sábado, 17 de julio de 2021

Un Jubileo Significativo: la Virgen de la Victoria de Lepanto [Incluye Video] - Mons. Juan Antonio Reig Plá

Un Jubileo Significativo: la Virgen de la Victoria de Lepanto
[Incluye Video]
Mons. Juan Antonio Reig Plá


Reproducimos a continuación un extracto -elaborado por el Centro Pieper- de la Carta Pastoral del Obispo de Alcalá de Henares (España), titulada “Para gestar nuevos cristianos «Monstra te esse Matrem»”, publicada en Septiembre del 2020. ¡Cualquier parecido con nuestra Argentina NO ES pura coincidencia!


1. A modo de introducción

Desde mi más tierna infancia fui educado por mis padres, por mis maestros y por la tradición de mi pueblo (Cocentaina, Alicante) en un amor grande a la Santísima Virgen María con la advocación de Virgen del Milagro (la Mare de Deu). Era costumbre entre mis paisanos visitar diariamente el Santuario de la Virgen, invocarla en cualquier ocasión, particularmente en los momentos decisivos de la vida, y celebrarla juntos como Madre con verdadera alegría y entusiasmo. En aquellos momentos a nadie extrañaba que a los seis años ya supiera rezar el Santo Rosario con las letanías en latín. 

Recién nacido fui consagrado a la Virgen y Ella me ha acompañado como buena Madre a lo largo de toda mi vida. Para mí la piedad mariana ha sido algo connatural y Ella ha sido siempre mi intercesora y mi punto de referencia en la fe. Por eso al tener que escoger un lema para mi episcopado no pude menos que recurrir al himno Ave maris stella (Salve, estrella del mar) en el que se dice en una de las estrofas Monstra te esse matrem (Muestra que eres Madre).

Fui ordenado sacerdote a los veinticuatro años y en mi primer nombramiento fui enviado como coadjutor a la parroquia de San Juan Bautista de Manises, ciudad cercana a Valencia. Cuando celebraba la Santa Misa la Iglesia estaba llena de niños, jóvenes, matrimonios y adultos. Cualquier acto que se organizaba en la parroquia era multitudinario, todavía en 1971. Estuve sólo dos años, el tiempo suficiente para visitar a todas las familias en sus casas. Inmediatamente comprendí que el gran punto de apoyo para la transmisión de la fe y la custodia de la tradición católica era la familia.

Mirado desde fuera todas estas piezas estaban en su sitio, pero de frente venía un vendaval arrollador del que había que defenderse y contrarrestar con propuestas concretas que siguieran un proceso continuado y que respondieran a las exigencias concretas de su vida.

En aquel momento, en España, se juntó el llamado postconcilio con el cambio de régimen donde se propició una actitud de aceptar todo lo “nuevo” por ser nuevo sin pararse a distinguir entre lo “bueno”, lo “menos bueno” y lo pernicioso o “malo”. Tan sólo estuve en Manises dos años, siendo trasladado a Roma para ampliar estudios y procurar el Doctorado en Teología Moral.


2. Un Diagnóstico desde el Postconcilio a nuestros días

En Roma encontré un ambiente en ebullición. Eran los años del postconcilio y del disenso respecto a la Carta Encíclica del Papa San Pablo VI, Humanae vitae, referida al amor conyugal y a la procreación. Si el ambiente romano era confuso, en España se estaba operando una “deconstrucción” de la cultura cristiana galopante, fundamentalmente en la universidad y en algunos medios de comunicación. El ambiente de novedad, de disenso en algunos casos y de secularización penetró en el interior de la Iglesia, de tal modo que a mi regreso de Roma el ambiente que noté era ya muy distinto del que conocí en 1971. Pocos años fueron suficientes para ir desmoronando un edificio (la propia Iglesia católica) que se mostraba compacto y, a su modo, fecundo.

A lo largo de todo este tiempo el Señor me ha concedido ser testigo privilegiado de cuanto sucedía en España respecto a los temas de la dignidad de la vida humana y los referidos a los ámbitos del matrimonio y de la familia. El afán demoledor de la cultura cristiana respecto a estos temas en España ha sido y es tremendo. España, sin lugar a dudas, ha sido un campo a conquistar respecto a la secularización y un laboratorio donde ensayar toda la deconstrucción antropológica, la ideología de género, su derivación en la teoría “queer”, etc., que después se ha transportado a Hispanoamérica. Todo ello, a la vez, hay que situarlo en un sistema global diseñado como ingeniería social y que tiene como objetivo la exaltación de la autonomía radical del individuo, la promoción de la libertad como posibilidad de todas las posibilidades y la afirmación de los propios deseos y sentimientos como nuevos derechos humanos.

