sábado, 14 de febrero de 2009

Sócrates y la Sabiduría Griega - III. Las Situaciones de la Inteligencia: los Modos de la Sabiduría Griega - Xabier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
III. Las Situaciones de la Inteligencia: los Modos de la Sabiduría Griega
Xavier Zubiri


Dentro de este horizonte, la sabiduría griega se ha visto envuelta en una cadena de situaciones que conviene recordar.

1. La sabiduría como posesión de la verdad sobre la Naturaleza.- En las costas del Asia Menor surge por vez primera, con Anaximandro, el tipo del gran pensador que se enfrenta con la totalidad del universo. Para referirnos, no solamente su nacimiento por la acción de los dioses o de agentes extramundanos, como aconteció en las sabidurías orientales, sino su realidad propia, la cual, sin excluir lo más mínimo dichas acciones (conviene subrayarlo taxativamente), posee, sin embargo, en sí misma una estructura unitaria y radical por el hecho de que del universo mismo, y no simplemente de los dioses, nacen, viven y a él revierten, cuando mueren, todas las cosas que existen en el cielo y en la tierra. Este fundo universal, de donde nace todo cuanto hay, es la Naturaleza, la physis. Este nacimiento se concibe por estos pensadores, con Anaximandro a la cabeza, como un magno acto vital. Y ello en dos esenciales dimensiones. Por un lado, las cosas nacen de la Naturaleza, como algo que ésta produce "de suyo" (arkhé) [3]. Por aquí la Naturaleza parece dotada de una estructura propia, independientemente de las vicisitudes teogónicas y cosmogónicas. Por otro lado, la generación de las cosas se concibe como un movimiento en que éstas se van autoconformando en esa especie de sustancia que es la Naturaleza. En este sentido, la Naturaleza no es principio, sino algo que constituye, para este primer brote arcaico del pensamiento, el fondo permanente que hay en todas las cosas, a modo de sustancia de que todas están hechas (Aristóteles: Met., 983, b13). Con la idea de la "permanencia" de ese fundo, el pensamiento griego abandonó definitivamente los cauces de la mitología y de la cosmogonía, para dar origen a lo que más tarde será la filosofía y la ciencia. Las cosas, en su generación natural, reciben de la Naturaleza su sustancia. La Naturaleza misma es entonces algo que permanece eternamente fecundo e imperecedero, "inmortal y siempre joven", como la llamaba aun Eurípides, en el fondo y por encima de la caducidad de las cosas particulares, fuente inagotable de todas ellas (ápeiron). Por esto, el griego se imaginó primitivamente la eternidad como un perfecto volver a comenzar sin menoscabo, como una perenne juventud, en la que los actos revierten sobre quien los ejecuta, para volver a repetirse con idéntica juventud. Incluso linguísticamente ha podido verse (Benveniste) cómo los dos términos de aiôn y iuvenis, eternidad y juventud, tienen una raíz idéntica (*ayu-, *yu-) que expresa la eternidad como una perenne juventud, como un eterno retorno, como un movimiento cíclico. Por esto, los grandes pensadores griegos, y todavía aun el propio Aristóteles, llamaron a la naturaleza "lo divino" (tó theion). Para las antiguas religiones politeístas, en efecto, ser divino significa ser inmortal, pero con una inmortalidad que deriva de un "inagotable" caudal de vitalidad.

La Naturaleza es también, para un griego, algo "divino theîon, en este sentido. Abarca todas las cosas: está presente en todas ellas. Y esta presencia es vital: unas veces está dormida; otras, despierta. Estas variaciones tienen carácter cíclico. Acontecen conforme a un orden y a una medida: es el tiempo (khrónos).

Los que arrancaron así al universo el velo que ocultaba su Naturaleza, revelando a los hombres lo que siempre es, se llamaron los Sabios (sophoí), o, como dice Aristóteles, "los que filosofaron acerca de la verdad". Esta verdad no consistió, en efecto, sino en el descubrimiento de la Naturaleza; por esto, al hablar de ella, Aristóteles emplea como sinónimos buscar la verdad y buscar la Naturaleza (Phys., 191, a24). Las obras de eslos sabios han sido invariablemente poemas intitulados: "Acerca de la Naturaleza" [4]. Con otro nombre, pero por el mismo motivo, Aristóteles los llamó también fisiólogos, aquellos que buscaron la razón de la Naturaleza.

Los hombres llevaron a cabo este descubrimiento por la excepcional fuerza de su mente, capaz de concentrarse y abarcar con su mirada escrutadora (es lo que significa el vocablo griego theória) la totalidad del universo y de penetrar hasta su última raíz, comunicando así con lo divino (Aristóteles: Met., 1075, a8).

El contenido de estas sabidurías (Aris., Met., 982, b15) es preferentemente lo que hoy llamaríamos astronomía y meteorología. Los fenómenos en que la Naturaleza se manifiesta por excelencia son precisamente los grandes fenómenos atmosféricos y astronómicos en que se desencadenan los supremos poderes que se ciernen sobre todas las cosas particulares del universo. Por otra parte, la teoría ha consistido primariamente en "mirar al cielo, a las estrellas". La contemplación de la bóveda celeste ha llevado a la primera intuición de la regularidad, proporción y carácter cíclico de los grandes movimientos de la Naturaleza. Finalmente, la generación, la vida y la muerte de los seres vivientes nos remiten al mecanismo de la Naturaleza. Esta se muestra sobre todo en estos tres órdenes a quien posea la fuerza para descorrer el velo que la oculta (ya Heráclito decía que a la Naturaleza le gusta esconderse). Esta es la verdad que nos procura este tipo de sabiduría.

Para apreciar en su justo valor el alcance de esta actitud, coloquémonos en la raíz de donde emerge. Trátase, en efecto, de una sabiduría; por consiguiente, de ese tipo de saber que llega a las ultimidades del mundo y de la vida, fijando su destino y dirigiendo sus actos. En ello convienen el griego, el caldeo, el egipcio y el indio.

Pero, para el caldeo y el egipcio, el cielo y la tierra son pro duetos de los dioses, que nada tienen que ver con la índole misma de aquéllos. La teogonía se prolonga así en una cosmogonías Lo que ésta nos muestra es el lugar que cada cosa posee en el mundo, la jerarquía de potestades que se ciernen sobre él. Por esto, el Sabio oriental interpreta el sentido de los eventos. El contenido de su sabiduría es, en buena parte, "presagio".

Pero en el mundo indo-europeo la mirada llegará un día a detenerse más largamente en el espectáculo de la totalidad del universo. En lugar de referirla simplemente a un pretérito y relatar su origen o de proyectarla sobre un futuro, adivinando su sentido, se detiene, "asombrada", ante él, por lo menos momentáneamente. Por el asombro, nos dice Aristóteles, nació, efectivamente, la sabiduría. En este momento, las cosas aparecen asentadas y agitándose en la mole compacta del universo. Ha bastado este momento de detención de la mente en el mundo para separar a indios, iranios y griegos del resto del Oriente. Ya no tendremos cosmogonía, o, por lo menos, su cosmogonía contendrá incoactivamente algo muy distinto. La sabiduría deja de ser presagio para convertirse además en Sofía y en Veda.

Fijémonos ahora en lo que acontece dentro de esta visión. Si atendemos a lo que dicen, el sabio griego se halla muy próximo al indo-iranio. No hay más que 'una leve inflexión, que, en proximidades casi infinitesimales al origen, es poco menos que imperceptible. Una ligera oscilación, y se tendrá la ruta que, a lo largo de la historia, llevará al hombre europeo por nuevos derroteros.

