lunes, 23 de mayo de 2011

Fe - Josef Pieper

Fe
Josef Pieper


«Quien quiera saber, ha de creer»
(Aristóteles, De sophisticis elenchis 2, 2)


I. Concepto de Fe


El «verdadero» significado

¿Quién decide lo que hay que entender por fe?. ¿A quién corresponde juzgar cuál es el verdadero significado de esa y de otras palabras fundamentales del lenguaje de los hombres?. Nadie, naturalmente; ningún individuo en todo caso, por genial que sea, puede precisar y determinar algo semejante. Ya está, de antemano, determinado. Toda discusión ha de partir de eso ya dado desde siempre. Es de suponer que Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás sabían bien lo que hacían cuando comenzaban siempre por inquirir el lenguaje usual: ¿Qué piensan los hombres cuando dicen libertad, alma, vida, felicidad, amor o fe?. Es evidente que los venerables abuelos de la filosofía occidental no han considerado esto como un mero recurso didáctico; más bien han sido de la opinión de que sin tal conexión con el lenguaje hablado realmente por los hombres el pensamiento pierde su fuerza, convirtiéndose en algo fantástico y carente de base.

La averiguación de lo verdaderamente pensado en el lenguaje vivo de los hombres no puede, en cualquier caso, considerarse una tarea fácil de llevar a buen término. Es mucho lo que aboga por el contrario, es decir, por el hecho de que es casi imposible agotar y circunscribir de modo preciso la significación plena de las palabras, sobre todo de las palabras fundamentales. Quizá exceda las fuerzas de la conciencia individual el tenerlas presentes en su integridad, aunque sólo sea en una cierta medida; y a esto parece corresponder, como la otra cara de la moneda, que cada individuo, al utilizar con naturalidad las palabras, acostumbra pensar con ellas más de lo que en realidad conscientemente dice.

Puede ser que todo esto suene como una romántica exageración. Se puede mostrar, sin embargo, que no es así. Todo el mundo piensa, por ejemplo, que sabe con exactitud lo que significa una palabra tan de uso cotidiano como semejanza. Se dirá, quizá, que con semejanza se indica la coincidencia en algunos rasgos, a diferencia de la igualdad, «coincidencia en todos los rasgos». ¿Qué hay que objetar a una caracterización tan precisa y que, por lo demás, ha sido tomada de un conocido diccionario filosófico?. Sin embargo, es falsa; al menos, incompleta. Falta en ella un elemento esencial. Es algo que sólo salta a la vista de quien interroga al uso vivo del lenguaje. A él pertenece no sólo lo que los hombres de hecho dicen sino también lo expresamente no-dicho; es propio también de él el que determinadas palabras no puedan ser empleadas en un determinado contexto. En este sentido Santo Tomás propone una vez a nuestra consideración el hecho de que se puede razonablemente hablar del parecido de un hombre con su padre, mientras que, evidentemente, carece de sentido y resulta improcedente decir que el padre se asemeja a su hijo. En lo que se muestra que el concepto semejanza contiene un elemento significativo que en la definición citada, que parece tan exacta (coincidencia en algunos rasgos), ha sido pasado por alto y en silencio, a saber: el elemento del origen y la dependencia. ¿Quién sería capaz de afirmar que este elemento, en principio oculto, lo tenía presente de forma total y expresa?. Nadie deberá asombrarse, pues, si decimos que nos metemos en una empresa de dificultad máxima al intentar escudriñar la significación íntegra de una palabra fundamental; lo que con ella quiere decir y piensa realmente —esto es lo que hay que considerar bien— todo hombre mayor y con uso de razón.

Estas previas consideraciones son necesarias para inmunizarse contra la tentación que puede haber en la perfección de definiciones demasiado precisas. La fe significa sencillamente «convencimiento sentimental»; una seguridad práctica respecto a enunciados que no se pueden fundamentar «teóricamente»; un tener por verdadero que es «subjetivamente» suficiente y, al mismo tiempo, insuficiente «objetivamente».

Bueno será recibir con recelo y desconfianza definiciones tan sospechosamente exactas.

¿Qué es, de una forma completa, lo que realmente piensan los hombres cuando hablan de la fe?. ¿Cuál es la verdadera, rotunda y completa significación de este concepto?. Esta es la primera cuestión a la que tenemos que hacer frente en lo que sigue.