El itinerario ha sido el siguiente: favorecer al máximo el secularismo en la cultura, la vida social y al interior de la Iglesia. Con este secularismo lo que se busca es prescindir de Dios y hacerlo irrelevante para la vida personal, familiar, social y política. Si los principios de la moral católica dejan de estar fundamentados en Dios creador y en la revelación divina, la enseñanza de la Iglesia y su doctrina pasan a ser opinables, ya no están garantizadas por la autoridad divina. Siendo esto así, los generadores de opinión de masas han visto el campo abierto para su trabajo de ingeniería social destinado a cambiar la mente y las costumbres de los españoles. De lo que se trataba era de demoler una sociedad homogénea de tradición católica para convertirla en una sociedad multicultural, pluriétnica y dominada por el relativismo moral. Para ello los medios de comunicación social y de masas han conseguido ideologizar las mentes y atravesar el alma de los españoles, destruyendo su patrimonio espiritual acumulado por siglos de tradición católica de nuestro pueblo.


3. Cambio Social, Político y Eclesial

Para lograr estos fines, los objetivos se han ido sucediendo en nombre de una libertad destructora de la misma libertad: los ataques a la vida humana naciente o terminal, la disolución del matrimonio, la deconstrucción de la familia, una determinada “liberación de la mujer” y su empoderamiento; la deconstrucción de la unidad cuerpo-espíritu con la ideología de género, etc. Todo ello ha sido primero propuesto como “nueva cultura” y después ha sido plasmado en las leyes adquiriendo la relevancia de una determinada justicia.

Los caminos para demoler el alma humana son también conocidos: se comenzó con la presencia creciente de la drogadicción, la pornografía invasiva, el desarraigo de los jóvenes de sus familias con la “movida” y la creación de ámbitos propios para los jóvenes (en la música, ocio nocturno, introducción de las redes sociales, la navegación en internet etc.); la promiscuidad sexual en las leyes y en las costumbres lejos de la vocación al amor fiel y desprestigiando las virtudes, en especial la castidad. Se trataba de ser introducidos en una sociedad “libre”, sin censuras ni limitaciones a los sentimientos, a las emociones o deseos. Había que salir como sea, se decía, del atraso cultural y de la tutela de la Iglesia y de su dominio educativo de las conciencias.

Todas las instituciones de la Iglesia católica en España fueron tentadas con estas propuestas y lograron penetrar en los ámbitos de la enseñanza e incluso en los proyectos pastorales referidos a la vida conyugal y familiar, así como a la consideración de la dignidad de la vida humana y su defensa. Es justo decir, sin embargo, que la Conferencia Episcopal Española siguió de cerca todos los cambios que se promovían y elaboró criterios para orientar a los fieles con las enseñanzas del magisterio del Papa Juan Pablo II y de Benedicto VI. Sus documentos, en cambio, eran poco divulgados y no llegaban a penetrar en el tejido eclesial que de distintas maneras no era del todo consciente de la avalancha de medios que se estaban utilizando para promover el cambio social y el diseño de una sociedad que del relativismo moral está transitando al nihilismo.

Si en el momento del Concilio Vaticano II la organización eclesial por excelencia era la Acción Católica y la red de centros de enseñanza promovidos por los religiosos y las mismas Diócesis, todo también se vio afectado por el cambio social y político que se estaba promoviendo en España. La crisis de los movimientos de Acción Católica fue larga y compleja, llegando a ser minoritaria y precisando de una refundación como se ha venido procurando lentamente. El catolicismo social, con la presencia de los partidos políticos y los sindicatos, con el tiempo se ha ido disolviendo y sólo pueden contemplarse pequeños restos de un naufragio en el que han ido desapareciendo los pilares en los que se asentaba la tradición católica y la inspiración cristiana en el campo de la empresa y del trabajo. Tampoco las universidades promovidas por la Iglesia, por las congregaciones religiosas o por los laicos católicos han logrado hasta el momento generar un pensamiento crítico capaz de afrontar las ideologías hegemónicas y preponderantes en España.


4. Crisis de Fe y Ausencia de Pensamiento Crítico

A través de estas pinceladas quiero poner de manifiesto que con todos estos avatares se iba perdiendo la fe de nuestro pueblo y que, a pesar del catolicismo sociológico que podemos todavía observar (en la recepción de los Sacramentos, en la asistencia a las celebración de la Eucaristía, funerales, promoción de la piedad popular mediante las hermandades y cofradías, las huellas ordinarias de lo católico en el lenguaje, en los signos religiosos, catedrales, templos, festividades, patronazgos, procesiones, presencia de lo religioso en la enseñanza, en los hospitales, cárceles, Fuerzas Armadas, etc.), lo cierto es que la fe de nuestro pueblo está con heridas muy graves y no llega a conformar la vida humana ordinaria y la actividad de las personas.

Grupos de lo que podríamos llamar catolicismo integral (fe que configura la vida personal, familiar, laboral, social y política) son pocos. Estos grupos, si bien constituyen una minoría importante, no han logrado, en cambio, emerger como pueblo con una propuesta de fe que configure propuestas culturales, sociales y políticas capaces de confrontarse con la presencia avasalladora del poder político y de la influencia de los medios de comunicación social analógicos y de los nuevos areópagos de las redes sociales e internet.

Contemplando este panorama con el que ha cabalgado toda mi biografía humana, sacerdotal y episcopal, nos podemos preguntar: ¿Qué nos ha pasado a los católicos españoles? ¿Cómo hemos podido estar tan poco atentos a las voces proféticas de San Juan Pablo II y Benedicto XVI? ¿En qué momento nos encontramos ahora y qué podemos hacer? Como podréis comprender, responder a estas preguntas escapa a la humildad y a las pretensiones de esta pequeña Carta Pastoral. Sí puedo deciros, en cambio, que siendo testigo directo de todo este naufragio soy también testigo de lo que es capaz de promover la fe cristiana, el encuentro con Cristo y la potencia de la Palabra de Dios y de la Eucaristía cuando configuran auténticas comunidades cristianas llamadas a ser la levadura en la masa. 

Nuestra crisis no se resuelve llamándola crisis política o crisis social, moral o religiosa. Lo que caracteriza a nuestro momento actual, fruto de lo dicho anteriormente, es una crisis profunda de fe y una ausencia de pensamiento crítico auspiciado por la misma fe en Cristo. Aunque los últimos Papas nos han llamado continuamente a la evangelización, a la llamada “Nueva Evangelización”, la Iglesia en España ha continuado dando la fe por supuesta por la apariencia del catolicismo sociológico, y no ha sabido arbitrar, más allá de las minorías, propuestas serias de iniciación cristiana. Se trata de una “desmemoria” epocal. Habituados a las “costumbres cristianas” hemos olvidado cómo gestar nuevos cristianos y cómo revitalizar la fe de nuestro pueblo.

Las crisis de la falta de nupcialidad, las rupturas matrimoniales y familiares, la falta de natalidad, la deriva de los jóvenes, la cultura de la muerte, el laicismo en las propuestas políticas y sociales, las crisis de identidad humanitaria y cristiana, están asentadas en una crisis profunda de fe en Cristo y en el sentido de pertenencia eclesial. No se trata de cualquier tema. Estamos ante una enfermedad profunda que reclama de todos nosotros una etapa larga de purificación. El Señor nos sitúa de nuevo en el exilio y nos faltan profetas que llamen a la conversión para poder reconstruir de nuevo la ciudad y plantar en ella la Cruz. Esta empresa, más que gigantes y colosos, requiere de un resto fiel que como María, sepa acoger el anuncio cristiano y con conciencia y fortaleza esté dispuesto a gestar en el seno de la Iglesia y por obra del Espíritu nuevos cristianos dispuestos a seguir a Cristo por el camino de la Cruz y dispuestos siempre a dar razón de nuestra esperanza.


5. Recordando la Batalla de Lepanto

El próximo 7 de octubre de 2021 se cumplen 450 años de la Batalla de Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos”, en boca del ingenio de las letras, el alcalaíno Miguel de Cervantes. La batalla entre la Liga Santa formada por el Imperio Español, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya fue capitaneada por Juan de Austria que contaba con la edad de veinticuatro años. Siendo tan joven fue, sin embargo, el elegido por el Papa San Pío V. Felipe II, el rey de Hispania, puso a su lado como mentor a Luis de Requesens, Comendador mayor de Castilla en la Orden de Santiago, cuya sede estaba en Villarejo de Salvanés, pueblo de nuestra querida diócesis de Alcalá de Henares. Luis de Requesens fue en su momento embajador de España ante la Santa Sede y, por tanto, tuvo ocasión de conocer la Sede de Pedro y al futuro Papa San Pío V.

La Batalla de Lepanto, que enfrentaba a la Liga Santa frente a los Otomanos, era decisiva para la Cristiandad. Desde muchos años atrás las mentes privilegiadas cristianas, entre ellas las advertencias de Santo Tomás Moro, señalaban la necesidad de protegerse del poder turco y defender la fe cristiana.

