sábado, 28 de febrero de 2009

Sobre la Dificultad de Creer Hoy - Josef Pieper

Sobre la Dificultad de Creer Hoy
Josef Pieper


Lo complicado de toda discusión sobre argumentos y contraargumentos en el terreno de la fe se explica porque la fe, estrictamente considerada, no se apoya en argumentos, al menos en formulables argumentos objetivos, ni tampoco, por consiguiente, puede ser inquietada por tales argumentos. Naturalmente es éste un modo un tanto equívoco de expresarse; pero la cuestión es, precisamente, complicada en grado extremo. De una parte, la fe no acontece, cuando versa sobre correcto objeto, así porque sí: eso es evidente. De otra parte, decidirse a creer no es simplemente consecuencia de una argumentación. Jamás se ve uno forzado a creer algo así como en razón de las leyes de la lógica. Dada su naturaleza, la fe no es justamente competente consecuencia de premisas. Si yo hago una cuenta, no puedo hacer otra cosa, de buenas a primeras, que reconocer el resultado; sencillamente, ni puedo, ni me sale oponer resistencia al conocimiento verdadero que allí se me muestra. Pero al creyente no se le muestra precisamente el hecho aceptado al creer; no está forzado en modo alguno por la verdad. Allí se da más bien la credibilidad de otro: precisamente de aquel que me asegura haberse producido lo que él dice. Es cierto que esa credibilidad puede comprobarse hasta cierto punto. De todas formas, pueden darse tantas razones en favor de la credibilidad de un testigo que sería imprudente y, por lo demás, quizá incluso incorrecto no creerle. Y sin embargo, no he de hacer eso, no he de creerle sólo por eso. Entre la clara y consecuente intuición de la credibilidad de un hombre, de una parte, y la confianza y fe que realmente le muestro, de otra, se da un acto voluntario, totalmente libre, al que nada ni nadie me pueden forzar, como tampoco se me puede imponer el que ame a una persona, por muy convincente y concluyentemente que se me haya puesto ante los ojos la conveniencia de amarla. Se puede admitir «de mala gana» que algo es así o ha ocurrido así, pero ni se puede amar de mala gana ni tampoco creer. Esto se encuentra ya en San Agustín en su comentario al Evangelio de San Juan: nemo credit nisi volens, nadie cree sino voluntariamente. Dado, por tanto, que la fe, por naturaleza, reposa en la libertad y surge de la libertad, es —como por lo demás lo es también el, nada religioso, dar crédito a otro en la ordinaria convivencia— un fenómeno indescifrable en un sentido específico, algo emparentado y vecino al menos del misterio.

Justamente eso hace comprensible, o al menos más comprensible, por qué se presenta una dificultad especial al hablar de motivos, de argumentos en relación a creer, como también en relación a no creer. En toda creencia lo decisivo no es el hecho, que se deja admitir e incluso rechazar más o menos convincentemente; lo decisivo es lo personal, el encuentro —se dice— entre la persona de un testigo que garantiza la verdad de un hecho con la persona del creyente, que, al aceptar el hecho, confía en la persona del garante. Eso no tiene nada que ver, en modo alguno, con «irracionalismo». Se trata en verdad de que una persona y sus cualidades —su credibilidad— son accesibles y captables por nuestro entendimiento de un modo diverso a como lo es, por ejemplo, un hecho natural exactamente medible.