Al igual que en los primeros sabios griegos, hay, en algunos himnos védicos y en los Brahmanas y en las Upanisads más antiguas, referencias al universo en su conjunto, al todo de lo que hay y a lo que no hay. El universo entero se halla asentado en el Absoluto, en el Brahman. Pero al llegar a este punto, el indio se dirige a ese universo, o para evadirse de él o para sumergirse en su raíz divina, y hace de esta evasión, o inmersión, la clave de su existencia. Es la identidad del Atman y del Brahman. El hombre se siente parte de un todo absoluto, y a él revierte. La sabiduría del Veda tiene, ante todo, un carácter operativo. Es verdad que algún día pretenderá pasar por etapas que pueden parecerse a un conocimiento casi especulativo. Pero este conocimiento es siempre una acción cognoscitiva, orientada hacia el Absoluto, es una comunión con él. En lugar de la fisiología jónica, tenemos la teosofía y la teurgia brahmánicas.

Muy otra es la situación del sabio griego. No es que no quiera desempeñar una función rectora para el sentido de la vida. Todavía dice Aristóteles que uno de los sentidos que el vocablo Sabio posee en su tiempo es el de dirigir a los demás y no ser dirigido por nadie (Met., 982, a17). Su función rectora se asienta en un saber excelente que abarca todo cuanto existe, especialmente lo más difícil e inaccesible al común de los hombres (982, a8-12). Pero este saber no es operativo, mejor dicho, no lo es en el mismo sentido que para el indio. La sabiduría griega es un puro saber. En lugar de lanzar al hombre a arrojarse al universo o a evadirse de él, el saber griego repliega al hombre, en cierto modo, ante la Naturaleza y ante sí mismo. Y en esta maravillosa retracción, deja que el universo y las cosas queden ante sus ojos, naciendo éstas de aquél, tales como son [5]. La operación de la mente griega es un hacer que consiste en no hacer con el universo nada más que dejarlo, ante nuestros ojos, tal como es. Entonces es cuando propiamente nos aparece el Universo como Naturaleza. La operación no tiene más término que la patencia. Por esto, su atributo primario es la verdad. Si el sabio griego dirige la vida, es con la pretensión de asentarla en la verdad, de hacer al hombre vivir de la verdad [6]. Es la leve inflexión por la que la Sabiduría, como descubrimiento del universo, deja de ser una posesión del Absoluto para convertirse simplemente en posesión de la verdad de su Naturaleza. Por esta minúscula decisión nació el intelecto europeo con toda su fecundidad y comenzó a escudriñar en los abismos de la Naturaleza; el Oriente, en cambio, se dirigió hacia el Absoluto por una vía muerta en el orden de la inteligencia.

La sabiduría de los grandes pre-socráticos intenta decirnos algo de la Naturaleza, nada más que por la Naturaleza misma. En la verdad del sabio griego, el descubrimiento de la Naturaleza no tiene finalidad distinta del descubrimiento mismo; por esto es una actitud teorética. La sabiduría deja de ser primariamente religiosa para convertirse en especulación teorética.

Pero sería un profundo error pensar que esta especulación es, en los primeros pensadores griegos, algo parecido a lo que más tarde se llamó epistème, y que nosotros propenderíamos a llamar ciencia. Esta sabiduría teorética, más que una ciencia, es una visión teorética del mundo. El hecho de que los escasos fragmentos de pre-socráticos que poseemos nos hayan llegado a través de pensadores casi todos posteriores a Aristóteles, ha podido falsear nuestra imagen del saber pre-socrático. En rigor, sí poseyéramos sus escritos íntegros, probablemente se parecerían muy poco a lo que entendemos por filosofía y por ciencia. Sus contemporáneos mismos debieron sentir la acción y la palabra del Sabio como un despertar a un mundo nuevo por el asombro. Fue como un despertar a la luz del día. Y, como refiere Platón en el "Mito de la Caverna", el hombre que sale por primera vez de la oscuridad al sol del mediodía siente de pronto el dolor de la ofuscación y sus movimientos son un tanteo incierto, dirigidos, más que por la luz nueva, por el recuerdo de la oscuridad pretérita. En su visión y en su vida este hombre ve y vive en la luz, pero interpretándola desde la oscuridad. De ahí el carácter marcadamente confuso y bidimensional de esta sabiduría en estado de despertar. Por un lado, se mueve en un nuevo mundo en el mundo de la verdad, pero lo interpreta y entiende con recuerdos tomados del mundo antiguo, del mito. Así, estos sabios tienen todavía ropaje y acentos de reformador religioso y predicador oriental. Su "descubrimiento" se presenta aún como una especie de "revelación". Cuando Anaximandro nos dice que la Naturaleza es "principio", la función que le asigna se parece sobremanera a una dominación. La sabiduría misma tiene todavía mucho de regla religiosa: los hombres que se consagran a ella acabarán llevando un bíos theôrêtikos, una existencia teorética, que recuerda a la vida de las comunidades religiosas, y las escuelas filosóficas tienen aire de secta (la vida pitagórica).

Este carácter aún confuso de la nueva Sabiduría se patentiza con toda claridad en la doble reacción que se produce en las mentes en orden a la idea misma del Theòs. El "principio" de Anaximandro se prolonga en Ferécides por lo que tiene de "dominante": es la teo-cosmogonía órfica. Pero recíprocamente, este "principio", en lo que tiene de "raíz" o de physis, comienza a convertirse él mismo en Theòs: es la obra de Xenófanes. En Ferécides el esfuerzo de los jónicos vuelve a perderse en el mito. En Xenófanes, al revés, la teogonía va convirtiéndose en una especie de física jónica de los dioses, primer esbozo de la teología.

Desde sus orígenes tenemos, pues, los tres ingredientes de que jamás se verá ya privada la Sofía: una teoría (jónicos), una vida (pitagoreismo), una nueva actitud teológico-religiosa (Xenófanes). Pero estos tres elementos llevan todavía una existencia nebulosa; no ha hecho sino apuntar la nueva visión del mundo, y con ella el nuevo tipo de Sabio.

Hará falta un paso más para situar la mente del Sabio en una postura diferente.

2. La sabiduría como visión del ser.- En la primera mitad del siglo y se entra, en efecto, en una etapa decisiva. Es la obra de Parménides y de Heráclito.

Parménides y Heráclito representan, desde luego, una profunda antinomia en su concepción del universo: Parménides, la concepción quiescente; Heráclito, la concepción movilista. Claro está que las cosas no son tan simples ni tan sencillas cuando empiezan a concretarse. Pero así y todo, es innegable que la antinomia, aun reducida a sus justas proporciones, subsiste. Sin embargo, me parece mucho más importante que subrayar la antinomia insistir en la dimensión común en que se mueve su pensamiento.

Para la sabiduría de los jónicos la especulación acerca del universo condujo al descubrimiento de la Naturaleza, principio de donde las cosas emergen y, en cierto modo, sustancia en que están hechas. Pues bien: para Parménides y Heráclito, "proceder de la Naturaleza" significa "tener ser", y la sustancia de que las cosas están hechas es equivalente a "lo que las cosas son". La Naturaleza se convierte entonces en principio de que las cosas "sean". Esta implicación entre Naturaleza y ser, entre physis y eînai, es el descubrimiento, casi sobrehumano, de Parménides y Heráclito. En realidad, puede decirse que sólo con ellos ha comenzado la filosofía.

Sin embargo, es menester hacer unas cuantas observaciones acerca de esta operación intelectual.

Sería un completo anacronismo pretender que Parménides y Heráclito hayan creado un concepto del ser, por modesto que éste fuera. Ni tan siquiera es verdad que su pensamiento se refiere a lo que hoy llamaríamos el ser en general. Sería preciso bajar mucho más en la pendiente de la filosofía griega, hasta Aristóteles, para llegar a los linderos (nada más que linderos) del problema que envuelve el concepto del ser. Tampoco existe en aquellos pensadores una especulación que, sin llegar a ser concepto, se moviera, por lo menos, como diría Hegel, en el elemento del ser en general. Para Parménides, su presunto "ser" es una esfera maciza; para Heráclito, el fuego. Ello hubiera debido bastar para que, desde luego, se centrara la interpretación de sus fragmentos no sobre el ser ni sobre el ente en general, sino sobre la Naturaleza, sobre esa misma Naturaleza que nos descubrieron los jónicos. El poema de Parménides lleva, en efecto, por título: "Acerca de la Naturaleza", lo mismo que el de Heráclito. Pero aun circunscrita así la cuestión, conviene no olvidar tampoco que ni uno ni otro tratan de darnos algo que se parezca a una teoría de la sustancia de cada cosa particular, sino más bien de decimos algo referente a la Naturaleza, es decir, a lo que hay de consistente en el universo, independientemente de la caducidad de las cosas con que vivimos. Cuando, frente a esta Naturaleza, pasan ante sus ojos las cosas, no solamente Parménides, sino también Heráclito, las relegan, bien que por razones distintas, a un plano secundario, siempre oscuro y problemático, en el que nos aparecen como no siendo plenamente; por tanto, como extrañas a la Naturaleza, aunque confusamente apoyados en ella. Lo único que les interesa es, en cambio, esa misma Naturaleza, que, sustentando a todas las cosas, no se identifica con ellas.

Ambos, Parménides y Heráclito, consideran la física jónica como insuficiente, porque, en última instancia, es una concepción que, pretendiendo hablarnos de la Naturaleza, por tanto, de algo que es principio y sustento de todas las cosas usuales, termina por adscribirse exclusivamente a una sola de ellas: al agua, al aire, etc. Lo que "Acerca de la Naturaleza" van a decir Parménides y Heráclito no es eso. Lo primero que hacen es apartarse del "trato corriente" con las cosas usuales, reemplazándolo por un "saber" que el hombre obtiene cuando se concentra para penetrar en la verdad íntima de las cosas. Este hombre, que así sabe, es justamente el Sabio. Pues bien: lo que la Naturaleza sea habrá de decírnoslo la sabiduría del Sabio, pero en manera alguna las noticias corrientes de que dispone el hombre vulgar en su vida usual. "Vía de la Verdad", por oposición a "opiniones de los hombres", llamaba a esto Parménides, y Heráclito afirmaba, por su parte, que el Sabio está separado de todo.

¿De qué dispone este Sabio? Ya lo vimos anticipadamente, páginas atrás: de eso que el griego llamó nous (y que nosotros hemos llamado, por de pronto, mente), y que, para matizar el nuevo sesgo de la Sabiduría, habría que traducir por "mente pensante". Pero este pensamiento no es un pensar lógico, no es un razonamiento ni un juicio. Si se quiere emplear la terminología escolar al uso, tendríamos que apelar más bien a una "aprehensión" de la realidad. Sólo más tarde los discípulos de Parménides y de Heráclito traducirán esta aprehensión en juicios. Ya veremos por qué.

Esta mente pensante tiene presentes ante sus ojos todas las cosas, y lo que en ellas aprehende es algo radicalmente común a todo cuanto hay.

¿Qué es esto común a todo? Lo propio de la mente pensante no es ser una facultad de pensar, que lo mismo puede acertar que errar, sino el poseer una especie de tacto profundo y luminoso que nos hace ver certera e infaliblemente las cosas. Por esto lo que nos otorga son las cosas en su realidad. efectiva; dicho en términos escolásticos, su objeto formal sería la realidad efectiva. Y esto es lo común a todo cuanto hay.

Parménides y Heráclito consideran ambos que las cosas, independientemente de que sean de una u otra manera para los efectos de la vida usual, tienen, ante todo, realidad: son. "Lo que hay" se convierte idénticamente con "lo que es". La Naturaleza consistirá, por tanto, por así decirlo, en aquello en virtud de lo cual hay cosas. Es obvio entonces que, como raíz de que las cosas "sean" se le llame to eón, "lo que está siendo". Con razón observa Reinhardt que el neutro representa aquí una primera forma arcaica de lo abstracto. Las cosas calientes tienen en sí "lo caliente". Las cosas que hay tendrán, análogamente, sí se me permite la expresión, el "está siendo". Y añado el "está" para subrayar la idea de que "ser" significa algo activo, una especie de efectividad. Al decir, por ejemplo, "esto es blanco", queremos dar a entender que el "es" tiene, en cierto modo, una acepción activa, según la cual el "blanco" no es un simple atributo volcado sobre el sujeto, sino resultado de una acción que emana de éste: la de hacer blanca a la cosa, o hacer que la cosa "sea blanca". El "es" no es una simple cópula, ni "ser" un simple nombre verbal. Trátase estrictamente de un verbo activo. Pudiera ponerse en su lugar "acontecer", en el sentido de ser algo que tiene realidad. Pues bien: la manera cómo conciben la Naturaleza Parménides y Heráclito actualiza, aun sin proponérselo, un sentido del ser como realidad. No se paran a darnos un concepto de este "es" físico. Pero su sentido queda plasmado en el término a que esta vía conduce. Este sentido subyacente, pero acusado en sus resultados, es lo que hay de filosofía en la física de Parménides y de Heráclito; pero, repito, sin que sea algo temáticamente pensado bajo la forma de concepto.

La diferencia entre Parménides y Heráclito surge cuando se precisa el sentido activo del "es".

Para Parménides, las cosas del universo "son" cuando tienen consistencia, cuando son fijas, estables y sólidas. Realidad física equivale a fijeza sólida, a solidez. Todo cuanto existe es real en la medida en que se apoya en algo estable y sólido. La Naturaleza es lo único (mónon) que plenamente "es", es el único sólido verdaderamente tal, esto es, plenario, sin lagunas ni vacíos. El no ser es vacío y distancia. La Naturaleza de Parménides es una esfera compactas Sólo ella merece plenamente el nombre de "ser"; no así las cosas maleables de nuestra vida usual.

Para Heráclito, en cambio, ser equivale a "haber llegado a ser". El célebre devenir de Heráclito no es el movilismo universal, tal como lo afirmará más tarde Kratylos, sino un gígnesthai, un verbo cuya raíz posee el doble sentido de generación y acontecimiento, de un "estar produciéndose". Pero, en este caso, también "está destruyéndose". Y en ambas dimensiones, las cosas "están"; si se quiere, "se sostienen". La sustancia establece de donde todo emerge, la Naturaleza, es fuego. El fuego es un principio que no produce unas cosas, sino nutriéndose del ser de otras, destruyéndolas. Es un principio superior, en cierto modo, al ser y al no ser, puesto que de él arrancan ambos. Es a un tiempo y en un solo acto, fuerza de ser y de no ser: el fuego no subsiste más que consumiendo unas cosas (principio de no ser), precisamente para que por ese mismo acto cobren su ser otras (principio de ser). No es la unidad dialéctica del ser y del no ser, sino la unidad cósmica de la generación y destrucción en una única fuerza natural. Cada cosa procede así de su contraria. Y a esta interna "estructura" es a lo que Heráclito llamó harmonía.

Pero, prescindiendo del contenido antitético de ambas concepciones, hay algo en cierto modo común a ellas, y más importante que su propia diferencia. Entendiendo el ser como un "estar", la fuerza que hace que "estén ahí" las cosas es o bien una pura fuerza de ser (Parménides), o bien una fuerza de ser y de no ser (Heráclito). Empleando, pues, una denominación a priori, podríamos decir que la Naturaleza es algo así como una estable "fuerza de ser". Todavía en Platón se hablará del ser como dynamis, fuerza o capacidad.