Alguien me da a leer una noticia que tiene por un tanto sorprendente, y, después que me he enterado de ella, me pregunta: ¿lo crees tú?. ¿Qué es, propiamente, lo que espera oír de mí?. Espera oír si soy de la opinión de que la noticia «está bien»; quiere saber qué postura adopto frente a ella, si tengo la información por verdadera, es decir, si tengo lo que allí se relata por algo que ha pasado en realidad. Es claro que pueden darse diferentes respuestas, además del sí y el no. Yo podría decir, por ejemplo, que no sé si está bien, que lo mismo podría no estarlo y no ser verdad. También podría responder que yo presumo que la información es correcta, que parece en sí ajustarse a la realidad, aunque lo contrario de lo que dice no me parece algo que haya que excluir por completo. También puede pensarse que yo contestara decididamente que no; esto no podría significar varias cosas. Podría significar que tengo la noticia por no verdadera, por un error, por una mentira, por un bulo. Pero también podría ser que, al decir que no, yo pensase lo siguiente: tú me preguntas si yo lo creo; no, yo no lo creo, yo sé que está bien, que es verdad; lo que ahí se refiere lo he visto yo con mis propios ojos; casualmente, yo estaba presente allí. Finalmente, mi respuesta podría ser también: sí, yo creo que la noticia es verdadera, es decir, que las cosas han pasado tal como ahí está escrito. Por supuesto yo quizá diré eso sólo después de haberme dado rápidamente cuenta de quién firma el relato o, también, de en qué periódico ha aparecido la noticia.


Posturas fundamentales ante la verdad

De acuerdo con ello, en una primera aproximación, tendríamos que decir que creer significa lo mismo que tomar posición respecto a la verdad de algo dicho y a la real efectividad del contenido a que se refiere lo que se dice; expresado con más exactitud, creer quiere decir que se tiene una afirmación por verdadera y lo afirmado por real, por objetivamente auténtico. En el ejemplo anterior se recogen todas las formas que podríamos llamar «clásicas» de toma de posición: la duda, la opinión, el saber, la fe. ¿En qué se distinguen unas de otras?. Pueden distinguirse, por ejemplo, en cuanto al asentimiento o no asentimiento: la opinión, el saber y la fe son formas de una toma de posición afirmativa. Más allá de esto, se las puede diferenciar respecto a lo condicionado o incondicionado del asentimiento: sólo quien sabe y quien cree asiente sin limitaciones. Ambos dicen: «Sí, es así, y no de otra manera»: ninguno de los dos vincula expresamente su sí a condición alguna. Finalmente, se pueden considerar también las distintas formas de adoptar una posición teniendo en cuenta si suponen la visión del contenido objetivo de que se habla y en qué medida lo suponen. Vistas así las cosas, hay que separar al hombre que sabe del que cree. Pues el asentimiento en razón del saber no sólo presupone un conocimiento objetivo, sino que saber es conocimiento objetivo. Por lo demás, también la renuncia a una toma de posición carente de reservas, como se da en la opinión y en la duda, puede basarse precisamente en el conocimiento de la realidad objetiva. El creyente, en cambio, no la conoce en absoluto, aunque la tenga por real y verdadera. Justamente esto es lo que le caracteriza. ¿En razón de qué puede entonces decir, sin limitaciones ni reservas, exactamente como el que sabe: sí, así es, y no de otra manera, si es manifiesto que el contenido objetivo a que se refiere no se le hace presente?. Precisamente en este punto reside tanto la dificultad teórica de esclarecer la estructura del acto de fe como la dificultad de justificar dicho acto como algo que tiene sentido y está acorde con la responsabilidad intelectual.


Dos elementos del concepto

Antes, parece necesario asegurarse expresamente de que ambos elementos (el no mostrarse de la realidad objetiva y el tenerla, sin embargo, incondicionalmente por verdadera) son en realidad esenciales.

Es fácil explicar de un modo plausible que el creyente (primero), según la opinión de todo el mundo no posee por sí mismo visión alguna de lo objetivo de que se trate. ¿Dónde podría encontrarse un testigo presencial de algo que comenzase su relato diciendo: «yo creo que las cosas han ocurrido de este modo...»?. Y nadie que ha llegado a un preciso resultado en virtud de un cálculo cuidadosamente llevado a cabo y comprobado exactamente puede decir de forma razonable: «Yo creo que esto es así». Este aspecto negativo, al menos, parece indiscutible. Y quien busque una comprobación positiva puede encontrarla en cualquier diccionario que describa con exactitud el lenguaje que de hecho se habla: «Confianza en la verdad de una información sin tener una visión por sí mismo del contenido objetivo que se afirma», «estar convencido sin haber visto», «convencimiento de la verdad de un hecho... sin la base de conocimiento necesaria para un saber objetivo». Los grandes teólogos nos informan también de lo mismo. Creduntur absentia, dice San Agustín, lo que quiere decir que el objeto formal de la fe es lo que está ausente, lo que no está ante la vista, lo que no es patente por sí mismo, lo que no es alcanzable ni por intuición inmediata ni por pensamiento discursivo. Santo Tomás de Aquino expresa así el mismo pensamiento: «La fe no puede referirse en absoluto a algo que se ve...; y tampoco pertenece a la fe lo que puede ser demostrado».

