martes, 14 de octubre de 2008

El Hombre, Confín entre lo Visible y lo Invisible - Mario Caponnetto

El Hombre, Confín entre lo Visible y lo Invisible
Dr. Mario Caponnetto


El puesto que el hombre ocupa en el concierto del universo ha sido motivo de particular preocupación en la filosofía moderna, fundamentalmente en la llamada antropología filosófica. Es bien sabido que -considerado el padre de esta antropología- dedicó al tema el último de sus libros: Die Stellung des Menschen im Kosmos, publicado en 1928 y traducido entre nosotros con el título de El puesto del hombre en el cosmos (1). La lectura de esta obra no está exenta de cierto desconsuelo. Max Scheler no sólo no da una respuesta convincente respecto de cuál sea ese puesto cósmico asignado al hombre sino que, por añadidura, desemboca en una suerte de panteísmo tan confuso como lamentable.

Sin embargo, no carece de interés preguntarse acerca del lugar de la creatura humana en el universo. Más aún, pensamos que el planteo de semejante cuestión y la respuesta que se logre formular encierran toda una toma de posición respecto de la naturaleza del hombre y de su fin último. Lo que equivale a decir el corazón de cualquier antropología. En lo que sigue vamos a procurar dar una respuesta, por lo demás breve, a la luz de la Sacra Doctrina de Tomás de Aquino.

Para Santo Tomás el alma humana es un principio no corpóreo. Basta para comprenderlo analizar, entre los varios textos que podrían citarse, el primer artículo de la quaestio 75 de la Pars prima de la Summa Theologiae. La argumentación sigue aquí, en líneas generales, la doctrina de Aristóteles. Se presupone que se entiende por alma el primer principio de vida en los seres que viven entre nosotros (primum principium vitae in his quae apud nos vivunt). De este modo llamamos "animados" a los vivientes e "inanimados" a los que carecen de vida. Ahora bien, ¿cómo se manifiesta la vida, cómo se nos hace posible conocerla? Sólo mediante las operaciones de esos seres que llamamos vivos; fundamentalmente dos: la de conocer y la de moverse. Los primeros filósofos, que no alcanzaron a elevarse más allá de la imaginación (antiqui philosophi, imaginationem trascendere non valentes) pensaban que el principio de estas operaciones era siempre un cuerpo, puesto que sostenían que sólo las cosas corpóreas son seres y todo lo que no es cuerpo no es ser. Por eso concluían que el alma es un cuerpo. Pero esta opinión es falsa por múltiples razones, aunque Santo Tomás va a emplear solamente una. En efecto, es evidente que no todo principio de operación vital es alma pues, en ese caso, habría que admitir que los ojos, en tanto son de algún modo el principio de la visión, son alma; y así de cualquier otro órgano. Pero lo que entendemos por alma es el primer principio de la vida y, en este sentido, ningún cuerpo, en cuanto tal, puede ser el primer principio de la vida pues de lo contrario habría que admitir que todo cuerpo es viviente o principio de la vida lo cual contradice la experiencia más elemental. Por consiguiente, que un cuerpo sea viviente -o incluso principio de la vida- le compete en tanto es "tal" cuerpo. Ahora bien, ser "tal" en acto lo recibe de un principio que es acto suyo. Luego el alma que es el principio de la vida de ciertos cuerpos no es un cuerpo sino acto de un cuerpo (2).

Es fácil advertir que la noción aristotélica de acto -y de alma- domina toda la argumentación del artículo. Pero Santo Tomás no permanece en esta noción. Después de sostener que el alma no es cuerpo, en el artículo dos de la misma cuestión, va a abordar un tema de particular relevancia para su antropología: el alma humana es una realidad subsistente, hoc aliquid o aliquid subsistens para decirlo con la expresión original. La demostración descansa sobre un principio, un axioma de la filosofía clásica: operatio sequitur esse, la operación sigue al ser. ¿Cómo se aplica este principio? Si nosotros podemos demostrar que el alma humana es capaz de operar sin el cuerpo quedará demostrado, sin más, que puede ser sin el cuerpo. Esto equivale a decir que es una realidad subsistente, esto es, plenamente una substancia en cuya composición no entra la materia y, por tanto, responde en todo a lo que Santo Tomás define como una substancia espiritual (3). El nudo de la argumentación consiste, pues, en demostrar que el alma humana puede operar sin el cuerpo.

