jueves, 17 de abril de 2025

Breve Catequesis Pascual - Ignacio Balcarce

Breve Catequesis Pascual
Ignacio Balcarce


¡Feliz y Santa Pascua de Resurrección 2025!


[Centro Pieper] Sobre nada más importante, más inquietante, más enorme, más maravilloso y estremecedor, puede concentrarse la atención humana y todos sus esfuerzos intelectuales, que en la indagación del misterio de los misterios, celebrado a lo largo de estos días, en el Triduo Pascual que conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.  
     
Un Dios que se encarna, viene a los suyos, prueba su divinidad mediante milagros, es rechazado y condenado a humillante muerte de cruz, acepta la ignominia, transita el suplicio con sumisión y humildad, permanece tres días en los abismos y luego resucita, para finalmente ascender a los cielos; todo eso, exige una explicación que amerita detenernos a pensar. ¿Cómo entenderlo? ¿Es posible creerlo? 
     
No sólo es digno de creer y razonable, sino que en ello encuentra sentido lógico y coherente toda la condición humana, se explica su situación en el mundo y se reconoce un destino final para las almas. Cristo es la pieza del rompecabezas que ordena y esclarece todo. Lo explicaremos brevemente.  

La Pasión de nuestro Señor Jesucristo nos pone de cara al misterio del sufrimiento y el dolor humano. Dios salva a través del sufrimiento, y el sufrimiento es consecuencia del pecado. ¿Qué sabemos del pecado? Sabemos que tenemos malas inclinaciones, que estamos algo desordenados, que somos capaces de hacer cosas desagradables y lastimar a otros en ciertas circunstancias. Pero sabemos mucho más, porque Dios elige un pueblo y le revela información.

El Dios que descubrimos con la razón natural como Autor de la naturaleza, y que los filósofos conocían como Primer Motor Inmóvil, o como Causa Incausada de todo lo que existe –ese Dios completamente racional–, se manifiesta en el antiguo Oriente Próximo, al pueblo hebreo, y le revela que nuestra maldad y desorden responden a una rebelión en la noche de los tiempos, cuando el mundo era joven.
      
Esa desobediencia que fue inducida por el ángel caído, es abrigada en la soberbia humana que anhela posicionarse y dirimir lo que no le corresponde, cuestión que nos hace culpables y merecedores de castigo. Desobedecer es ofender a Dios en su dignidad infinita y tomar distancia de su orden, romper el estado de justicia original y todas sus consecuencias, es decir, ser expulsados del Edén. Pero Dios no nos abandona, y le promete a ese hombre huérfano, salvarlo mediante un emisario, un Mesías. 
     
     
El Mesías

La Revelación de Dios a su pueblo elegido consiste en preparar la venida del Mesías a través de profetas. Ellos van a ir preparando el terreno y generando la expectativa. Van a anunciar un nuevo Reino que será instalado mediante el Ungido de Dios. Esto es importante retener, porque al Mesías lo reconocemos por dos motivos: realizar obras mediante fuerzas que superan lo meramente natural –como operar milagros– y por consumar las profecías. Estos dos requisitos se satisfacen en la persona de Jesús de Nazaret, el hijo de María.
      
Sus milagros fueron realizados frente a testigos oculares, que dieron testimonio de ello. Incluso sus enemigos –las incómodas autoridades religiosas replegadas en su soberbia– reconocen en el Galileo la capacidad de obrar milagros, y lo difamaron sosteniendo que esos dones provenían de un vínculo con los demonios, porque no podían negar los prodigios que mucha gente había presenciado, como sanaciones de ciegos, leprosos, paralíticos, incluso resurrecciones.   
      
En el caso de las profecías –que se encuentran recogidas en el Antiguo Testamento– las debemos cotejar con los relatos de la vida pública de Jesús, en los Evangelios –textos que forman parte del Nuevo Testamento–. Este proceso de corroborar cómo las profecías se consuman de un modo concreto, transparente y espiritual en la vida y obra de nuestro Señor Jesucristo, es conmovedor y no deja a nadie indiferente. Lo mismo sucede al aprender a contemplar los distintos personajes bíblicos como prefiguraciones de Cristo y su Reino. 
       
Estudiar a nuestro Señor es ir viendo cómo se insinúa un proyecto divino que jamás podría haber salido de la creatividad humana, donde todo se articula para que la humanidad desobediente, regrese libremente –sin coacción sobre las voluntades– al regazo de Dios Padre a través del Hijo y el Espíritu Santo, en una verdadera operación de rescate.
      
Todo buscador humilde, hambriento de verdad, que se adentra en la investigación de las Escrituras, termina encontrando; aunque el orgullo –siempre temeroso de ser condicionado en sus deseos y caprichos– no quiera aceptar lo que brilla frente a sus ojos. Por eso cantamos con el Salmo: ¡Tú palabra Señor es la verdad y la luz de mis ojos!
 

Pascua de Resurrección

Y el esperado Mesías llegó. Dios tomó encarnadura humana, juntó a un grupo de discípulos, les enseñó una doctrina y con milagros acreditaba su autoridad divina. Pero faltaba algo que iba a ser la piedra de escándalo: la Cruz.
     