Esto no quiere decir, naturalmente, que en el acto de fe se prescinda por completo del conocimiento que por sí mismo tenga el creyente. Hay que decir algunas palabras sobre el equívoco que en este punto puede presentarse. Es cierto que no podría hablarse en absoluto de fe si el contenido objetivo de que se habla es algo demostrable. Sin embargo, el creyente tiene, por lo menos, que haber conocido por sí mismo lo bastante para comprender «de qué se trata». Una noticia total y completamente incomprensible no es una noticia. No puede uno ni creer ni dejar de creer la noticia, ni creer ni dejar de creer a su autor. Para que esto, en general, sea posible se da por supuesto que se ha entendido, de alguna forma, la noticia. Con esto afirmamos algo que sólo se presenta con toda su importancia en el campo de la fe religiosa en sentido estricto; lo que se afirma es esto: también la palabra reveladora de Dios, si en general debe poder ser creída por el hombre, tiene que hacerse humana en la medida necesaria para que el creyente pueda captar por sí mismo de qué se habla. Nunca, naturalmente, podrá la razón humana calar hasta su último fondo el acontecimiento que se oculta tras el vocablo teológico «Encarnación». Sin embargo, este acontecimiento no podría tampoco ser objeto de fe por parte del hombre, si para él permaneciese como algo total y completamente incomprensible lo que se mienta con la palabra «Encarnación». Si Dios, por principio, es concebido como el «absolutamente Otro» y se niega toda analogía positiva entre la esfera divina y la humana, entonces es imposible concebir la aceptación por la fe de la palabra divina, por tanto, la «fe en la Revelación», como una cosa que puede exigirse al hombre y, en general, como algo razonable, no carente de sentido. Los grandes maestros de la Cristiandad occidental lo han expresado muchas veces. Así, San Agustín dice que sin previo saber no hay fe alguna, y que nadie puede creer a Dios si no entiende alguna cosa. Y Santo Tomás afirma que «el hombre no podría asentir por la fe a ninguna proposición, si no la entendiese de alguna manera».

De todos modos, la observación hecha es una anticipación, pues de lo que hablamos ahora no es del concepto teológico de fe, sino de «la fe en general», en su significado más amplio, aunque también en sentido estricto y propio. Tal significado incluye, como uno de sus elementos esenciales, que el creyente no puede conocer y probar por sí mismo el enunciado objetivo a que da su asentimiento.

La otra (segundo) nota del concepto fe, a saber, que el asentimiento, por su naturaleza misma, se produce de forma incondicional y sin limitaciones, no parece que sea tan fácil de demostrar. Alguien podría pensar que el lenguaje que realmente se usa más bien parece indicar lo contrario; que quien dice: «yo creo que esto es así», formula con ello una cierta reserva. Lo que evidentemente se pretende expresar es que no se quiere afirmar «sencillamente» y sin más; que, más bien, no se está del todo seguro de ello; se tiene una presunción, se considera algo como probable, se acepta, se opina, etc. (El lenguaje cotidiano —dicho sea de paso— conoce incluso un significado de fe, que viene a ser tanto como «pensar erróneamente», imaginarse o figurarse algo», así pues, un tener falsamente por verdadero. To make believe no significa en modo alguno llevar a alguien al convencimiento de que algo es así, de esta manera, sino tener a alguien por loco).

Parece, pues, de acuerdo con esto, que el lenguaje vivo y usual contradice la tesis según la cual hay que entender por fe un tener incondicionalmente por verdadero.

A esto hay que decir que en todo lenguaje histórico, que ha alcanzado un cierto grado de desarrollo orgánico, se produce algo que no puede darse nunca en una terminología artificial: el uso impropio de las palabras. «Impropio» no significa aquí «impreciso» ni «absurdo», ni «arbitrario», sino que no se toma una palabra en el significado estricto y completo que es «propio» de ella. La impropiedad del uso de las palabras puede conocerse por una señal inequívoca. La palabra tomada en un sentido impropio puede ser sustituida por otra sin que varíe la significación de la frase; por ejemplo, el término «creer» por las palabras «opinar», «aceptar», «tener por probable», «suponer». Por el contrario, el uso «propio» de un vocablo se muestra en que no es posible tal sustitución. Por tanto, lo que hay que preguntar es: ¿En qué contexto es imposible sustituir el vocablo «creer» por otro?


