicaron las primeras cristianas; las mujeres tuvieron un papel decisivo durante los primeros siglos de la Iglesia en distintos ámbitos: varias reinas, algunas incluso santas, llevaron adelante la Iglesia permitiendo su expansión y hasta convirtiendo a sus mismos esposos para bien de los reinos. Santa Clotilde, por ejemplo, convenció al rey pagano Clodoveo para que eligiera la Fe Católica y no la herejía arriana, adoptada por los demás invasores (godos, visigodos, alamanes y burgundios). Con ello hizo de Francia la hija primogénita de la Iglesia y el baluarte de la civilización occidental. Al decir de Pernoud, “la historia de Francia es lo que es por la llegada de esta mujer” (p. 21). Lo mismo podría decirse de Santa Helena, poniendo como sujeto a toda la Cristiandad.


Convertir al rey, al esposo, al hijo, al hermano, al amigo o al amante fue un menester propio de las primeras mujeres. Más adelante muchas harán lo mismo: Teodosia en España, Teodelinda en Lombardía, Berta en Inglaterra. Con el bautismo de las cabezas vendría el de los súbditos y así pueblos enteros se convertirían a la fe de la Santa Madre Iglesia, esposa de Cristo, según la expresión paulina, consonante con toda la tradición, desde el Antiguo Testamento hasta la mística moderna.


A lo largo de todo el libro la mujer medieval es considerada bajo distintos aspectos con ejemplos bien encarnados: la mujer como poeta, ama de casa, educadora, en la vida social, la actividad económica, pero sobre todo en la actividad “más divina”, al decir de Aristóteles: la mujer en el mundo político. En este ámbito se destaca el rol importantísimo de la reina Blanca de Castilla quien fuera capaz de dirigir el reino, hacer entrar en razón a señores ambiciosos, conducir guerras y hasta suscribir tratados con potencias enemigas por más de cuarenta años. Por supuesto que las grandes Santa Catalina de Siena y Santa Juana de Arco no se quedan atrás en estas páginas, pero la autora prefiere remitirse a otra de sus obras para lo que corresponde a la vida de estas santas, sobre todo en lo que se refiere a la heroína francesa, que agota su especie en nuestros santorales ya que su vocación y misión fueron un camino estrictamente político de santidad, y constituyeron lo que los estudiosos llaman un hapax legómenon, dicho expresado una sola vez, es decir, un hecho único. No hay santo alguno, y menos santa, en toda la historia de la Iglesia que por directo mandato divino se haya consagrado hasta la muerte a la liberación de su patria y a la restauración del reino querido por Dios.



Un nuevo tipo de mujer: la religiosa


Cuenta R. Pernoud que la raíz de la vida religiosa femenina en Occidente fue el importantísimo monasterio de Saint-Jean-d’Arlès, origen de otros tantos del mismo estilo al punto de ser posible establecer a partir de allí toda una “geografía de los conventos medievales en los siglos V, VI y VII” (p. 41). Ello testimonia el dinamismo de movimientos que todavía no son muy conocidos en nuestros ambientes históricos y en especial en lo que se refiere a las consagradas, quienes todavía “no han gozado de la atención que se ha prestado a los frailes occidentales” (p. 41).


Además de su condición de protectoras de las artes y las letras, las religiosas irlandesas e inglesas –nos cuenta Pernoud– ejercieron especialmente en Germania una considerable influencia en la nueva evangelización. Conviene detenerse en las poderosas personalidades que admiraron a Europa en las figuras de ciertas abadesas de la alta Edad Media, cuya influencia fue decisiva. “En Alemania la vida monástica cobrará un impulso extraordinario; las abadesas, que suelen estar emparentadas con emperatrices, son en general mujeres de valía que hacen de sus conventos centros de cultura al mismo tiempo que de oración; asimismo, sus alianzas familiares las llevan a desempeñar una función importante en la vida política” (pp. 49-50). Entre ellas no podemos olvidar aquí a la gran abadesa Hildegarda de Bingen (a quien la autora dedica un libro especial), mística, pintora, música, profeta, literata, oradora y hasta médica homeópata, que llegó a cruzar cartas aconsejando a los emperadores Conrado III y Federico Barbarroja, además de tener correspondencia personal con varios papas y con el mismo San Bernardo de Claraval. En fin, en aquellos tiempos en que en las abadías las religiosas recibían un sólida formación, “aprendiendo no sólo el latín, la lengua de la liturgia, sino también el griego, las letras en general y el derecho” –como dice Pernoud–, también “en Germania como en el resto de occidente, la difusión de la fe cristiana es obra de las mujeres” (p. 50).