A pesar de los ruegos de San Pío V, la desunión de los príncipes cristianos hacía difícil la empresa. Francia e Inglaterra con sus intereses y la presión de los protestantes hicieron imposible afrontar juntos la avalancha del Islam. Fue Su Santidad el Papa, y la generosidad de España, la que por fin logró poner las condiciones posibles para la Liga Santa. San Pío V le confirió un sentido religioso a la Batalla, preparó a los participantes en la Liga Santa enviando predicadores que animaran y asistieran a los que formaban la Armada, con el fin de mantener vivo el espíritu religioso en sus gentes. Antes de emprender la Batalla se celebró la Santa Misa con confesiones. El mismo Papa oraba a la Santísima Virgen buscando su intercesión. Unos días antes del desembarco estaba en su oratorio ante la Virgen y tuvo una visión que le anticipaba la victoria de la Liga Santa. Desde ese momento siempre pensó que la victoria de Lepanto, ocurrida el 7 de octubre de 1571, había sido una concesión de la Virgen del Rosario.

Concluida la batalla con la victoria, el Papa Pío V ordenó que todos los años en el día 7 de octubre se hiciese una fiesta en acción de gracias en memoria de “Nuestra Señora de la Victoria” (Decreto consistorial de 17 de marzo de 1572). Por su parte el Papa Gregorio XIII determinó, el día 1 de abril de 1573, que la fiesta en lo porvenir se celebrase como fiesta del Santo Rosario en la primera dominica de octubre (Bull. Rom. VIII, 44, ss.).

Esto que ocurría para toda la Iglesia universal, tuvo una resonancia particular para Villarejo de Salvanés y, por tanto, para nuestra Diócesis complutense. Don Luis de Requesens, Comendador Mayor de Castilla como hemos dicho, asombrado y agradecido por la victoria de Lepanto, quiso como acción de gracias erigir un Convento en Villarejo que albergaría una imagen de la Virgen del Rosario, aclamada como Virgen de la Victoria. 

El Convento fue confiado a los Franciscanos, quienes mientras se construía ya se hicieron presentes en la Casa de la Tercia. El Papa Pío V autorizó la fundación del Convento y de él se obtiene la Bula «Quam preclara meritorum» con la obtención de indulgencias. Pero lo que verdaderamente fue el mejor tesoro para Villarejo fue, con el tiempo, la Imagen de la Virgen del Rosario, llamada Virgen de la Victoria que, según la tradición, fue un regalo de San Pío V, con la presunción de que era la imagen a la que rezaba el Papa en el fragor de la Batalla. La presencia de esta imagen de la Virgen, y los milagros que se le atribuyen, ha conseguido que alcanzara el corazón de todos los fieles y llegara a ser, como se dice, “una estrella del cielo fijada en el mar de Castilla”.

A partir de este momento, en toda la Iglesia, y particularmente en nuestra tierra se acrecentó el rezo del Santo Rosario y aparecieron por todas partes Cofradías del Rosario que ayudaban a introducir entre los fieles este modo importante de oración. Como huella de este momento, recuerdo que mi madre cuando iniciaba el rezo del Rosario ponía como intención la unidad entre los príncipes cristianos, recuerdo de aquella situación dramática en la que no se pudo conseguir esa unidad.

Para nosotros, católicos del siglo XXI, lo más importante es recuperar un signo más de la intercesión de María que acompaña el caminar de su pueblo. Nosotros creemos en la Providencia y sabemos que Dios no está al margen de la historia. Es más, conduce nuestra vida e ilumina nuestra historia para que desemboque en el bien de los que aman al Señor (Cf. Rm 8, 28). Del mismo modo, la Virgen María intercede por cada uno y se muestra como Madre, como quise recordarme en mi lema episcopal: “Muestra que eres Madre”.

Con motivo de esta efeméride, hemos solicitado a la Sagrada Penitenciaría de Roma un Año Jubilar que nos ayude a volver la mirada a la Virgen de la Victoria buscando su intercesión y para actualizar y propagar entre los fieles, también los niños, las familias y las parroquias el rezo del Santo Rosario privada y públicamente. Encargo a una comisión los aspectos particulares de este Año Jubilar que se va a extender desde el primer domingo de adviento de 2020 hasta la fiesta de Cristo Rey de 2021. En todo este año la Imagen de la Virgen del Rosario y su convento en Villarejo de Salvanés serán designados como lugares de peregrinación y de oración en comunión con las imágenes del Rosario diseminadas en toda la Diócesis.


6. Nuestra batalla hoy

El contexto en el que nosotros vivimos es muy diferente al que se vivió en el siglo XVI y que llevó a la Batalla del Golfo de Lepanto. Sin embargo, este acontecimiento nos puede servir para profundizar en nuestra situación actual y para ser conscientes del combate que supone la vida cristiana. 

Como entonces ocurrió, los cristianos no estamos unidos, ni siquiera en el seno de la Iglesia Católica. Este es un motivo que nos debe invitar a la oración y a formar, unidos a Pedro, una liga santa de almas orantes invocando a María con el rezo del Santo Rosario y suplicando su intercesión.

