lunes, 2 de marzo de 2015

Josef Pieper, la Belleza y la Poesía - Jorge N. Ferro

Josef Pieper, la Belleza y la Poesía
Dr. Jorge N. Ferro


Intentaremos aquí una aproximación a la obra de Josef Pieper desde las letras, de modo que, escudados alegremente en esto, nos tomaremos una serie de licencias que los severísimos filósofos sabrán disculpar y tolerar.

Y la primer cosa que salta a la vista, para un lector ingenuo, en cuanto a Pieper y su relación con la belleza, es que ésta se halla presente en su propio estilo, en su misma obra en cuanto tal. Hay una preocupación por que se cumpla aquella sentencia de “el esplendor de la verdad”: él presenta la verdad bella y claramente, y hace alusión y recurre a los grandes textos poéticos, constantemente. Para poner un solo ejemplo, en su tratado sobre la Prudencia va a tomar un texto de Paul Claudel, de la quinta de sus «Cinco Grandes Odas», y cita aquel pasaje donde el poeta dice: “la prudencia es al norte de mi alma como la proa inteligente que conduce todo el navío” [1]. Es decir, comprobamos fácilmente esta constante recurrencia a los textos poéticos y el gusto porque resplandezca la verdad que está presentando, porque resplandezca estilísticamente esta verdad.

Y esto en un tiempo en el que en los estudios de humanidades en general predomina muchas veces un lenguaje oscuro, deliberadamente oscuro. Sobre lo cual Pieper tiene palabras duras; no dejará de denunciar este fenómeno. Por ejemplo, en su «Defensa de la Filosofía», donde dice entre otras cosas: [...] “la dificultad de leer un libro filosófico depende con frecuencia, como todo el mundo sabe, únicamente de abuso del lenguaje, de modo que lo que pone obstáculos es el lenguaje y nada más que el lenguaje” [2].

Es decir que el lenguaje, que tendría que ser el ámbito de patencia de la verdad, translúcido, se convierte en una realidad opaca, que aleja de las cosas. Se referirá también Pieper a esa “terminología individual arbitraria” [3] que tiene tanta vigencia en numerosos contemporáneos nuestros que se dedican a las humanidades. Y el texto este de Pieper sobre la oscuridad deliberada nos trae a la memoria otro de un autor indudablemente menor, en un libro bastante cuestionable en muchos aspectos, pero que plantea esto casi en los mismos términos. Nos referimos a J. F. Revel, en su libro «El conocimiento inútil». Hablando de las modas intelectuales de nuestro tiempo, sostiene Revel que es elemento esencial a una moda intelectual el hecho de sustituir “las dificultades reales de la investigación científica”, es decir las dificultades que presenta el objeto estudiado, “por las dificultades artificiales de un estilo oscuro, precioso y pedante, que procura a sus lectores y a sus auditores, al mismo tiempo, la ilusión de hacer un esfuerzo y la satisfacción de creerse iniciados en un pensamiento particularmente arduo” [4]. O sea que hay una facilidad de hecho y una dificultad aparente; hay un vocabulario “iniciático’, dice, y un “elitismo de masas”.

Pieper tiene, para el lector no “profesional” de la filosofía, la enorme caridad y la cortesía de la claridad. Y su lectura produce placer. Ahora bien, en esto coincide con los grandes autores patrísticos y medievales, como señala muy bien Henri de Lubac en su obra «Exégèse Médiévale», de la cual me permito también traducir un parrafito. Dice de Lubac:

“En la época patrística, la doctrina más profunda, rica y sólida se expresa como al azar de las circunstancias, casi siempre sin didactismo, sin esa necesidad de sistematización verbal y de clasificación ne varietur que son generalmente obra de epígonos, que responden sin duda a una necesidad, pero en lo que no se debe ver siempre un progreso del pensamiento. ‘El que se preocupa por la verdad’, decía Orígenes, ‘no se embaraza en cuestiones de vocablos’. Y aun: ‘No hay que tener la superstición de los nombres, siempre que se sepa mirar las cosas’. Igualmente, Clemente de Alejandría: ‘A mi parecer, es preciso que el buscador de la verdad encuentre sus expresiones sin premeditarlas ni inquietarse; que se esfuerce solamente por nombrar como pueda lo que quiere decir; pues las cosas escapan a quien se adhiere demasiado a las palabras y les consagra demasiado tiempo’.Con su superior buen sentido, Santo Tomás será de esta opinión: cuando el fondo de las cosas es claro, estimará vana toda controversia verbal. Lo repetirá con una insistencia que no es quizá superflua en ninguna época: ‘Sapientis est non curare de nominibus’ (I Sent., d.3, q.I, a.I; Prima, q.54, a.4, ad 2m.)” [5].

Imposible no recordar a Pieper releyendo estos textos. Amor a las cosas mismas: que el lenguaje nos lleve a ellas, nos las muestre, nos las aclare.

Esta actitud constante de Pieper revela un amor por la belleza y una connaturalidad con los poetas; es decir, él, de hecho, presta atención a este tema. Pero esta primera aproximación no es más que un indicio que tiene el lector no profesional para descubrir la apertura de Pieper constante al acto poético y su vocación a lo bello. Con lo que no quisiéramos entrar en la espinosa cuestión de si la belleza es o no un trascendental, el pulchrum, que pareciera que para algunos autores sí lo es y para otros se podría reducir al verum y al bonum; pero lo cierto, sin entrar en ese tecnicismo, es que podríamos decir con Gustave Thibon (en «Nuestra mirada ciega ante la luz») lo siguiente: [...] “más allá de cierta altura los universales se unifican: una virtud muy alta aparece siempre radiante de belleza y una obra maestra de arte eleva no solamente los espíritus, sino las almas. Los caracteres más nobles tienen una concepción estética de la moral: el bien es para ellos un objeto de contemplación a la vez que de acción: es una acción que se puede contemplar. En cuanto al mal, lo evitan no tanto por el perjuicio que les puede ocasionar sino porque su fealdad les resulta intolerable” [6].

Creemos que también Pieper hubiera estado de acuerdo con este texto. Porque él va a marcar constantemente a lo largo de sus obras rasgos comunes en la actitud del filósofo y la del poeta. Ambos perciben desde distinta ladera las cosas mismas, y como tan bien dice Edgar de Bruyne en «La estética de la Edad Media», el simbolismo -que es lo propio del poeta, el poeta es aquel que capta el sentido simbólico de la realidad- “no es otra cosa que la expresión estética de la participación ontológica” [7].

Pieper va a ocuparse reiteradas veces de esta conexión profunda entre la actitud del filósofo y la del poeta. Porque obviamente va a hacer pie en el dicho aristotélico retomado por Santo Tomás que recordaba que el motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es que los dos tienen que vérselas con lo maravilloso. Ambos están fuera de esa atmósfera oprimente del “mundo totalitario del trabajo”. También, por supuesto, el acto religioso. Entre estos existe esta profundísima afinidad. Dice Pieper en «El Ocio y la Vida Intelectual»: “El acto filosófico no es la única forma de dar este ‘paso más allá’ [del mundo totalitario del trabajo]. La voz de la poesía, de la verdadera creación literaria, no es menos inconmensurable con el mundo del trabajo que la pregunta del filósofo” [8]. Y dice también Pieper que cuando lo religioso o lo filosófico no encuentran posibilidad de manifestarse sufre la misma suerte lo poético. “Donde lo religioso no puede crecer, donde no hay lugar para la creación y contemplación artísticas, donde la conmoción por el eros y la muerte pierde su profundidad y se banaliza, ahí tampoco florecen el filosofar y la filosofía” [9].

Ambos pues, el poeta y el filósofo, van a partir de una actitud fundamental común que es el asombro. El asombro es el inicio del filosofar, dice Pieper repitiendo a los clásicos, y también es el inicio de la poesía.