Para ello Santo Tomás parte de la experiencia de las operaciones del alma. El alma humana ejerce operaciones, actos, para los cuales requiere sin lugar a dudas de un órgano corporal. Las operaciones de la vida vegetativa o las de la vida sensitiva se realizan mediante el cuerpo: son, propiamente, operaciones del alma con el cuerpo. Pero hay una operación del alma humana que no requiere de órgano corpóreo alguno; tal es el acto del conocimiento intelectual. En el artículo segundo de la misma quaestio 75 de la Summa Theologiae, el santo Doctor expone la argumentación respectiva. No hay duda, dice, de que el hombre puede, mediante su entendimiento, conocer las naturalezas de todos los cuerpos. Pero para que sea posible conocer cosas diversas es necesario que no se tenga ninguna de ellas en la propia naturaleza puesto que las que naturalmente estuviesen en ella impedirían el conocimiento de las demás. Así ocurre con ciertos enfermos cuya lengua impregnada de bilis o de cualquier otro humor amargo no puede gustar el sabor de lo dulce. En consecuencia, si el principio de intelección -que llamamos alma- tuviese en sí la naturaleza de algún cuerpo, no le sería posible conocer la naturaleza de todos los cuerpos ya que cada cuerpo posee una determinada naturaleza. Es preciso, por consiguiente, admitir que el principio de intelección es incorpóreo. Pero es necesario, también, admitir que es imposible que ese principio entienda mediante algún órgano corporal porque -y volvemos al argumento anterior- la naturaleza determinada de ese órgano corpóreo impediría también el conocimiento de todos los cuerpos como (acudiendo de nuevo a otra metáfora) la presencia de un color, no ya en la pupila sino en un recipiente de cristal hace aparecer el líquido que contiene de ese mismo color (4). Es decir, que el principio mediante el cual somos capaces de intelegir la naturaleza de los cuerpos es, en sí mismo, no corpóreo; además, no es posible que requiera para su acto de intelección la mediación de un órgano corporal. Ergo, el alma humana es capaz de operar separada del cuerpo y, por consiguiente, puede ser sin el cuerpo, subsiste sin él, es una substancia espiritual en sentido pleno.

Ahora bien, si el alma humana, según acabamos de ver, es una realidad subsistente -una substancia intelectual- ¿es también forma del cuerpo? La respuesta de Santo Tomás, como veremos, es que sí: el alma humana es hoc aliquid (realidad subsistente) pero, al mismo tiempo, es forma del cuerpo. Con esto queda establecida una noción cuya importancia es tan grande que, a nuestro juicio, marca todo un hito en la historia de la reflexión antropológica.

En efecto, siguiendo la línea proveniente del aristotelismo, el alma humana es para Santo Tomás una forma corporis. Ella es el principio formal que anima y organiza al cuerpo. Por ella vivimos, sentimos y nos movemos. La unión del alma con el cuerpo es una unión substancial, como la de una forma a su materia. En la exposición de la Contra Gentiles los textos resultan de una claridad indubitable: rechazadas las opiniones de Platón y las de los otros filósofos, "resta pues que el alma humana es una substancia intelectual unida al cuerpo como forma" (5). No menos claro resulta el pasaje paralelo de la Summa Theologiae:

"Es necesario afirmar que el entendimiento, que es el principio de las operaciones intelectuales, es forma del cuerpo humano. En efecto, lo primero en virtud de lo cual algo obra es la forma de aquello a lo cual se atribuye la operación: así lo primero por lo que sana el cuerpo es la salud y lo primero por lo cual el alma conoce es la ciencia; de donde la salud sea una forma del cuerpo y la ciencia lo sea del alma. La razón de esto es porque ningún ser obra sino en cuanto que está en acto; por consiguiente obra en virtud de aquello que hace que esté en acto. Ahora bien, es manifiesto que lo primero que hace que el cuerpo viva es el alma. Y como en los diversos grados de los seres vivientes la vida se manifiesta por distintas operaciones, lo primero en virtud de lo cual ejecutamos cada una de estas operaciones vitales es el alma. Efectivamente, el alma es lo primero en virtud de lo cual nos nutrimos, sentimos, nos movemos localmente; e igualmente es lo primero en virtud de lo cual entendemos. Por tanto, este principio por el cual primeramente entendemos, llámese intelecto o alma intelectiva, es la forma del cuerpo humano. Y esta es la demostración de Aristóteles en el II De anima" (6).