 

Entre santa y santo: ¿pared de calicanto?


Mientras en la Edad Media la Venus de Milo podía estar a torso descubierto en el claustro de un monasterio benedictino, hoy nos parece sorprendente el escuchar que no pocos monasterios de la cristiandad de los siglos VI y VII eran monasterios mixtos.


Aunque usted no lo crea, había congregaciones gemelas, es decir, con rama masculina y femenina con sede en grandes abadías que albergaban tanto a hombres como a mujeres en edificios independientes; era normalmente la iglesia la que separaba ambos claustros, siendo el templo el único sitio donde se reunían para la oración y los oficios litúrgicos.


Se trataba de una necesidad, como dice Pernoud: “por sorprendentes que pudieran parecer, es fácil explicar la existencia de semejantes fundaciones. Los monasterios se instalan por lo general en lugares apartados, adecuados para el recogimiento. En una época con medios de transporte sumamente escasos, a las monjas les resultaba indispensable la proximidad de los sacerdotes para la misa y los demás oficios litúrgicos” (p. 137). Por otra parte, en aquella época los monjes vivían del fruto de sus propias manos y eran necesarias mucha dedicación y fuerza para los trabajos más fuertes; así, los hombres se dedicaban al arado, el riego y la cosecha, siendo su presencia casi imprescindible, de este modo las religiosas podían dedicarse a quehaceres más propios de su condición femenina. Así, en una verdadera sociedad las monjas podían estar seguras y lejos de los peligros de los asaltos y abusos de los bárbaros aún no totalmente domesticados o evangelizados.


Pero aun falta lo peor: al ser “monasterios mixtos”, su dirección podía estar confiada a un abad, o … ¡a una abadesa!



Fontevraud o las mujeres al poder (argentinas abstenerse, por favor)


Pero detengámonos un poco más en este particular, hermosamente narrado por nuestra autora y puesto como ejemplo de la relevancia alcanzada por la mujer “en aquellos bellos siglos en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, como dice el Papa León XIII en Immortale Dei.


El 31 de agosto de 1119 el monasterio de Santa María de Fontevraud en Anjou, Francia, recibió a un visitante ilustre: el papa Calixto II. En presencia de una multitud de prelados, barones, eclesiásticos y gente sencilla, el pontífice acudió en persona para proceder a la consagración del altar mayor de la flamante abadía. En el atrio de la iglesia, en vez de recibirlo el abad del monasterio, lo aguardaba una jovencita de sólo 26 años, la abadesa Petronila de Chemillé, quien regía la abadía mixta desde hacía más de cuatro años.


Flor de la civilización courtoise, el monasterio había sido fundado por el célebre Roberto de Arbrissel. Dicho personaje, nacido en Bretaña en 1050, luego de estudiar en diversas escuelas en París y Rennes, fue ordenado sacerdote, oficio en el que mostró un gran celo reformador de las costumbres: Roberto se dedicó a combatir, entre otras cosas, la simonía y el matrimonio de los sacerdotes y esto con conocimiento de causa (él mismo era hijo de un sacerdote llamado Damaloquio). Poco tiempo después, deseando abrazar una vida más austera, se hizo ermitaño en el bosque de Craon, “pero como suele sucederle al que busca a Dios en la soledad, al poco tiempo se encontró rodeado de numerosos imitadores que se convirtieron en sus fieles. En esa época la Iglesia vivía momentos de gran fervor y renovación gracias a la reforma gregoriana, que resplandecía en la creación de nuevas órdenes: la Cartuja, el Cister, Grandmont, etc.; la orden de Fontevraud ocupaba en este contexto un lugar importante. Alrededor de Roberto se formaron espontáneamente grupos de jóvenes y gente mayor, de modo que un día el ardiente eremita sintió la necesidad de establecer en un monasterio a los compañeros que lo rodeaban; el señor Renaud de Craon facilitó su fundación otorgándole una tierra donde se levantaría en 1096 Santa María de la Roé” (p. 140). Incluso el mismo papa Urbano II, por entonces predicando la cruzada en Francia, oyó hablar de Roberto y se propuso ir a conocerlo; corroboró su fundación y lo urgió a que continuara predicando, a pesar de que el fundador se presentara con una indumentaria digna de San Juan Bautista o de un hippie del siglo pasado.


Marbode, obispo de Rennes y muy amigo de Roberto, le escribiría por ese entonces: “Dicen que has abandonado la vestimenta corriente y que andas con un cilicio a la vista sobre tu cuerpo, un viejo manto agujereado, las piernas semidesnudas, la barba hirsuta, los cabellos cortados en círculo sobre la frente, descalzo en medio de la muchedumbre, ofreciendo un espectáculo singular a quienes te ven...” (p. 141). La multitud que lo seguía era más de lo mismo: “Van vestidos de harapos de colores, se les reconoce por su espesa barba... Si se les pregunta quiénes son, contestan: los discípulos del maestro” (p. 141). Es una muchedumbre sumamente heterogénea: “Acudían hombres de todas condiciones; también mujeres, pobres o nobles, viudas o vírgenes, ancianas o jóvenes, prostitutas o de las que desprecian a los hombres” (idem).


Enseguida sus fundaciones fueron múltiples: cuando en 1105 el papa Pascual II confirmó la fundación de la orden, ya contaba con seis conventos; catorce años después, cuando llegó Calixto, se habían añadido muchísimos más. Fontevraud llegó a reunir a comienzos del s. XII a 300 monjas y 70 monjes; al poco tiempo la orden se fue ramificando y hacia el año 1140 el abad de Suger de Saint Denis estimaba en 5000 el número de sus miembros. Como suele ocurrir en estos casos, la congregación se convirtió para algunos en un sitio peligroso a causa de la cantidad de vocaciones que suscitaba (¿cuándo no?) y la integridad de su doctrina: los padres temían por sus hijos, los amigos por sus compañeros y hasta los matrimonios temían perder sus medias naranjas.


Entre otros, resonó por toda la dulce Francia el famoso caso de Inés de Ais y su esposo Alard: cierta tarde en que los jóvenes enamorados paseaban cerca de la abadía de Fontevraud, a pesar del mutuo amor profesado ante los altares, decidieron separarse para unirse a Quien es el Amor de los amores; con el tiempo, el conde de Ais donaría a la nueva orden la tierra de Orsan y su esposa llegaría a ser la primera priora de la orden.



Su último deseo: mujer, viuda… y abadesa!


Como ya mencionamos, lo más asombroso aún es que a todos los religiosos los presidía una abadesa; tanto hombres como mujeres que ingresaban en la Orden debían profesarle obediencia e incluso besar sus manos. La Historia, maestra de la vida, –me objetan algunos compatriotas– se ha encargado de desaconsejar la repetición de esta experiencia. En contrapartida, Juan Pablo II liberó en 1990 a las carmelitas seguidoras de Santa Maravillas de Jesús de la infausta obediencia a los carmelos masculinos aggiornados.

 

Sea como fuere, tal disposición fue el postrer deseo del fundador quien proclamó como última voluntad lo siguiente: “Sabed, hermanos muy queridos, que cuanto construí en este mundo lo hice por el bien de las hermanas: les he consagrado toda la fuerza de mis facultades y, lo que es más, yo mismo y mis discípulos nos hemos sometido a su servicio por el bien de nuestras almas. De modo que con vuestra aprobación he decidido que mientras yo viva sea una abadesa quien dirija esta congregación; que después de mi muerte nadie se atreva a contradecir las disposiciones que he tomado” (p. 139).


Otra originalidad de las normas establecidas por Roberto de Arbrissel fue que la abadesa no debía ser una virgen sino una viuda que hubiese tenido la experiencia del matrimonio. Consideraba que era necesario haber conocido la naturaleza del hombre para poder dirigirlo y ser obedecida; fue ésta una de las condiciones más importantes por la que se eligió a Petronila de Chemillé, una joven hermosa que, luego de la prematura muerte de su esposo, el Señor de Chemillé, había ingresado en la Orden a la tierna edad de 22 años; la doncella era famosa por su belleza e inteligencia: de familia noble, descendía directamente de los condes de Anjou y el día en que por simple curiosidad se dirigió a Fontevraud, terminó siendo cautivada por el silencio de sus claustros.


