miércoles, 23 de julio de 2014

Reflexiones sobre la Debilidad Política de los Católicos - P. Horacio Bojorge

Reflexiones sobre la Debilidad Política de los Católicos
R. P. Lic. Horacio Bojorge, SJ


Con sincera alegría reproducimos en nuestro Blog del Centro Pieper esta Conferencia del Padre Horacio Bojorge pronunciada en Argentina y recopilada en su libro “Como Ovejas entre Lobos” (Editorial Narnia, Mendoza 2004, 68 páginas).  Se trata de un texto contundente que agradecemos a Dios y al Padre Bojorge.

Además, de alguna manera plasma muchos aspectos del Curso que propusimos para este año 2014 y que lleva por título: "El Espíritu de la Época frente al Horizonte de la Verdad".

¡Imprescindible leerlo!

[Actualizado: incluye archivo PDF con esta Conferencia completa  para descargar gratuitamente]



Aclaración
[Tomada del Prólogo del Libro "Como Ovejas entre Lobos"]

[…] Como licenciado en Filosofía, Teología y Sagrada Escritura y no en ciencia política me aproximo a estos temas políticos con un enfoque y una finalidad pastoral, de teología espiritual, o, si se quiere, de discernimiento de espíritus [NdE: las "negritas" son nuestras]. Carezco de títulos que me acrediten como especialista en temas políticos, aparte de la experiencia que dan los años y los títulos comunes que tenemos todos los que, aún deseando exorcizar la realidad política, no logramos otra cosa que padecerla. Si me he ocupado aquí o en otros escritos míos de asuntos políticos, no ha sido, pues, ni con un enfoque ni con una intención, ni con un interés político inmediato. 

Por lo demás, para tratar de intereses vitales no se necesita ser especialista. La civilización tecnolátrica en la que vivimos, tiende a despojarnos del poder de decisión sobre los asuntos más importantes con el pretexto de que no los entendemos tan bien como los especialistas, a los que confía la decisión sobre las cosas que afectan nuestros destinos. Pero eso ya es objeto de [esta] conferencia. […]


*   *   *


Exordio

Agradezco a los que me han invitado a exponer este tema [1]. Agradezco la presencia de todos ustedes, hermanos en la fe, en las consiguientes convicciones culturales e intelectuales comunes, y en una misma pertenencia eclesial católica. Eso hace que, aunque pudiera sentirme extraño o extranjero ante este auditorio, me sienta sin embargo con la comodidad de quien habla “en casa” y entre hermanos.

La presentación, en el día de ayer, de mis dos estudios sobre el mal de acedia del que adolece nuestra civilización, me ha brindado la ocasión de llamar la atención sobre el principal obstáculo que la actual civilización opone, en forma tenaz, organizada y férreamente consecuente, a la difusión de la caridad y a la construcción de la civilización de la caridad.

Estimo que esa oposición que se organiza también como persecución –las más de las veces tácticamente encubierta y anónima, más o menos disfrazada o velada–, explica la dificultad que experimentan los católicos para acceder, por vía de la acción política, a los puestos de gobierno, legislación y decisión, que le permitan incidir en la configuración de la vida pública. Se nos exhorta a empeñarnos en fundar una civilización del amor. Pero el terreno no está vacío, sino ocupado por una civilización apóstata y anticatólica. 

Cuando pedí la opinión de un amigo sacerdote acerca de las causas de la debilidad política de los católicos, me contestó sin vacilar que residían en que la conciencia cristiana tiene vedada la mentira, la disimulación y la organización secreta... No se prospera en política siendo honesto. 

Por otra parte, hace años, un amigo Obispo, me hacía notar que la Iglesia católica no tiene servicios de inteligencia y como el católico suele ser casi infantilmente confiado, está indefensa contra la infiltración ideológica y psicopolítica, contra agentes agitadores, etc.


¿Una Pregunta Angustiada? 

Pienso que no se me ha propuesto este tema desde una curiosidad teórica sino desde angustiosas experiencias. Los católicos vemos que se instaura en el mundo, a pesar de nuestras protestas, un orden anticristiano, en forma cada vez más descarada, insolente y violenta. En la Argentina, muchos católicos han visto impotentes que sus voces eran desoídas al momento de concretar la Ley Nacional de Educación a la que subyace, al decir de entendidos, la misma filosofía de los proyectos educativos que aspiraban a formar el nuevo hombre soviético. 

Esta reforma educativa ha sido evaluada así: “Creo que con esta Transformación Educativa se pretende formar un hombre dialécticamente concebido, extraño al ser argentino, un hombre desnaturalizado, mutilado espiritualmente, que sólo cobra sentido en la acción transformadora de la sociedad. Un hombre que no puede emerger de la instantaneidad del presente, ya que sólo en él encuentra sentido a su existencia material, terrenal, inmanente, efímera” [2].

Los católicos argentinos han visto, también impotentes, formularse una constitución de la Ciudad de Buenos Aires que apunta, como me decía alguien, a hacer de ella una Babilonia moderna. Y últimamente en ocasión de la ley de Salud Reproductiva, –a la que voces críticas han refutado que sea de salud y denuncian como antidemográfica–, han luchado en vano por parar el golpe, que no sólo va contra la felicidad afectiva de la juventud y contra la integridad de la familia, sino que es un atentado etnocida contra la mujer y contra la misma supervivencia demográfica del pueblo católico en la Argentina.

Por otra parte, ya no a nivel legal, sino cultural, los padres católicos asisten doloridos y consternados, sin comprender del todo la verdadera naturaleza del fenómeno, a la transculturación de sus hijos. Como gorriones que descubren al tiempo del emplume que han estado alimentando pichones de tordo, descubren consternados, aunque no sepan cómo formularlo, que sus hijos no sólo no han heredado de ellos la fe ni los módulos culturales católicos, sino que los rechazan. No son ellos, sino otros los que han creado el mundo en que vivirán sus hijos. Y otros los que les han educado a los hijos. Esta generación transculturada, a la que se le han arrebatado los sentimientos de piedad familiar, patriótica y religiosa, recibe a regañadientes en los colegios católicos una instrucción religiosa, que aplicada como un parche nuevo en un vestido viejo, desgarra al hombre viejo y es arrancado en poco tiempo a los tirones. De pronto se experimenta que nuestras instituciones de enseñanza no logran trasmitir la fe y la cultura católica a las nuevas generaciones, sino que educan a menudo apóstatas precoces, que conocen lo que no aman, y hasta odian lo que han conocido.

Resulta que sentimos que somos débiles hasta en política educativa. 

Y nuestra debilidad termina de desconsolarnos cuando contemplamos la progresiva pérdida de identidad en nuestras filas, la asimilación a la mentalidad neopagana, la mundanidad mental y la deserción de nuestros consagrados y sacerdotes, el éxodo del pueblo hacia las sectas, los cultos afros, o hacia las supersticiones de la New Age, la apostasía de nuestros hijos, el abandono de la práctica religiosa de tantos –no sólo de los jóvenes–, la pérdida de la identidad católica, el olvido o el menosprecio de la propia historia, la desnaturalización horizontalista del culto...

Los que en nuestra juventud conocimos un catolicismo militante y combativo, galvanizado por una piedad eucarística sólida y mística a la vez, disciplinado y heroico, hoy, en medio de nuestra tribulación sentimos como dichas de nosotros, las palabras del salmo 43:

Ahora Señor, nos rechazas y nos avergüenzas,Ya no sales, Señor, con nuestras tropas:Nos haces retroceder ante el enemigoY nuestro adversario nos saquea
Nos entregas como ovejas a la matanzaY nos has dispersado entre las nacionesVendes a tu pueblo por nadaNo lo tasas muy alto
Nos haces el escarnio de nuestros vecinosIrrisión y burla de los que nos rodean;Nos has hecho el refrán de los paganosNos hacen muecas los incrédulos

Éstas o semejantes pueden ser, me atrevo a conjeturarlo, las vivencias que motivan la pregunta por las causas de la debilidad política de los católicos. Y en mis reflexiones y enfoques trataré de no perder esto de vista.


Un poco de historia de esta conferencia 

Antes de acometer el tema, o quizás como una forma coloquial de irlo abordando, me parece necesario hacerles un poco de historia acerca de los caminos por donde se concretó esta conferencia y su título. Creo que servirá tanto de autopresentación del que les habla como de delimitación previa del tema y del enfoque desde donde me aproximaré a él.

La invitación para hablar esta noche sobre los católicos y la política, se originó en el interés despertado por un trabajo mío aparecido el año pasado en la revista “Gladius” N° 46, titulado «Cripto-herejías modernas: Naturalismo y Gnosis. La inversión antropocéntrica de la Fe católica». En ese artículo retomo un estudio del filósofo y politólogo católico italiano Augusto del Noce, que contiene lúcidas enseñanzas sobre catolicismo y política. Del Noce ha sido un crítico no sólo del marxismo y de su original concreción italiana, sino también de la actuación de los partidos demócrata cristianos europeos y en particular de la “Democrazia Cristiana” en Italia.

Ese artículo, dio pie a que se me propusiera disertar sobre dos temas posibles: 1) Causas de la debilidad política de los católicos y 2) ¿Es totalitario el catolicismo?

Debo advertir, que no soy un experto en filosofía política y que me aproximo al tema que se me ha propuesto, desde mis inquietudes de fiel católico, que es, además, por vocación, sacerdote y religioso.

Aunque sea licenciado en Filosofía, Teología y Sagrada Escritura; no soy politólogo. Si me aproximo a estos temas, lo hago con un enfoque y una finalidad pastoral, de teología espiritual, o, si se quiere, de discernimiento de espíritus. Nada pues que me acredite como especialista en temas políticos, aparte de la experiencia que dan los años y que tenemos todos los que, aún deseando exorcizar la realidad política, no logramos otra cosa que padecerla.