Pero el asombro no significa el choque brutal de lo desusado, de lo desacostumbrado. Lo propio del espíritu es asombrarse aun frente a lo que nos es habitual, a lo que nos es familiar, porque se lo percibe bajo una nueva luz. No es el choque brutal que necesita la sensibilidad de tantos contemporáneos nuestros para conmoverse, sino es una actitud dócil y atenta frente a lo real, que en cuanto real nos aparece como maravilloso. Va a decir Pieper también en «El Ocio...»: “Quien necesita de lo desusado para caer en el asombro demuestra precisamente con ello que ha perdido la capacidad de responder adecuadamente a lo admirable del ser” [10]. Se le escapa lo mirandum. “La necesidad de lo que causa sensación, incluso cuando gusta presentarse bajo la máscara de la bohemia, es señal inequívoca de haber perdido la verdadera capacidad de asombro, y precisamente por ello, señal también de una humanidad aburguesada” [11]. Va a señalar que tanto la poesía como la filosofía constituyen actitudes ‘antiburguesas’, con todos los riesgos que se pueden correr por el abuso de una palabra que ha sido manoseada hasta el cansancio; pero no obstante Pieper lo va a decir explícitamente. “En este su comenzar por el asombro se patentiza el esencial carácter antiburgués, por así decir, de la filosofía [y de la poesía, decimos nosotros con él], ya que el asombro es algo antiburgués (si se nos permite utilizar por un momento y con la conciencia no del todo tranquila este término en exceso manoseado). Pues ¿qué significa aburguesamiento en sentido espiritual? Ante todo, que uno tome el mundo próximo determinado por los fines vitales inmediatos como algo tan compacto y definitivo que las cosas con que nos encontramos no pueden ya transparentarse; no hay ni vislumbre del mundo más amplio, profundo y genuino, al primer momento ‘invisible’, de las esencias; no se da, no se muestra más lo asombroso, el hombre ya no es capaz de asombrarse. La sensibilidad burguesa embotada lo encuentra todo evidente, comprensible por sí mismo” [12].

Tanto el poeta como el filósofo escapan de este embotamiento de la capacidad de asombro. Y escapan siempre en un mismo sentido, y unidos por afinidades profundas, como va también a decir en «Defensa de la Filosofía»: “Es posible que aquí le venga a uno al pensamiento la vieja idea de la afinidad entre filosofía y poesía. De hecho, incluso pensadores tan poco románticos como Aristóteles y Santo Tomás hablaron ya de tal afinidad” [13]. Y vuelve a repetir el que ambas tienen que ver con lo maravilloso, con lo mirandum. “En efecto, es obvio que, según tal idea, es en el objeto en lo que convienen la filosofía y la poesía, pues ambas dirigen la mirada -contrariamente a la inteligencia práctica de todos los días- al campo de lo sorprendente y asombroso, que se divisa en su inmensidad tras lo presuntamente obvio y hasta en medio de ello. No encubrir con palabras este fondo insondable del mundo, sino hacerlo precisamente hablar y ponerlo ante los ojos es lo que constituye el quehacer que precisamente esto impone al lenguaje tanto del filósofo como del poeta. Aunque no por ello se suprime en modo alguno la diferencia; el modo de la filosofía -a diferencia del de la poesía- no consiste en hacer presente algo mediante figuración sensible (sonido, ritmo, acontecer, figura), sino en apresar la realidad en conceptos que no hablan a la imaginación. Como ya hemos dicho, la dificultad específica de lenguaje de la filosofía reside precisamente en que la inconcebible incomprensibilidad del ser se exprese, no obstante, claramente en forma conceptual” [14].

