viernes, 15 de febrero de 2013

El Hobbit. El viaje, una vez más - Jorge N. Ferro

El Hobbit
El viaje, una vez más
Jorge N. Ferro


Jorge Norberto Ferro es Licenciado y Doctor en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la U.C.A. (Universidad Católica Argentina). Su Tesis Doctoral fue sobre Tolkien.


Introducción

En El Hobbit, Tolkien reelaborará, una vez más, el recurrente tema del viaje, constante en la gran tradición literaria. Viaje iniciático, en efecto, en cuyo transcurso "muere" el "hombre viejo" (¿hobbit viejo?) para dar lugar al verdadero, al que no puede manifestarse ni alcanzar su perfecta estatura, sofocado por las diversas miserias que lo ahogan. Viaje que implica una auténtica liberación de las virtualidades del personaje, ocultas aun a sus propios ojos, aunque pugnen sordamente por hallar su cauce. Viaje, en fin, para decirlo en términos acordes con la fe cristiana del autor, que constituye una plena conversión.

El viaje de Bilbo, como todos los grandes viajes literarios, es imagen de la vida del hombre. Instalado en su cómoda pequeñez, prisionero en sí mismo, el hobbit no podrá romper las cadenas de la mediocridad sin ayuda de afuera. Es así como irrumpe la Salvación -cuyo instrumento es el "mago" Gandalf- con exigencias impensables, desmesuradas, que hacen añicos la artificiosa construcción con que Bilbo intenta asfixiar su identidad profunda. Gandalf será el guía, el maestro -como el Mentor homérico-, el mediador entre la Providencia y el hobbit.

Bilbo vive muellemente en medio de una aparente seguridad, y su relación con los demás está signada por una paz y una respetabilidad de igual modo aparentes. Se encuentra aferrado en el aquende, podría decirse. Se ha conformado con los criterios mundanos. A lo largo de su viaje, estos criterios se irán desprendiendo -no sin dolor, es obvio- para dar paso al Bilbo real, a la vez que su relación con el prójimo adquirirá una riqueza y hondura muy distantes de la epidérmica cortesía anterior.


Un crecer en nobleza

Constituye ya un tópico de la crítica decir que El Hobbit trata del "crecimiento" o "maduración" del personaje. Así, por ejemplo, para K. Crabbe, "Desde el punto de vista temático, The Hobbit tiene que ver ante todo con una madurez en crecimiento", J. Nitzsche se referirá a la obra como "A story about growing up or maturation", mientras que desde su perspectiva férreamente psicoanalítica afirmará R. Helms que "The Hobbit is so frankly about growing up".

Por su parte, el mismo Tolkien aludirá posteriormente a la obra destacando su propia visión de la misma. Uno de sus juicios más rotundos es el que puede leerse en una carta que escribiera a Rayner Unwyn, a fines de 1965:

"La historia y su secuela no son sobre "tipos" ni sobre la cura de la presunción burguesa mediante una experiencia más vasta, sino sobre las hazañas de individuos que han recibido gracias y dones especiales. Yo diría, si el decir tales cosas no malograra lo que se trata de explicitar, "por individuos escogidos, inspirados y guiados por un Emisario hacia fines que exceden su capacidad y educación individuales". Esto está claro en El Señor de los Anillos; pero está presente, aunque velado, en El Hobbit desde el principio, y a esto se alude en las últimas palabras de Gandalf".

Se trata pues de un crecimiento, por cierto, pero entendido de un modo muy determinado: el personaje debe cumplir una misión muy por encima de sus propias fuerzas, acatando los designios de la Providencia, y al hacerlo sirve al bien común. También aquí vemos que Tolkien integra la gran tradición literaria de Occidente. Se cumple de modo acabado en El Hobbit lo que A. Várvaro dice a propósito del ciclo artúrico:

"[...] la preocupación por resolver en beneficio colectivo la aventura individual del protagonista de la novela es un fenómeno constante en la literatura medieval. [...] La hazaña del héroe es algo absolutamente personal, irrenunciable y sin posibilidad de ser compartido con otros, pero su resultado no es gratuito, no tiende sólo a acrecentar de forma egoísta la gloria personal; además de esto adquiere una dimensión significativa más profunda en cuanto contribuye a restablecer una situación de armonía".

