lunes, 2 de febrero de 2009

La Definición Metafísica de Dios - Francisco Canals Vidal

La Definición Metafísica de Dios
Francisco Canals Vidal


Santo Tomás no comparte las actitudes de quienes negaron la posibilidad de un lenguaje humano sobre Dios o de quienes pensaron que todos los nombres divinos son, en su contenido inteligible sinónimos. Porque concebimos a Dios a partir de las criaturas y ascendemos, por las vías de remoción, analogía y eminencia, a hablar de Dios con conceptos que tienen su punto de partida en las criaturas, tenemos que seleccionar y ordenar adecuadamente los nombres divinos.

Ningún concepto, genérico o específico, referente a lo que está al alcance de la experiencia y objetivación humanas, en los que se incluye lo que es propio de la finitud, como la potencialidad, la composición, la mutabilidad de los entes creados, es apto, a no ser metafóricamente, para ser empleado al pensar en Dios. Los nombres divinos están contenidos todos ellos o en el horizonte de los predicados “trascendentales”, o en el de los grados de perfección constituidos por niveles de participación en el ser, o en los que significan perfecciones referidas a operaciones espirituales inmanentes que, aunque en nuestra experiencia humana se dan con condiciones de finitud y receptividad potencial, y dualidad subjetiva-objetiva, en su propia naturaleza dicen razón de infinitud. Recordemos que el entender, según Santo Tomás, en su razón esencial es simplemente infinito, y la voluntad, por referirse al bien universal, trasciende en sí misma todos los fines particulares y contingentes de la praxis humana.

Por este punto de partida finito de los conceptos con los que nos podemos elevar hasta Dios, su simplicidad absoluta -que hemos de reconocer en Él porque todo lo compuesto es causado- no obsta para que, en el horizonte de nuestros conocimientos metafísicos, tengamos que referirnos a la “esencia” y a los “atributos” divinos. Nos ocupamos aquí de la cuestión de cuál ha de ser reconocido de tal modo como gnoseológicamente primario que pueda dar razón ordenada de todos los atributos divinos. Esta cuestión, que los escolásticos han nombrado como la de “la esencia metafísica de Dios”, o la del “constitutivo formal de la esencia divina”, es aquella de la que nos ocupamos ahora.

Ya vimos que, en las veinticuatro tesis, aprobadas como conteniendo “principios y enunciados mayores” de la filosofía del Doctor Angélico, se expresa, en la tesis veintitrés: “La divina esencia se nos propone bien al afirmar que está constituida, en una conceptuación metafísica, como identificada con la actualidad ejercida del ser mismo, o diciendo que es el mismo ser subsistente, y por esto mismo se muestra la razón de la infinidad de su perfección”.

El pensamiento escolástico heredó el tema de la patrística griega, en la que la cuestión apareció en el contexto del comentario sobre el pasaje del Éxodo 3, 13-15. En el Catecismo de la Iglesia católica leemos:

“La revelación del Nombre inefable “Yo soy El que Soy” contiene la verdad que sólo Dios ES. En este mismo sentido, ya la traducción de los setenta, y siguiéndola, la Tradición de la Iglesia, han entendido el nombre divino: Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin principio ni fin. Mientras todas las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer, Él sólo es su Ser mismo, y es por Sí mismo todo lo que es” (nº 213).

En Santo Tomás, la tesis de que “El que Es” es el nombre máximamente propio de Dios es afirmada en S.Th.Iª Qu. 13, artº 11, aduciendo el texto de Éxodo antes aludido. Es inadecuado y conduce a la inconsistencia en la doctrina sagrada el contemplar con desconfianza el lenguaje metafísico sobre Dios que secularmente utilizaron los Padres y Doctores de la Iglesia para exponer aquel pasaje bíblico.

En Santo Tomás es inequívoca la decisión y es también muy preciso su sentido: el primer argumento con que, en el cuerpo del artículo citado, se reafirma la tesis está formulado así: “El que Es” es el nombre máximamente propio de Dios primeramente por su significación, ya que no significa forma alguna, sino el mismo Ser, por lo que, por ser el Ser de Dios su misma esencia, lo cual no conviene a ningún otro ente, es manifiesto que, entre los otros nombres, este nombra a Dios de un modo máximamente propio; pues cada cosa es denominada por su forma” (S.Th.Iª Qu. 13, artº 11, in c.).

Si leemos serenamente y sin prejuicios este texto, veremos que Santo Tomás no participa en modo alguno de la tendencia a negar que Dios tenga esencia o a caracterizar la esencia como tal como connotando imperfección y carencia de ser, o incluso nihilidad. Incluso en todo ente creado la forma en cuanto tal dice razón de acto (De spirit. Creat. Qu. Única artº 1, ad primum).

Pero si Santo Tomás discrepa de cualquier “existencialismo” que desconozca la esencia en el ente creado y en el divino, está también enfrentado a cualquier “esencialismo”, que ha influido tanto en la metafísica occidental desde que Avicena pensó el “ser” como algo sobrevenido y accidental al ente, o desde que el racionalismo fundamentó el ser como constituido por una exigencia de la esencia.

El texto de Santo Tomás no puede ser pensado como si dijera que Dios es un ente “a se”, por lo que Dios es pensado como “el ente necesario que, al ser objetivamente posible, exige, por su misma esencia, existir”, como han sugerido a veces algunos suaristas. Tampoco expresa adecuadamente el pensamiento de Santo Tomás quien afirme que: “al decir que Dios es ens a se, que por sí, por su esencia, tiene razón suficiente de Sí mismo, y que su esencia es la razón de su existencia, decimos todo esto según la distinción de razón (sin fundamento en el Ser divino pero con fundamento en las cosas creadas), concibiendo imperfectamente la esencia de Dios como anterior a su existencia, y su existencia como fluyendo de su esencia”, como ha dicho algún eminente y representativo tomista.

Este modo de hablar es ajeno al pensamiento auténtico de Santo Tomás, que no dice que la existencia de Dios fluya, ni siquiera en nuestros conceptos metafísicos, de la esencia divina, sino que dice que la esencia divina es el acto mismo de ser, el ser subsistente e infinitamente perfecto.

Para una deducción adecuada de los atributos divinos a partir de la definición metafísica de Dios, es indispensable tener presente aquello que, según Báñez, “Santo Tomás clama frecuentísimamente” y, a la vez, lamentaba que “los tomistas no quieren oír”: que el Ser es la actualidad de toda forma o naturaleza y que no se halla en cosa alguna como perfectible y receptivo, sino como recibido y perficiente de aquello en que es recibido (In Primam Qu. 3, artº 4). Es también indispensable no olvidar que el acto en cuanto tal es comunicativo de sí mismo, y que todo agente opera en cuanto es en acto, y la operación no es otra cosa sino la comunicación de aquello por lo que el operante es en acto (De Pot. Dei Qu. 2).

Si olvidamos esto, la relación entre lo que llamamos “línea entitativa” y “línea operativa” nos llevaría a pensar el ente en cuanto tiene ser como constitutivamente potencial respecto de sus actividades, en cuyo caso no pensaríamos adecuadamente las operaciones divinas pertenecientes a su vida íntima como constituidas por su ser en acto puro, ni podríamos tampoco fundamentar las actividades ad extra de creación y gobierno del universo en la omnipotencia divina constituida también desde la plenitud del Ser infinito que es Dios.

Nos ayudará a profundizar en la comprensión metafísica y la conveniencia teológica de definir a Dios como “el mismo Ser subsistente” formular dos observaciones que podrían hacernos sentir cierta perplejidad sobre el tema.