Por otra parte, les confieso que no sigo el acontecer político mundial, porque, como suelo decir bromeando, el mundo anda igual sin mí... y así le va...


¿Teologías deicidas? 

El artículo de la revista “Gladius” al que me he referido, es un capítulo de un libro que aparecerá próximamente en la editorial española Encuentro. Se habrá de titular: «Teologías deicidas. El pensamiento de Juan Luis Segundo en su contexto. Reexamen, Informe crítico, evaluación» [3]. Se trata de un libro de crítica al pensamiento de un jesuita uruguayo que refleja en sus obras los principales errores teológicos de este siglo. Esos errores teológicos, principalmente el naturalismo y la gnosis, –que no son sino dos formas de las que se reviste la acedia teológica–, tienen por principal y desastroso efecto que destruyen la comunión del hombre con Dios.

Los errores de los teólogos de la muerte de Dios, o de los teólogos que proponen abiertamente un cristianismo sin religión, anuncian claramente su programa antiteo. En cambio los errores de otros, no son tan abiertos ni se dicen tan explícitamente, y son, por eso, quizás los más peligrosos y dañinos. Bajo las apariencias de un discurso cristiano y hasta teológico, en realidad, destruyen la fe. Se les puede adaptar la versión teológica del grito “¡El Rey ha muerto, viva el Rey!: ¡Dios ha muerto! ¡Viva Dios!”.

Debo decir, también, que me vi abocado a estudiar y exponer los errores de las obras de este hermano de Orden, muy a pesar mío, para contrarrestar el empeño de divulgar ese pensamiento y casi de hacerlo pasar como representativo del pensamiento de la Compañía de Jesús [NdE: los miembros de la "Compañía de Jesús son generalmente conocidos como “Jesuitas”]. 

Dediqué un capítulo de ese estudio, el séptimo [NdE: este capítulo séptimo lleva por título: “Intermezzo Histórico: la Inversión Antropocéntrica, Naturalismo y Gnosis”, págs. 179-217], a trazar un bosquejo histórico de las herejías modernas. En ese capítulo, atendí particularmente a las que me parecen las dos herejías fontales: el naturalismo y la gnosis. Ese capítulo séptimo es, precisamente, el artículo publicado en “Gladius” que suscitó el deseo de oír de mí algo más sobre estos asuntos. Con la sola diferencia de que en ese artículo incluyo el tratamiento de dos hechos, que me parecen muy importantes e iluminadores y son: el fatalismo y el fanatismo modernos. Rasgos de la modernidad que van a caracterizar también su versión eclesiástica, el progresismo o, como voy a decir enseguida, el partido del mundo dentro de la Iglesia.


Modernismo y progresismo 

El modernismo, que es la infiltración del idealismo moderno en la Iglesia católica, introduce en ella una visión fatalista propia del mito moderno del progreso, junto con el cual se desarrolla un fanatismo revolucionario y rupturista, que caracteriza al progresismo. El progresismo vive dentro de la Iglesia la mística de la mentalidad rupturista, revolucionaria, propia del espíritu moderno e internaliza ese espíritu revolucionario cuyo lema podría expresarse así: “hay que destruir lo existente para que venga lo mejor”. Donde lo existente, no por casualidad, es el orden cristiano existente o lo que va quedando de él.

El contexto teológico, filosófico y cultural, que describo en estos escritos, es –como se ve– imprescindible para comprender hechos de la interna eclesial, como las causas y la naturaleza del enfrentamiento entre los así llamados progresistas y conservadores y de la encarnizada persecución que han padecido los últimos a manos de los primeros.

Esta escisión, que es un cisma latente dentro del catolicismo, se debe al surgimiento en la Iglesia del partido del mundo que he descrito en «En mi sed me dieron vinagre» [4].

Sin duda que de estos estudios emana también cierta luz acerca de la división eclesial y de las diversas concepciones acerca de la acción política de los católicos. Permiten comprender, por ejemplo, que, lo que separa de hecho a progresistas y conservadores, es su filosofía de la historia, y su concepción acerca del sentido de la historia. Los progresistas comparten la filosofía evolucionista y optimista que ha ido plasmando la modernidad. Es lógico que, en consecuencia, tengan ideas opuestas acerca del rol de los católicos en la vida política.


Conservadores y progresistas 

Juan Pablo II ha dicho que las categorías conservador-progresista, son etiquetas políticas [5].

Los conservadores consideran que lejos de haber un progreso humano y moral paralelo al progreso técnico y científico en el hombre de la civilización que se desenvuelve desde el Renacimiento a aquí, ha habido más bien una involución y un retroceso. Como ello se debe a que se han abandonado los principios del orden humano natural y del orden sobrenatural, hay que volver a aquellos principios que se concretan precisamente en el orden social público cristiano –la civilización cristiana, la ciudad católica, la civilización del amor– que desde hace más de un siglo es la propuesta de los Papas en su magisterio ordinario al hombre contemporáneo. Y dado que “la revolución mundial ha logrado descristianizar totalmente los antiguos pueblos cristianos [...] la cristianización del poder público, lejos de estar excluida, está exigida por los deberes que le incumben al laico en su consagración del mundo” según la Lumen Gentium 35 [6].

Para los progresistas, por el contrario, desde el Renacimiento a acá el balance es positivo. La Modernidad ha traído el progreso que la Iglesia debe abrazar y una renovación del mundo al que deben adaptarse o sacrificarse los modos de ver de antes, deponiendo sus reparos y resistencias tradicionalistas. La Iglesia debe acompañar a la Humanidad en ese avance cuyo sentido es positivo y en el fondo va en la dirección del Reino. Los progresistas acusan a los conservadores de inmobilismo, de cerrarse a lo bueno que hay en el mundo moderno, y los suelen descalificar como tradicionalistas, fundamentalistas, restauracionistas.

Desde filas conservadoras, se responde que se haría necesaria una acción política de los católicos en términos de oposición a todo lo que va en la dirección del deterioro humano y moral, pero que no se descalifican con ello los avances científicos y técnicos en sí. 

La objeción más seria que se le devuelve al progresismo es que da la espalda a la visión revelada de la historia, y cree de manera ingenua en un desarrollo histórico lineal y progresivo, en una evolución siempre ascendente. Sin embargo, los hechos lo desdicen y no es esa la visión revelada de la historia. Para los progresistas, las fuerzas políticas son en sí y sustancialmente buenas y lo que deberían hacer los católicos es colaborar con esas fuerzas políticas progresistas y contribuir a plasmar los ideales sociales y económicos de la modernidad. Conciben la conquista del bien como un proceso o evolución histórica progresiva. Son optimistas, aunque no tienen argumento alguno para probar su fe histórica en el progreso y el buen fin de la historia.

Este es el flanco débil del progresismo ya que va contra la fe católica. Todo sueño de lograr la instalación del Reino de Dios en la tierra por vía progresiva, es descalificado por la doctrina católica. Oigamos al catecismo de la Iglesia que lo formula sucintamente:

La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en carne” [7]. “Esta impostura del Anticristo aparece (pre-)esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico” [8]. “El Reino no se realizará mediante un triunfo histórico de la Iglesia [9] en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal [10] que hará descender desde el cielo a su Esposa” [11].

Notemos de paso, que las etiquetas “progresista” y “conservador” han sido acuñadas en talleres de un pensamiento para el que la primacía la tiene el cambio y lo actual, más que la verdad. En el fondo resultan del enfrentamiento entre dos grandes corrientes filosóficas: la del primado del ser y la del primado del devenir. Por eso en la ideología moderna y progresista, no importa lo que es sino si es actual. (¡Ya fue!). 

Quede claro, pues, que si me he ocupado en ese libro y en ese artículo de asuntos políticos, no era un enfoque ni una intención política los que ocupaban el centro de mi atención, ni los que atraían mi interés inmediato. De ahí que haya vacilado mucho antes de aceptar el pedido de incursionar en este tema. Además, no era ajeno a mi vacilación el hecho de que siendo uruguayo, hablar en otro país, por más hermanos que seamos, sobre un tema como éste reclamaba especial tino y equilibrio para no incurrir en injerencias indebidas o herir susceptibilidades.

¿Por qué decidí aceptar por fin la invitación? Por varias razones. 

Una razón es que para tratar de intereses vitales no se necesita ser especialista. La civilización tecnolátrica en la que vivimos, tiende a despojarnos del poder de decisión sobre los asuntos más importantes con el pretexto de que no los entendemos tan bien como los especialistas, a los que confía la decisión sobre las cosas que afectan nuestros destinos. Así, por ejemplo los padres son convencidos de su incapacidad y otras veces, dogmática y prepotentemente, declarados incapaces, de educar sexualmente a los hijos. La escuela les manotea entonces el ejercicio del derecho.

Quiero hacerles notar que esta pérdida de influencia en los centros de decisión política no es sólo de los católicos, sino en general de todos los hombres sometidos a la dictablanda o a la tiranía soft de la democracia tecnocrática y globalizadora.

Todos los católicos tenemos el derecho y el deber –y debemos tratar de ejercitarlos para conservarlos– de pensar sobre nuestra responsabilidad política, sus posibilidades y sus límites.

Por otra parte, muchas veces, los que saben demasiado de una materia son, por eso mismo, poco aptos para divulgarla. A menudo han sido de tal manera enarbolados en los privilegios de su tecnocracia, y llegan a estar tan ensoberbecidos, que ya no se preocupan por perder el tiempo hablando con los despojados de sus derechos. Y se hacen intérpretes tiránicos del bien común, como los pseudoprofetas del rey, que dictaminan sin preguntar.

Otra razón que me movió a aceptar, es que ésta no es una cátedra universitaria, sino un foro católico que puedo calificar de  fraterno.  También en la Iglesia el pueblo quiere saber de qué se trata. Y vengo sin otra pretensión que la de ser miembro del pueblo católico, como hermano reunido con hermanos, a tratar de temas e intereses comunes, que tenemos en llaga viva.