Sócrates dijo una vez de sí mismo ser capaz de reconocer inequívocamente quién le amaba. ¿En qué se puede reconocer esto? Nadie, ni siquiera Sócrates, ha sido capaz de dar a esa cuestión una respuesta resultante de una demostración racional. Y, sin embargo Sócrates mantendría que no se trata en modo alguno de un sentimiento meramente subjetivo, de una impresión irracional, sino de un conocimiento objetivamente verdadero, logrado en el encuentro con la realidad. ¿Cómo se pueden aducir razones, o atenerse a razones que pueden aparecer plausibles a otro o incluso a cualquiera? Muy presumiblemente, al producirse el acto de fe —la fe es, ante todo, tanto como creer a alguien—, puede haber muchos modos imprevisibles de cerciorarse que significan algo para ese determinado individuo, pero que no dicen nada a un tercero. Por eso es totalmente comprensible, aunque se olvide continuamente, que la decisión de creer se localiza naturalmente en la historia personal del mismo creyente. A uno, mientras contempla la catedral de Rouen, se le depara de pronto la certeza de que la «plenitud» tiene que ser el signo de la revelación de Dios, mientras que a otra persona, como Simone Weil relata de sí misma, acepta la verdad de Cristo al ver resplandecer, conmovida, la proximidad de Cristo en el rostro de un comulgante. ¿Quién quiere ponerse a juzgar el peso, la validez de tales razones? Esto, pienso, ha de ponerse en claro antes de pasar a hablar —por lo demás, ahora mismo— de argumentos formulables, lo que naturalmente es razonablemente posible, o, como aquí va a ser más bien el caso, de contraargumentos de objeciones, de dificultades.

lunes, 16 de febrero de 2009

Universidad no es "mera Fábrica de Titulados" - Paul Poupard

Universidad no es "mera Fábrica de Titulados"
Cardenal Paul Poupard


Vaticano, 2 de febrero de 2009 (Aciprensa).- El Presidente Emérito del Pontificio Consejo para la Cultura, Cardenal Paul Poupard, recordó que en la universidad católica debe primar "la formación integral de la persona" y que un centro de estudios superiores no puede convertirse "en una mera fábrica de titulados".

Durante las Conversaciones Universitarias "Universidad Católica: ¿nostalgia, mimetismo o nuevo humanismo?", organizadas por el Instituto John Henry Newman de la Universidad Francisco de Vitoria, el Purpurado explicó que "la universidad no puede plegarse a las exigencias del mercado y convertirse en una mera fábrica de titulados", pues su misión "es el servicio apasionado de la verdad".

El Cardenal también recordó que en la universidad católica debe primar "la formación integral de la persona, que integre los distintos saberes", porque solo buscando el crecimiento del ser humano se evitará "un mundo dominado por expertos sin alma".

sábado, 14 de febrero de 2009

Sócrates y la Sabiduría Griega - VII Conclusión: Platón y Aristóteles, Discípulos de Sócrates - Xabier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
VII - Conclusión: Platón y Aristóteles, Discípulos de Sócrates
Xabier Zubiri


¿En qué sentido continúan Platón y Aristóteles a Sócrates? Volvemos con ello al comienzo de estas notas.

En el fondo, es absolutamente secundario averiguar el elenco de problemas y conceptos que Platón recibiera de Sócrates y Aristóteles de Platón. Más aún: es incluso un contrasentido cifrar en ello su discipulado intelectual. Precisamente cuando, a la muerte de Platón, se colocó Speusipo al frente de la Academia, por vínculos de sangre y ortodoxia de escuela, Aristóteles se retiró al Asia Menor, porque entendía que el discipulado intelectual no es asunto de secta ni de familia.

Platón fue socrático en un sentido mucho más hondo, en el mismo en que lo fue Aristóteles. Ambos parten de la misma raíz, de una reflexión sobre las cosas usuales, con objeto de saber lo que el hombre se trae entre manos y lo que él mismo ha de ser en su vida. Esto hace de Platón y Aristóteles los grandes socráticos. Pero, además, el desarrollo de esta reflexión originaria les llevó a reconquistar el saber racional y la política, asentándolos por vez primera sobre la base firme de la reflexión sobre el logos de la vida. Finalmente, terminan ambos plasmando su éthos en una nueva interpretación, de los problemas últimos del universo, al hilo de esta experiencia del hombre, dando así en los grandes problemas de la sabiduría clásica: es la filo-sofía. