In Memoriam
Mario Caponnetto
A temprana edad, cuando cabía esperar aún mucho de sus múltiples talentos, nos dejó nuestro entrañable amigo y maestro Gerardo Medina. Fue el pasado 10 de agosto, en Mar del Plata, ciudad en la que venía desarrollando, desde hacía varios años, una fecunda labor como docente universitario, investigador, animador de diversas iniciativas intelectuales y culturales, alma mater del Centro Pieper y Presidente de la Sección Argentina de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
Conocí a Gerardo en su época de estudiante aunque mi relación estrecha con él se inició hace más de veinte años cuando, joven Licenciado en Filosofía, comenzamos a trabajar juntos en la cátedra universitaria, en la Universidad del Salvador. Desde el primer momento surgió entre nosotros un vínculo estrecho cimentado no sólo en la común adhesión a la filosofía de Santo Tomás sino en la convergencia de interés sobre ciertos temas fundamentales y en la identidad de criterios respecto del modo de llevar adelante una renovación del tomismo en la cultura contemporánea, es decir, en volver a proponer al hombre de hoy la riqueza fecunda e inagotable de la Filosofía Perenne. Por esa razón cuando se fundó en nuestra Patria la Sección Argentina de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA), cuya tarea se centra, precisamente, en la divulgación de Santo Tomás pensado y propuesto como el Doctor del día de hoy, la empresa volvió a reunirnos y a estrechar más todavía nuestra relación. Después, otras empresas y "patriadas" intelectuales, tan difíciles en un medio como el nuestro, volvieron a reunirnos y a mantenernos en continuo contacto, siempre con algún proyecto en mente, casi hasta el último día. Pero -y esto es lo más importante- al tiempo que se desarrollaba nuestro trabajo común, fue madurando y creciendo desde el comienzo una profunda amistad, amistad, que al decir de Aristóteles, es la más alta y digna entre todas las formas de amistad porque es la de aquellos que piensan y aman lo mismo. Escribo, pues, estas líneas desde ese largo caminar juntos y desde el afecto de una amistad entrañable.
Si algo definía a Gerardo era, sobre todo, su vocación intelectual. Amaba la sabiduría, la humana y la divina. Había hecho suyas aquellas palabras de San Hilario, citadas por Santo Tomás en el inicio de la Suma Contra Gentiles: el principal deber de mi vida para con Dios es esforzarme por que mi lengua y todos mis sentidos hablen de El. Porque en Gerardo la vocación intelectual no era otra cosa que el testimonio de la Fe en el ámbito específico en el que sus condiciones y sus talentos lo habían colocado; de una Fe íntegra e ilustrada que fue la luz y la guía de todos sus esfuerzos y sus afanes. En ese sentido, Gerardo constituyó un ejemplo vivo de pensador cristiano, de profesor católico, ese que hace de la cátedra instrumento cotidiano de evangelización.
En el marco de esa vocación intelectual que tanto lo signó, hubo entre varios otros, dos temas fundamentales sobre los que solíamos volver en nuestros diálogos. El primero de ellos, el fin último del hombre, era objeto de especial interés y de recurrente reflexión y profundización. Le dedicó un trabajo muy temprano publicado, allá en el 2000, en la Revista Gladius, esbozo de una tesis doctoral para la que no tuvo vida. En ese trabajo, titulado La sobrenaturalidad del fin último del hombre, indagaba, bajo la guía segura del Aquinate, acerca de esta misteriosa condición del hombre que tiende a un último fin, que es Dios, que sólo puede alcanzar con el auxilio de la gracia, pero al que, sin embargo, tiende naturalmente, por una moción profunda y radical de su misma naturaleza. Esta condición radical de la creatura humana, iluminada hasta el fondo por el genio de Santo Tomás, lo llevaba a concluir en aquel trabajo: "El misterio del fin último-último sólo se sostiene desde y en el don de la gracia que llama a la persona humana hacia él, lo instala en su ser y dinamiza al hombre para alcanzarlo. Veremos a Dios cara a cara, aunque ahora no veamos casi nada" (Gladius, 48, página 111). Palabras que revelan cuán hondo habían calado en Gerardo el espíritu y la esencia del tomismo.