Y una tercera razón, por fin, es que la propuesta de exponer algo más sobre estos temas, me encendió el deseo de aprovechar esta ocasión para ponerme a pensar y a leer algo más sobre ese tema que he llevado tanto tiempo entre esas intrigas del corazón, cuyo tratamiento siempre postergamos en aras de otras urgencias, sin darnos el tiempo para subirlas a la cabeza y pasarlas por la inteligencia. La invitación a hablar sobre este asunto, me mostró que, por lo visto, no era yo solo en tener planteada esta intriga en los entresijos del corazón, sin sacarla a la luz de la reflexión.


Razones para modificar el título 

El tema que inicialmente se me propuso para esta conferencia era: “Causas de la debilidad política de los católicos”.

Apenas me puse a pensar, me pareció necesario modificar el título que se me proponía. Porque decir: Causas de la debilidad  política de los católicos parecería dar por supuestas, y por lo tanto por concedidas y afirmadas, dos tesis que, a mi parecer, habría que preguntarse si son verdad, y que, a primera vista, me parece que no lo son: 

1) ¿Son los católicos realmente políticamente débiles? y 2) ¿La debilidad política es un mal? O ¿En qué sentido y condiciones puede decirse que sea un mal?

Los invito a reflexionar conmigo sobre estas dos preguntas y a compulsarlas con ciertos hechos que parecen desdecirlas. Con esto, aunque aún en los prolegómenos de nuestro asunto, ya nos estamos adentrando en él.


¿Son los católicos realmente políticamente débiles? 

Ser fuerte no es otra cosa que ser sano...Es la debilidad lo que nos hace más fuertes...(Juan Zorrilla de San Martín, El Sermón de la paz, pp. 87. 149)

Prescindamos por un momento de la situación del catolicismo en la Argentina, que es la que nos viene abrumando, se diría que históricamente, con una sensación de impotencia y debilidad. Miremos primero panorámicamente la historia de la Iglesia y tomemos después en consideración algunos casos concretos que parecen desmentir nuestra impresión local.

Si se consideran globalmente nuestros dos mil años de historia, la Iglesia católica ha perdurado y ha sobrevivido a la ruina, decadencia y desaparición de todos los reinos y regímenes políticos. No hay ninguna otra institución histórica que haya sobrevivido como ella durante estos dos milenios. ¿Cómo decir que es débil el único organismo que sobrevive a los que presumiblemente habrían sido más fuertes? Esta observación nos exige por lo pronto hilar más fino con el concepto de debilidad.

Durante esos dos mil años, los tres primeros siglos fueron de persecución universal y violenta, primero por parte del judaísmo oficial y luego por parte del Imperio Romano. Establecida la paz con el Imperio sobrevinieron épocas de desgarramiento interior de los cristianos debido a las grandes herejías. Siguió la era de las invasiones bárbaras. Sobrevino luego la devastación musulmana de las Iglesias de África del Norte y Asia Menor. El primer milenio terminó con el gran Cisma, una ruptura catastrófica de la unidad de la Iglesia. Más tarde, en Occidente, surgieron cátaros, valdenses, husitas, que fueron brotes anticatólicos medievales. A partir de la Reforma protestante se instaló una rabia anticatólica que no ha cesado de inflamar ciertos espíritus y cuya difusión coincide con el primer mundo, sajón, opulento, y política, económica, tecnológica y militarmente hegemónico.

Si uno abre los ojos a esa historia de dos mil años y en particular a la segunda mitad del pasado milenio, desde la Reforma protestante, parece que los hechos hacen inaceptable la tesis de que los católicos sean políticamente débiles.


La sabiduría política del Apocalipsis de Daniel 

Contemplando la vida del hombre católico a través de estos dos mil años, acude espontáneamente al espíritu la figura bíblica de Daniel. Daniel es el creyente que está en situación de esclavitud y opresión en una nación y una cultura extraña, a donde ha sido llevado en cautiverio. Parecería que Daniel y sus jóvenes compatriotas judíos, que están en situación de esclavitud en el destierro, fueran políticamente débiles. ¿Puede haber mayor debilidad política que la de un esclavo, aunque esté destinado a tareas de servicio intelectual en la corte del rey?

Y sin embargo, en el libro de Daniel se asiste al ascenso y caída de un rey tras otro, mientras que el creyente permanece escrutando los signos de la intervención de Dios en la historia, de la venida del Hijo del Hombre y de la entrega del Reino a los elegidos de Dios. Y no sólo eso. Daniel, por el carisma de interpretación de los sueños, se convierte en testigo e intérprete de las debilidades del alma que hay en los reyes, supuestamente los más poderosos políticamente. Daniel es el único capaz de entender, enseñado por Dios, que los gobernantes de este mundo son simples mortales, a menudo presos de su investidura política. Y es quizás el único en compadecerse de esas almas atormentadas por terrores nocturnos. Y en ocasiones se convierte en instrumento de Dios para que esos poderosos reconozcan su señorío divino.

Siempre he visto en el libro apocalíptico de Daniel, una obra bíblica que tiene mucho que enseñarnos a los creyentes como nosotros, a los que nos toca vivir sometidos a regímenes políticos que nos tienen en situación de sojuzgamiento. Tienen mucho que enseñarnos en el cultivo de nuestra relación con los soberanos del mundo.

Daniel se hace útil a ellos principalmente en la dimensión de la profecía histórica y del análisis del alma. ¿No será que los creyentes somos los pastores de sus almas? ¿También de las almas de los gobernantes? Y ¿no estará nuestra debilidad política, como la de Daniel, al servicio de nuestra misión? ¿No vemos acaso nosotros también, como Daniel, subir y bajar a los poderosos de sus tronos? ¿Y no somos también nosotros, como él, depositarios de una sabiduría revelada acerca del sentido y el fin de la historia? 

Si nos preguntamos qué es lo que a Daniel le da la permanencia mientras suben y caen reyes, descubrimos que es su fe y su fidelidad a Dios. Una fidelidad que se manifiesta en prácticas que alguien pudiera considerar formalistas: ayunos y abstención de alimentos impuros, horas de oración y alabanza, postrado en dirección del templo de Jerusalén. El cultivo y la celosa preservación de la relación con Dios, son lo que le da identidad y firmeza a este esclavo de amos que van y vienen. Es lo que dice Isaías: “Si no os apoyáis en mí no estaréis firmes” [12]. Y lo de san Juan, quien pone nuestra victoria sobre el mundo en la fe y no en la capacidad de influjo político: “Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe” [13]. 

Pero hay algo más que le da a Daniel la capacidad de vivir en la condición de sojuzgado: la esperanza. Su fe incluye un conocimiento del sentido de la historia del que carecen los reyes tanto como del sentido de sus sueños. Daniel sabe que el Señor es Rey de reyes y Señor de señores, que el principado, el imperio, el reino y el poder le pertenecen a Él y que Él lo da a quien quiere y cuando quiere por motivos que Él se guarda en su misterioso designio. Daniel sabe que el Señor dará un día el reino y el poder a los santos. Daniel escruta los tiempos del Mesías, los tiempos del Reino de Dios. 

No podemos perder de vista que Jesús se identifica con el Hijo del Hombre de los sueños de Daniel, o sea con el Hombre verdadero a quien Dios le va a entregar el reino, el poder y el imperio, cuando se lo arrebate a los imperios bestiales y soberbios. Si otros pudieron hacer de la profecía de Daniel una promesa mesiánica triunfalista y política, Jesús se encargó de despolitizar la imagen del reino prometido a Daniel y de hacer del Hijo del Hombre que viene glorioso sobre las nubes, un siervo mesiánico sufriente, condenado y ajusticiado por la justicia de los poderes políticos, ante los cuales fue, manifiestamente, militar y políticamente débil.

Y sin embargo, el crucificado inauguraría así un imperio que ha empezado a ser trimilenario. ¿De qué orden es este poder que no es político, y sin embargo se manifiesta también en ese orden, de modo que lo celan, desde Herodes, todos los poderosos?

Parece claro que en la misma fe hay una firmeza que coloca al cristiano en el mundo pero sobre el mundo. Quizás una de las causas del sentimiento de debilidad que tienen algunos católicos, deriva de que no entienden lo que les está sucediendo. Y no lo entienden porque no se dejan iluminar por la revelación que las Escrituras encierran acerca de la historia y del fin de los tiempos. 

Pero retomemos el hilo de nuestra reflexión. ¿Somos los católicos políticamente débiles?

Si se consideran los dos, o los cuatro últimos siglos, los católicos ya habrían sido eliminados si no tuvieran una misteriosa capacidad de resistencia, que de alguna manera pertenece también al orden político. Tal es el odio, la saña y la perseverancia sistemática de las fuerzas que se le han opuesto y que han querido exterminarlos.

Según testimonio de Mons. Michel Hrynchyshyn, obispo ucraniano que preside la Comisión encargada de establecer el martirologio católico en ocasión del jubileo: este siglo ha sido el más sangriento en la historia de las persecuciones anticatólicas. El estudioso David B. Barrett afirma en la Enciclopedia cristiana mundial, que durante los últimos 20 siglos ha habido cerca de 40 millones de mártires, de los cuales 27 millones, o sea casi tres cuartas partes, en el siglo XX [14].