Otra carta de Tolkien arroja abundante luz sobre la cuestión. Lamentando ciertas intervenciones del "narrador adulto" en supuesto beneficio de un público infantil, actitud condescendiente que tiene que ver con la génesis concreta de la novela, dice:

"El tono y estilo en general diferentes de El Hobbit se deben, en cuanto a su génesis, a que lo tomé como un asunto del gran ciclo susceptible de ser tratado como "cuento de hadas", para chicos. Algunos detalles de tono y tratamiento están, pienso ahora, equivocados, incluso sobre tal base. Pero no desearía cambiar mucho. Pues en efecto este es un estudio del simple hombre ordinario, ni artístico ni noble y heroico (pero no sin las semillas latentes de estas cosas) destacado contra un marco elevado -y de hecho (como lo percibió un crítico)- el tono y el estilo cambian con el desarrollo del hobbit, pasando desde el cuento de hadas a lo noble y elevado y volviendo a descender con el regreso".

Un estudio del hombre ordinario, simple, no particularmente dotado como artista ni como héroe, al menos a simple vista. Pero allí están las "semillas". En todo hombre hay vocación a lo grande y noble. El cristiano que es Tolkien comprende muy bien que somos un "pueblo de reyes". Las capacidades dormidas despiertan por obra del toque de la Gracia, que busca no la muerte sino la plenitud de la naturaleza, el total desarrollo de aquellas "semillas". Bilbo es el hombre común que se ennoblece, tema que era muy caro a Tolkien:

"Hay por supuesto ciertas cosas y temas que me conmueven especialmente. Las interrelaciones entre el "noble" y el "simple" (o común, vulgar), por ejemplo. Encuentro especialmente conmovedor el ennoblecimiento del humilde".

Ese hombre vulgar, librado a la inercia de su vida más o menos próspera, malograría el designio divino que alienta en lo más íntimo de su ser. Como la cizaña de la parábola, la comodidad y la buena consideración del "mundo" ahogarían la buena simiente. Enredado entre tantas cosas, no necesariamente malas todas ellas en sí mismas, Bilbo se frustraría. Le era preciso ser arrancado, con cierto grado de violencia, y que se despojara de todo aquello, no para perderlo para siempre, sino para recuperarlo después transfigurado, para valorarlo en su justa medida. Bilbo necesitaba renunciar para poseer, abandonar para retomar, perder su vida para encontrarla. Y el modo de hacerlo fue, en su caso, el viaje.

Iremos pues acompañando a Bilbo en su caminar, atentos más bien a lo que va ocurriendo en el espíritu del hobbit.


La situación inicial

Bilbo vive -y es acompañado en esto por toda la Comarca- una situación engañosa de falsa seguridad. Considera su bienestar como un derecho adquirido e incuestionable, y se ha transformado en un artista del buen vivir, sin estridencias -al menos para las pautas vigentes en su medio social- pero sin descuidar detalle. El narrador nos lo muestra desde el comienzo del relato, al describirnos su morada, donde la comodidad está erigida en el centro en torno al cual gira su vida. Así nos dice del "agujero" en que vive:

"[...] era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad" (p. 11).

Los intereses del hobbit se dirigen principalmente a la comida y la ropa. Se trata de gozar sin prodigarse en esfuerzos:

"Nada de subir escaleras para el hobbit: dormitorios, cuartos de baño, bodegas, despensas (muchas), armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa), cocinas, comedores, se encontraban en la misma planta, y en verdad en el mismo pasillo" (p. 11).