En el siglo XVI concretaron el enemigo de la civilización cristiana en el imperio otomano. Hoy el enemigo está más diluido e incluso se ha hecho presente en el seno de la Iglesia. Hoy los ataques no se sitúan en un territorio concreto, sino que han penetrado en el interior de las almas. Se trata de una situación, la nuestra, en la que se prescinde de Dios y se pretende “deconstruir” la persona humana, la familia, la educación y el sentido cristiano de la vida social y política.

Para afrontar adecuadamente esta situación debemos conocer bien al enemigo y saber cuáles son sus tácticas y estrategias. Hoy estamos ante una batalla cultural que, desde siglos, ha ido perfilando sus principios y sus dogmas. Más allá del marxismo o del liberalismo, de la ideología de género y sus consecuencias, la lucha se articula como una guerra desarrollada por los poderosos contra los débiles. Como nos recordaba el Papa San Juan Pablo II, después del eclipse de Dios han aparecido “verdaderas estructuras de pecado caracterizadas por una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera «cultura de la muerte». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. […] Se desencadena así una especie de conjura contra la vida que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones de los pueblos y los Estados” (San Juan Pablo II, Evangelium vitae, 12).

Esta conjura contra la vida se ha dirigido también contra el matrimonio, contra la familia y pretende deconstruir a la persona humana, penetrando en su alma. Del relativismo moral se ha descendido al nihilismo y tras la ideología de género, la teoría “queer” y el proyecto “cyborg”, se ha llegado a las propuestas “transhumanistas” y “posthumanistas”. Para ello, con carácter global, se han querido implantar los tres dogmas laicistas que he recordado antes: la autonomía radical del individuo, la libertad individual como posibilidad de todas las posibilidades y sumar “lo que siento”, los sentimientos y deseos a la lista de los llamados derechos humanos sancionados por las leyes y, por tanto, reconociéndolos como parte de la justicia.

Son muchos los medios que se han utilizado para acabar con el sentido común construido por el cristianismo hasta llegar a negar lo obvio. A poco que pensemos nos daremos cuenta que la persona humana no puede reducirse a ser considerada como un individuo. Naturalmente, cada uno somos una persona individual y gozamos de la autonomía que nos dan los dinamismos espirituales: fundamentalmente la inteligencia y la voluntad. Cada uno aprende a regirse a sí mismo y a dirigir su vida. Sin embargo nuestra autonomía no es “radical”. No nos hemos dado la vida a nosotros mismos. La hemos recibido de Dios y de nuestros padres (aunque sea por reproducción asistida). Esta vida la hemos recibido como un “ser dado” y pensado por la infinita sabiduría de Dios. Por tanto nuestra vida tiene un orden y un fin. Al orden lo llamamos naturaleza de la persona y al fin lo llamamos el bien o perfección en la persona. Nuestra persona es un “ser en relación”. Nuestra relación primera es con Dios. Somos dependientes de Dios y estamos ontológicamente religados a Él. De ahí nace la Religión. A la vez dependemos de nuestros padres y la relación con ellos es fundante de nuestra identidad: somos hijos. A la vez somos interdependientes los unos de los otros y formamos familias y sociedades con el cuño de la fraternidad. Estamos vinculados a nuestro cuerpo que es la visibilización de nuestra persona y nos descubre, en su diferenciación, la vocación primordial al amor y a la promoción de la vida humana.

Todo esto que, según el sentido común cristiano, es obvio, ha sido violentamente atacado afirmando la soberanía sobre el cuerpo, al cual podemos diseñar según la propia voluntad. Se trata, pues, de la afirmación de una autonomía radical y creadora la que se quiere afirmar y que nos recuerda la tentación original: “Seréis como dioses”.

Esta afirmación de la autonomía radical del individuo, sancionada ya en algunas leyes, va acompañada por un concepto perverso de la libertad. Es una libertad también creadora que se afirma como posibilidad de todas las posibilidades. Pero ¿es esto verdad? La libertad necesita de la verdad que le sirve de brújula para dirigir los pasos hacia el bien propio y el de los demás. Desenganchada la libertad de la verdad queda reducida a un haz de impulsos, sentimientos y emociones. Estos impulsos y los sentimientos no tienen la capacidad y la luz suficiente para orientar hacia el bien. Es más, la Revelación nos enseña que venimos al mundo heridos por el pecado original y que vivimos en un mundo de pecado que nos estimula hacia caminos equivocados.

Cada uno de nosotros necesita ser sanado en su corazón de las heridas del pecado y necesitamos la gracia de Cristo para sanar la inteligencia y nuestra voluntad. Por tanto, hemos de ser conscientes de que nuestra libertad es una libertad creada y que está necesariamente vinculada a la verdad de nuestro ser y, en definitiva, vinculada a Dios, autor de todo ser y a su Sabiduría, que ordena todos los seres al bien. Contemplando lo que hemos recibido de la Revelación y ha sido expresado por el Magisterio reciente de la Iglesia: “En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, el nuevo Adán, en la misma Revelación del Misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 22).

La grandeza y la sublimidad de lo que es el hombre (varón y mujer) y su dignidad han quedado oscurecidas por la hegemonía de una cultura que, por prescindir de Dios, se ha quedado a oscuras y ha pervertido la misma libertad humana, que naufraga ante la cantidad de opiniones y estímulos que se le ofrecen a través de los medios de comunicación de masas.

Tampoco es verdad que “soy lo que siento”, ni siempre nuestros deseos concuerdan con la verdad de nuestro ser. Además de heridas e inclinaciones al mal (concupiscencia), las personas están sometidas a un ambiente ideologizado que logra penetrar en las almas y dirigir los sentimientos y los deseos por caminos equivocados y, a veces, sumamente destructivos: no hay más que pensar en las redes de pornografía, prostitución (también infantil), drogas, alcohol, violencia, terrorismo, robos, asesinatos (Cf. Rm 1, 22-32).

La exaltación de los sentimientos (que de sí son equipaje para la acción) en una sociedad emotiva ha conseguido cambiar la mente y el corazón de muchas personas. Los sentimientos y las emociones necesitan ser discernidos (juzgados) y ser orientados hacia la verdad y el bien de la persona, indicado por lo recibido por la creación (naturaleza de la persona) y lo alcanzado por la redención.

A estas alturas alguien se puede preguntar ¿y cómo ha sido posible desmontar lo obvio del sentido común cristiano en una sociedad, la española, que venía de una tradición fuertemente católica? Para responder adecuadamente a esta pregunta necesitamos presentar otro factor que conocemos también por la Revelación cristiana. San Pablo nos lo indica con claridad: “Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las tentaciones del diablo. Porque nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que moran en los espacios celestes. Manteneos firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia y teniendo calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio de la Paz. Empuñad en todas las ocasiones el escudo de la fe, con el cual podáis inutilizar los dardos encendidos del Maligno. Tomad también el yelmo de la salud y la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios, orando sin cesar bajo la guía del Espíritu con toda clase de oraciones y súplicas. Estad alerta y pedid constantemente por todos los creyentes” (Ef 6, 11-18).

Si uno observa el mal del mundo en profundidad no puede menos que detectar al espíritu del mal, el diablo, que lleva engañadas a tantas personas que viven esclavizadas al pecado, que oscurece la inteligencia y pervierte la libertad sometiéndola al mal. En la raíz del pecado está la “aversión” a Dios y la “conversión” a la creatura. En todo pecado la persona prefiere el bien creado al bien divino. La tentación consiste en presentar el mal como un bien, en querer apoderarse del bien creado fuera del orden establecido por Dios, despreciándole a Él y el orden de la recta razón. Esta sabiduría tradicional olvidada ha hecho posible torcer tanto el sentido común cristiano y llevarnos a una batalla colosal en la que se juega, en la consideración del hombre, el orden de la creación y de la redención.

Como nos han recordado recientemente los últimos Papas, hoy la llamada “cuestión social” está centrada en la antropología, en la visión que se tenga de la persona y su dignidad: “Hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 75). Más adelante añade: “La cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el riesgo de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano” (Ibid., 79).

Nuestra batalla, siguiendo la analogía de la batalla de Lepanto, es una batalla compleja y que comienza en nosotros mismos y el poder del pecado que nos amenaza. La Iglesia, con la sabiduría de siglos, ha sabido detectar bien los enemigos del alma (mundo, demonio y carne), analizar las tres concupiscencias que anuncia San Juan en su carta (1 Jn 2, 15-16) y, con la sabiduría de los Padres del desierto, detectar los pecados capitales que son raíz de todos los demás pecados. Desde la soberbia y la codicia se abren en el espíritu humano los llamados vicios capitales: la vanagloria, la envidia, la avaricia, la ira, la tristeza o acedia, la gula y la lujuria. Este combate contra el mal, que se ha dado siempre, hoy se ve acrecentado por una crisis del hombre que tiene su origen en el olvido de Dios.

También nosotros, como ocurriera en el siglo XVI con la Batalla de Lepanto, necesitamos la voz de Pedro que nos invite a servirnos de los auxilios divinos para salir victoriosos en la batalla. Nuestra moral de victoria descansa en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. El desenlace final es la victoria de Jesucristo, quien nos ha abierto las puertas del Cielo. El Príncipe de este mundo ha sido derrotado, pero continúan sus insidias y sus engaños hasta que llegue el momento final. 