Aquí tendríamos la distinción entre el poeta y el filósofo. El filósofo prescinde, en cuanto tal, en cuanto filósofo, de la imaginación. Nosotros sabemos, con Santo Tomás, que el que actúa siempre es el hombre, no el filósofo, ni el poeta; así como que ni la inteligencia conoce, ni la voluntad quiere, sino que quiere el hombre, conoce el hombre; y habla el hombre. Pero la distinción ayuda. El filósofo, en cuanto tal, prescinde de la imaginación y busca la precisión del concepto. Mientras que el poeta, por otro lado, lo que busca es la evocación. Vale decir que la palabra poética no simplemente denota, refiere a una cosa, sino que suscita una cantidad de ecos, misteriosos, y afectivos, en el que la recibe. No apunta solamente a su inteligencia, sino que pone en movimiento otra cantidad de mecanismos espirituales. Alusiones, evocaciones; lo propio del poeta es evocar, aludir, de modo oblicuo, generalmente, a una realidad; de modo metafórico, o simbólico.

Y Pieper tampoco se va a encantar fácilmente con cualquier poesía. Va a exigir a la poesía la misma nota de desinteresada contemplación que exige al acto filosófico. En un precioso ensayito sobre la contemplación terrena, incluido en «La fe ante el reto de la cultura contemporánea», va a hablar de que así como la filosofía auténtica surge del ocio, de la contemplación desinteresada, lo mismo vale para la poesía. El origen es el mismo. Y va a decir: “… de contemplación del mundo creado se alimenta inagotablemente toda verdadera poesía, y todo arte real, cuya esencia es alabar, ensalzar, por encima de toda queja. Y nadie que no sea capaz de esta contemplación puede captar la poesía poéticamente, esto es, del único modo posible. El carácter imprescindible de las artes cultivadas en el ocio, su necesidad vital para los hombres, reside sobre todo en que, por medio de ellas, se mantiene y no se olvida la contemplación de lo creado” [15]. Porque si no estaríamos no ya frente a un acto poético sino frente a un acto, va a decir Pieper, de “manipulación”.

El lenguaje tiene también su propia capacidad de corrupción, y así como el sofista es una suerte de parodia o remedo del filósofo, también hay una parodia o remedo del poeta, que es aquel hombre que va a usar el lenguaje no para celebrar lo existente, sin el tono del poeta que lo canta, que agradece, se complace y se goza en la cosa, sino aquel que usa el lenguaje con una finalidad subalterna, para imponer su dominio sobre la realidad o sobre las personas, para mover a las personas a comportarse en la manera por él deseada. Todo lenguaje que no fuera en este sentido auténtica poesía, que no estuviera en la línea de la auténtica poesía, estaría en la línea de la manipulación, de la adulación.

Y va a decir Pieper también, en un trabajo magnífico incluido en el mismo volumen, “Abuso de poder, abuso de lenguaje”, que este gozarse en la pura maestría de la forma y este gusto por sorprender muchas veces puede encubrir una actitud manipuladora. Dice:

“Tampoco aquí es un criterio la maestría de la forma. Al igual que los sofistas. También una manifestación filosófica e incluso, no se olvide, teológica, que viva por ejemplo del efecto de sorprender (y se aprovechen así del general aburrimiento intelectual), también ‘Filosofía’, ‘Teología’ y ‘Ciencias del espíritu’ pueden ser, igual que una obra de ‘Literatura’ pretenciosa en la forma, mero ‘entretenimiento’, una, digamos, forma extremadamente sublime de adulación, de decir lo que a uno le agrada, y todo ello en función del éxito, entendiendo por tal no necesariamente las cifras de tirada o los derechos de autor sino cualquier forma de ‘prosperar’, desde el aplauso de las masas hasta la admiración esotérica de los happy few” [16].

Es decir, la poesía conlleva también en sí misma el peligro de su corrupción, de su distorsión hacia una actitud manipuladora, interesada, y reprobable.