Las cosas a las que se apega Bilbo no son ilícitas en sí. Pero hay un afecto desordenado, que debe corregirse. Él mismo no las aprecia como merecen. Al sobrevalorarlas, las pierde, pues no las posee plenamente. Sólo después de la prueba, a la vuelta del viaje, podrá extraer de ellas todo lo que pueden darle.

Igualmente notable es su relación con la comunidad. Bilbo se ha integrado totalmente en la sociedad pacata y "burguesa" de la Comarca, que ha dejado caer en el olvido las virtudes heroicas y que ha cortado de modo casi imperceptible pero efectivo los vínculos con lo sacro (representado en la novela por Gandalf y el mundo de los elfos). Se ha conformado según su medio social, con el que teme desentonar, y en el cual los héroes resultan algo embarazoso y molesto. Los valores respetables son la riqueza, claro está, y un comportamiento previsible:

"Los Bolsón habían vivido en las cercanías de La Colina desde hacía muchísimo tiempo, y la gente los consideraba muy respetables, no sólo porque casi todos eran ricos, sino también porque nunca tenían ninguna aventura ni hacían algo inesperado: uno podía saber lo que diría un Bolsón acerca de cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo" (pp. 11-12).

No sorprende, por lo tanto, la réplica de Bilbo al requerimiento de Gandalf, que amenaza y pone en cuestión el orden ficticio, tan laboriosamente construido, con el que los hobbits protegen, paradójicamente, su presunta sencillez. No hay impugnaciones de fondo; se trata de cosas que perturban el universo vital cerrado y mezquino de lo cotidiano:

"En estos lugares somos gente sencilla y tranquila y no estamos acostumbrados a las aventuras. ¡Cosas desagradables, molestas e incómodas que retrasan la cena!" (p. 14).

Pero Bilbo no es un perverso. Tolkien ve con indulgencia estas debilidades, y las pinta con simpatía. Además, en este mundo aparentemente tan cerrado y protegido, hay grietas por donde el viento del espíritu puede filtrarse. Es "el costado Tuk" del "señor Bolsón". La insatisfacción con todo lo que no sea el Absoluto para el que fuimos creados, ese desasosiego que tan bien describiera San Agustín -para no nombrar sino un autor entre tantísimos- y que nos impide conformarnos con menos, late en los entresijos del alma del hobbit, y se manifiesta por su "amor a los mapas", por ejemplo. Bilbo es sensible a la belleza, tanto natural como artística. Y esto es peligroso para la "estabilidad" burguesa:

"[...] el señor Bolsón no era tan prosaico como él mismo creía" (p. 15).

No es por casualidad el rapto de entusiasmo que lo embarga luego de oir la canción de los enanos:

"Mientras cantaban, el hobbit sintió dentro de él el amor de las cosas hermosas hechas a mano con ingenio y magia; un amor fiero y celoso, el deseo de los corazones de los enanos. Entonces algo de los Tuk renació en él: deseó salir y ver las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón" (p. 25).

Es Gandalf quien desencadena el proceso liberador. Es el instrumento de la Providencia, que ve más allá de las apariencias y no se queda en el aspecto superficial que ofrece la personalidad de Bilbo. El puede ver al Bilbo real, y así es que advierte a los enanos:

"Hay mucho más en él de lo que imagináis y mucho más de lo que él mismo se imagina" (p. 29).

Gandalf ve más lejos y más hondo que los enanos, y más aun, por supuesto, que el propio Bilbo. Es por sus ojos que vemos nosotros el estado de postración en que se debate la Comarca, cerrada para lo sacro y lo heroico. El trataba de encontrar un héroe, o un guerrero poderoso. Pero no los podría hallar en aquel clima de tranquila y alegre irresponsabilidad:

"Intenté conseguir uno; pero los guerreros están todos ocupados luchando entre ellos en tierras lejanas, y en esta vecindad los héroes son escasos, o al menos no se los encuentra. Las espadas están aquí casi todas embotadas, las hachas se utilizan para cortar árboles y los escudos como cunas o cubrefuentes; y para comodidad de todos, los dragones están muy lejos (y de ahí que sean legendarios)" (p. 32).

Pero la acción mediadora de Gandalf pondrá fin a este estado de cosas. Dragones, espadas y escudos cobrarán inesperada realidad para Bilbo, que podrá finalmente colmar sus apetencias más recónditas, a las que hasta entonces ha logrado sofocar y mantener anestesiadas. El hobbit alcanzará su identidad profunda. Pero para ello deberá partir.


La partida

La decisión es dolorosa, pues implica el desprenderse sin más de la complicada red de afectos desordenados que se ha convertido ya en una segunda naturaleza para el hobbit. Este debe cambiar sus hábitos, diría un escolástico. La partida, pues, es una ruptura drástica:

"Hasta el final de sus días Bilbo no alcanzó a recordar cómo se encontró fuera, sin sombrero, bastón, o dinero, o cualquiera de las cosas que acostumbraba llevar cuando salía, dejando el segundo desayuno a medio terminar, casi sin lavarse la cara, y poniendo las llaves en manos de Gandalf, corriendo callejón abajo tanto como se lo permitían los pies peludos, dejando atrás el Gran Molino, cruzando el río, y continuando así durante una milla o más. 
Resoplando llegó a Delagua cuando empezaban a sonar las once, ¡y descubrió que se había venido sin pañuelo!" (p. 40).

Desde ese momento no dejará de extrañar Bilbo las comodidades de su vida anterior. En incontables ocasiones lo encontraremos pensando en términos tales como:

"Cómo quisiera estar en mi confortable agujero, al amor de la lumbre, y con la marmita que ha empezado a silbar" (p. 42).

Sin embargo, a cambio de aquellos pequeños placeres, que ya iban tejiendo una verdadera cárcel y que pronto dejarían incluso de ser agradables para volverse obsesiones, Bilbo accede a un mundo superior. Entre otras cosas, va a encontrarse de un modo más íntimo con los elfos, frente a los que experimenta la típica sensación de lo "horrendo y fascinante", característica de lo "sagrado":

"Le gustaban los elfos, aunque rara vez tropezaba con ellos, pero al mismo tiempo lo asustaban un poco" (p. 59).

En contacto con los elfos, la nostalgia de absoluto se despierta de modo más acuciante. La casa de Elrond es un enclave "celeste" en medio de la profanidad, es un espacio sacro donde se vive un reflejo particularmente vivo de la eternidad. Como los apóstoles en el Tabor, Bilbo comprueba "qué bien se está aquí", y, al igual que ellos, querría quedarse en ese lugar y en ese estado.

"Bilbo se hubiese quedado allí con gusto para siempre, incluso suponiendo que un deseo hubiera podido transportarlo sin problemas directamente de vuelta al agujero-hobbit" (p. 61).

Pero no era Rivendell -como tampoco el Tabor- algo definitivo, sino un alto para recuperar fuerzas y para pregustar el término, antes de mayores pruebas. El camino continuaba.


El camino, el desasimiento y las pruebas

En el vasto cauce de la tradición cristiana los autores se vuelven, una y otra vez, hacia el tema del homo viator. Este suelo que pisamos no es sino figura de la patria definitiva. No hemos llegado aún. La vida es un viaje, y no solamente para unos pocos escogidos, como Bilbo, sino para todo hombre, como nos recuerda la tranquila armonía de Gonzalo de Berceo en la Introducción de sus Milagros de Nuestra Señora:

"Todos quantos vevimos que en piedes andamos [...]
Todos somos romeos que camino andamos".

Pero no se trata simplemente de echarse a andar. Existe el riesgo de extraviarse. En nuestra lengua castellana, Jorge Manrique logra acuñar en versos definitivos el planteo de la cuestión:

"Este mundo es el camino
para el otro, qu'es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar".