Del mismo modo que el Cristo de Lepanto presidía la nave capitana, todo nuestro combate cristiano contra los enemigos exteriores (ideologías, manipulaciones, tentaciones, etc.), así como contra los enemigos interiores (pecados capitales, intereses inconfesables, hedonismo, egoísmo, etc.), tiene que estar presidido por la persona de Cristo y la fuerza de su Gracia. Es el Espíritu Santo quien nos ayuda, como lo hizo con los apóstoles reunidos con María en el Cenáculo esperando su efusión. Pentecostés significa el comienzo de la Iglesia. Pedro, con la fuerza del Espíritu proclama el Kerygma e invita a poner los ojos en Cristo muerto y resucitado, constituido por Dios Padre como Kyrios, Señor.

Con la misma sabiduría San Juan Pablo II nos recordaba al comienzo del segundo milenio: “No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste” ( Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 29). 

Centrados en Cristo, hay que definir bien los objetivos y diseñar las estrategias. Nuestros objetivos, viendo los tres dogmas del laicismo globalismo que hemos descrito anteriormente, van encaminados a reconstruir el “sujeto” cristiano en tres direcciones: la persona humana como sujeto cristiano, la familia cristiana y la comunidad cristiana. Todos nuestros esfuerzos, contando con la gracia de Dios, deben ir dirigidos a alcanzar estas cotas que ha conquistado o destruido el enemigo. Sin estos objetivos logrados el resto del trabajo resultará inútil o nos dedicaremos a gestionar la decadencia. Se trata, pues, de tres objetivos básicos que nos posibilitarán abrir después el campo de batalla a los objetivos de la vida social y política en todas sus dimensiones.

La estrategia a seguir en este combate cristiano también viene marcado por tres elementos imprescindibles: profundizar en la antropología cristiana, desarrollar en su amplitud la pastoral familiar y de la vida y desprivatizar la doctrina cristiana afrontando de nuevo los contenidos de la Doctrina Social de la Iglesia. 

Si la “cuestión social”, como hemos visto, se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, necesitamos conocer bien y difundir la antropología cristiana. Esta antropología adecuada, según San Juan Pablo II, recoge al menos tres aspectos que derivan de la creación y redención: la unidad de la persona cuerpo-espíritu, la diferencia sexual varón-mujer y la redención del cuerpo (o del corazón).

La unidad de la persona ha sido desarrollada por Juan Pablo II con la llamada Teología del cuerpo presente en sus catequesis sobre el amor humano. Del mismo modo, en estas catequesis se da la razón de la diferencia varón y mujer como llamada originaria al amor y a la promoción y educación de la vida humana mediante el sacramento del matrimonio. Tanto la unidad cuerpo-espíritu como la vocación al amor necesitan la gracia redentora de Cristo para alcanzar la verdadera libertad humana. Es lo que llamamos con San Pablo la redención del cuerpo o la redención del corazón. La gracia redentora de Cristo que nos llega por los sacramentos de la Iglesia rompe la dureza del corazón humano y hace posible vivir según el designio de Dios siendo discípulos de Cristo.

La Pastoral Familiar y de la Vida pone el centro en la familia cristiana, que es a la vez la cuna necesaria de la Iglesia y la célula de la sociedad. No se puede responder al individualismo hegemónico sino es a través de una pastoral centrada en la familia como espacio de comunión, de transmisión de la fe y de servicio al hombre en todas sus circunstancias. Individualizar extremadamente la pastoral es un drama que continúa presente en la Iglesia y que no responde al designio de Dios, autor del matrimonio, ni a una sana eclesiología, que contempla la familia cristiana como una iglesia doméstica vinculada a la comunidad cristiana. 

Para reconstruir el sujeto cristiano en la persona humana y en la familia necesitamos de la Iniciación cristiana que hace posible generar ambos sujetos en el ámbito de la comunidad. La iniciación cristiana con el Catecumenado fue la estrategia de la que se sirvieron en los primeros siglos los cristianos. Para la batalla contra la secularización y el nihilismo yo no veo otra estrategia que no pase por este mismo camino. Nosotros no vamos a utilizar las galeras ni los cañones de la batalla de Lepanto. Sin embargo sí necesitamos de la Iniciación cristiana que genere familias cristianas y pequeñas comunidades que vivan en la unidad y en el amor y hagan visible y creíble la Iglesia de Cristo. Si esto es así, tendremos comunidades de acogida y podremos decir a los heridos con las palabras de Cristo: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 30).

Nuestras armas, repito, no son los cañones o las espadas sino las armas del cristiano que nos ha recordado San Pablo (Ef 6, 10- 18). Necesitamos de la oración, de la fe, de la Palabra de Dios, de los Sacramentos, particularmente de la Eucaristía que, junto con la Palabra edifica la Iglesia, que toma cuerpo en la parroquia, en los movimientos y comunidades eclesiales. Cada comunidad pequeña es como una galera, que al igual que el arca de Noé, en un mar proceloso o en el diluvio, resiste y avanza protegida por el Señor. No se trata simplemente de un refugio, sino de un espacio donde se edifica, por la gracia de Dios, una nueva humanidad dispuesta a la evangelización, ganando terreno al desierto de nuestro mundo.