Y esta "fuerza de ser" se le muestra al hombre en un especial "sentido del ser", que es, por esto, un principio de verdad. Para Parménides y Heráclito, este sentido, llámesele mente pensante o logos, o la interna articulación de ambos, es, ante todo, un principio cósmico. En Parménides la cosa es clara. Y no lo es menos para el logos de Heráclito. El logos es, en el hombre, algo que dice una cosa con muchas palabras, y las muchas palabras sólo se convierten en logos por algo que hace de ellas un uno. Tomada la cosa desde lo que el logos dice, desde lo dicho, esto significa que cada una de las cosas expresadas por las palabras sólo es real cuando hay algún vínculo que la sumerge en ese todo unitario, cuando es una emergencia de él. Y este vínculo es el "es", que refiere cada cosa a su contraria. Por eso concibe Heráclito el logos como la fuerza de unidad de la Naturaleza, cuya estructura de contrariedad está sometida a plan y medida.

El hombre tiene una parte en este logos y en esta mente: se le revelan como una especie de voz interior o de guión interno, que refleja y expresa desde el fondo de nosotros mismos lo que las cosas son, aquello a que hemos de atenernos cuando queremos hablar de veras de ellas. Nuestra mente y nuestro logos son, por esto, principio de Sabiduría. Por diferente que sea la concepción del Sabio a que hayan llegado Parménides y Heráclito, coinciden esencialmente en que, a partir de este instante, la Sabiduría queda adscrita a la visión de lo que las cosas son. El Sabio va dirigido al descubrimiento del ser. Sólo puede saberse lo que es. Lo que no es no puede ser sabido.

Para entender bien lo que esta concepción significa, recordemos una vez más que el primitivo fisiólogo empleaba la idea de physis y phyein, naturaleza y nacimiento, en su acepción más concreta y activa. En ella van envueltas dos dimensiones. Por un lado, el que las cosas "nazcan de" o "mueran en". Por otro, el término de este proceso es que las cosas lleguen a ser o dejen de ser. Pensemos que de la misma raíz de donde deriva el vocablo "génesis" procede la forma verbal que expresa el acontecer. Los jónicos emplearon el verbo gignomai, engendrar o acontecer, en una forma que no va adscrita disyuntivamente a ninguno de ambos sentidos, y que, por lo mismo, significa todavía ambos a la vez, mientras se mantengan unidos en su raíz común; pero esta raíz común, que es lo único en que los jónicos pensaron plenamente, apunta a elegir entre una de estas dos posibilidades.

Pues bien: considerada la Naturaleza en su primera dimensión, llegamos a la visión de un todo de donde nacen las cosas y de donde se nutren sustancialmente. Cada cosa es, así, un "engendro" de este todo. Este es el cauce por donde han discurrido también los Vedas y las Upanisads más antiguas, partiendo éstas del todo, como Brahman.

Pero el pensamiento griego ha seguido más bien la segunda dimensión posible del nacer, del gignomai. La Naturaleza aparece entonces más bien como una "fuerza de ser". Lo dinámico de la fuerza queda conservado, pero se vuelca totalmente en "ser".

La primitiva literatura filosófica india no se apoya en el verbo as-, ser, sino en el verbo bhu-, equivalente al phyein griego, con el sentido de nacer y engendrar. Toda la exuberante riqueza de matices intelectuales de las cosas se expresa por las innumerables formas y derivados a que da lugar el segundo verbo. Las cosas son bhuta-, engendros; el ente es bhu-, el nacido, etc. El verbo as- no tiene, en cambio, más misión que la de una simple cópula sin consecuencias. Tan sin consecuencias, que el pensamiento indio jamás llegó a la idea de esencia. No es que el Vedanta carezca en absoluto de algo equivalente a nuestra noción de esencia. Pero no es sino una remota equivalencia. Para los griegos la esencia es una característica puramente lógica y ontológica: es lo que corresponde en las cosas a su definición y lo que les da su naturaleza propia. En cambio, el indio supedita siempre estas nociones a otras más elementales y de distinto carácter. Para él, la esencia es ante todo el extracto más puro de la actividad de las cosas; en el mismo sentido en que empleamos todavía hoy el vocablo cuando hablamos de una esencia en perfumería. Hasta tal punto, que una de las más primitivas denominaciones de lo que nosotros llamamos esencia, es rasa-, que propiamente significa savia, jugo, principio generador y vital. Esta diferencia trasciende hasta la idea misma del ser. Mientras para Parménides, y aun para todos los griegos en general (dicho en términos un poco esquemáticos), la característica del ser es estar, persistir y, por tanto, ser inmutable, no cambiar (akineton), para el Vedanta el ser (sat-) es más bien lo que se posee a sí mismo en perfecta calma, en paz inalterable (shanti-). Esta contraposición entre la quietud eleática y la calma o paz vedántíca no puede olvídarse a beneficio de analogías externas, y evitará el confundir precipitadamente ón y sat-. El pensamiento indio es la realidad de lo que hubiera sido Grecia, y, por tanto, Europa entera, sin Parménides ni Heráclito: en términos aristotélicos, una especulación sobre las cosas por entero, sin llegar jamás a hacer intervenir el "son"; algo que, muy remotamente nada más, recuerda la gnosis.

Ha bastado esta ligera variación en el objeto del pensamiento para dar lugar a Parménides y Heráclito.

Interpretando el Brahman como alma universal (identidad del atman y del brahman) el indio llegó a una especie de ontogonía. Tomando la Naturaleza como una fuerza de ser, llegaremos a una ontología.

Pero antes hay que dar un paso más. Será la obra de las generaciones inmediatamente posteriores a las Guerras Médicas. Mas, desde ahora, la Sabiduría ya no será una simple visión de la Naturaleza, sino una visión de lo que las cosas son, del principio y sustancia que las hace ser, de su ser.

3. La Sabiduría como ciencia racional de las cosas.- Las generaciones posteriores a las Guerras Médicas recogerán, en efecto, el fruto de esta gigantesca conquista.

La nueva vida creada en Grecia enriquece enormemente lo que había sido el mundo usual de los griegos hasta entonces. Ante todo, conviene citar, para nuestros efectos, el desarrollo paulatino de un cierto número de saberes en apariencia modestos, cuya importancia creciente va a ser un factor decisivo de la vida intelectual helénica. A estos saberes especiales se les llamó tékhnai; nosotros lo traduciríamos por técnicas. Pero los griegos entendían el vocablo en un sentido completamente distinto. Para nosotros, técnica es un hacer. Para el griego es un saber hacer. El concepto de tékhne pertenece al orden del saber, hasta el punto de que, a veces, Aristóteles aplica ese nombre a la Sabiduría misma. Estos saberes se refieren principalmente al saber curar, saber contar, saber medir, saber construir, saber dirigir batallas, etc. De tiempo atrás venía ya haciéndose esto; pero ahora estos saberes van a comenzar a ir tomando cuerpo. Y se encuentran los hombres de esta época, junto a las piezas de Sabiduría antigua y ejemplar, con estos saberes, aplicados no como aquélla, a la mole ingente y divina de la Naturaleza, sino a esos objetos urgentes para la vida, y que la Sofía descalificó arrojándolos fuera del orbe del ser.