Aproximación perfilada al concepto

Supongamos que un hombre totalmente desconocido para mí y que, según me dice, acaba de regresar a casa después de haber pasado algunos años como prisionero de guerra, llega a mi domicilio para darme la noticia de que ha visto en un campo de concentración a un hermano mío, cuyo paradero desconocemos desde hace tiempo y al que hemos dado ya por muerto; nos dice que mi hermano vive y que, lo mismo que él, regresará pronto. Bastante de lo que me dice casa bien con la idea que yo tengo de mi hermano; por coherencia y probabilidad interna sus afirmaciones parecen justificadas en cierta medida. Pero lo fundamental, es decir, que mi hermano vive y la situación en que se encuentra, es algo que yo no puedo en forma alguna comprobar. Comprobable es también hasta cierto punto la credibilidad del testigo y, naturalmente, no dejo escapar posibilidad alguna de informarme sobre él. De todos modos, llega un momento en que no tengo más remedio que decir: ¿debo creer o no lo que me dice?. ¿Debo creerle o no?. En estas interrogaciones está claro que no puede sustituirse por ningún otro el vocablo «creer», lo que quiere decir que aquí se trata de fe en su significación total, estricta y propia.

Con esto salen a la luz dos cosas. Primero, que el creyente en sentido propio no sólo tiene que habérselas, como sucede a quien sabe, con un contenido objetivo, sino también con alguien, con el testigo que le garantiza ese contenido objetivo y en quien él se apoya. Segundo, se nos muestra hacia dónde apunta, sobre todo, la presente discusión: que la fe (en sentido propio) supone efectivamente un asentimiento carente de reservas y un tener por verdadero incondicional. Si yo, por ejemplo, le dijese a ese hombre que ha vuelto a la patria y a quien ahora sienta como huésped a mi mesa, en virtud de mis reflexiones, que su relato me ha impresionado sensiblemente y que me encuentro muy inclinado a tenerle por verdadero, pero que, como yo en última instancia no tengo posibilidad de comprobarlo...; si yo hablase así, tendría que estar dispuesto a que el otro me interrumpiese con esta concisa réplica: en una palabra, usted no me cree. Quizá para evitar lo hiriente de esta forma directa de hablar, podría yo decir: bien, él cuenta absolutamente con mi confianza y estoy dispuesto a creerle, pero, por supuesto, no estoy totalmente seguro. En ese caso, si mi interlocutor se obstinase en decir que de acuerdo con ello yo no le creo, tendría toda la razón. «Yo lo creo, pero no estoy totalmente seguro»; quien habla así, o está pensando en la fe en un sentido impropio, o dice algo que no tiene sentido.

Cuando en el lenguaje de los hombres se emplea la palabra fe en su significado propio, que no permite la sustitución por ningún otro vocablo, entonces se habla (según la opinión de todos, piénsese bien) de un asentimiento sin limitaciones, sin reservas, no vinculado a condición alguna. Respecto al conocimiento del contenido objetivo, el «que estaba allí» y el que sabe están por encima del creyente, pero no respecto a la imperturbable firmeza del asentimiento. «Pertenece al concepto mismo de la fe que el hombre esté seguro de aquello en lo que cree». John Henry Newman, que, como es sabido, ha dedicado a lo largo de su vida una atención fascinada a la estructura del acto de fe, expresa lo mismo de un modo casi provocativo: «si alguien dice: 'Sí, ahora, en este momento, yo creo...; pero no puedo prometer que mañana también creeré', entonces es que tampoco ahora cree».

Con tanta mayor agudeza se nos plantea entonces la cuestión de saber cómo es posible razonablemente y cómo puede justificarse que alguien pueda decir, sin limitaciones ni reservas: «Esto es así y no de otra manera», si está claro que no conoce el contenido objetivo, al que da su asentimiento de tal modo, ni de una forma inmediata, por haberlo visto él mismo, ni de una forma mediata, en virtud de una argumentación.



Fuente: Josef Pieper, Las Virtudes Fundamentales,
Ediciones Rialp - Grupo Editor Quinto Centenario, Bogotá 1988, páginas 299-310.





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