Esto significa que, los católicos, aún no estando en el poder, aún siendo especialistas en perderlo como parecen serlo, han tenido y siguen teniendo una fuerza de supervivencia que es, de alguna manera, una fuerza de orden político. Un vigor que, si no pertenece al orden del poder político, sí al orden de la resistencia política, lo cual es, de alguna manera, una cierta forma de poder. Desde hace varios siglos se ha venido intentando debilitar a los católicos en todos los órdenes y se ha apuntado a su exterminio por vía demográfica, con las políticas antinatalistas, por vía socioeconómica con políticas de vivienda, sociales, económicas, fiscales. Por vía jurídica conculcando sus derechos de mayoría alegando respeto a minorías, o cuando convino, donde se convirtieron por fin en minoría, imponiéndoles el derecho de las mayorías, sin respeto por ellos. Por fin se los ha perseguido culturalmente, entre otros medios, sometiéndolos a la tiranía escolar [15].

Quizás la psicopolítica quiera convencernos, para debilitarnos más aún, de que somos débiles y nada podemos. Una poderosa causa de debilidad podría ser la convicción de ser débiles. Porque a nada se atreve el que se siente impotente. Creo que a partir de esta convicción, no me parecía aceptable un título que parecía dar por supuesta una debilidad política de los católicos, sin matizar el sentido de esa afirmación.


Cristo y el Anticristo

Pero la recrudescencia y agigantamiento de la persecución y del correlativo número récord de mártires en este siglo, nos demuestra otro hecho que debemos tener en cuenta, para comprender la naturaleza de la fuerza que se oculta en nuestra aparente debilidad. Este hecho nos demuestra que Cristo es y sigue siendo el centro de la historia y que ésta se ha convertido y se va convirtiendo cada vez más en una lucha en torno a Cristo y a los suyos, una lucha contra nosotros.

Somos llevados así, como de la mano, a poner nuestra debilidad y nuestra fuerza a la luz del pecado original y del Anticristo. “Para poder decir lo que es realmente el Anticristo, hay que aceptar, antes, la existencia de ‘el Maligno’ como puro ser espiritual, y desde luego como un ser que tiene poder en la historia. Más aún, hay que concebirlo como el ‘príncipe de este mundo’, al que con una fórmula extrema se le llama también ‘el dios de este mundo’ (2 Cor 4, 4)” [16]. Pues bien, éste es el opositor. Una fuerza metahistórica pero también histórica, que da poder a sus servidores y lo arrebata a los de Cristo. Él es “el que acusa a nuestros hermanos” [17], “el adversario, el opositor” [18], el que “se disfraza de ángel de luz” y envía a sus servidores disfrazados de ministros de justicia [19].

Para comprender las causas y la naturaleza de nuestra debilidad política debemos, pues, tener en cuenta la revelación de Jesús, acerca del futuro de la Iglesia y del Anticristo, el opositor, el obstaculizador, el enemigo que viene a sembrar cizaña en el trigal [20].

Nuestra lucha –nos dice San Pablo– no es contra hombres sino contra Satanás y los espíritus malignos. Por eso debemos buscar nuestra fuerza en el Señor: “potenciaos en el Señor y en el poder de su fuerza, vestíos con la armadura de Dios, para que podáis resistir a las tácticas del diablo, porque nuestro combate no es contra sangre y carne, sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos del aire” [21].

Si llegáramos a poder discernir que nuestra debilidad es de este tipo, por estar enfrentados a la oposición de las fuerzas demoníacas que gobiernan nuestra civilización y nuestra cultura, le dan su orientación anticatólica y establecen filtros ocultos para neutralizar nuestros intentos, entonces, ésta sería una debilidad buena, una debilidad teológica. Sería la debilidad de los mártires, en la que se revela la fuerza de Dios. Una debilidad de aquellas que Pablo experimentaba y de las que le reveló el Señor: “mi gracia te basta, porque en la debilidad se hace perfecta la fuerza”. De lo que Pablo concluyó: “Muy gustosamente continuaré gloriándome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo” [22]. Tal debilidad sería del tipo que Jesús enseña en el Sermón de la Montaña, que son bienaventuradas. Porque los perseguidos por Cristo juzgan al mundo y lo convencen de pecado, de justicia y de juicio.


Los enemigos del pueblo católico no lo consideran débil 

Por otra parte, no nos dejemos engañar. Aunque Marx, Gramsci, Fukuyama y otros enemigos de la fe católica, afirmen por un lado que el cristianismo y la Iglesia son cosas del pasado, reliquias, cadáveres: “Sin embargo, no pierden ocasión de referirse a él, e incluso lo declaran el peor enemigo [23]. Toda su guerra es contra el pueblo católico [24].

Coincidentemente, Josef Pieper ha observado que aun cuando la Modernidad pretenda que la historia se desarrolle en un laicismo neutro frente a Cristo, sin embargo, apenas se pone en juego el ejercicio del poder político “de inmediato se habla de forma explícita y hasta exclusiva del cristianismo; y desde luego, se habla de él como de un poder de «résistance», del ‘sabotaje’. Dicho en lenguaje cristiano: se habla del cristianismo como de la ecclesia martyrum, la iglesia de los mártires. Así como el mártir, hablando en un sentido intrahistórico, es una figura de orden político, así también el Anticristo es una manifestación del campo político. No es algo parecido a un hereje o a un disidente, que sólo tendría importancia dentro de la historia de la Iglesia mientras que el resto del mundo no necesitaría tener noticia de él. No. La potentia saecularis, el poder mundano sería –según lo afirma santo Tomás de Aquino [25]– el verdadero instrumento del Anticristo, que es por esencia alguien dotado de poder. Los tiranos y los gobernantes violentos, que persiguen a la Iglesia serían –y continuamos citando al Aquinatense [26]– los representantes (quasi figura) del Anticristo. A éste pues, no se lo concibe al margen del terreno histórico, sino que más bien es una figura eminentemente histórica, toda vez que la historia es primordialmente historia política. [...] Al final de la historia, por lo tanto, se instalará un falso orden, sostenido por un abuso del poder político” [27]. A ese pseudo-orden pertenece el engaño y la mentira del Ángel de luz, será un engaño exitoso. “Tal vez el pseudo orden del reinado del Anticristo [...] será saludado como una liberación” [28].

Retomemos la idea de Pieper acerca del martirio como hecho político. Los mártires inocentes fueron masacrados por Herodes evidentemente por una razón y con una intención política. Aún hoy, cuando se organiza la masacre moral de la niñez, planificando empresarialmente, mediante la industria de la pornografía, la corrupción de los niños y de la juventud, estamos ante un análogo martirio por razones políticas.

El temor del Faraón ante la fecundidad del Pueblo de Israel y la persecución que inicia con medios sinuosos y secretos buscando su exterminio, era figura de la persecución artera a la que los poderes de este mundo han sometido y siguen sometiendo no sólo ya a la Iglesia institución, o a las instituciones y derechos de la Iglesia, sino a la materialidad demográfica del mismo pueblo católico, así como a su infraestructura económica, escolar e intelectual.

En este contexto, podemos decir que los que se oponen al catolicismo no lo consideran débil de ninguna manera. Y que lo que los católicos experimentan como una debilidad política, no es sino consecuencia de la oposición cerrada de que son objeto y que pertenece al misterio de la historia de la salvación y se explica a la luz de la revelación sobre el príncipe de este mundo y del Anticristo.

Se trata pues de una debilidad de la carne en la que brilla la fuerza del espíritu. Nuestro combate y nuestras armas son, como lo decía San Pablo, espirituales. Si llegamos a comprender esto nos desembarazamos de un falso sentimiento de debilidad, pero a la vez nos hacemos capaces de comprender cuál sería nuestra debilidad verdadera: nuestra falta de fe.

Analizando la historia de las persecuciones puede observarse que ni los medios militares violentos (musulmanes y cruzadas, intentos de exterminio...), ni los medios jurídicos y políticos (los estados masónicos y el soviético) lograron la destrucción definitiva del catolicismo. Este hecho lo reconoció Antonio Gramsci, que señaló también la prioridad de la cultura y planeó los métodos de persecución y abolición cultural del pueblo católico.

Pero el Anticristo no cesará en su oposición y la confrontación será cada vez más radical. Los pretextos se irán sincerando cada vez más. Ya no se reprochará a los creyentes visiones sociales o culturales diferentes. Se hará cuestión directamente de su fe como subversiva. La previsión de Josef Pieper es que “La última forma intrahistórica que adoptarán las relaciones de la Iglesia y el Estado no será la de un «arreglo», ni siquiera la de «lucha», sino una forma de persecución; es decir, la del acoso de los impotentes por el poder: mientras que la manera de lograr la victoria sobre el Anticristo será el testimonio de la sangre” [29].


La enseñanza de nuestra Señora en Fátima 

Nuestra Señora se ocupa, en sus mensajes de Fátima, de hechos políticos tales como las dos guerras mundiales y Rusia, o lo que es lo mismo, de la revolución marxista. Se ha observado [30] que 1917 es, en plena primera guerra mundial, el año del triunfo de la revolución bolchevique que instala en Rusia el primer estado no sólo ateo, sino anti-teo [31]. Un gobierno que aspira a ser mundial y que se propone, por primera vez en la historia, como parte de su plan de creación de una nueva humanidad, la erradicación de la religión, que es, en los hechos y principalmente, la erradicación de la fe cristiana, ortodoxa y católica, empezando por el ámbito de las Repúblicas Socialistas Soviéticas Unidas. Pero no sólo en ese ámbito. Pronto comenzará a exportar la revolución anticristiana. Es conocida la participación que tuvieron, en las persecuciones sangrientas durante las revoluciones mexicana y española de las décadas siguientes, los agentes políticos revolucionarios rusos o de la internacional marxista. Recuérdese que Trotsky se asila en México, donde es, a pesar de todo, asesinado.

No sin desvergüenza se ha acusado a los católicos que tomaron las armas para defenderse de este intento de exterminio en México y España de ser violentos y fascistas. Lo sucedido en México y en España, es aleccionador. En México el levantamiento armado fue aplastado, más que por vía militar, por vía diplomática. Pero es cierto que los Cristeros de México no contaban con el apoyo de una potencia militar dispuesta a darles apoyo proveyéndolos de armas, sino todo lo contrario. Todo el apoyo de Estados Unidos iba hacia los gobiernos que los perseguían.