Con el tiempo, también entrarían allí su hermana Inés de Craon y su tía Milésine, quienes habían ido simplemente a visitarla…



Una Magdalena más…


Pero la historia de Petronila no fue la única, Pernoud narra una tras otra: por ejemplo, la maravillosa historia, un poco escandalosa quizás, de Bertrade de Montfort. Hoy no nos dice nada, pero para los contemporáneos su nombre resonaba más o menos como el de una “Madonna” del momento: una serie de escándalos, varios amoríos por aquí y por allá y poca templanza eran los temas de conversación que giraban en torno a su desdichado nombre. Bertrade, casada con un gran señor, Foulques de Anjou (quien ya había repudiado a tres mujeres, en una época en la que el divorcio era menos común que hoy), terminó abandonando a su marido para convertirse en la amante nada menos que del rey de Francia, Felipe I…


Su historia, a partir de allí, se mezcla en una novela continua de traiciones, excomuniones y conversiones cuya narración dejo destinada a la curiosidad del lector.


Las idas y venidas de la Ciudad de Dios y del demonio hicieron que luego de algunas vueltas, en 1114, Bertrade terminase entrando en Fontevraud junto con su hermana, profesando al poco tiempo como religiosa y convirtiéndose en algunos años en priora de una nueva fundación.


Roberto, al igual que nuestro Señor, confiaba ciegamente en que estas mujeres pondrían al servicio de Dios todo el celo y el fervor que habían dedicado al servicio de sus pasiones, y no se equivocaba.


Régine Pernoud sigue contando casos fascinantes, donde la realidad supera ampliamente a la ficción, como ser la vocación de Ermengarda, cisterciense que fundó y murió en Tierra Santa; las dos Matildes de Anjou, una de las cuales sucedió a Petronila como superiora de la orden; la reina Leonor de Aquitania, bienhechora y luego profesa de Fontevraud y muchas otras más.


En fin, con esta mención dejamos abierto el pozo de la leyenda oscurantista y tapada la boca de nuestras feministas e ideólogas de la modernidad. Como hemos visto, también ellas hubieran tenido lugar en aquéllos claustros, de haberlo deseado.



Para terminar con el feminismo…


En su famosa obra Para acabar con la Edad Media (1977) Régine Pernoud había precisado sus investigaciones sobre la mujer en el medioevo, entregando casi un estatuto femenino de la época; el libro que acabamos de leer “La mujer en el tiempo de las Catedrales” contiene un desarrollo sistemático de la síntesis expresada en “Para acabar…”, con gran cantidad de ejemplos revolucionarios para nuestra moderna mentalidad.


Una cuota de su atractivo, cara a las mujeres de los siglos XX y XXI, reside en que, en el fondo, el libro es una historia del poder femenino y de las libertades y autonomía por ellas conquistadas y ejercidas, mostrando su declinación con fechas bien concretas en la Modernidad antropocéntrica: el edicto de 1593 divulgado por el Parlamento de París, que les prohibía ejercer funciones públicas en el Estado (claro, ya se arreglarían de algún modo para influir, al menos en privado), y el democrático Código Civil de Napoleón (1804), que privaba a la mujer casada de la disposición de sus bienes asimilándola al incapaz.


Se trata entonces de una buena antirrábica para aquellos hombres, mujeres et alia que piensan estar a la vanguardia de todo con la liberación de la mujer, su autonomía y la píldora de la felicidad.


Lejos de lo que se suele decir, ha sido el Cristianismo y más patentemente la Iglesia Católica la que ha enseñado la libertad de las verdaderas “hijas de Dios”, explicando que los contrarios no se oponen sino se armonizan según el principio de complementariedad desarrollado por esa gran mujer de la Iglesia contemporánea, Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein): hombre y mujer unidos son la piedra clave de la bóveda que sostiene y equilibra no solo el edificio social sino también la arquitectura del Cuerpo Místico.


No en vano fue una prostituta liberada quien entre las primeras alcanzó la exaltación de los altares; no en vano fueron mujeres las que recibieron la gracia de testificar la Resurrección; no en vano, finalmente y sobre todo, es María, después del Verbo Encarnado, el ser humano más excelso, asunta en alma y cuerpo a los cielos para escándalo de machistas y feministas.


Probablemente ellos nunca lean este libro, pero conviene que al menos nosotros lo conozcamos para desasnarnos y poner además un poco de sal en las discusiones, como manda el Apóstol San Pablo (Col., IV, 6).




Fuente: Revista Gladius 74, págs. 147-153.

Buenos Aires, Pascua 2009.






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