La modificación profunda que la Sofía primitiva ha padecido por la obra de los jónicos invade en cierto modo la conciencia pública. La creación de la tragedia clásica pone de relieve esta nueva situación. Sean cualesquiera sus orígenes, y al margen de las varias interpretaciones a que sus elementos puedan dar lugar, no hay la menor duda de que en Esquilo y en Sófocles la tragedia constituye, entre otras cosas, un medio de transmitir al público la Sabiduría acerca de los dioses y de los hombres. Pero una transmisión cuyo carácter peculiar pone, una vez más, al descubierto diferencias que afectan a la estructura misma de la Sofía. Mientras los nuevos sabios intentan un tipo de sabiduría que se refiere a la Naturaleza, la tragedia se refiere más bien al primitivo fondo religioso de la Sabiduría. Y los dos tipos comienzan a denunciar sus divergencias, en el procedimiento mismo de que se sirven para transmitir su contenido. Los nuevos sabios se apoyan en el ejercicio de la mente; los trágicos, en la impresión, en el páthos. Puede decirse que mientras la obra de los filósofos fue la forma noética de la Sabiduría, la tragedia representa la forma patética de la Sofia. Más tarde la sabiduría noética invadirá de tal modo el alma de los atenienses, que su fondo religioso quedará, aun en la tragedia misma, relegado a una simple supervivencia poco operante: fue la obra de Eurípides.

Pero hay más. No solamente se contrapone la nueva Sabiduría a la Sabiduría religiosa, sino que dentro de aquélla, dentro de la Sabiduría noética, las tékhnai, las técnicas, los saberes de que el hombre es descubridor y ejecutor en la vida usual, van a crear una nueva situación a la filosofía. El volumen que han logrado hace difícil mantener esta situación.

Se siente vivo el choque entre el nous y la tékne, la técnica. Hasta ahora los dioses habían entregado al hombre todo menos el nous, órgano que descubre el destino y la suerte de los eventos. Ahora el nous no pretenderá ciertamente suplantar a los dioses en este cometido, pero atm dentro de un área más limitada y circunscrita, todo hombre ateniense, y no sólo el Sabio, se siente dotado de esa facultad divina, siquiera sea para la creación de estos modestos saberes cotidianos que son los saberes técnicos. Los griegos sintieron súbitamente, sin embargo, una especie de endiosamiento: un dominio hasta ahora privativo de los dioses pasa a manos de los hombres. La cosa fue más compleja de lo que a primera vista pudiera parecer. Compárese en este respecto el Prometeo encadenado de Esquilo con la Antígona de Sófocles, y se verá la nueva ruta que estos saberes técnicos van a obligar a emprender al pensamiento ateniense. En Esquilo las técnicas se presentan como un rapto a los dioses, y, por tanto, algo que en última instancia viene de ellos. Pero en la generación siguiente, en Sófocles, los saberes técnicos son una creación de los hombres, una invención para la que están capacitados por su propia naturaleza. Y esto obligó a cambiar el panorama de la Sabiduría misma. No sólo hay una escisión entre la Sofía religiosa y la Sofía noética, sino que, además, esta última va a discurrir por cauces nuevos. Junto a las creaciones de los grandes Sophoí, tenemos la Sabiduría que consiste en descubrir y usar de la physis de las cosas.

Quizá en ningún punto es más visible el contraste que en la tékhne iatrike, en la medicina, la primera, por su volumen y desarrollo de las técnicas de nueva creación. No es que la Sabiduría tradicional no ocupe un lugar central en el Corpus Hippocraticum. Todo lo contrario. El tratado pseudohipocrático Acerca del número siete es precisamente el exponente de esta interpretación cósmica de la naturaleza humana. Se establece un riguroso paralelismo entre la estructura del cosmos y la del cuerpo humano. Por vez primera aparece la idea y el vocablo microcosmos aplicado al hombre, por lo menos en forma precisa y no puramente metafórica. Macrocosmos y microcosmos poseen isonomía, y de aquí la idea de simpatía que constituirá una base inconmovible de la medicina y hasta de toda la Sabiduría griega, sobre todo en la época del helenismo. Digamos de paso que el problema histórico que plantea este pequeño tratado es de insospechada envergadura. Hay un paralelismo, muchas veces literal, con textos iranios en que se conservan trozos del perdido Damdat-Nask. Un examen filológico minucioso prueba la anterioridad del texto iranio respecto del griego [7]. La idea griega de isonomía se debe, pues, al influjo del Irán sobre Grecia, probablemente a través de Mileto. Es el único hecho y documento fehaciente en el célebre problema de las relaciones entre Grecia y Asia.

Junto a esta concepción básica, y fundados en buena parte en ella, algunos escritores hipocráticos revelan la nueva idea del mecanismo de la salud y de la enfermedad. Así, en el tratado Acerca del morbo sacro, la epilepsia. Aquí es donde aparece con todo su empuje el nuevo problema que se plantea a los pensadores griegos, y su distanciamiento cada vez mayor de otros pueblos, como la India. Para Hipócrates la epilepsia no es una enfermedad más ni menos divina que las demás. Esto no nos interesa para nuestro problema. Lo decisivo es la actitud general que con este motivo toma Hipócrates ante la enfermedad. Hipócrates no duda de que la Naturaleza sea obra de los dioses, pero estima que tratar de obtener efectos naturales ofreciendo sacrificios a aquéllos no es devoción sino impiedad, porque equivale a pretender que los dioses anulen su gran obra, la Naturaleza. Sólo el estudio de la Naturaleza capacita al hombre para la creación de su técnica médica. Recordemos ahora qué distinta va a ser la ruta que casi al mismo tiempo que Hipócrates van a emprender los Brahmanes indios. No sólo el sacrificio continúa ocupando un lugar central en su concepción del mundo, sino que su fuerza va a ser decisiva. El sacrificio es algo a que se hallan sometidos hasta los propios dioses. De aquí la sustantivación y divinización de la fuerza inherente al sacrificio, hasta convertirla en divinidad radical y última estructura del universo. El cosmos entero no es sino un ingente sacrificio, y los sacrificios que los hombres ofrecen a sus dioses son compendio y comunión, a un tiempo, con la física cósmica. Mientras la India llegará a su metafísica por las vías cada vez más ricas y complicadas del saber operativo, Grecia dedicará su saber puramente teorético a la interna estructura de las cosas, primero de la Naturaleza y después las cosas usuales de la vida, a las que se consagrará con ardor el nous técnico.

Este mundo usual, tan rico y fecundo, no puede quedar fuera de la filosofía. "Las cosas", en su sentido primario, no son solamente la Naturaleza, los seres naturales (physei ónta); cosas son también esas de que el hombre se ocupa en la vida y de que se sirve para satisfacer sus necesidades o para solazarse. En este sentido, el griego las llamó prágmata y khrérnata. Y son estas cosas las que plantean a la filosofía un agudo problema.

Pero en la misma obra de Parménides y Heráclito hay algo que va a permitir salvar la nueva realidad. La Sabiduría, recordémoslo, es un saber acerca de las cosas que son. El órgano con que llegamos a ellas, la mente pensante, consiste, a su vez, en hacernos ver que las cosas son, efectivamente, de una u otra manera. Vencidas las dificultades primeras con que tropieza la filosofía de …feso y de Elea, queda flotando en el ambiente, como resultado de esta especulación, el "es", el "ser".

Ya hice observar que, para Parménides y Heráclito, este vocablo poseía aún un sentido activo oriundo del phyein y del gignomai, nacer. Sin embargo, ahora, gracias a la obra de aquellos dos titanes del pensamiento, el "es" adquiere una sustantividad propia, se independiza del "nacer" y cobra un uso y un sentido cada vez más alejado de este último verbo. El proceso intelectual en que esto acontece caracteriza la labor de estas tres generaciones a partir de Empódocles. Proceso que transcurrirá en dos sentidos perfectamente convergentes.