Creo que no es necesario insistir más en la necesidad de la comunidad cristiana, edificada a imagen de la comunión de la Trinidad y como un Sacramento de la unidad de los hombres, entre sí y con Dios, como enseña el Concilio Vaticano II (Cf. Lumen Gentium, 1 ss).

Garantizada por el primer anuncio y la iniciación cristiana la gestación del sujeto cristiano (persona, familia, comunidad), necesitamos como estrategia urgente desprivatizar el hecho cristiano mediante la recuperación de la Doctrina Social de la Iglesia. Como es sabido, esta Doctrina nace del encuentro del Evangelio con la sociedad. Se trata, con matices, de la moral social de la Iglesia, que consta de principios permanentes, criterios de juicio y de indicaciones para la acción. 

Hoy la Doctrina Social de la Iglesia, ante el naufragio de los humanismos y de las ideologías, tiene que hacerse presente en la predicación, en la catequesis y en los grupos de formación del laicado, también en los movimientos. Los católicos ni en este momento, ni nunca, podemos estar al margen de la gestación de la sociedad en las instituciones. Abandonar el campo social y político no concuerda con lo católico que es siempre “et, et”. Oración y trabajo, familia y responsabilidad social, evangelización y política, etc. El espacio social y político no puede ser ocupado sin la garantía del sujeto cristiano y el apoyo de la comunidad. Contando con esta garantía es necesario reconducir esta deriva de la sociedad que está dañando a las personas, destruye las familias y no favorece el bien común y la auténtica solidaridad. 

El catolicismo integral abarca todos los campos, también el social y político. Cuando evangelizamos necesitamos esta mirada católica que se hace cargo de todo el hombre y de todos los hombres. Desde siempre la Iglesia se ha ocupado de los pobres y necesitados, creando instituciones: hospitales, centros de acogida, Cáritas, etc. A su vez ha creado escuelas, universidades, espacios de belleza, cultura, etc. Nada nos es ajeno y si queremos ganar la batalla cultural y social debemos prepararnos bien y estar presentes en todos los ámbitos.

En la Batalla de Lepanto la armada de la Santa Liga tenía menos galeras que los otomanos. También David se presentó ante Goliat con menos fuerzas aparentemente. Pero invocó a Yahvé y utilizó la estrategia adecuada. Como entonces, tras haber pasado la noche bregando sin conseguir nada: “En tu nombre, Señor, echaré las redes” (Lc 5, 5).


7. La Virgen de la Victoria

Si la imagen del Cristo de Lepanto presidía la nave capitana de Juan de Austria, la Virgen del Rosario era invocada en la retaguardia por el Papa San Pío V y por todo el pueblo fiel. Siempre la Virgen María, como Madre, acompaña el caminar de su pueblo.

El Cardenal Ratzinger expone en el libro-entrevista de Vittorio Messori seis motivos para no olvidar nunca a la Virgen María (V. Messori, Informe sobre la fe, 115-118, Madrid 1985). Os invito a leer estos puntos y todo el libro, que tiene un carácter profético. En el cuarto motivo dice: “La verdadera devoción mariana garantiza a la fe la convivencia de la «razón», a todas luces indispensable, con las no menos indispensables «razones del corazón», como diría Pascal. Para la Iglesia, el hombre no es únicamente razón ni solo sentimiento; es la unión de estas dos dimensiones. La cabeza debe reflexionar con lucidez, pero el corazón debe estar caldeado: la devoción a María asegura de este modo a la fe su dimensión humana completa” (Ibid., 117).

María es “imagen” y “modelo” de la Iglesia. En Ella la Iglesia descubre su rostro de Madre. Hacia Ella hemos de dirigir nuestra mirada y con ella queremos combatir el buen combate de la fe. Este año Jubilar tenemos una gran ocasión para propagar el rezo del Santo Rosario personalmente, en familia, en la parroquia y públicamente. La presencia de la imagen de la Virgen de la Victoria en el Convento de Villarejo de Salvanés nos invita a ello.

Este es un tiempo propicio para ir explicando y desgranando este monumento de oración que es el Rosario. Nosotros, como el Papa San Pío V, estamos seguros de que con María, nuestra Madre, todo es posible. Ella lo escuchó en boca del Arcángel: siendo Virgen, concebirás y darás al luz un hijo… “porque para Dios no hay nada imposible” (Lc 1, 37).

A la Virgen del Rosario, la Virgen de la Victoria, hoy como ayer le pido: Monstra te esse matrem; Muestra que eres nuestra Madre.



[Las negritas y los subtítulos son del Centro Pieper]


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