Hasta aquí, Santo Tomás no hace sino seguir, insistimos, los pasos de Aristóteles y desechar cualquier vestigio de platonismo que pudiera suponer que la unión del alma con el cuerpo es al modo de un motor con el móvil, es decir, una unión accidental y no substancial. Pero la pregunta que se plantea a continuación es esta: ¿el alma humana es sólo una forma substancial, indistinta de cualquier otra forma y destinada a corromperse al desaparecer el compuesto? La definición aristotélica del alma como forma corporis podía, tal vez, llevarnos a esta conclusión; en efecto, puede suponerse que el alma estuviese ligada a la materia en su ser y en su actuar. Pero la experiencia más inmediata de la vida humana se resiste a semejante conclusión.

"El hombre" -escribe Fabro- "no vive tanto de cosas terrestres y de representaciones sensibles como de la búsqueda de valores inteligibles y supramundanos, de las artes, de las ciencias... Su existencia está continuamente agitada por la preocupación de asegurarse una permanencia y una felicidad sin límites, en base al convencimiento, fundamento de la vida moral, de que puede disponer de sus propios actos y de la decisión última que oriente su vida hacia un destino elegido y querido. Sobre este trasfondo, perennemente móvil y al mismo tiempo tan significativo y distinto en sus verdaderos propósitos, se fue delineando el convencimiento de que el alma del hombre es de otra naturaleza que la de las formas corporales y que es semejante a Dios" (7).

Se trata, sin duda, de la experiencia de la espiritualidad del alma. Sin embargo, esta experiencia de la espiritualidad, objetivable en un plano fenomenológico, no basta para dar razón de que el alma sea forma del cuerpo pero de una naturaleza distinta a la de las otras formas. Sólo la doctrina tomista del alma humana como substancia intelectual aporta, como veremos enseguida, los datos adecuados para resolver esta ardua cuestión.

En el artículo primero de la Quaestio disputata de anima, Santo Tomás aborda, precisamente, el tema de si el alma humana es hoc aliquid y forma del cuerpo. Comienza para ello afirmando que se llama con propiedad hoc aliquid al individuo en el género de substancia. Ahora bien, el individuo en el género de substancia no solamente goza de la propia subsistencia sino que, además, es algo completo en una especie y género de substancia. Pero algunos filósofos negaron al alma humana ambas cosas. Para Empédocles y Galeno, por ejemplo, el alma no subsiste por sí ni es algo completo en alguna especie o género; es sólo una forma, similar a cualquier forma material. Santo Tomás rechaza, por supuesto, estas opiniones. Ya sabemos que para él el alma es un principio incorpóreo y es capaz de operar sin el cuerpo. El alma intelectiva posee el ser (el esse) por sí, que no depende del cuerpo. Es una substancia intelectual. Y aunque en este punto trae a colación la autoridad de Aristóteles, pues recuerda que para el Estagirita (contrariamente a la opinión de sus predecesores) el alma intelectiva es una cierta substancia y no se corrompe, no obstante, como la mejor exégesis de la doctrina tomista lo demuestra, la noción tomista de substancia intelectual supera a aquella del Filósofo (8). Por tanto, la afirmación de Tomás de que el alma es subsistente hay que referirla no a la noción aristotélica de substancia sino a la propia noción tomista de substancia dependiente de la original ontología del Doctor Común.