Es preciso no apartarse del buen camino. No todos conducen a la meta. El aserto evangélico aquel, "Yo soy el camino", reclama exclusividad. Hay sendas falsas, que no llevan a ningún lado. Los auténticos maestros indican el sendero correcto, del que no debemos salirnos en el viaje de nuestra existencia. Elrond y Gandalf poseen ese "buen tino" manriqueño:

"Había muchas sendas que subían internándose en aquellas montañas, y sobre ellas muchos desfiladeros. Pero la mayoría de estas sendas eran engañosas y decepcionantes, o no llevaban a ningún lado, o acababan mal; y la mayoría de estos desfiladeros estaba infestada de criaturas malvadas y de peligros horrorosos. Los enanos y el hobbit, ayudados por el sabio consejo de Elrond y los conocimientos y la memoria de Gandalf, tomaron el camino que llegaba al desfiladero apropiado" (p. 65).

El rumbo debe conservarse, ya sea para atravesar las montañas o el bosque, elementos de tantas resonancias simbólicas. El cruce del bosque es inexcusable. No valen aquí los rodeos. Gandalf es terminante:

"-Adiós -dijo Gandalf a Thorin-. ¡Y adiós a todos vosotros, adiós! Ahora seguid todo recto a través del bosque. ¡No abandonéis el sendero! Si lo hacéis, hay una posibilidad entre mil de que volváis a encontrarlo, y nunca saldréis del Bosque Negro [...]
-¿Pero es realmente necesario que lo atravesemos? -gimoteó el hobbit.
-¡Sí, así es! -dijo el mago-. Si queréis llegar al otro lado. Tenéis que cruzarlo o abandonar toda búsqueda" (pp. 147-148).

Y el camino recto no es generalmente fácil. Así lo experimenta Bilbo más de una vez, expuesto a los rigores del viaje:

"Lejos, muy lejos en el poniente, donde las cosas eran azules y tenues, Bilbo sabía que estaba su propio país, con casas seguras y cómodas, y el pequeño agujero-hobbit. Se estremeció. Empezaba a sentirse un frío cortante allí arriba, y el viento silbaba entre las rocas" (p. 65).

Tolkien reitera las imágenes del despojo. En cada aventura, Bilbo deja algo. Son como jirones del "hombre viejo", que quedan en la "puerta estrecha" por donde hay que pasar:

"Bilbo había escapado de los trasgos, pero no sabía dónde estaba. Había perdido el capuchón, la capa, la comida, el poney, sus botones y sus amigos" (p. 101).

En soledad y despojado, el hobbit se enfrenta a decisiones serias. Ha crecido en responsabilidad. Sabe ahora lo que es la lealtad hacia sus compañeros. Las opciones resultan cada vez más graves:

"Se preguntaba si no estaba obligado, ahora que tenía el anillo mágico, a regresar a los horribles, horribles túneles y buscar a sus amigos" (p. 101).

Las pruebas que se avecinan serán mayores aún. Hay que vencer, por lo pronto, el desaliento, la aridez. Para llegar a buen término en el viaje, hacen falta las virtudes. Luego del "cruce del río", y ya "perdidos en el bosque" -el bosque es el lugar de la acedia- resultan indispensables la esperanza y la fortaleza. Hay que saber leer los signos, y no cejar en el empeño, pues justamente en el momento más arduo es cuando puede estar la salida al alcance de la mano:

"Esa noche fueron una triste partida, y esa tristeza pesó aún más sobre ellos en los días siguientes. Habían cruzado el arroyo encantado, pero más allá el sendero parecía serpear igual que antes, y en el bosque no advirtieron cambio alguno. Si sólo hubiesen sabido un poco más de él, y hubiesen considerado el significado de la cacería y del ciervo blanco que se les había aparecido en el camino, hubieran podido reconocer que iban al fin hacia el linde este, y que si hubiesen conservado el valor y las esperanzas pronto habrían llegado a sitios donde la luz del sol brillaba de nuevo y los árboles eran más ralos" (p. 156).

