De la Casuística a la Misericordia
¿Hacia un Nuevo Arte de Complacer?
Mons. Michel Schooyans
El Autor es Profesor Emérito de la Universidad de Lovaina, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales y consultor del Pontificio Consejo para la Familia. También es autor de numerosos libros y ensayos sobre bioética, demografía y políticas globales de la ONU. En este artículo, publicado originalmente en Junio del 2016 en “La Nuova Bussola Quotidiana”, alerta del regreso en nuestros días de un error muy antiguo en la teología moral católica: la casuística. A continuación transcribimos el artículo completo para el Blog del Centro Pieper en traducción de la Dra. María Isabel Pérez de Pío.
Presentación
Se podría pensar que la casuística está muerta y enterrada. Las controversias del siglo XVII estarían definitivamente superadas. Raros son nuestros contemporáneos que aún leen las “Cartas Provinciales” y los autores que Pascal (1623-1662) denuncia en ellas. Esos autores son los casuistas, es decir moralistas que se aplican en resolver casos de conciencia sin ceder al rigorismo [Nota del Centro Pieper: Las “negritas” son nuestras]. Al releer las famosas “Cartas”, nos impresionó la similitud que aparece entre un escrito controvertido del siglo XVII y las posiciones defendidas hoy en día por pastores y teólogos que aspiran a cambios radicales en la pastoral y la doctrina de la Iglesia. El sínodo sobre la familia (octubre 2014 – octubre 2015) puso en evidencia una pugna reformadora que las “Cartas Provinciales” permiten comprender mejor hoy. ¡He aquí que Pascal comienza a hacerse conocer en un día inesperado! Las páginas que siguen quieren simplemente estimular al lector, y ayudarle a descubrir un nuevo arte de complacer.
El tesoro de la Iglesia
El Sínodo sobre la Familia puso en evidencia –si ello hacía falta– un profundo malestar en la Iglesia. Crisis de crecimiento sin duda, pero también debates recurrentes sobre la cuestión de los divorciados-«recasados», los «modelos» de familia, el rol de la mujer, el control de los nacimientos, la gestación subrogada, la homosexualidad, la eutanasia. Inútil cerrar los ojos: la Iglesia es interpelada hasta en sus fundamentos. Estos se encuentran en el conjunto de las Sagradas Escrituras, en la enseñanza de Jesús, en la efusión del Espíritu Santo, en el anuncio del Evangelio por los Apóstoles, en una comprensión cada vez más afinada de la Revelación, en el asentimiento de fe de la comunidad creyente. Jesús confió a la Iglesia su misión de acoger estas verdades, de evidenciar su coherencia, de hacer memoria de ellas. La Iglesia no recibió del Señor ni la misión de modificar estas verdades, ni la misión de reescribir el Credo; ella es guardiana de este tesoro; ella debe estudiar estas verdades, explicitarlas, profundizar su comprensión e invitar a todos los hombres a adherir a ellas por la fe. Hay incluso discusiones –sobre el matrimonio por ejemplo– que fueron cerradas por el Señor mismo. Es precisamente para ocultar estas verdades históricas, que los descendientes de los fariseos negaron la historicidad de los Evangelios (cf. Mc 10, 11).
Desde los “Hechos de los Apóstoles”, la Iglesia reconoce y proclama que ella es una, santa, católica y apostólica. Son sus «notas» distintivas. La Iglesia es una porque ella no tiene más que un solo corazón, el de Jesús. Ella es santa, pues invita a la conversión al Señor, a la oración y a la contemplación del Señor. El hombre no tiene el poder de santificarse por si mismo, pero todos son llamados a responder al llamado universal a la santidad. Ella es católica, es decir que ella recibió del Espíritu Santo el don de lenguas: ella es universal. La comprensión de lenguas significa la unidad en la diversidad, fruto del Espíritu Santo. La Iglesia es además apostólica, es decir fundada sobre los apóstoles y los profetas. La sucesión apostólica significa que un lazo ininterrumpido nos une a la fuente misma de la doctrina de los apóstoles.
Para ofrecer al mundo la Buena Nueva que vino a traer el Señor, quiso asociar a su obra a hombres que eligió para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar a todas las naciones (cf. Mc 3, 13-19). Estos hombres dan testimonio de las palabras que ellos recogieron de la boca misma de Jesús y de los signos que realizó. Estos testigos fueron llamados por el Señor para garantizar, de generación en generación, la fidelidad a la enseñanza que él mismo expuso. Les incumbe por lo tanto, profundizar la inteligencia de los testimonios que les conciernen y autentificar su tradición.
La enseñanza del Señor comporta una dimensión moral exigente. Esta enseñanza invita por cierto a una adhesión razonable a la regla de oro, que los grandes sabios de la humanidad meditaron desde siglos. Jesús lleva esta regla a su perfección. Ahora bien la tradición de la Iglesia comporta preceptos de conducta propios, en el primer lugar de los cuales figura el amor a Dios y al prójimo. «Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas» (cf. Mt 7, 12). Este doble mandamiento es la referencia fundamental para el actuar del cristiano. Este es llamado a abrirse a la iluminación del Espíritu, que es amor, y a corresponder a esta iluminación por la fe que obra por el amor (cf. Ga 5, 6). Entre este, el amor, y aquella, la fe, el vínculo es indisoluble. Si, en la enseñanza de la Iglesia, este vínculo es roto, la moral cristiana se hunde en diferentes formas de relativismo o de escepticismo. Se llega a contentarse con opiniones subjetivas y fluctuantes. La ruptura se instala entre la verdad y la acción. No hay ya referencia a la verdad, ni a la autoridad que esta garantiza. La transgresión termina por ser abolida, puesto que fueron rechazadas las referencias morales dadas por Dios a los hombres. Se llega hasta a sugerir que el hombre ni siquiera tiene ya necesidad de amar a Dios para salvarse, ni de creer en su amor. Golpeado por una ruptura fatal, la moral ve abrirse grande la puerta del legalismo, del agnosticismo y de la secularización. Las reglas de vida enseñadas por los Profetas, por el Señor, por los Padres de la Iglesia son metódicamente desactivadas. Prevalecen entonces las prescripciones de los nuevos legistas, los herederos de los escribas y los fariseos. La moral se convierte así en una forma de positivismo gnóstico, un saber reservado a iniciados. Ese saber solo encuentra «legitimidad» en las decisiones puramente voluntarias de los que se atribuyen el privilegio de enunciar una nueva moral, sin la referencia fundada en la verdad revelada.