El otro tema, motivo de largos y denodados esfuerzos -no siempre del todo comprendidos y debidamente acompañados- fue la integración del saber. Gerardo había asumido en plenitud el ideal de la ciencia medieval plasmado en la institución de la Universidad: la unidad del saber humano. Restablecer esta unidad, perdida en la dispersión y fragmentación de la ciencia moderna, tiene que ser la misión propia de la Universidad, sobre todo si es católica y si, además, tiene como patrono a Tomás de Aquino. Gerardo había asumido con entusiasmo y dedicación plena la tarea de llevar adelante la concreción de esta idea central en la Universidad de Fasta, a instancias de su Fundador, el Padre Fosbery. Puso en ella sus mejores talentos y consumió en pro de ella sus mejores y más fecundas horas. Precisamente, la última vez que lo oí hablar en público, muy pocas semanas antes de su muerte, fue en una Jornada dedicada a la integración del saber en el Aula Magna de la Universidad. Los estragos de la enfermedad que, implacable lo consumía, eran harto evidentes: sin embargo, expuso con voz clara y total lucidez sin mengua alguna del entusiasmo con que siempre hablaba del tema. Fue su última clase.
Pero en Gerardo la vocación intelectual, con ser central, no agotaba la riqueza de su personalidad. Gerardo era un hombre de fe; vivía en y por la fe. Evoco nuestros diálogos, nuestros encuentros y hallo que ellos estuvieron siempre signados por una gran serenidad que sólo puede provenir de un alma que vive en la intimidad con Dios. No recuerdo un solo momento de crispación ni de nerviosismo aún en las situaciones más difíciles. Aquel teresiano Sólo Dios basta parecía haberse hecho en él hábito y encarnadura. A esta serenidad sumaba un fino sentido de la eutrapelia. Si he de evocar mis diálogos y mis encuentros intelectuales con Gerardo no puedo dejar de evocar, junto con ellos, tantas veladas, animadas con guitarra y vino, en las que regalaba a sus amigos el don de su canto y las chispas de su humor.
No puedo dejar de mencionar, tampoco, a su familia: Ana, su esposa, con quien compartió la vida familiar y universitaria y que lo acompañó, con solicitud amorosa, en la larga y dura cruz de la enfermedad; sus tres hijos, el más pequeño de apenas un año.
Por último, algo más y muy importante. Gerardo no era de aquellos intelectuales que, al decir de Peguy, pertenecen al "partido intelectual". Era un intelectual comprometido, vaciado en el recio molde espiritual del miliciano, que le venía de su amada Fasta, resumido en aquel lema "academia y borceguí". Espíritu de servicio y de entrega sin condiciones. Por eso cuando el Señor lo probó con una enfermedad terrible la aceptó con esa total disposición y esa obediencia lúcida que son propias del estilo y del espíritu de toda auténtica milicia. En la última carta que me escribió, después de darme parte de la evolución de su mal (ya irreversible) me decía: "Fuera de esto me siento muy bien, sostenido por la oración de los amigos y tratando de convertirme cada día más. La enfermedad me brinda la ocasión de envolverme en Cristo y vivir siempre más atento a los contenidos del Reino de los cielos que a los de la tierra; me hace amigo de los ángeles y de los santos... son gracias que estoy recibiendo, aunque siga siendo un simple pecador. ¿A dónde me conduce todo esto? Sólo Dios lo sabe, en sus manos me encomiendo".
Y así cumplió el último servicio que Dios le había pedido. Por eso, estoy seguro de que, al llegar al Cielo, sólo dijo, simplemente. ¡A tus órdenes, Padre!
Mario Caponnetto
Buenos Aires, 12 de agosto de 2013
Conocí a Gerardo Medina en El Camino... Gracias Doctor por esta memoria.
ResponderEliminarCarlos