Fortalecido, liberado de la férrea servidumbre que le imponían tantas debilidades consentidas, el hobbit puede cumplir la hazaña de matar la araña gigante. Las mismas manos hábiles en el manejo de la tetera y la sartén, cumplen ahora con naturalidad los gestos del guerrero:

"La araña yacía muerta a un lado y la espada estaba manchada de negro. Por alguna razón, matar a la araña gigante, él, totalmente solo, en la oscuridad, sin la ayuda del mago o de los enanos o de cualquier otra criatura, fue muy importante para el señor Bolsón. Se sentía una persona diferente, mucho más audaz y fiera a pesar del estómago vacío, mientras limpiaba la espada en la hierba y la devolvía a la vaina" (pp. 165-166).

Solo, en la oscuridad, sin ayuda. Bilbo se siente diferente, y los demás comienzan a reconocerlo. Pero no se trata ya de la respetabilidad burguesa, basada sobre criterios mundanos y extrínsecos, adventicios, sino que asoma el Bilbo profundo que Gandalf había descubierto:

"[...] esperaban que el pequeño Bilbo conociese las respuestas. Por lo que podéis ver, habían cambiado mucho de opinión con respecto al señor Bolsón, y ahora lo respetaban de veras (tal y como había dicho Gandalf)" (p. 175).

Se han cumplido las previsiones de Gandalf, que se retira para que el hobbit se pruebe en soledad. El maestro no sustituye a aquel a quien guía, sino que lo "hace crecer"; de allí su auctoritas:

"[...] todos confiaban en Bilbo. Exactamente lo que Gandalf había anunciado, como veis. Tal vez ésa era parte de la razón por la que se marchó y los dejó" (p. 185).

El nuevo Bilbo comienza ya a conocer el verdadero valor de las cosas. En cuanto a la comida, por ejemplo,

"[...] ahora sabía demasiado bien lo que era tener verdadera hambre, y no sólo un amable interés por las delicadezas de una despensa bien provista" (p. 196).

Y llega por fin el momento culminante del "descenso", literal y simbólico, en la cueva del dragón. El pañuelo, elemento que define al Bilbo anterior, atildado y frívolo, ha dejado lugar al cinturón con arma:

"[...] se arrastró en silencio hacia abajo, abajo, abajo en la oscuridad. Iba temblando de miedo, pero con una expresión firme y ceñuda en la cara menuda. Ya era un hobbit muy distinto del que había escapado corriendo de Bolsón Cerrado sin un pañuelo de bolsillo. No tenía un pañuelo de bolsillo desde hacía siglos. Aflojó la daga en la vaina, se apretó el cinturón y prosiguió" (p. 223).

Se destaca la soledad del hobbit, en la mayor de todas las pruebas, la decisiva:

"Estaba completamente solo" (p. 223). "[...] En este mismo momento Bilbo se detuvo. Seguir adelante fue la mayor de sus hazañas. Las cosas tremendas que después ocurrieron no pueden comparársele. Libró la verdadera batalla en el túnel, a solas, antes de llegar a ver el enorme y acechante peligro" (p. 224).

La verdadera batalla se libra en el interior del hobbit. En los oscuros meandros de la gruta ha quedado sepultado el falso Bilbo, así como en el simbolismo cristiano el "hombre viejo" queda anegado en la pila bautismal y emerge el renacido a la Gracia. A partir de aquí, en realidad, se inicia el regreso. El viajero ha alcanzado su meta.


El nuevo Bilbo

A punto de morir, el enano Thorin sintetiza las virtudes del hobbit, reconociendo que incluso sus defectos no eran sino excesos de rasgos temperamentales que, debidamente encauzados, pueden dar buen fruto:

"-¡No! -dijo Thorin-. Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, este sería un mundo más feliz" (p. 300).

Nos encontramos con un Bilbo que ha echado de sí el pesado lastre de las solicitaciones mundanas, que se ha desasido. Pero lo perdido se recupera doblado. No conservó sus pañuelos, pero no le faltan, pues nada menos que Elrond se encargará de prestarle lo que necesite. Un pañuelo élfico bien vale la molestia.