En cambio la insurrección católica en España, y esto no se le perdona, pudo recibir apoyo militar del Eje: Alemania e Italia. Se ha querido de allí sacar argumento para acusar de fascistas a los católicos españoles. La verdad es que compraron armas y aceptaron el apoyo militar de quien se lo podía proporcionar.

Hoy, una salida militar está excluida, porque el poder militar mundial está centralizado y controlado por el gobierno mundial, y éste, como sabemos, nos es cada vez más abiertamente adverso. 

Como se ha observado, desde 1970, cambia la atmósfera de renovada confianza de la Iglesia hacia el mundo que caracterizó la época que va de Juan XXIII a la primera parte del pontificado de Pablo VI. Y cambia con razón. Se inaugura entonces un creciente rechazo del magisterio eclesiástico por parte de los Estados y la caída de todas las esperanzas acariciadas entre 1958-1968. Se sancionan las leyes de divorcio, aborto, fecundidad asistida, matrimonio de homosexuales, adopción de niños por matrimonios homosexuales. Y mientras más se acentúan en la democracia liberal el secularismo y la concepción libertaria –moralmente cínica– de la sociedad, más se multiplican los signos de barbarie jamás imaginados en el período de la misma democracia romántica: legalización del aborto, infanticidios frecuentes, violencia infantil y violaciones de menores, comercio de órganos, manipulaciones genéticas salvajes, fraudes fiscales colosales e impunes, descenso de la natalidad galopante, droga, disolución familiar, una economía de mercado que sacrifica el bien común y lleva de la mano a los gobernantes [32].

Pero retomemos el hilo de nuestra reflexión: ¿A qué se deben todas estas formas de violencia que apuntan al etnocidio, al exterminio demográfico, o a la desaparición cultural del pueblo católico? ¿A qué se debe este odio inexplicable contra un tipo humano excelente como el que nace de la fe? ¿Cómo se explica que en vez de apreciar sus virtudes, incluso ciudadanas, y de fomentar su existencia y su excelencia, se esté siempre al acecho de sus defectos para pretextar los intentos de exterminio o de desidentificación?

Suelen darse, las pocas veces que alguien reconoce este hecho tan poco atendido, respuestas de orden histórico, político, ideológico o social. Nuestro diagnóstico, lo hemos dicho, es espiritual. Se trata de la acedia. Una acedia que ha adquirido dimensiones políticas, de civilización, de legislación de teorías jurídicas, de ideas filosóficas justificatorias... pero que es de naturaleza espiritual: demoníaca. La acedia es el espíritu del Anticristo, del opositor.

Fátima nos enseña a mirar más allá de los hechos políticos de este siglo, a su significado espiritual. Y en atención al carácter espiritual de la dolencia nos prescribe remedios. Remedios que no son políticos sino espirituales: oración y penitencia, rezo del Santo Rosario, consagración de Rusia al Corazón de María. Y esos remedios espirituales, cuando se aplicaron, demostraron su eficacia, espiritual, aunque de consecuencias políticas.

Fátima nos enseña que el poder político de los cristianos, reside, no tanto en el uso de medios propia y exclusivamente políticos, sino en la aplicación de medios espirituales.

Dios es un agente histórico real, vivo y verdadero, a quien mueven las oraciones de sus fieles. La tentación mesiánica consiste en sustituir nuestras eficacias humanas e intrahistóricas, en el supuesto de que Dios no interviene. Pero es él quien confunde al enemigo, no nuestro, sino de su gloria.

El Espíritu Santo inspira, mueve, actúa. Es necesario prestarle oído atento y seguir sus inspiraciones con corazón obediente. Y esto no sólo a nivel de individuos, sino de todo el pueblo de Dios. Eso es algo que logró Nuestra Señora del Inmaculado Corazón en Fátima. 

Me decía un párroco que haciendo el balance de lo que había quedado en su parroquia después de que la devastara el huracán del tercermundismo y las ideologías, comprobó con asombro, que la que había sobrevivido intacta y saludable era la tan menospreciada Legión de María. Son, me decía, mis fuerzas de choque, mis paracaidistas, mis comandos ¿Cómo no me había dado cuenta antes?


Juan Pablo II, el profeta de María 

El Papa Juan Pablo II es un hombre todo de María, compenetrado con los métodos espirituales con que María nos enseña a enfrentar las jugadas históricas y políticas del Anticristo. Pues bien, la convicción que gobierna la acción del Papa Juan Pablo y la enseñanza profética que trasmite es que el motor que impulsa la historia no es la política ni la economía sino la cultura.

A pesar de su creciente debilidad física durante la segunda mitad de los noventa, Juan Pablo II siguió defendiendo con idéntica energía ese tema principal de su pontificado: la cultura es el motor que impulsa la historia.

Ésta era una lección que había aprendido de su padre y su temprana lectura de los clásicos del romanticismo polaco. Siete décadas de reflexión espiritual y de experiencia personal habían servido para profundizar y consolidar su teoría, que refutaba la tesis contemporánea de que los dos motores del cambio histórico son la política y la economía. El desmoronamiento del comunismo europeo de 1989-1991 había confirmado la proposición de que la cultura dirige la historia. A finales de la década de los noventa, Juan Pablo II centró su propuesta de la ‘primacía de la cultura’ en los cambios históricos a la reevangelización de Europa Occidental, para fortalecer los cimientos de la libertad en las nuevas democracias de Europa Central y del Este, y para la liberación de Cuba” [33].

El pontificado de Juan Pablo II es riquísimo en hechos políticos notables, que merecerían un análisis pormenorizado, porque el Papa es un profeta que nos enseña cómo actuar en el terreno político. Juan Pablo II nos enseña que no debemos marginarnos de la política, al mismo tiempo que no debemos permitir que nos encierre y que debemos estar por encima de ella.

No sólo a través de la Secretaría de Estado sino a través de sus enviados, como Mons. Etchegaray, o personalmente, el Papa ha metido la mano sin miedo a los poderosos y sin acepción de personas, en los conflictos del Golfo Pérsico, del Líbano, Mozambique, Angola, Etiopía, Sudáfrica, Sudán, Namibia, Cuba, Haití, América Central, Vietnam, Cabo Verde, Guinea Bissau, China, Myanmar, Liberia, Ruanda, Burundi, Indonesia, Timor Oriental, los Balcanes, en su propia patria polaca y –nosotros no podemos olvidarlo– conjurando una guerra entre Argentina y Chile; poniendo fin a la guerra de las Malvinas o logrando un armisticio entre Perú y Ecuador.

Si alguien quiere profundizar en este tema podrá consultar la biografía reciente de Juan Pablo II escrita por George Weigel [34]. Yo me limitaré a tomar aquí solamente el caso filipino, como ejemplo del poder político de los católicos cuando actúan en consonancia Obispos y laicos en espíritu de oración, sin miedo y con el Rosario en la mano. Y cuando el poder militar y político mundial no está demasiado interesado en impedir su acción.


El caso filipino [35]

En 1985 Filipinas, el único país católico de Asia, vivía el surgimiento de una modalidad distinta de revolución, que reflejaba las ideas de Juan Pablo II sobre la Iglesia en el mundo moderno Ya desde fines de 1979, la Conferencia Episcopal Filipina intensificaba sus críticas públicas al gobierno del presidente Marcos, cuya actividad represora iba en aumento. En carta pastoral de febrero de 1983 acusaba al gobierno de violación sistemática de los derechos civiles y mala gestión económica, agravada por corrupción en gran escala; también protestaba por el arresto o intimidación de sacerdotes y monjas a causa de su labor por la justicia y advertía a Marcos que sin reformas básicas las tensiones irían creciendo.

A los seis meses, el 21 de agosto de 1983, Benigno Ninoy Aquino, destacado opositor de Marcos que regresaba del exilio, fue asesinado de un tiro en la cabeza en el aeropuerto de Manila al bajar del avión. Un mes más tarde, medio millón de filipinos tomaba las calles como protesta contra el régimen. El 27 de noviembre, día en que Aquino hubiera cumplido cincuenta y un años, la Conferencia Episcopal publicó otra carta donde subrayaba la reconciliación como principal requisito de un verdadero cambio social.

Los primeros meses de 1984 fueron de constante ebullición. En julio, otra carta de la Conferencia Episcopal reflexionaba sobre el asesinato de Aquino como ejemplo de una cultura de violencia instalada por Marcos e insistía en la conversión y reconciliación como única vía de cambio social.

En octubre una comisión independiente concluyó que Ninoy Aquino había sido asesinado por una conspiración militar. En enero de 1985 fueron acusados veinticinco responsables, entre ellos el general Fabián Ver, jefe del Estado Mayor. En Julio, la Conferencia Episcopal condenaba en un Mensaje “el creciente recurso a la fuerza para dominar a la gente”, una alarmante realidad “que nosotros los pastores no podemos ignorar”. En setiembre hubo nuevas manifestaciones contra Marcos. El 3 de noviembre, Marcos aceptó celebrar elecciones a principios de 1986. El Cardenal Sin y sus Obispos auxiliares recordaron el deber del voto. El 19 de enero se publicaba un alerta contra la intención del fraude electoral: “un acto gravemente inmoral y anticristiano”. Así fue. El 7 de febrero, las elecciones fueron fraguadas y Marcos arrebató el triunfo a su opositora, la viuda Corazón Aquino. La Conferencia Episcopal, sin pelos en la lengua, denunció el fraude sin antecedentes, afirmaba que un gobierno así elegido no tiene base moral y sostenía que el pueblo filipino tenía la obligación de corregir la injusticia de que había sido víctima “por medios pacíficos no violentos, a la manera de Cristo”.