Pero Santo Tomás no rebate tan sólo la opinión de los antiguos cosmólogos. Se aparta, también, de Platón. Porque Platón, si bien sostenía que el alma es subsistente, afirmaba además que ella posee en sí la naturaleza completa de la especie, de tal manera que toda la naturaleza de la especie está en el alma. El hombre, por tanto, es un alma que adviene a un cuerpo y no un compuesto de alma y cuerpo. Pero esto no puede sostenerse; ya sabemos que el alma es aquello por lo cual el cuerpo vive y el vivir es el ser de los vivientes; luego, el alma es aquello por lo cual el cuerpo tiene ser en acto, es decir, una forma.

Confrontado, pues, a la opinión de los antiguos filósofos y a la del mismo Platón, Santo Tomás concluye que el alma es ambas cosas: una realidad subsistente y una forma de un cuerpo. Esto puede parecer, en principio, un sincretismo inadmisible, una suerte de amalgama de ideas y de nociones heteróclitas. Pero no es así. El texto que venimos analizando resulta tan claro como sutil. El alma es hoc aliquid, es substancia individual y subsiste por sí, pero no como si poseyera en sí la especie completa sino como aquello que perfecciona y completa la especie humana en tanto es, precisamente, forma del cuerpo. La argumentación del Aquinate reposa sobre una distinción: el orden del ser y el orden de la naturaleza. Así, el alma, por ser substancia, tiene ser en sí, subsiste por sí misma. En el orden del ser, por tanto, es perfecta y completa. Pero en el orden de la naturaleza, en tanto es una forma intelectual que para conocer necesita el concurso de los sentidos - el conocimiento intelectual no depende de órgano corporal alguno pero no podemos conocer sino mediante el recurso a las imágenes - (9) requiere la unión con un cuerpo. De modo que por su misma naturaleza de forma intelectual que conoce mediante las imágenes, el alma exige la unión con el cuerpo. Separada de él es incompleta. Ella otorga el ser al compuesto de modo tal que no hay en el hombre otro ser que el ser del alma. Pero la completa naturaleza humana no se constituye sin el cuerpo. Este entra en la esencia del hombre; no es un mero accidente, ni es la envoltura carnal del alma. El hombre no es el alma ni es el cuerpo; es la unión substancial de ambos (10).

El final del corpus de este primer artículo de la Quaestio disputata de anima resume con singular concisión y claridad esta doctrina:

"en tanto (el alma) tiene una operación que trasciende las cosas materiales, su ser se eleva sobre el cuerpo y no depende de él; pero en tanto por naturaleza, adquiere el conocimiento inmaterial a partir de lo material, es notorio que su especie completa no puede ser sin la unión con el cuerpo. En efecto, nada es completo en su especie si no tiene aquello que se requiere para la operación propia de su especie. En consecuencia, si el alma humana, en cuanto unida al cuerpo como forma, tiene un ser elevado sobre el cuerpo sin depender de él, es manifiesto que ella está constituida en el confín entre las cosas corpóreas y las substancias separadas" (11).

Hemos llegado al punto central de nuestra exposición: la naturaleza del hombre y el puesto que él ocupa en el concierto de la creación según la doctrina tomista. El hombre no es el alma. Tampoco es un cuerpo físico destinado a rodar por este mundo un determinado tiempo y desaparecer. No conoce como las substancias angélicas mediante una aprehensión simple de las formas, pero su conocimiento no se reduce a un mero sensismo. El hombre es un espíritu encarnado, y nunca se insistirá demasiado en lo que esto significa y en las consecuencias que de ello se derivan. Santo Tomás, lo acabamos de ver en el texto citado, sitúa el alma humana en el confín entre lo corpóreo y lo incorpóreo. Esta condición de límite, de horizonte -única y exclusiva de esa substancia espiritual que es el alma- es la que hace del hombre una creatura fronteriza. También hace de él una síntesis del universo, un microcosmos. Es como si Dios se hubiera complacido en reunir en su creatura dilecta todo lo que el universo contiene en su diversidad. Legato con amore in un volume /ció che per l’universo si squaderna, canta Dante. El hombre es ese volumen único, ese libro misterioso y sagrado que recapitula al universo.