Por un lado, tanto Parménides como Heráclito, al especular sobre la Naturaleza de los jónicos, la entendieron, según vimos, como "lo que está siendo", lo que es la fuerza misma del ser. Dejemos de lado, por el momento, el aspecto negativo de la cuestión, es decir, ese mundo descalificado por el Sabio como algo que, en última instancia, no "es" plenamente. Si nos fijamos en el aspecto positivo, sobre todo en lo que Parménides nos dice "acerca de lo que es", nos encontraremos con que este "es", que aún tiene en el filósofo de Elea un sentido activo, va a atraer la atención de sus sucesores en forma tal, que perderá su sentido activo para significar tan sólo el conjunto de caracteres constitutivos de "lo que" es: algo sólido, compacto, continuo, uno, entero, etc. El "es" se refiere entonces tan sólo al resultado y no a la fuerza activa que conduce a él. Así, "des-naturalizado", es decir, con entera independencia de la Naturaleza y del nacer, el "es" conduce a la idea de cosa. Es sabido que ya en indoeuropeo, el proceso primario que condujo a la formación de los nombres abstractos no fue una "abstracción" de propiedades, sino antes bien la sustantivación de ciertas acciones de la naturaleza o del cuerpo y de la psique humanos: el "viento" es primitivamente el acto sustantivado de "estar venteando" (permítasenos no entrar en mayores precisiones). Y al sustantivarse, el mundo mismo queda, en cierto modo, escindido entre "cosas", de un lado, y de otro, "sucesos" que acaecen a las cosas, o acciones que ellas ejecutan. Con lo cual las cosas pierden, incluso semánticamente, el sentido activo de la acción que empezaron por sustantivar y del nombre que sirvió para designarías: el viento es entonces una cosa [8]. Pues bien: ya creo que, desde un punto de vista meramente semántico, este proceso culmina en la idea misma del ser que introducen Parménides y Heráclito. Las cosas nacen y mueren; entretanto "están siendo". La sustantivación de este acto es la primera vaga intuición de la idea del ser: tó eón es el "estar siendo" de un impersonal. Pero esta acción al sustantivarse produce una grave escisión. De un lado, el "estar siendo" se convierte en "lo que es", el ente; de otro, hay la vicisitud ontológica de "llegar a perdurar en, o dejar de" ser de eso que es. El ser pierde su carácter activo: es la idea de cosa; y los procesos físicos son simples vicisitudes adventicias de las cosas.

Pero entonces ya no se percibe el menor inconveniente en que haya muchas cosas. Las cosas usuales de la vida dejarán de lado su carácter usual para convertirse en "cosas" a secas, las khrémata serán inmediatamente tà ónta, entes. Con lo cual el mundo en que todos vivimos, y que quedó inicialmente descalificado, vuelve a entrar, en la filosofía, en una nueva forma: la de las "muchas cosas". La idea de cosa ha nacido, pues (y esto es lo esencial en que me interesa insistir), en el momento en que el "es" ha dejado completamente a espaldas la dimensión activa procedente del "nacer", para adscribirse exclusivamente a una de las varias posibilidades incoactivamente implicadas en dicho verbo: la que se refiere a la condición del objeto "nacido" o "engendrado".

Pero, por otro lado, hay algo más. El saber, veíamos, era, para Parménides y Heráclito, solamente saber lo que es. Esto significó que, así como la naturaleza es "lo que está siendo", así también la mens es un "sentido del ser" que se afirma por sí mismo en la realidad. El "es" fue así, en cierto modo, la sustancia misma de la mente y del logos. Pues bien: al independizarse el "es" del "nacer", se independiza también de esta realidad humana. Así, "des-animado" y "des-mentado", adquiere un rango autónomo: el "es" como cópula. Hasta ahora no había desempeñado función ninguna en filosofía. Pero ahora va a entrar en ella por la puerta que le abrieron Parménides y Heráclito. El pensar, además de ser impresión y visión, será afirmación o negación. El soporte del "es" será entonces preferentemente el logos: el logos de la vida usual, el que dice lo que en ella piensa el hombre y que sirvió para definirlo, entrará a su vez en la filosofía como "afirmación y negación".

Y los dos desarrollos que adquiere el "es", al perder el sentido activo que poseía por su primitivo arraigo en el "nacer" y en la mente pensante, convergen de modo singular. El "es" de la cópula se entenderá, ante todo, como el "es" de las cosas y recíprocamente. Con lo cual se produce una situación completamente nueva: la afirmación o negación sobre las cosas.

Evidentemente, apresurémonos a decirlo, en este momento no se especula ni sobre la idea de cosa ni sobre las afirmaciones acerca de las cosas. Pero la especulación recae sobre "cosas" y va orientada a ellas, en tanto que expresadas en una afirmación o negación. Este es el producto genial del nuevo espíritu.

Para concretar: tomemos, ante todo, la cuestión por el lado de las cosas. Se mantiene, desde luego, por lo menos en principio, con Empédocles y Anaxágoras la idea de Naturaleza concebida como raíz de aquéllas. Sólo la Naturaleza merecerá, pues, propiamente el título de "ser" con verdad y plenitud. A su lado, es verdad que ninguna de las cosas de este mundo usual es, en última instancia, "cosa" en su sentido plenario; y, precisamente por no serlo, su nacimiento y su muerte no podrán interpretarse como una verdadera generación, sino como simple composición y descomposición, lo cual implica, en cambio, la existencia de muchas otras verdaderas cosas. La Naturaleza contiene "muchas cosas", esta vez en sentido estricto, de cuya combinación resultan las cosas usuales. Cada una de aquéllas será una verdadera cosa en el sentido de Parménides. Al aplicar, pues, la idea de cosa al mundo usual, el griego se ve inexorablemente compelido a continuar descalificándolo, pero esta vez disolviéndolo en una multiplicidad de verdaderas cosas, cuyo conjunto apretado constituye la Naturaleza. Empédocles llamará a estas "cosas verdaderas" las "raíces de todo", que supuso eran cuatro. Anaxágoras las llamó "semillas", y creyó que eran infinitas, pero sin separación; de suerte que en todo trozo de la realidad, por pequeño que sea, hay algo de todo. Una generación más tarde, Demócrito seguirá considerándolas como infinitas en número, pero separándolas para ello por el vacío, cuya realidad se proclama entonces por primera vez: es la idea del átomo. La generación siguiente, con Arquitas, recurrirá más bien a una especie de puntos de fuerza inextensos, pero extensibles. Platón llamará genéricamente a todas estas últimas cosas "elementos" (stoikheóa). Entender las cosas será conocer cómo se hallan compuestas de estos elementos. Empédocles y Anaxágoras hablarán entonces de las cosas usuales como predominios de unas raíces o semillas sobre otras; Demócrito, de combinaciones de átomos; Arquitas, de configuraciones geométricas. En todo caso, las cosas usuales estarán caracterizadas por lo que, desde Demócrito, se llamó esquema o figura (skhéma, eódos).

El órgano que lleva a cabo esta interpretación del universo es el logos, que afirma o niega una cosa de otra. Por lo pronto, se entenderá que cada uno de los términos de la afirmación es, a su vez, una "cosa", ser y no ser será estar unido y separado. Afirmar o negar no será más que unir o separar con el logos. Así dirá, por ejemplo, Empédocles que las aves son, sobre todo, fuego. La "cosa-fuego" es, por un lado, el ser del ave; pero, por otro lado, nos da a entender lo que el ave es. El logos, que significó primeramente decir o entender, ha pasado a significar entonces lo entendido; y por esto el fuego es, a la vez que ser del ave, razón suya. A esta razón el griego continuó llamándola logos. Un logos que es de la cosa, antes que del individuo que la expresa. Es, como diría un griego, el logos del ón, del ente; por tanto, algo que pertenece a la estructura de éste. Ha nacido el mundo del logos. La idea de las muchas cosas lleva a la idea del ser como razón, a la idea de la racionalidad de las cosas. Una idea preparada ya por la "medida" de Heráclito, pero que solo ahora adquiere pleno desarrollo.

