Sócrates y la Sabiduría Griega
II. El Horizonte de la Filosofía Griega
Xabier Zubiri
El horizonte mental del hombre antiguo está constituido por el movimiento, en el sentido más amplio del vocablo. Además de los movimientos o de las alteraciones externas que las cosas padecen, las cosas mismas se hallan sometidas a una inexorable caducidad. Nacen algún día, para morir alguna vez. Dentro de este cambio universal va envuelto también el hombre, no sólo individual, sino socialmente considerado: las familias, las ciudades, los pueblos, se hallan sometidos a un incesante cambio regulado por un destino inflexible, que determina el bien de cada cual. En esta universal mutación adquiere valor ejemplar la generación de los seres vivientes. Puede incluso afirmarse, según veremos más tarde, que la forma radical como el griego ha concebido el movimiento cósmico se halla, en definitiva, orientada hacia la generación, hasta el punto de que un mismo verbo, gígnomai, expresa las dos ideas de generación y de acontecimiento.
Precisamente esta idea del movimiento como generación constituye la línea divisoria del esquema fundamental del universo para el hombre antiguo. Aquí abajo, la tierra, ge, el ámbito de lo perecedero y caduco, de las cosas sometidas a generación y corrupción. Arriba, el cielo ouranós, integrado por cosas ingenerables e incorruptibles, por lo menos en el sentido terrestre del vocablo, sometidas tan sólo a un movimiento local del carácter cíclico. Y en el ouranós, los theoí, los dioses inmortales.
Recuérdese cuán diferente es el horizonte en que el hombre de nuestra era descubre el universo: no la caducidad, sino la nihilidad. De ahí que su esquema del universo no se parezca en nada al del griego. De un lado, las cosas; de otro lado, el hombre. El hombre que existe entre ellas para hacer con ellas su vida, consistente en la determinación de un destino transcendente y eterno. Para el griego existen el cielo y la tierra; para el cristiano, el cielo y la tierra son el mundo, sede de esta vida: frente a ella, la otra vida. Por esto, el esquema cristiano del universo no es el dualismo "cielo-tierra" sino "mundo-alma".
¿Cuál es el fundamento que hace posible el que esta movilidad constituya el horizonte del campo visual del hombre antiguo?
El hombre es un ser natural. Y, dentro de la naturaleza, pertenece a la región menos consistente de ella, a la tierra. El hombre es un ser dotado de vida, un ser animado, un zôion, que, análogamente a los demás seres vivos, nace y muere después de una vida, en definitiva, efímera. Pero este ser viviente lleva dentro de sí, a diferencia de los demás, una extraña propiedad.
Los demás vivientes, por el hecho de tener vida, no hacen más que estar viviendo. Lo mismo tratándose del árbol que del animal, vivir es simplemente estar viviendo, es decir, ejecutando aquellos actos que brotan del viviente mismo y van orientados a su perfección interna. En la planta, estos movimientos están tan sólo orientados, en el sentido del crecimiento, hacia la atmósfera o hacia la tierra. En el animal, los movimientos están orientados por una "tendencia" y una "noticia", gracias a la cual "discierne" y "marcha" a la captura de las cosas o huye de ellas.
Pero en el hombre hay algo completamente distinto. El hombre no se limita a estar viviendo, a ejercitar sus funciones vitales. Su érgon forma parte de un plan de conjunto, de un bios, que es, en amplia medida, indeterminado, y que el hombre mismo es, en cierto modo, quien tiene que determinar por decisión y deliberación. No sólo está viviendo, sino que parcialmente está haciendo su vida. Por eso su naturaleza tiene el extraño poder de entender y manifestar lo que hace, en todas sus dimensiones, al hombre que hace y a las cosas con que hace, tà prágmata. A este poder el griego llamó lógos, que los latinos vertieron, con bastante poca fortuna, por ratio, razón. El hombre es un ser viviente dotado de logos. El logos nos da a entender lo que las cosas son. Y, al expresarlo, las da a entender a los demás, con quienes entonces discute y delibera esas prágmata, que en este sentido llamaríamos "asuntos". De esta suerte, el logos, además de hacer posible la existencia de cada hombre, hace posible esa forma de coexistencia humana que llamamos convivencia. Convivir es tener asuntos comunes. Por esto, la plenitud de convivencia es la pólis, la ciudad. El griego ha interpretado indiferentemente al hombre como animal dotado de logos o como animal político. Si el contenido concreto de la pólis es obra de un nómos, de un estatuto, y tiende a la eunomía, al buen gobierno, su existencia es, para un griego, un hecho "natural". La pólis existe, como existen las piedras o los astros.
Por medio del logos el hombre regula, pues, sus acciones cotidianas, con la intención de "hacerlas bien". El griego ha adscrito esta función del logos a aquella parte del principio vital humano que no se halla "mezclada" con el cuerpo, que no sirve para animarlo, sino, al revés, para dirigir su vida, llevándole, por encima de las impresiones de su vitalidad, al reino de lo que las cosas son de veras. Esta parte recibe el nombre de nous, mens [2]. En realidad, el logos no hace sino expresar lo que la mens piensa y descubre. Es el principio de lo más noble y superior en el hombre.
La mente tiene, para un griego, dos dimensiones. Por un lado, consiste en ese maravilloso poder de concentración que el hombre posee: una actividad que le hace patente su objeto en lo que tiene de más intimo y propio. Por esto, Aristóteles lo comparaba con la luz. Llamémosle reflexión o pensamiento. Pero no es una mera facultad de pensar que, como tal, puede acertar o errar, sino un pensamiento que, por su propia índole, va certera e infaliblemente dirigido al corazón de su objeto; algo, por tanto, que, cuando actúa plenamente por si mismo, coloca a todas las cosas, aun las más remotas, cara a cara ante el hombre, denunciando su verdadera fisonomía y consistencia por encima de las impresiones fugaces de la vida. El ámbito de la mente, dirían los griegos, es el "siempre" (Platón: Rep., 484, b4).
Pero, por otro lado, el griego jamás concibió a la mente como una especie de foco inalterable en el fondo del hombre. Es un pensar certero e infalible; pero en este respecto es una especie de "sentido de la realidad", que, como un fino pálpito, pone al hombre en contacto con lo íntimo de las cosas. Aristóteles lo comparaba, por esto, a una mano. La mano es el instrumento de los instrumentos, puesto que todo instrumento lo es por ser "manejable". Análogamente, la mente es el lugar natura de la realidad para el hombre. Por esto tiene, para un griego, un sentido mucho más hondo que el de la pura intelección. Se extiende a todas las dimensiones de la vida, a todo cuanto hay de real en ella. Este sentido es, por esto, susceptible de adiestramiento o embotamiento. Nadie carece por completo de él. Puede hallarse, a veces, paralizado (el demente); pero normalmente funciona invariablemente, según el estado del hombre, su temperamento, su edad, etc. Es algo que, por afinarse en el uso que en la vida hacemos de ello, sólo se posee, con la plenitud posible para cada cual, en la ancianidad. Sólo el anciano posee plenamente ese sentido, ese saber de la realidad, adquirido en la "experiencia de la vida", en el comercio y contacto real con las cosas.
En todo caso, obrar conforme al noûs, a la mente, es obrar asentando sus juicios sobre lo inconmovible del universo y de la vida. Este saber de lo inconmutable, de lo que es siempre, allá en las ultimidades del mundo, es a lo que el griego, al igual que todos los pueblos que han sabido expresarse, llamó sophía, sabiduría. La vida participa desigualmente de ella: desde el insensato hasta el sabio por antonomasia, pasando por el mero "prudente". Esta sofía, como experiencia de la vida, se torna a veces en una Sofía, en un saber excepcional y sobrehumano de las ultimidades de la realidad. La Sofía, así entendida, tiene para un griego una existencia estrictamente supratemporal. Es un don de los dioses. Por eso tiene primariamente carácter religioso. Los hombres son capaces de poseerla, porque tienen una propiedad, el noûs, que les es común con los dioses. Por esto Aristóteles dice todavía de la mente que es lo más divino de cuanto tenemos (Met., 1074, b16). El primitivo griego la ha concebido como un poder divino que lo llena todo y que se comunica exclusivamente al hombre entre todos los vivientes, confiriéndole su rango peculiar. Aquellos a quienes les fue concedida en forma excepcional y casi sobrehumana (982, b 28), como nuncios de la verdad, son los sabios, y su doctrina es Sofia, Sabiduría.
En realidad, he anticipado algunas ideas que lógicamente debieran venir después. Pero me pareció preferible apuntar derechamente al objetivo, aun a trueque de tener que dar inmediatamente algunos pasos hacia atrás.
En resumen: para un griego, el hombre, como ser viviente, sólo existe en el universo apoyándose en este presunto aspecto de la permanencia que su mente le ofrece. Entonces es cuando la mutabilidad de todo lo real se convierte en horizonte de visión del universo y de la propia vida humana. Y entonces también nace la sabiduría. Naturalmente, no es que los griegos hayan tenido explícita conciencia de ello. Incluso tal vez les haya sido imposible tenerla, porque lo propio del horizonte es no dejarse ver como tal para una mirada directa, a fuerza, precisamente, de hacemos ver las cosas. Pero nosotros, colocados en un horizonte más amplio, podemos darnos clara cuenta de ello.
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[2] Para no molestar al lector con excesivo vocabulario griego, traduciré casi siempre nous por mens, a pesar de la inexactitud del vocablo.
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