1. Supuesto que Santo Tomás afirma que “lo bueno dice razón de perfecto, según lo cual es apetecible; y, por consiguiente, dice razón de lo último; por lo que, lo que es últimamente perfecto es dicho simplemente bueno; pero lo que no tiene la última perfección que debe tener ... no se dice perfecto simplemente, ni bueno simplemente, sino sólo de algún modo (secundum quid). Así pues, según el primer Ser, que es el substancial, algo es llamado simplemente “ente” y bueno de algún modo, a saber, en cuanto es ente. Pero según el último acto es simplemente bueno y ente de alguna manera” (S.Th.Iª Qu. 5, artº 1, ad primum).

Supuesto que, en Dios, no podemos pensar ninguna dimensión que le haga apto o que le de la conveniencia de pasar de una primera perfección a una última y más perfecta plenitud de perfección, ¿no sería más adecuado decir que el primer concepto con el que hemos de pensar a Dios es el de “bueno”?, ¿No reconoce Santo Tomás que “sólo Dios es bueno por su esencia” (S.Th.Iª Qu. 6, artº 3, in c.)?, ¿Y que “la divina bondad es el fin de todas las cosas” y que “en el causar se dice antes lo bueno que lo que es”?, ¿No define también lo bueno como “difusivo de su mismo ser” y no proclama, en consecuencia, que “porque Dios es bueno, nosotros somos”(S.Th.Iª Qu. 5, artº 4, ad tertium)?

2. Todas estas reflexiones parecen conducirnos a no definir primeramente a Dios como ser, sino precisamente como bueno. En íntima conexión con esto, está la que podría suscitar en nosotros el lenguaje del Evangelista Juan quien, en su primera carta, dice: “Dios es Amor y, quien permanece en el Amor, en Dios permanece, y Dios en él” (Iª Ioh. 4, 16). ¿No habría que ver en esto una definición de Dios definitivamente perteneciente a la Nueva Alianza y superadora de lo que hallamos en el Éxodo, donde Dios dice de Sí mismo “Yo soy Quien soy”?

Sobre la primera pregunta planteada, la que nos invitaría a reconocer la primacía del bien sobre el ser en nuestro lenguaje sobre Dios, tendremos, en primer lugar, que reconocer que, para Santo Tomás, como notó el gran comentarista Cayetano, “el ente se convierte con lo bueno”, a la vez que advertir que si bueno es lo perfecto y que, por ser perfecto, es apetecible, esta apetibilidad carecería de sentido y de atractivo si no fuese lo perfecto en sí mismo perfectivo, es decir, perfectivo de lo otro a modo de fin, comunicativo de sí mismo. Así, Santo Tomás habla de Dios como “la misma esencia de la bondad”.

El acto puro del ser es máximamente comunicativo de sí mismo, y también en la analogía del ente que participa de lo bueno con respecto del bien fundante y participado por las criaturas, que es Dios, es de la naturaleza del acto mismo, es decir, del ser mismo, el que se comunique a sí mismo.

La comprensión del ente como bueno es la más perfecta y profunda en el orden mismo teorético y contemplativo. Santo Tomás dice que porque Dios entiende perfectamente, entiende el ente juntamente con su razón de bien y caracteriza el bien divino como el objeto supremo del entendimiento especulativo humano (cfr. S.Th. I-II, Qu. 3, artº 5, in c.) y, por ello, apto para dar al hombre su felicidad plena en su contemplación.

Lo que no puede hacerse si se quiere ser fiel a Santo Tomás es moverse en un terreno que afirme la primacía del “bien más allá de las esencias”, ni convertir el ser divino, la misma esencia de la bondad, en una “suprema idea del bien”. La idea del bien se coloca en un plano intelectual o “estimativo”, pero no es vista la bondad como la perfección y actualidad de lo que tiene ser; ninguna captación de valores podría fundamentar lo que Santo Tomás llama “el movimiento de la criatura racional hacia Dios”.