Ahora bien, hasta acá nosotros hemos visto dos puntos, diríamos así. El primero, Pieper en su propia obra tiene una voluntad deliberada de claridad y de cierta belleza, una belleza austera, por cierto, pero belleza al fin. Por otro lado, ha llamado la atención sobre la profunda afinidad que existe entre el acto del poeta y el acto del filósofo. Ambos parten del asombro y ambos concluyen en un asentimiento gozoso y enamorado de lo real. Pero hay algo más, tal vez, y muy de destacar, en Pieper. Y es su actitud respetuosa frente a aquello comunicado bajo forma poética. Respetuosa y diríamos, más aún, que lo toma como dato fundamental y de lo cual el filósofo no puede prescindir. Pareciera que no hay algo así como una filosofía “químicamente” pura. Poesía “pura”, en este sentido, tampoco la hay, ciertamente. Es un experimento, un experimento de jugar con las palabras, es un interesante juego sobre el límite...

Pero vemos que Pieper va a aceptar, para su discurrir, con la ratio, algunos datos entrevistos en momentos de intellectus, digamos así, y esto se le va a presentar como vertido en forma poética, revestido en palabra literaria. Y es lo que va a llamar en buena parte el “mito”. Ese mito que traían los antiguos. En un librito que creo que fue de los últimos suyos que pudimos leer los hispanohablantes, «Sobre los mitos platónicos» [17], dedicado a Romano Guardini en su 80º aniversario, en este librito Pieper va a protestar contra el exceso de afán sistematizador, que va a encarnar en Hegel, quien va a decir algo así como que la única forma de acceder a la verdad sería un sistema científico también “químicamente puro”. Contra esto, Pieper va a sostener que las grandes cosas, las últimas cosas, no se nos dan en forma de tratado sistemático, sino bajo ropaje poético. Todo el tema de las ultimidades, por ejemplo, tanto los orígenes como las profecías sobre el final, el Génesis y el Apocalipsis, no se nos dan en forma de tratado sistemático sino en forma de visión poética, de símbolo, de mito, va a decir Pieper. Y, cuando alguien le preguntaba algo a Nuestro Señor, muy frecuentemente contestaba Éste con un relato, contestaba bajo forma literaria. Así se preguntará Pieper:

“Pero ¿es realmente cierto que la frase ‘dogmática’ y con conceptos generales, sea sin más la única forma plena de posesión de la verdad? A la pregunta de ‘¿Quién es mi prójimo?’ sin duda que se puede responder con una definición; pero con toda razón me parece también que puede ponerse en duda que tal definición sea una respuesta más objetiva ni más verdadera que la historia con que responde el Libro santo de la cristiandad y que empieza con las palabras: ‘Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones’. ¿No podría ocurrir además que la realidad con verdadero alcance para el hombre no posea la estructura del ‘contenido objetivo’ sino más bien la del suceso, y que en consecuencia no se pueda captar adecuadamente justo en una tesis sino en una práxeos mímesis, en la ‘imitación de una acción’, para decirlo con el lenguaje de Aristóteles, o lo que es lo mismo, en una ‘historia’?” [18].

Ciertamente que de la palabra mito, el propio Guardini ha dicho: “Esta palabra es una de aquellas que en los últimos años han sido llevadas a empujones por todas las calles” [19]. Con lo cual ya no quiere decir casi nada. Pero en el sentido estricto en que usará aquí Pieper el término, echa mucha luz sobre todo esto. No se le escapa a Pieper el problema de la corrupción, las limitaciones del mito, tal como se ha dado. Restos de una tradición primordial. C. S. Lewis, en su novela «Perelandra», dice que cuando su protagonista contempla ese mundo de alguna manera “esencial”, entendió entonces lo que era el mito: “destellos de una fuerza y belleza celestiales caídos en una selva de imbecilidad y porquería” [20]. Un poco fuerte esta última expresión, pero muy clara para señalar que en el mito auténtico hay algo de verdad oculto, y todos sus defectos, falsedades y distorsiones están, diríamos, ex parte subiecti. Lo que se recibe se recibe a la manera del recipiente, y está en la trasmisión y en la formulación humana, con un lenguaje insuficiente, todo lo que tiene de defectuoso. O la imagen del foco, que también usa Lewis: el mito es una verdad “fuera de foco”, con contornos borrosos y desdibujados, apenas entrevista. Son restos de una revelación primitiva que se han ido deformando. Pieper señala esto:

[...] “todo lo mítico es fragmentario por su misma naturaleza. Las grandes tradiciones míticas son a su vez simples piezas parciales de una tradición, que en su conjunto no está al alcance de Platón, no lo está ya o no lo está todavía” [21].