A pesar de que en la Secretaría de Estado del Vaticano reinaba un gran nerviosismo, el Cardenal Sin y sus Obispos, sin reclamar ni esperar el apoyo Vaticano, tuvieron la valentía de seguir con su campaña, declarar moralmente ilegítimo el gobierno de Marcos e invitar al pueblo filipino a tomar medidas no violentas.

El 16 de febrero, durante una misa para la victoria del pueblo celebrada ante un millón de fieles, la viuda de Aquino, Corazón Aquino hizo un llamado a una campaña de resistencia no violenta contra el régimen que la radio católica “Veritas” retransmitió a todo el país. Seis días más tarde el Ministro de Defensa y un General, segunda autoridad del Estado Mayor, rompieron con Marcos y se atrincheraron en dos puntos. Los insurrectos se pusieron en contacto con el Cardenal Sin y le pidieron ayuda pues estaban ciertos de que sus posiciones serían atacadas. El Cardenal Sin les preguntó si apoyarían a Cory Aquino como presidenta electa. Le dieron garantías de que sí. El Cardenal Sin fue a la Radio “Veritas” y llamó “a todos los hijos de Dios” para que fueran a los campamentos y protegieran al Ministro de Defensa rebelde, al General y a las tropas leales. 

La ancha avenida Epifanio de los Santos, que unía ambas bases rebeladas, se convirtió en el escenario de la revolución. Durante tres días cientos de miles de filipinos desarmados llevaban Rosarios, flores y alimentos a los tanques con los que Marcos amenazaba a los rebeldes, formando un gran escudo humano entre las tropas del gobierno y los campamentos. Jóvenes y viejos, laicos, religiosos, sacerdotes, de todas las clases sociales, todos acudieron a la avenida revolucionaria. Los que durante años habían vivido en el conformismo tenían la ocasión de convertirse en resistentes no violentos.

Se recordará cómo todo este proceso terminó en la salida de Marcos al exilio y la subida al poder de Cory Aquino. Y se recordará a esta viuda devota del Corazón de María dirigiendo el Rosario con las muchedumbres.

Juan Pablo II aprobaba al Cardenal Sin y a los católicos filipinos. En situaciones como la de Polonia y Filipinas, los pastores tenían la obligación moral de defender la dignidad humana de los estragos y atropellos a sus derechos de unos gobiernos malvados. Esa defensa tenía consecuencias públicas, y a decir verdad políticas, pero no era una toma de partido en el sentido de que la Iglesia se erigiese en alternativa dentro del juego del poder. Se trataba de una toma de partido a favor de un cambio en el propio juego.


No olvidar la dimensión religiosa de la opresión y la injusticia social

Parece importante que en la lucha de los creyentes por la justicia y los derechos humanos, no se pase por alto la dimensión religiosa del problema. En ocasión de la Carta de los Provinciales Jesuitas Latinoamericanos, preguntado por mi Superior Provincial acerca de mi opinión, se la expuse a pedido suyo por escrito, en estos términos:

Yo hubiera deseado que la carta hiciese observar que la ruina material, social y moral en que la adveniente cultura con sus recetas neoliberales sume a los pueblos latinoamericanos, es una opresión del pueblo católico, es decir: de la Iglesia. Y que puesto que el hombre es una unidad, su opresión material, es, como la esclavitud egipcíaca del pueblo de Dios, y como la Babilónica también, una opresión que tiene sentidos y efectos espirituales: sume a muchos fieles en situaciones de miseria que son ocasión próxima de pecado y a veces de apostasía; difunde vicios sociales y espectáculos corruptores, en los que se exaltan y glorifican los pecados capitales y se denigran las virtudes. Que se hubiese dicho claramente que las políticas de trabajo y de vivienda impiden a los fieles tener los hijos que quisieran, educarlos como quisieran; mientras que, por el contrario, muchos ven con dolor que sus hijos se desvían por los caminos de los vicios, de la prostitución y de la droga.
En Egipto, el pueblo estaba oprimido por la dura servidumbre. Pero el aspecto más afligente de la esclavitud era el religioso: ya no celebraba fiesta ni se alegraba con su Dios. Por eso Dios le dice al Faraón: deja salir a mi pueblo para que me celebre fiesta en el desierto. La finalidad de la liberación del pueblo esclavo del Faraón, es la celebración cultual. Eso está muy claro en la Carta de Juan Pablo II «Sollicitudo Rei Socialis», donde el Papa afirma que la meta de la preocupación social de la Iglesia es la celebración Eucarística [36].
Al mismo tiempo, como en Babilonia, donde el pueblo estaba por sus pecados, y no inocentemente, como en Egipto, un resto fiel, heroico y mártir, pudo santificarse en medio de la opresión y ser semilla del pueblo que retornaría. También en estas situaciones hay chances de santidad que hubiese querido que se nos señalaran en términos explícitos. Pero parecería que muchos tienen pudor de usarlos e influyen también, desde las tribunas, a los Provinciales.
Bien puede hablarse de una persecución de hecho por medios político-sociales y económicos, que genera situaciones que conducen al pecado y a la apostasía de muchos, pero que también pudiera ser vivida religiosamente, como una coyuntura martirial y de santidad.
Por otra parte, habría que señalar los efectos espirituales adversos que tiene la adveniente cultura para la evangelización de los no creyentes. En una palabra, a todo ese cuadro tan bien pintado en la Carta de los Provinciales Jesuitas de América Latina, le falta, a mi parecer, la explicitación de su sentido espiritual. Y por no culminar en ese diagnóstico, deja con hambre de lo más, de lo último verdadero y definitivo.
Sería una debilidad verdadera, un error, una deserción de nuestros intereses divinos y de nuestra identidad de Hijos de Dios, someter nuestra crítica a las opresiones que somos objeto, a una censura previa, por no molestar los oídos del Faraón”.


Errores católicos en el desempeño del poder político [37]

Quiero seguir reflexionando ahora con ustedes sobre algunos hechos históricos que nos pueden enseñar a evitar errores que, a juicio de agudos analistas, han cometido los católicos en el ejercicio del poder político.

Una de las formas más sutiles de la persecución del Anticristo consiste en usar a los católicos, jerarquías o fieles, para sus propios fines, cediéndoles el poder, o parcelas controladas de poder, o ilusionándolos de que han obtenido o se les ha confiado el poder político. Puede también intentar embriagarlos con los éxitos que les permiten alcanzar, como pago del servicio que prestan los católicos a los fines que ellos no han fijado, y de la renuncia a su fe o a su identidad, en el ejercicio del poder político.

Las añejas triquiñuelas de los soberanos para usar a la Iglesia para sus fines las describe así Carl Amery:

En la historia de Europa siempre ha habido soberanos que –de buena o mala fe– han delegado determinadas tareas a la Iglesia o las Iglesias. Tareas que, por un lado, evitaban o rechazaban ellos mismos como peligrosas para el sistema, y por otro les daban ‘controles internos’ adicionales, que completaban convenientemente los medios, legales o ilegales, del Poder del soberano sobre la Iglesia. Quizás fue Constantino el primero de esos soberanos; en todo caso, la restauración de los Hohenstaufen, en la Alta Edad Media, se sirvió más o menos hábilmente de una ideología derivada del Cristianismo, y la técnica se perfeccionó del todo en el galicanismo y el josefinismo. Eso no quiere decir que esos intentos hayan sido puramente negativos para la Iglesia. Incluso en el justo momento histórico, produjeron cambios importantes y positivos en el ‘Catolicismo’, es decir en las encarnaciones [culturales] de la Iglesia dentro de cada nación y época. Para nosotros, lo más importante es que esos soberanos intentaron por un lado limitar o destruir el influjo de la Iglesia, pero que, por otro lado, le concedieron un ‘sector’ [de poder] en el que no sólo le dejaron las manos libres, sino que incluso la estimularon poderosamente” [38] .

El intento del poder político de usar a la Iglesia y a los católicos es algo a lo que debemos estar atentos, y me pareció no podía dejar de señalar aquí. Sobre todo porque nos prepara para comprender mejor lo sucedido después de la segunda guerra mundial con el catolicismo europeo.


Causas del fracaso político de las democracias cristianas en Europa

Es digno de meditarse el hecho de que tras la segunda guerra mundial, Europa fue reconstruida por partidos cristianos (las democracias cristianas) y por grandes hombres de estado católicos (De Gasperi, Adenauer, etc.) y lo que resultó es un mundo neopagano y descristianizado. ¿Cómo fue posible y a qué se debió? 

Se debió –afirma Augusto del Noce– a que los partidos que lideraron estos grandes hombres, las democracias cristianas, pusieron su confesionalidad de lado por principio metódico y se dejaron convencer por el Poder Mundial, de que el espectro del comunismo que aterrorizaba a Europa occidental sería conjurado por el ensalmo del bienestar material y no en el poder de la fe y del espíritu. Crearon, pues, estados del bienestar secularizados [39]. Ese fue el equivalente político de la inversión antropológica en teología.

¿Cómo sucedió esto? La secularización había penetrado en la teología, es decir, en el pensamiento cristiano: se había impuesto la convicción de que no le corresponde al cristiano crear un orden cristiano. No era necesaria la fe, bastaba la coincidencia moral entre católicos, liberales, socialdemócratas, republicanos. Se postulaba nuevamente el imperativo liberal de confinar la fe en el templo y la sacristía, cohonestado con la afirmación naturalista de que ‘lo importante es la moral’ y el ‘misterio cristiano’ es prescindible. Tras lo cual se concentraba el dilema ético en la disyuntiva y el conflicto democracia-totalitarismo, fascismo-antifascismo. Se minusvaloraba y consideraba marginal la dimensión religiosa del conflicto. Escamoteando y ocultando el dilema religioso: teísmo o ateísmo político.