Reconocer, con Santo Tomás, la primacía del bien en el orden de la causalidad, puesto que el fin es la causa de las causas, no puede confundirse con suponer que sea legítimo pensar en un bien divino en el que la perfectividad no consista en la comunicatividad de la perfección, ni concebir una apetibilidad, de base, primeramente, voluntarista, sin reconocer que la seriedad y consistencia de la voluntad del fin presupone que éste es apetecible porque es en sí mismo perfecto y, por ello, eficazmente perfectivo.

Dante describía la visión beatífica como “Luz intelectual llena de Amor”, “Amor del verdadero bien”. Bien verdadero no puede serlo sino lo que es en sí mismo y absolutamente, con un carácter absoluto, fundante de su apetibilidad para el sujeto que busca, en su posesión, su perfección y felicidad. Bien por esencia no podemos reconocerlo en Dios si no reconocemos en Él la plenitud de perfección, la plenitud del Ser.

En cuanto a la segunda cuestión suscitada por la profundísima llamada del Apóstol Juan a creer en Dios como Amor, Santo Tomás, que cita el texto de Juan (S.Th.Iª Qu. 20, artº 1, sed contra), y que contempla desde el orden de las cosas creadas el Amor de Dios como “infundiendo y creando la bondad en las cosas” (S.Th.Iª Qu. 20, artº 2, in c.), fundamenta la afirmación de la existencia del Amor en Dios en la necesidad de afirmar en Él la voluntad que necesariamente pertenece a todo ente que tiene entendimiento (S.Th.Iª Qu. 20, artº 1, in c.).

La tentación de descalificar como contaminada de intelectualismo aristotélico la argumentación del Doctor Angélico, conexa con la de ver el “Yo soy Quien soy” del Éxodo como algo a superar como veterotestamentario, distrae la atención de la desacertada perspectiva en que se situaría quien no advirtiese que la definición metafísica de Dios como acto puro y subsistente de ser libera a nuestro pensamiento filosófico de llamar “divino” algo vacío y abstracto carente de la suprema perfección del carácter personal. Advirtamos que, en el texto de Moisés, encontramos una respuesta en que el Dios de Israel, el Dios de Abraham, Isaac y Jaco, dice “Yo soy Quien soy”. Precisamente, es en la escolástica de Santo Tomás que habría de reconocer, en esto, heredera de la patrística griega y de San Agustín- encontramos ejercido en unidad la vivencia y la fe en el “Dios de los filósofos” y el “Dios de Abraham, Isaac y Jaco”.

La interpretación del ser subsistente es de una metafísica elevadísima y rigurosamente filosófica, pero esta misma conceptuación da fundamentación coherente a la tesis de que Quien dice de Sí mismo “Yo soy Quien soy” es Alguien en Quien podemos reconocer, como en el primer analogado, la verdad de que “el ser consciente de sí mismo no es sino subsistir en sí mismo”. Es decir, que el Dios que verdaderamente habla a Moisés es verdaderamente un ente personal, Aquel a Quien toda la revelación bíblica presenta como “libremente creador” y “soberano del universo”, providente, que promete y cumple sus promesas a los hombres, dichas a los Patriarcas de Su pueblo.

La Palabra revelada nos sorprende e ilumina: el que dice de Sí mismo “Yo soy Quien soy. Dirás a los hijos de Israel “Yo soy me envía a vosotros” también se nos revela diciendo a Otro, otro ser personal: “Tú eres Mi Hijo, Yo te he engendrado hoy”.

Ninguna seriedad habría en el lenguaje sobre el Amor divino si ignorásemos que el Amor pertenece a la vida personal, más aún, a la vida interpersonal que nos revela el misterio trinitario. La empresa especulativa que va de la patrística a la escolástica nos muestra que el reconocimiento de Dios como plenitud de ser en acto puro nos da razón de que lo podamos concebir como viviente, inteligente, amante y donador de sus bienes con soberana liberalidad. Sólo el pensamiento de Dios como viviente con vida personal puede poner en continuidad y congruencia la metafísica humana sobre lo divino con la recepción humana de la comunicación divina de Su palabra revelada a los hombres, y de Su Amor infundido en los hombres.





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