En la exposición de la Contra Gentiles hallamos un pasaje, paralelo al de la Quaestio de anima que acabamos de citar, en el que la situación fronteriza del hombre -su puesto en el cosmos- está dicha en palabras que aúnan a la exactitud de las fórmulas la belleza de la expresión. Se trata del capítulo 68, del Libro II. Allí, después de demostrar con similares argumentos a los ya vistos que el alma es una substancia espiritual unida al cuerpo como una forma a su materia, escribe el Aquinate:

"Y esto nos mueve a considerar la admirable concatenación de las cosas. Siempre está unido lo ínfimo del género supremo con lo supremo del género inferior... Por lo cual dice Dionisio, en el VII de De divinis nominibus, que "la sabiduría divina unió los fines de las cosas superiores con los principios de las cosas inferiores". Lo cual da lugar a considerar que lo supremo del género corpóreo, es decir, el cuerpo humano, armonicamente complexionado, llega a lo ínfimo del género superior, o sea, el alma humana, que ocupa el último grado del género de las substancias intelectuales, como se ve por su manera de entender. Por eso se dice que el alma humana es como horizonte y confín entre lo corpóreo y lo incorpóreo, porque aunque es substancia incorpórea, es sin embargo, forma del cuerpo" (12).

Texto sin duda admirable en el que Santo Tomás retoma la idea de Dionisio en cuyo universo todo está de tal modo dispuesto que la cumbre de lo inferior limita con lo inferior de lo supremo. Digamos, de paso, que esta gran visión de Dionisio está presente en toda la antropología tomista: así, por ejemplo, lo supremo en el orden de la aprehensión sensible de los contenidos formales, que es la fantasía -el más inmaterial de los sentidos-, limita con la vida racional pues es la fantasía la que prepara y condiciona el acto de la potencia intelectiva ofreciéndole la imagen a modo de objeto. De igual modo, la cogitativa -que ocupa el lugar superior entre los sentidos internos en el orden de las aprehensiones valorativas- linda con lo racional pues su juicio (el juicio sintético de la cogitativa como se lo llama) es el soporte del acto libre, del libre albedrío.

Esta particular situación "fronteriza" del hombre es, a nuestro juicio, la clave no sólo para entender el fenómeno humano sino, también, para acercarnos con espíritu de discernimiento y de diálogo crítico a las corrientes más en boga de la antropología contemporánea. En algunas de estas corrientes hay una preocupación, legítima sin lugar a dudas, por la dignidad del hombre, por descubrir (de-velar) el misterio de su existencia, por fijar su puesto en el cosmos. Pues bien, a partir de esa frontera en la que nosotros, de la mano de fray Tomás, hemos situado al hombre es posible intentar una respuesta a semejante preocupación. Por empezar, el hombre no está en el centro del universo sino en el linde entre dos órdenes de realidades. Hace, así, de gozne entre la materia y el espíritu. Es humus y nous. Esta "descentralización" del hombre (valga la expresión) es necesaria; más aún, es tal vez el más necesario de los esfuerzos que debe afrontar el pensamiento contemporáneo. Porque ella equivale tanto como "redescubrir" a Dios y, en consecuencia, redescubrir que la realidad del hombre, su entraña, sólo se nos devela a la luz de Dios. Si las antropologías contemporáneas fueran capaces de asumir la situación fronteriza del hombre, se volvería a dar otra vez en la historia del pensamiento el hecho auspicioso de una epifanía de la creatura en la luz Increada.

Y hay, por último, algo más. La situación fronteriza del hombre se ilumina hasta el fondo por el misterio de la Encarnación del Verbo. En verdad, todas las realidades han sido transfiguradas por este misterio. Pero ninguna lo ha sido tanto como la realidad del hombre. La unión del alma y el cuerpo y la condición -única en la economía del Cosmos- de espíritu encarnado que caracterizan, definen y sitúan al hombre, son la imagen más próxima de la unión hipostática de naturaleza humana y naturaleza divina en Jesucristo. El hombre es, así, icono de Cristo. No hay, por consiguiente, ninguna antropología -fuera de la cristiana- que pueda dar una razón más firme de la eminente dignidad humana, esa que el hombre busca hoy tan afanosamente y tan a oscuras.




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Notas

(1) SCHELER, Max: El puesto del hombre en el cosmos, Editorial Losada, Buenos Aires, 1981.

(2) Cfr. Summa Theologiae, I, q.75, a.1, corpus.