¿Por qué no lo está ya? Porque esa revelación ha sufrido sucesivas deturpaciones. ¿Por qué no lo está todavía? Porque todavía no tiene el dato cristiano. Y Platón, dice Pieper, no pudo restaurar la totalidad del mito. Arriesga Pieper, jugándose con su opinión:

“Mi opinión personal es que Platón no estuvo precisamente en condiciones de llevar a cabo esa empresa. En el conjunto total de la tradición mítica que de hecho llegó hasta él no le fue realmente posible distinguir y separar lo verdadero de lo falso, el núcleo de la cáscara, lo esencial de lo accesorio. El pensamiento precristiano tropezó aquí con una frontera que no pudo superar” [22].

Pero insiste Pieper en esto ahora:

“La única forma que nosotros tenemos de aprehender no sólo el futuro de las ‘últimas cosas’ -que escapa a la experiencia- así como el origen, igualmente ajeno a la experiencia, del mundo y del propio hombre, es la información que no es resultado ni de la experiencia ni del pensamiento, pero que sí puede exponer y aclarar de una manera única lo experimentado y pensado” [23].

Parece entonces que no podemos prescindir de este dato revestido de ropaje literario. Y más bien dice él que hay una zona gris sobre lo filosófico “químicamente puro”. Sostiene Pieper que el límite no es tan claro, no es tan tajante. Incluso dice que esto habría que corregirlo:

[...] “es preciso corregir la representación habitual que separa demasiado tajantemente entre una conceptualidad filosófica y una verdad mítica. Platón en cualquier caso ha entendido la incorporación de la tradición sagrada del mito como un elemento y hasta quizá como el acto supremo del quehacer filosófico. Tanto en el Gorgias como en la República el mito escatológico se emplea como el argumento supremo y decisivo, después que la pura especulación racional ha llegado hasta su límite propio” [24].

Para Pieper, entonces, el filósofo no puede simplemente desentenderse de este dato. Esto valdría por supuesto para el dato revelado, pero se refiere ahora al dato heredado, esas cosas que decían “los antiguos”, sobre las que ha escrito unos pasajes magníficos, sobre todo en «Entusiasmo y delirio divino» [25]. Esos “antiguos” no lo son tales simplemente en un sentido cronológico, sino en uno más profundo; son aquellos hombres que contemplaron algo más de la verdad que nosotros y que nos lo trasmitieron; y esos dichos de los antiguos, que a nosotros nos llegan por tradición, tienen que ser por lo menos tomados muy en serio, y considerados detenidamente por nosotros. Termina Pieper su librito sobre los mitos platónicos hablando de este tema de lo que dijeron “los antiguos”:

“A este fundamento apunta uno de los conceptos más aclimatados en la teología cristiana desde los tiempos más antiguos: el que explica y exalta la concepción platónica como un conocimiento derivado de fuente divina. Me estoy refiriendo al concepto de ‘revelación primitiva’. En un intento por expresar su contenido en la formulación más escueta podrían señalarse los principios siguientes: al comienzo de la historia humana está el hecho de una comunicación divina propiamente dicha dirigida al hombre. Lo que en ella se trasmitía ha entrado en la tradición sagrada de todos los pueblos, es decir, en sus mitos y en ellos se ha conservado y está presente -de una manera segura aunque desfigurado, exagerado y con mucha frecuencia convirtiéndose en algo casi irreconocible-. Esa verdad indestructible de la tradición mítica procede según ello del mismo Logos que se hizo hombre en Cristo; sólo la luz de ese Logos, que ha entrado en la historia humana, hace posible algo que necesariamente superaba las fuerzas del pensamiento precristiano, a saber: la clara separación entre lo verdadero y lo falso dentro del estado real de cosas de la tradición, así como el discernimiento del ‘mito verdadero’ de entre la ganga de lo secundario e incongruente” [26].

Y sostiene Pieper igualmente que nosotros también de alguna manera “participamos del conocimiento de la verdad que procede de una fuente divina únicamente ‘del oído’, ex akoes, en virtud de lo escuchado, no por propia experiencia ni reflexión, no por la propia verificación de los hechos, sino única y exclusivamente a la manera de la fe” [27].

Y  afirma también... “y sobre todo, ni siquiera al espíritu más evolucionado le ha sido concedido expresar esa verdad como una tesis de conceptos universales; más bien ha adoptado incesantemente la forma de una historia, que es preciso contar. La razón de esto se encuentra en que -para usar el lenguaje de Lessing- no se trata expresamente de ‘verdades de razón necesaria’, que puedan derivarse de unos principios abstractos, sino de unos sucesos y actuaciones que proceden de la libertad, tanto de la libertad de Dios como de la libertad del hombre. En este punto no hay ninguna diferencia entre las informaciones en que creen los cristianos y los mitos narrados por Platón. Unas y otras tienen en común el que su objeto no es un estado de cosas, sino una historia que se desarrolla en el límite entre lo divino y lo humano” [28].

Es decir que el dato poético para Pieper está en el inicio, también, de la consideración de la realidad que tiene que hacer el hombre -no diremos el filósofo, pero sí el hombre. El hombre contempla la realidad y parte del dato de esta realidad son los dichos de los poetas, vehículos para verdades altas, definitivas y que no son susceptibles de ser dichas de otro modo.





Notas: 
[1] «Prudencia», incluido en Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1976, p.57, nota 5.
[2] Defensa de la Filosofía, Barcelona, Herder, 1970, p. 114.
[3] Defensa..., p. 115.
[4] REVEL, Jean-François, El conocimiento inútil, Barcelona, Planeta, 1989, p. 332.
[5] DE LUBAC, Henri, Exégèse Médiévale. Les quatre sens de l'Ecriture, II, Paris, Aubier, 1959, pp. 417-418.
[6] SAENZ, Alfredo. El icono. Esplendor de lo sagrado, Bs.As., Gladius, 1991, p. 15.
[7] DE BRUYNE, Edgar, La estética de la Edad Media, Madrid, Visor, p. 98.
[8] El Ocio y la Vida Intelectual, Madrid, Rialp. 1962, p. 85.
[9] El Ocio..., p. 87.
[10] El Ocio..., p. 129.
[11] Ibid.
[12] El Ocio..., pp. 127-128.
[13] Defensa de la Filosofía, p. 116.
[14] Defensa..., pp. 116-117.
[15] «Contemplación terrenal», en La fe ante el reto de la cultura contemporánea, Madrid, Rialp, 1980, p. 147.
[16] «Abuso de poder, abuso de lenguaje», en La fe ante el reto de la cultura contemporánea, p. 227.
[17] Barcelona, Herder, 1984.
[18] Sobre los mitos platónicos, pp. 14-15.
[19] El mesianismo en el mito, la revelación y la política, Madrid, Rialp, 1956, pp. 80-81.
[20] Perelandra, London, The Bodley Head, 1977, pp. 231-232.
[21] Sobre los mitos platónicos, p. 30.
[22] Sobre los mitos..., p. 31.
[23] Sobre los mitos..., p. 43.
[24] Sobre los mitos..., p. 67.
[25] Madrid, Rialp, 1965.
[26] Sobre los mitos..., pp. 74-75.
[27] Sobre los mitos..., p. 75.
[28] Ibid.



Fuente: Revista Gladius Nº 36,
Año 1996, págs. 65-73.





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