"Se enjugaba el rostro con un pañuelo de seda roja -¡no!, no había conservado uno solo de los suyos, y éste se lo había prestado Elrond-" (p. 311).

Como Ulises, ese grande y paradigmático viajero de nuestra tradición, Bilbo retorna a su tierra renovado. Como en la Odisea obraban Atenea y Mentor, en El Hobbit actuaron Gandalf y Elrond. Y así como en Itaca estaban los pretendientes, en la Comarca los Sacovilla-Bolsón aspiran a quedarse con los bienes de Bilbo. El hobbit llega en medio de una subasta donde se rematan sus cosas. Los "pretendientes" ya se consideran dueños de casa.

"Los primos de Bilbo, los Sacovilla Bolsón, estaban muy atareados midiendo las habitaciones para ver si podrían meter allí sus propios muebles. En síntesis: Bilbo había sido declarado "presuntamente muerto", y no todos lamentaron que la presunción fuera falsa. [...] En realidad, [sus primos] habían pensado mucho tiempo en mudarse a aquel agradable agujero-hobbit" (pp. 212-313).

Bilbo no se preocupará más allá de lo necesario. Su visión de las cosas ha cambiado. Tuvo que volver a comprar muchas de sus cosas, para evitar problemas, e incluso perdió algunas de sus cucharas de plata. Y no solo eso. Perdió su "buen nombre" mundano, la respetabilidad burguesa, la consideración de la gente "bienpensante". Pero en realidad, ganó con todo ello mucho más de lo que hubiera podido imaginar.

"Sin embargo, Bilbo había perdido más que cucharas: había perdido su reputación. Es cierto que tuvo desde entonces la amistad de los elfos y el respeto de los enanos, magos y todas esas gentes que alguna vez pasaban por aquel camino. Pero ya nunca fue del todo respetable. En realidad todos los hobbits próximos lo consideraron "raro", excepto los sobrinos y sobrinas de la rama Tuk; aunque los padres de estos jóvenes no los animaban a cultivar la amistad de Bilbo.
Lamento decir que no le importaba. Se sentía muy contento; y el sonido de la marmita sobre el hogar era mucho más musical de lo que había sido antes, incluso en aquellos días tranquilos anteriores a la Tertulia Inesperada. La espada la colgó sobre la repisa de la chimenea. La cota de malla fue colocada sobre una plataforma en el vestíbulo (hasta que la prestó a un museo). El oro y la plata los gastó en generosos presentes, tanto útiles como extravagantes, lo que explica hasta cierto punto el afecto de los sobrinos y sobrinas. El anillo mágico lo guardó muy en secreto, pues ahora lo usaba sobre todo cuando llegaban visitas indeseables.
Se dedicó a escribir poemas y a visitar a los elfos; y aunque muchos meneaban la cabeza y se tocaban la frente, y decían: -¡Pobre viejo Bolsón!-, y pocos creían en las historias que a veces contaba, se sintió muy feliz hasta el fin de sus días, que fueron extraordinariamente largos" (pp. 313-314).


El viaje iniciático

Como tantos héroes tradicionales, el alegre hobbit ha tenido su iniciación, y se ha regenerado mediante el viaje. En el relato se han mantenido los rasgos comunes del género, tal como los han observado abundantemente los estudiosos. Véase, para poner algún ejemplo, cómo se aplica a El Hobbit la siguiente descripción de este tipo de aventuras:

"[...] el protagonista descubre o hace evidente que el significado de su existencia no se satisface en su lugar de origen y que debe abandonarlo -generalmente, por medio de un viaje, real o simbólico-, y que luego de una sucesión de experiencias variadas llega a aceptar una forma de vida diferente o vuelve a su lugar inicial con un conocimiento o sabiduría que a veces pone al servicio de sus semejantes".

J. Campbell presenta una fórmula más ceñida. La aventura del héroe sigue el siguiente modelo:

"una separación del mundo, la penetración a alguna fuente de poder, y un regreso a la vida para vivirla con más sentido".

También se toma en cuenta lo manifestado en la perplejidad que embarga a la Comarca frente al nuevo Bilbo, si bien debemos tener cuidado con el empleo que se hace del término "prudencia", que debemos entender aquí no como la primera virtud cardinal sino en el sentido de "prudencia de la carne":

"[...] debe quedar siempre [...] cierta incongruencia desconcertante entre la sabiduría que se trae desde las profundidades y la prudencia que usualmente resulta efectiva en el mundo".

Bilbo ha hecho algo más que recorrer distancias. Ha accedido a una dimensión cualitativamente distinta. El viaje no se puede medir en número de pasos, pues los espacios recorridos tienen densidades diferentes. No tiene sentido preguntarse por la extensión física de la casa de Elrond, ni la del bosque, ni por la altura de las montañas o la profundidad de la cueva. Tampoco el tiempo es homogéneo. Hablándole de su primera permanencia en los túneles le dice Gandalf:

"Perdiste la noción del tiempo en los túneles de los trasgos. Hoy es jueves, y fuimos capturados la noche del lunes o la mañana del martes. Hemos recorrido millas y millas, bajamos atravesando el corazón mismo de las montañas, y ahora estamos al otro lado; todo un atajo" (p. 106).

Cuando por fin llegan a la montaña buscada, y falta lo peor, hay también referencia al tiempo y al espacio:

"En el mes de junio habían sido huéspedes de la hermosa casa de Elrond, y aunque el otoño ya caminaba hacia el invierno, parecía que habían pasado años desde aquellos días agradables. Estaban solos en el yermo peligroso, sin esperanza de más ayuda. Habían llegado al término del viaje, pero se encontraban más lejos que nunca, o así parecía, del final de la misión" (pp. 213-214).

Bilbo ha salido, pues, de las coordenadas habituales. Su reinserción en el mundo de los hobbits no podrá darse sin más. El es ahora, de algún modo, un segregado. Pero el viaje le ha enseñado, sobre todo, a conocerse a sí mismo. No habrá presunción en el nuevo Bilbo, sino un humilde y alegre servicio a los demás, y un gozar de las cosas de antes mucho más profundo e intenso.


Final: Providencia y profecías

Al final de la novela, Bilbo conversa con Balin y Gandalf. Se habla de la situación reinante en los escenarios de las aventuras, y se constata que, después de todo, las viejas canciones tenían razón, como siempre ocurre con Tolkien. Y Gandalf pronuncia su última enseñanza. Bilbo -como todos- no ha sido sino un instrumento de la Providencia, un personaje en la Gran Historia. Y al hobbit no lo han mareado las alturas: feliz, concluye con una acción de gracias. Y termina el relato, en el mismo marco cotidiano y simple en el que comenzó. Del mismo modo, en el mismo clima familiar y próximo, concluirá El Señor de los Anillos. De vuelta en casa, pero de cara a lo eterno.

"-El nuevo gobernador es más sabio -dijo Balin-, y muy popular, pues a él se atribuye mucha de la prosperidad presente. Las nuevas canciones dicen que en estos días los ríos corren con oro.
-¡Entonces las profecías de las viejas canciones se han cumplido de alguna manera! -dijo Bilbo.
-¡Claro! -dijo Gandalf-. ¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de creer en las profecías sólo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás, ¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia ¡eres sólo un simple individuo en un mundo enorme!
-¡Gracias al cielo! -dijo Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco" (p. 315).

Aceptación gozosa de su identidad. Bilbo no ha perdido su buen humor. Queda el anillo, claro está, que el hobbit emplea para ocultarse de visitas indeseables. También en esto -y sobre todo- ha cumplido un papel providencial. Pero esa es otra historia.



Fuente: Jorge N. Ferro, Leyendo a Tolkien
Editorial Vórtice, Segunda Edición, Buenos Aires 2012,
págs. 199-216.



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