La falta de reconocimiento por parte de la Democracia Cristiana, de la esencia antirreligiosa del comunismo –ha dicho Augusto del Noce– se reflejaba en el modo equivocado de afrontarlo. La ilusión estaba en pensar que para su extinción sería suficiente la simple difusión del bienestar. Sin reparar en que la consolidación de la ‘sociedad opulenta’ eliminaba, efectivamente, la miseria, pero al mismo tiempo iba dando lugar a un extrañamiento y soledad hasta entonces desconocidos entre los hombres. Debido a esta coincidencia entre abolición de la miseria y extensión de la alienación, la sociedad opulenta, minada en su interior por una literatura de alienación que la presenta como invivible y reclama su transformación [revolución] ejerce de hecho una función procomunista” [40].
   
La debilidad de la fe de los católicos [nótese bien: no la debilidad política, sino la debilidad de la fe, que es en realidad su única y verdadera debilidad] se demuestra en que estuvieron dispuestos a admitir que ‘el misterio de la verdad’ y ‘la verdad de su misterio’ es, realmente, algo prescindible. Esa debilidad cultural, la pagó el catolicismo con la instrumentalización política de que fue objeto para construir una sociedad que hacía extraña y obsoleta la realidad cristiana.

Los cristianos no se mantuvieron al margen de la historia ni de la política –como temía y quería evitar Maritain–, más aún, las democracias cristianas europeas fueron gobierno y construyeron un mundo. Pero ese mundo no sólo resultó a-cristiano, sino anti-cristiano [41].

A los católicos se les concedió el poder político a cambio de que cedieran la configuración de la cultura. Se les puso a administrar el agua y se les quitó el dominio de la fuente. Otra vez, los creyentes construyeron pirámides para el Faraón. Sin advertirlo, se dejaron esclavizar.


La asimilación como error político de los católicos 

La renuncia a la propia fe y a la propia identidad es un error en primer lugar y sobre todo, religioso. Su inmediata consecuencia se manifiesta en el orden de la cultura. Por fin se manifiesta en el orden político. Tal fue el error que cometieron muchos ilustrados e inteligentísimos fieles católicos en su actuación política. De la naturaleza y del proceso de esa asimilación cultural se han dicho cosas que quiero resumirles aquí [42]:

A partir de la creación de los dos bloques en Europa, después de la segunda guerra mundial, la asimiliación del cristianismo y en particular de los católicos a las ideologías dominantes, va sufriendo diferentes transformaciones.

En la década del 50 y del 60 el catolicismo se americanizó. Ante la cruel persecución comunista, el mundo libre nos ofrecía por lo menos eso: la posibilidad de rendir culto y enseñar la doctrina a nuestros niños en libertad. Pero nos resultó difícil a los católicos distinguir entre el anticomunismo yanqui y nuestros propios sentimientos ante el régimen perseguidor. Se nos politizó fácilmente la mirada sobre el bloque comunista y muchos perdieron de vista la verdadera entidad del marxismo y a la vez la del capitalismo, porque, en realidad, ambos se oponían en el mismo orden de cosas.

Ya a fines de la década de los 60 y en la década de los 70, sin embargo, se infiltra en el catolicismo el marxismo: tercermundismo evangélico, teología de la revolución y teología marxista de la liberación. Nos aplican en América Latina las recetas de Antonio Gramsci.

Al llegar los 80, la ideologización asume la forma del humanitarismo: la Iglesia reducida a una forma más de una religiosidad vaga a la que se retorna tras las décadas de materialismo.

Hay algo que es común a este apoyar el hombro contra diversos postes. Todos estos ‘ismos’ tienen su origen, más o menos consciente, en la búsqueda [o la aceptación ingenua cuando nos es ofrecido] del apoyo del poder y en la creencia de que a su sombra se podría revitalizar la fe. En realidad se está renunciando al propio origen e identidad. Pero sobre todo se está ignorando el carácter mixto, en parte anticristiano y demoníaco, de los poderes mundanos.

Se trata de un fenómeno semejante al constantinismo del siglo IV, que, cuando buscaba el apoyo del Imperio, estaba ya desconfiando de la vitalidad inherente al hecho cristiano.

Ahora el objetivo ya no es corregir la fuerza de unas instituciones, pero sí el respaldo del poder hegemónico. No se entabla un franco diálogo con él desde la propia identidad sino que se acepta la disolución en sus categorías. En realidad, la historia de estos treinta años es, en gran parte, la historia de múltiples integrismos occidentalistas, que han ido cambiando su rostro. 

¿Qué es un integrismo? El integrismo se caracteriza por identificar la vitalidad de lo religioso con el poder. En el fondo, en confiar más en la acción política que en la fuerza de la propia identidad de fe generadora de cultura. 

Mientras eso sucede, el humus cristiano a fuerza de no alimentarse termina por desaparecer. Los valores tan traídos y llevados no han sido capaces de sostenerse por sí mismos y han dejado de ser mentalidad común espontánea.

La gran alianza de posguerra entre el mundo y las democracias cristianas ha esterilizado la fe y convertido los humanismos en vagas utopías. Pero se impone que pongamos término a nuestras reflexiones.

Quienes quieran seguir profundizando en la meditación de estos temas, e ir más allá de las recetas prácticas, podrían leer la que considero la obra más importante de los últimos tiempos en el catolicismo argentino y latinoamericano. Me refiero a «La Cultura Católica» de Fray Aníbal E. Fosbery O.P. [43].

Después que Antonio Gramsci, uno de los mayores y más inteligentes enemigos de la fe ha llegado a la conclusión de que la lucha contra los católicos, para ser eficaz, debe empezar en el terreno cultural, para que el camino político sea por fin eficaz, no podemos los católicos ser tan ciegos como para ignorar el consejo del enemigo. 

Más que por nuestra debilidad política deberíamos preocuparnos por nuestra debilidad cultural. Y más que por nuestra debilidad cultural, debería preocuparnos la debilidad de nuestra fe, que, como muestra Fosbery, es la fuente de la cultura católica.

La cultura católica no es un punto de partida sino un punto de llegada [44]. El punto de partida de la cultura católica a lo largo de toda la vida de la Iglesia, ha sido la fe y principalmente la fe celebrada en el culto. La fe, no como un instrumento para generar cultura, o para usar políticamente. Sino la fe, como lugar de reposo en el fin último.


Orientaciones prácticas 

Entonces ¿qué tenemos que hacer, hermanos?”. Es la pregunta de la que parte Fr. Aníbal Fosbery en su obra. Y es la pregunta con la que quiero introducir la conclusión de esta conferencia.

¿Qué hacer?

Siento que no tengo otras propuestas para hacerles que las que propuse recientemente al final de una conferencia tenida en Buenos Aires. No los considero consejos míos, sino invitaciones proféticas que el Señor me envía a predicar y hoy les llegan por mi intermedio: 

¿Qué hacer? En primer lugar: no temer. La civilización de la acedia es la que teme. Teme al Espíritu Santo, a los creyentes, a la comunión de Dios con los hombres. Sus raíces se nutren de los profundos terrores del príncipe de este mundo y de las tinieblas. Como dice Santiago: los demonios tiemblan. La civilización de la acedia no merece detenerse a contradecirla. Sí es necesario tenerla discernida y conocida para no sucumbir a sus engaños. Es una civilización profundamente infeliz y enemiga de la felicidad. Su Faraón es mentiroso y homicida desde el principio. Desde la Cruz, en adelante, la pasión de los que aman a Dios es su derrota. 

¿Qué hacer? En segundo lugar: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Allí está al mismo tiempo la felicidad y la derrota del pecado.

Bien dice San Juan: “No hay miedo en la caridad, la caridad perfecta exorciza el miedo” (1 Juan 4, 18). El gozo de la caridad, exorciza la acedia. El que ha asistido a un exorcismo y lo ha visto retorcerse de ira, de sufrimiento y de odio ante la alabanza o un canto de amor, sabe que Juan dice la verdad. La caridad ardiente es ella sola un poderoso exorcismo que destruye el dominio del espíritu de la acedia.

¿Qué hacer? Aspirar ardientemente al carisma mejor, al camino mejor. Desear intensamente el fervor de la caridad y pedirla, pues es un don. Nadie es culpable de no lograrla, sino de no pedirla. 

En este mundo frío: los tibios se congelan. Hemos de ser nosotros, los hijos de Dios los que lo encendamos y calentemos en el fuego del Espíritu Santo. Para eso fuimos engendrados en ese Espíritu, para eso fuimos llamados, para eso fuimos preservados. 

No hay otra dicha que la caridad, no hay otra desdicha que el pecado. Y ningún pecado más grave y más difícil de sanar que la tristeza opuesta al gozo de la caridad. Tristeza que anima a la Babilonia moderna y la incita contra el pueblo de Dios. El Príncipe de este mundo no lo juzga con mirada humana por las debilidades de la carne, sino que teme de él lo que puede ser por el poder divino.

Si queremos instaurar el Reino de Cristo, o construir la civilización de la caridad, que no es la de la filantropía, hemos de saber que el terreno no está vacío y que los que lo ocupan organizan la resistencia contra Jerusalén. Pero se nos manda no temer y se nos manda amar con todo nuestro ser. Si Dios está con nosotros ¿quién contra nosotros?

Los que van por el camino de la Caridad, que es la única que permanece después que pasa todo, prevalecerán: todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe.