(3) Santo Tomás sostiene que en las llamadas substancias espirituales o intelectuales se da la composición real de ser (esse) y de esencia (esentia). De este modo, la materia no entra en su composición. No son, por tanto, substancias en el sentido de los entes materiales compuestos de forma y de materia. No son, tampoco, seres simples -esto equivaldría a sostener que son divinas- sino substancias compuestas según la precitada composición de ser (o mejor dicho, de acto de ser) y de esencia. Cfr. al respecto Quaestio disputata de spiritualibus creaturis. Véase, además, GILSON, Etienne: El tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona, 1978.

(4) Cf. Summa Theologiae, I, q.75, a.2, corpus.

(5) Summa Contra Gentiles, II, 68.

(6) Summa Theologiae, I, q.76, a.1, corpus.

(7) FABRO, Cornelio: Introducción al problema del hombre, Rialp, Madrid, 1982, p. 154.

(8) Para este punto, véase GILSON, Etienne: El tomismo..., o.c.

(9) Es necesario subrayar que, tal como lo venimos sosteniendo, el acto del conocimiento intelectual no requiere de órgano corporal alguno: es un acto del alma sin el cuerpo. Sin embargo, no es posible que la potencia intelectiva ejerza su acto de iluminación intelectual sin el fantasma, esto es, el "producto" de la actividad sensitiva propio de la imaginación en tanto sentido interno. Santo Tomás ha resaltado que sólo a través de las imágenes podemos conocer; en efecto, es en la imagen donde el intelecto agente "abstrae" la inteligibilidad a partir de lo sensible. "Para la actividad del entendimiento se requiere del cuerpo, no como de un órgano por el cual la operación se realice sino en razón del objeto cuya representación en la imagen es para el entendimiento lo que el color para la vista. Pero depender así del cuerpo no se opone a que el intelecto sea subsistente, pues de lo contrario tampoco sería subsistente el animal que para sentir necesita de los objetos sensibles exteriores" (Summa Theologiae, I, q.75, a.2, ad 3).

(10) Cf. Quaestio disputata de anima, a.1, corpus. Hay aquí una cuestión histórica muy importante que tiene que ver con la síntesis que el pensamiento cristiano intentó elaborar a partir de la tradición filosófica de la Antigüedad y que Gilson, con su habitual penetración, ha dilucidado. Una antropología cristiana debía salvar dos aspectos igualmente esenciales para la fe: la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne. Y en este sentido, el pensamiento de Platón y el de Aristóteles aportaban fuertes elementos en favor de uno u otro aspecto, pero de tal manera que si se admitía uno parecía inevitable negar el otro. En efecto; si se afirmaba que el alma es una forma corporis -y en este punto el pensamiento de Aristóteles resultaba bien claro- ¿cómo podía asegurarse que, al igual que las otras formas substanciales, no estaba, también ella, destinada a corromperse con la muerte? El Filósofo había intuido que el intelecto opera como un principio separado e impasible. Esta intuición cierra el último de los tres libros del De anima. Pero pese a ello, el aristotelismo no aseguraba la inmortalidad del alma; al menos no asegura la inmortalidad de un alma individual. La incorruptibilidad de un intelecto no podía satisfacer las exigencias de una conciencia cristiana. Platón, en cambio, era para esa conciencia la garantía más firme de la inmortalidad del alma. No debe sorprender, pues, que las doctrinas de Aristóteles -en un ambiente cristiano fuertemente influido por la autoridad de Platón- fueran, durante mucho tiempo, consideradas incompatibles con la fe y vistas con recelo. Sin embargo, nadie como Aristóteles era capaz de asegurar la unidad substancial del hombre lo que traía como consecuencia algo de extraordinaria relevancia: el alma está hecha para la unión con el cuerpo y su perfección reside en esa unión. Esto equivalía tanto como arrimar el más sólido cimiento racional al dogma de la resurrección de la carne. Santo Tomás, en su síntesis, salva ambos aspectos: la resurrección de la carne y la inmortalidad del alma.

(11) Ibídem, a.1, corpus.

(12) Summa Contra Gentiles, II, cap. 68.





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