Podemos atribuir a una revelación primitiva, a un mensaje adánico, esa difusa información que ha circulado por las distintas civilizaciones: la sangre lava las faltas. Desde el fondo de los tiempos, todas las culturas han practicado sacrificios de sangre para aplacar la ira de los dioses y purificar a sus pueblos. Pero hay otra realidad a tener en cuenta, la sangre de los animales –incluso la derramada en los sacrificios según directivas de Moisés– no tiene fuerza ni poder para llegar a Dios y reparar una ofensa infinita. Todos los sacrificios no hicieron más que prefigurar un verdadero Sacrificio, la inmolación del verdadero Cordero de Dios. 
      
Reparar una ofensa a la dignidad infinita de Dios exigía que alguien del linaje humano, de la raza pecadora, pero sin contaminación de pecado, y con dignidad infinita, se ofrezca como víctima de holocausto, para lavar con su sangre nuestras faltas. Se necesitaba el sacrificio de un hombre-dios. ¿Por qué con sangre? ¿Por qué con sufrimiento? 
     
Queda claro que para Dios el pecado no es broma; tiene consecuencias, y la muerte es parte de ellas. Dios no quiso dejar pasar la desobediencia y la ofensa sin castigo, pero lo cargó sobre su Hijo amado. Este escándalo que estremece y produce estupor, es la mayor manifestación de amor que haya jamás existido. Y semejante expresión de amor hace que los hombres libremente, queramos volver a ese Dios misericordioso. Cristo sube a la cruz para atraernos suavemente y conducirnos al Padre amoroso.


El Reino de Dios

Al tercer día resucitó. Sus discípulos lo vieron, lo palparon, lo constataron, y luego dedicaron sus vidas a predicar eso que vieron, palparon y constataron. ¿Estarían seguros de que resucitó? La convicción la expresaron en el martirio. Todos ellos padecieron persecución y murieron dando testimonio de sangre –en las modalidades más espectaculares y cruentas–, de que Jesús había muerto en la cruz, había sido llevado a un sepulcro y tres días después, estaba nuevamente junto a ellos, con las llagas de la pasión restañadas. A aquel cuerpo desarbolado en la cruz, luego lo habían visto restallar en gloria, y estaban decididamente dispuestos a morir para comunicar eso.
      
La Resurrección significa que el sacrificio fue aceptado. La deuda ha sido saldada y la humanidad recuperó su filiación divina, volvimos a ser hijos de Dios. Esa es nuestra alegría. La vida ya no se agota en el umbral de la muerte y las puertas del cielo se han abierto. Cristo ha vencido a la muerte, al pecado y al demonio; sin embargo, no ha sido abolido el pecado ni sus consecuencias: la enfermedad, el dolor, la muerte, etc. ¿Por qué?
     
Jesucristo –cumpliendo con las profecías– vino a instaurar un Reino. Reino que une lo temporal y lo eterno, la historia con lo suprahistórico, porque Cristo es lo eterno irrumpiendo en el tiempo, para llevarlo a su consumación. Pero no clausuró el tiempo ni cerró la historia, sino que estableció un Reino de Gracia, que recapitula y transfigura toda la creación. El Señor quebró la historia cronológica y ontológicamente, abriendo una nueva etapa: el tiempo de la fe y la Gracia. La fe nos hace participar en la Gracia de Cristo –en su vida divina– y con esa Gracia y las fuerzas que nos insufla, realizamos méritos y victorias morales para alcanzar la Gloria Eterna. Permanece el sufrimiento y la muerte, como tiempo de prueba y combate, pero todo eso perdura en la posibilidad de ser asumido y transfigurado en la Gracia de Cristo.   
     
La clave es la fe –principio de salvación– que nos inserta en el misterio del Reino y la Gracia. La fe nos identifica con Cristo, el nuevo Adán, en una nueva humanidad, recorriendo un nuevo tiempo histórico. Y unidos a Él, nuevo David, somos parte del Reino que conduce la historia a su consumación. Es un proceso donde todo lo debemos ir integrando a su Gracia: la política, la cultura, el arte, la economía, el deporte, todo. Hasta que se llegue al número de los elegidos y el Señor vuelva para cerrar la historia. 
      
En lo personal, al igual que Cristo, cabeza de la nueva humanidad, tenemos que transitar una pasión –nuestra propia muerte–, pero con la certeza del triunfo final, amados por Dios Padre, unidos al Hijo y asistidos por el Espíritu Santo. Con el corazón alegre, en el seno de la Iglesia –la institución fundada por Dios para cuidar estas verdades, contenernos sacramentalmente y actualizar el Sacrificio con cada Eucaristía– que es renovado Pueblo elegido, amparados en María que es Madre y Abogada nuestra, los cristianos peregrinamos en este mundo llenos de esperanza. ¡A mantenerse firmes en la fe! ¡Cristo ha vencido! ¡Hay motivos para celebrar! ¡Viva Cristo Rey!







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2 comentarios:

  1. Las dudas y los misterios de los hombres aclarados por la luz del Misterio del amor de Dios al hombre. Gracias.

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  2. "Cristo sube a la cruz para atraernos suavemente y conducirnos al Padre amoroso".
    Gracias por su enseñanza meditada.

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