La Reina de las Siete Espadas 

Hay una obrita poética de G. K. Chesterton que tradujo bajo seudónimo el Padre Castellani, de la que quiero citarles unos versos para terminar. En esta obrita, Chesterton presenta a siete caballeros de María: Santiago de España, San Dionisio de Francia, San Antonio de Italia, San Patricio de Irlanda, San Andrés de Escocia, San David de Gales y San Jorge de Inglaterra. Son siete campeones de la cristiandad que aparecen aquí solamente como tipos de las diferentes naciones, explica Chesterton, y no tienen coincidencia con los santos históricos que les dieron nombre, sino que desempeñan un rol de figuras de santidad legendaria. Cada uno de ellos habla de sus luchas. Y al final, todos acuden juntos a María lamentando sus derrotas:

Perdimos las tizonas en la batalla; y nos rompimos el corazón contra el mundoDesde que salimos de delante de ti, con el estandarte dorado ondeando en el vientoDesarmados, derrotados y dispersados vuelven ahora tus paladinesRetornan de la tierra de los dioses mudos. ¿También tú vas a quedarte muda? 
Se quedaron esperando. Minuto a minuto el susurro se ahuecaba de un horror de duda;Hasta que de pronto, una voz que sonaba lejana y apagada por la pena, como hablando consigo misma, les dijo:¿Es que no sabéis, vosotros, los que buscáis, dónde escondí yo todas las cosas?Lejos, como la última perdida batalla; vuestras espadas las tengo guardadas en mi corazón
Y pareció que las espadas caían, con un estruendo como el de los rayos cuando caen.Y los fantásticos caballeros se inclinaron para reunirse y ceñirse de nuevo para la pelea.Todo se volvió negro, sonó una trompeta, pero en este relámpago de negruraCon el ruido de las espadas caídas, me desperté: y el sol ya estaba alto”.

Siempre hay luz al final del camino de los que aman a Dios, porque para los que aman a Dios todas las cosas cooperan para el bien [45]. Y esa luz, no es otra cosa que el Corazón de Nuestra Madre, que guarda allí las obras del amor.


Oración 

Padre, engéndranos, en esta hora, y en cada hora; en este día, y en cada día. Queremos recibir el ser de Ti siempre y en cada momento aquí sobre la tierra; y en el cielo eternamente, para que podamos glorificarte como Tú lo mereces. Danos el ser, el ver, el oír, el pensar, el entender, el querer tu voluntad, el recordar tu caridad, el quererte sobre todas las cosas. Oh Tú Padre, fuente de caridad, de donde venimos y hacia donde vamos. Gozo nuestro y paz nuestra. Felicidad nuestra. Te adoramos, te alabamos, te bendecimos. No tenemos felicidad fuera de Ti. Darte gloria es la felicidad de tus hijos. No nos dejes caer en la tentación en esta civilización de la acedia en la que nos has colocado, que se entristece por nuestras alegrías. Líbranos del Malo. Que nada pueda su tristeza contra el gozo de tus hijos. Para que nada empañe tu gloria y la que le diste a tu Hijo Jesucristo. Amén.







Notas:

[1] Conferencia dictada en Rosario de Santa Fe, el 3 de agosto del 2000. Publicado como artículo: “La debilidad política de los católicos” en Gladius 18 (2000) nº 49, págs. 49-81.

[2] Y nuestra autora prosigue: “Un sujeto manipulado por los signos (lenguaje), a quien se lo propone formar desde la más tierna edad (Nivel Inicial) como un ser crítico, constructor de la realidad, quien, para crecer, debe cuestionar la realidad más cara a su ser y a sus afectos: su familia, la Patria, las tradiciones culturales, la Religión. Un ser despegado de todas esas realidades que son el sostén ontológico y existencial.
Una transformación educativa que instaura una guerra semántica, por la cual las palabras, los conceptos han sido vaciados de contenido esencial y cargados de una significación ideológica extraña a nuestro ser argentino. En la cual la familia, la persona, la identidad, los valores, el pensamiento, la creatividad, la trascendencia, la universalidad, han sido “resignificados” dentro del contexto materialista, ideológico, dialéctico, subjetivo, donde nada es duradero, firme, seguro, permanente, estable.
La triple relación del hombre (consigo mismo, con el mundo y con Dios) ha sido trocada por una horizontalidad asfixiante y utópica, que se resuelve en una interacción social estéril, en la que la hermandad, el amor, el sacrificio no tienen cabida ni fundamento. Sólo se postula la reverberación del resentimiento, en aras de una convivencia pacífica vana, si no se basa en la justicia” (Marta S. Siebert, “La transformación educativa argentina”, en: Gladius 13 (1997) Nº 39, págs. 135-189; nuestra cita en págs. 187-188).

[3] Publicado en Editorial Encuentro, Madrid 2001, 380 págs. Ha dado lugar a numerosos comentarios y a un debate aún en curso cuyos principales hitos pueden verse en http://ar.geocities.com/teologiasdeicidas y en http://ar.geocities.com/acedia2000; www.horaciobojorge.org  

[4] «En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia. Ensayo de teología pastoral», Ed. Lumen, Bs. As. 19992, pág. 114ss.

[5]  El Papa Juan Pablo II se refiere a las controversias conciliares entre progresistas y conservadores afirmando que son “controversias políticas y no religiosas a las que algunos han querido reducir el acontecimiento conciliar” (en: «Cruzando el Umbral de la Esperanza», Plaza y Janés, Barcelona 1994, pág. 168).

[6] Julio Meinvielle, «El Progresismo cristiano», Ed. Cruz y Fierro, Bs. As. 1983, nuestra cita en p. 188.

[7] CIC 675.

[8] CIC 676.

[9] Cf. Ap 13,8

[10] Cf. Ap 20, 7-10.

[11] Ap 21, 2-4; CIC 677.

[12] Isa 7, 9b.

[13] 1ª Jn 5, 4.

[14] “Mártires del siglo XX”, en: Diario Zenit, Jueves 4 mayo 2000.

[15] Véase el sagaz diagnóstico de Leonardo Castellani, en sus trabajos reunidos en el volumen, «La Reforma de la Enseñanza», Ed. Vórtice, Buenos Aires 1993.

[16] Josef Pieper, «El fin del tiempo», Herder, Barcelona 1998, p. 120.

[17] Ap 13, 10.

[18]  2 Tes 2, 4.

[19] 2 Cor 11, 14-15.

[20] Mt 13, 25. 39.

[21] Ef 6, 10-12.

[22]  2 Cor 12, 9.

[23] Alfredo Sáenz, «Antonio Gramsci y la revolución cultural», Ed. Gladius, Bs. As. 19975, pág 40. 

[24] Alfredo Sáenz, «El Nuevo Orden Mundial en el pensamiento de Fukuyama», Ed. Del Pórtico, Bs. As. 2000.

[25] Comm. In 2 Thes. Cap. 2, Lec. 2.

[26]  O.c. Lec. 1.

[27] Josef Pieper, «El fin del tiempo», Herder, Barcelona 1998, p. 125-126.

[28] Josef Pieper, O.c. p. 126.

[29] Josef Pieper, O.c. p. 141.

[30] Véase: Joaquín María Alonso, «Fátima ante la Esfinge. El mensaje escatológico de Tuy», Ed. Sol de Fátima, Madrid 1979.

[31] Aunque el término antiteo no sea usual, es, sin embargo necesario. Porque el ateísmo militante y perseguidor, es más que un agnosticismo, es positivamente opuesto a Dios, ya sea como idea ya sea como realidad. La partícula privativa a-teo no pinta suficientemente la positiva oposición combativa que expresa la preposición anti-teo.

[32] Véase el artículo de: Darío Composta, «El malestar de la Santa Sede frente a la democracia liberal» en Gladius 16 (1999) Nº 44, pp. 103-118 

[33] George Weigel, «Biografía de Juan Pablo II. Testigo de Esperanza». Ed. Plaza y Janés – Mondadori, Barcelona – Milán 19993, pp. 1052-1053.

[34] George Weigel, «Biografía de Juan Pablo II. Testigo de Esperanza». Ed. Plaza y Janés. Mondadori, Barcelona – Milán, 19993.

[35] Tomamos estos datos de: George Weigel, O.c., págs. 679ss.

[36] “La Iglesia sabe que ninguna realidad temporal se identifica con el Reino de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese Reino que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional, en la medida en que ésta, sobre todo ahora, condiciona a aquélla.[...] El Reino de Dios se hace, pues, presente ahora, sobre todo en la celebración del Sacramento de la Eucaristía [...] Quienes participamos en la Eucaristía estamos llamados a descubrir, mediante este sacramento, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo en favor del desarrollo y de la paz; y a recibir de él las energías para empeñarnos en ello cada vez más generosamente, a ejemplo de Cristo que en este Sacramento da la vida por sus amigos” (Sollicitudo Rei Socialis 49).

[37] Tomamos estos datos de: George Weigel, O.c., págs. 679ss.

[38] Carl Amery: «Die Kapitulation oder Deutscher Katholizismus heute. Nachwort von Heinrich Böll». Ed. Rohwolt, Hamburg 1963, cita en págs. 9-10. Hay trad. Castellana: «La Capitulación. El Catolicismo alemán hoy», Ed. Nova Terra, Barcelona 1966, cita en pág. 15.

[39] Véase: Massimo Borghesi, «Postmodernidad y Cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica?», Ed. Encuentro, Madrid 1997, el capítulo: “La Crisis del catolicismo político según Augusto del Noce”, pp. 121-140.

[40]  Massimo Borghesi, «Postmodernidad y Cristianismo…», p. 128-129.

[41] Massimo Borghesi en: «Postmodernidad y Cristianismo…», Ed. Encuentro, Madrid 1997, el capítulo: “La crisis del catolicismo político en A. del Noce”, nuestra cita en pp. 128-129.

[42] Sigo aquí, comentándolo libremente, el pensamiento de Fernando de Haro, en su Introducción a la obra de Massimo Borghesi, «Postmodernidad y Cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica?», Ed. Encuentro, Madrid 1997, ver pp. 20-21.

[43] Ed. Tierra Media, Buenos Aires, 1999, 736 págs.

[44] A. Fosbery, O.c. p. 716.

[45] Romanos 8, 28.





Fuentes:





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