Porque a partir de este nuevo estadio, el lugar natural de la realidad verdadera será la razón. Y comenzará a funcionar por vez primera esa maravillosa combinación de razones, de lógoi que llamamos raciocinio. Esta fue la obra, sobre todo, de Zenón; en manera alguna, como suele decirse, de Parménides. Claro está que en forma rudimentaria. Para esta primera forma arcaica de la lógica, afirmar o negar será unir o separar cosas. De ella surgieron las célebres aporías de Zenón. Cualquiera que sea su último sentido, de aquí ha de partir toda interpretación suya. Reconocemos ya, en esta lógica, el gigantesco brinco que habrá de dar más tarde Aristóteles para descubrir, junto a las cosas, sus "afecciones o accidentes", con lo cual cambiará de alto en bajo el cuadro del logos y creará el edificio de la lógica clásica.

En las generaciones siguientes, la de Demócrito y la de Arquitas, este instrumento dará los primeros productos espléndidos del espíritu ateniense: la matemática, la teoría de la música, la astronomía; y comenzará a codificarse también la teoría de los temperamentos. Sólo un par de veces cruzará por el mundo del logos un sintomático estremecimiento. Allá cuando Platón pregunte si los elementos de la razón son, a su vez, racionales, o cuando Theetetos descubra racionalmente, en la raíz cuadrada de dos, la realidad de lo irracional. Poco importa.

En estas tres generaciones, que se han sucedido apretadamente, se ha operado una enorme creación mental. Las cosas han cobrado estructura racional: ser es razón. La mente se ha convertido en entendimiento y volcado en el logos: el "es" ya no es objeto de visión, sino de intelección y de dicción. La Sabiduría ha dejado de ser una visión del ser para convertirse en ciencia: el Sabio irá apartando progresivamente su mirada de la Naturaleza para fijarse en cada cosa; la Naturaleza, con mayúscula, cederá el paso a la naturaleza con minúscula. Cada cosa tiene su naturaleza. Descubrirla racionalmente es la misión del Sabio; el sabio será, desde ahora, el científico. Aristóteles nos refiere, efectivamente, que se llama también sabio al que tiene una ciencia estricta y rigurosa de las cosas (Met., 982, a13).

Es la obra de ese minúsculo factor que se ha deslizado en la mente europea para atenazaría sin descanso: el "es".

4. La Sabiduría como retórica y cultura. A raíz de las Guerras Médicas, no sólo se desarrollan los nuevos saberes que dieron origen a la constitución de la ciencia. También, y principalmente, cambia la posición del ciudadano en la vida pública, y con ella nace una nueva tékhne, un nuevo saber técnico: la política. El logos del hombre no es sólo facultad de entender las cosas: es también, según indicamos, lo que hace posible la convivencia. Se convive, en efecto, cuando hay asuntos comunes. Y ningún asunto se hace común sin dar una cierta publicidad al pensamiento de cada cual. Vimos en el párrafo anterior cómo entró en la filosofía cada cosa con el logos que la enuncia. Pues bien: va a entrar también en ella el logos de cada uno de los ciudadanos. Y por esta segunda dimensión del logos la filosofía irá a parar a regiones insospechadas. Tal va a ser, en parte, por lo menos, la obra de la Sofística, con Protágoras a la cabeza. No es que la sofística sea exclusiva, ni tan siquiera primariamente filosofía; pero indiscutiblemente envuelve una filosofía explícita unas veces, implícita otras.

Desde luego, en lo que tiene de filosofía, la sofística, por paradójico que ello pudiera parecer, es posible gracias a Parménides y Heráclito. Recordemos una vez más cómo el "es" se independizó de su sentido activo, tanto en las cosas como en el pensar. Consideremos ahora este pensar, no en cuanto enuncia cosas, sino de su función pública, en el hablar. ¿De qué se habla? De cosas. Pero las cosas que constituyen la vida pública son los "asuntos". La ciencia interpretó inmediatamente, según vimos, estas prágmatas y kherÍmata como ónta; instrumentos, utensilios y medios de vida fueron, ante todo, "cosas". Ahora, en cambio, eso que la ciencia llamó "cosas" pasa a segundo plano: lo primario son las cosas en el sentido de que nos ocupamos y nos servimos de ellas. Y, en este sentido más amplio, son cosas muchas que no lo son como entes: por ejemplo, los asuntos, la ciencia misma. De las cosas, así entendidas, es de lo que los hombres hablan entre sí. En la vida ciudadana tendrán una función central las horas de la skhole, del ocio o reposo de los "negocios"; y allí, en el ágora, en la plaza pública, el ciudadano, "liberado" de sus negocios, se dedica a "tratar" de sus asuntos concernientes a cosas. Es la vida pública o política.

Pues bien: el "es" de la conversación va a ser el "es" de las cosas tales como aparecen en la vida usual. El logos de la conversación no es una simple enunciación, sino que expresa una aseveración frente a la de los demás interlocutores. El "es" refleja entonces lo que hace posible la conversación, aquello a que toda aseveración tiende y ante quien toda aseveración va a inclinarse. Cuando el "es" adquirió rango propio en la intelección se tuvo la afirmación o negación de cosas. Cuando el "es" se introduce temáticamente en el diálogo, significa más bien "que es", esto es, la verdad. Cada aseveración pretende ser verdadera, pretende nutrirse del "es" y apoyarse en él. El "es" es lo común a todos, el "con" de la convivencia. Gracias a él, la simple elocución se torna en diálogo. Es menester no olvidar esta conexión para interpretar el sentido de lo que va a acontecer: la lógica, como teoría de la verdad, nació esencialmente del diálogo. Razonar fue, ante todo, discutir.

El "es", como verdad, afecta primariamente al decir y al pensar mismos. Junto a las obras de sus contemporáneos Empédocles y Anaxágoras intituladas "Acerca de la Naturaleza", una de las obras de Protágoras se llamará "Acerca de la Verdad". Claro está que ya Parménides había hablado de la vía de la verdad. Pero allí la verdad era el nombre del camino que conduce a las cosas; aquí ha pasado a significar el nombre de las cosas en cuanto averiguadas por el hombre. Y esto lleva al problema del "es" por nuevos derroteros. Porque mientras el hombre no hace más que contemplar las cosas y enunciarías, no tiene ante sus ojos sino las cosas. Pero en cuanto dialoga, eso que las cosas son transparece a través de lo que otro dice. Lo que inmediatamente tengo entonces ante mis ojos no son las cosas, sino los pensamientos del otro. Los problemas del ser se convierten automáticamente en problemas del decir. La razón de las cosas deja el paso a mis razones personales. Hasta el punto de que la primera intuición de que algo es verdad proviene de algo en que todos están de acuerdo.

Si todos dijeran lo mismo, no habría cuestión. Pero lo grave es que hay cuestiones precisamente cuando los hombres, al querer vivir de las cosas mismas, se encuentran en mutua discordia. La conversación servirá, en principio, para ponerlos de acuerdo. He ahí el hecho fundamental de que partiera Protágoras. El "es" sólo hace posible la convivencia salvando lo que dice cada cual. De aquí derivan dos consecuencias.

Primeramente, la discordia pone de manifiesto que el "es", como principio del diálogo y fundamento de la convivencia, significa la "manera de ver las cosas". Ser significa "parecer". A cada cual, este es el sentido del diálogo, le parecen las cosas de una cierta manera. Pero no se trata de un subjetivismo. Se trata precisamente de todo lo contrario: de que no puede hablarse de lo que las cosas sean o no, sino en la medida en que los hombres se refieren a ellas. Esta referencia es esencial a las cosas usuales de la vida y lo que las constituyen en tales. Lo que en ella acontece es simplemente que las cosas "aparecen" ante el hombre. El ser de las cosas usuales de la vida significa para estos hombres "aparecer". Algo que no apareciera ante nada ni ante nadie no sería una cosa de la vida. El criterio del ser y del no ser de las cosas como khrémata, como cosas usuales, es el aparecer ante los hombres. Esta es la célebre frase de Protágoras. En ella se enuncia algo trivial e inobjetable: la vida del hombre es la piedra de toque del ser de las cosas con que en la vida tratamos.

Este "es" de las cosas así entendidas va a tropezar inmediatamente con el ser de las cosas en el otro sentido, como existentes en la Naturaleza. Entonces, Protágoras va a intentar hacer de Sabio a la antigua. Va a querer fundamentar "científicamente" las cosas de la vida. Tomadas como cosas existentes en la Naturaleza, la afirmación de Protágoras lleva a hacer del "es" una relación, un prós ti, como decía Sexto Empírico al exponer la doctrina del sofista de Abdera. La realidad "física" de las cosas no es más que relación. Nada es algo en sí mismo; lo es tan sólo por su relación con otro. Y en este sistema de relaciones hay, para los hombres, una que es decisiva: la del "aparecer". Las cosas "aparecen" ante el hombre; al hombre le "parecen" ser de cierta manera. El ser como relación se hace patente en el saber como opinión, como dóxa. No es un subjetivismo ni un relativismo, sino un relacionismo.

Pero hay otra consecuencia tan grave como la primera. No se trata de tomar las opiniones como enunciados verbales, sino como afirmaciones que pretenden ser verdad, que emergen, por tanto, del ser de las cosas. Salta a la vista entonces que, sí hay opiniones diversas, es porque hay una diversidad en cada cosa. Más concretamente: a toda opinión cabe siempre el principio, contraponer otra diametralmente opuesta, que se nutrirá de razones sacadas también de las cosas, puesto que son ellas las que aparecerán opuestamente a mi vecino. El légein, el decir del animal político, está sometido al antilégein, al contra-decir. Y como ambos decires arrancan de la cosa misma, habrá que convenir en que la relación que constituye su ser es, en sí misma, antilógica. De ahí la inexorable necesidad de discutir. La discusión es esencialmente antinómica, porque el ser es constitutivamente antilógico. Esta es la filosofía de Protágoras. Nos encontramos a mil leguas de la racionalidad del ser que descubre la ciencia de sus contemporáneos. Todo es discutible; porque nada tiene consistencia firme, el ser es inconsistente. La inconsistencia del ser frente a su consistencia. Y, por extraña paradoja, este modo de existir en la pólis, en la ciudad, va a querer encontrar apoyos científicos. La influencia de la Medicina ha sido, en este punto, decisiva. Puede afirmarse, casi sin miedo a errar, que mientras la física y la matemática han llevado a los griegos al mundo de la razón, la Medicina ha sido el gran argumento para el mundo de la sofística. Es verdad que Anaxágoras afirmó, según vimos, que en todo hay algo de todo. Arquitas y los matemáticos, aun admitiendo la racionalidad de las cosas, las consideraron también en perpetuo movimiento geométrico. Pero la ciencia decisiva que sirvió para el efecto fue la Medicina: la importancia de la salud y de la enfermedad, no solamente para percibir las cosas, sino inclusive para pensarías; de suerte que el pensamiento propende a ser de nuevo un modo de percibirías. El aparecer y el parecer van tomando así cada vez más la acepción de "sentir". Y "ser" acabará significando "ser sentido". La inconsistencia del ser termina en una teoría del saber como impresión sensible. Y los sofistas se esforzarán en traducir a la nueva filosofía la tesis de Parménides y Heráclito [9].

Pero volvamos a colocar la "opinión" en el marco de la vida pública, sólo en función de la cual tiene sentido todo este desarrollo. Toda opinión tiene, por lo pronto, un cierto carácter de firmeza; lo contrario sería una impresión fugaz y sin interés. Pero esa firmeza no la recibe de las cosas, las cuales precisamente carecen de ella. La firmeza de la opinión procede tan solo de quien la profesa, del opinante mismo. De ahí que sí la vida requiere opiniones firmes haya que formar al hombre. La Sabiduría ya no es ciencia: es simplemente algo puesto al servicio de la educación (Paideia) de su physis. Y, como tal, rebasa de la esfera puramente intelectual: no excluye el saber, pero lo pone al servicio de la formación del hombre. ¿De qué hombre? No del hombre en abstracto, sino del ciudadano. ¿Qué formación? La política. La sofística ha creído formar los nuevos hombres de Grecia desentendiéndose de la verdad. ¿Cómo?

Cuando los ciudadanos hablan de sus asuntos es para adquirir. convicciones. Todo lo demás va enderezado a ese punto. Así como el razonamiento es lo que lleva al logos científico, la antilogía lleva derechamente a la técnica de la persuasión, que es algo así como la lógica de la opinión. Como ser es aparecer, persuadir será hacer que una opinión parezca más fuerte que otra. Y se conseguirá cuando logre hacer vacilar al adversario, conmoverle. El razonamiento quedará sustituido por el discurso: es la Retórica. A partir de este momento, la Sabiduría, como educación cívica, se concreta, por el lado intelectual, en retórica.

Pero la retórica necesita materiales, lo que llamaríamos las ideas. Las ideas adquieren, por su dimensión social, el carácter de cosas usuales, algo destinado a ser manejado, más que a ser entendido, en la doble forma como las ideas pueden ser manejadas: aprendiendo y enseñando, convertidas en máthema. La Sabiduría como retórica conduce a La Sabiduría como enseñanza. La educación consiste en cultivar al hombre, y en él a sus ideas, por la enseñanza. Con ella, el sofista forma ciudadanos cultos, llenos de ideas y capaces de utilizarlas para crear opiniones dotadas de consistencia pública. La misma palabra que en griego designa la opinión sirve también para designar la fama. Retórica y Cultura: he ahí la Sabiduría de la vida pública ateniense.


* * *


Resumamos: La Sabiduría, que era, desde sus comienzos, un saber de las ultimidades del mundo y de la vida, muy próxima, por ello, a la religión, se convirtió, en las costas de Asia Menor, en un descubrimiento o posesión de la verdad sobre la Naturaleza; esta verdad sobre la Naturaleza se hizo visión de lo que las cosas son con Parménides y Heráclito: la visión del ser se concretó, por un lado, en ciencia racional; por otro, en retórica y cultura en la vida ciudadana de Atenas. Tal era la situación en que Sócrates encontró su mundo. Una situación cuyos ingredientes dinámicos le son esenciales y que van a constituir el punto de partida de su actividad.




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[3] Dejo de lado el oscuro problema de si el vocablo arkhé fue usado por Anaximandro
[4] Dejo de lado el problema de la autenticidad en este titulo; me basta con que la obra en los jónicos haya sido sentida así por los filósofos posteriores.
[5] No entro en el problema de la articulación entre retracción, dejar, quedar, y "como son".
[6] En todas estas consideraciones prescindo deliberadamente de la religión de Israel y del cristianismo, que aportan un nuevo sentido de la sabiduría y de la verdad.
[7] El tratado en cuestión es anterior, o a lo sumo contemporáneo, de Alkmeón (Kranz).
[8] Creo esencial esta idea, estudiada ya por los ling¸istas, para interpretar los "abstractos" del Avesta reciente.
[9] Conviene insistir en que la interpretación sensualista y movilista de la filosofía de Heráclito es una traducción que los sofistas llevaron a cabo de la auténtica filosofía del pensador de Efeso, sirviéndose de los conceptos de sensación y movimiento, procedentes, en buena parte, de la Medicina.





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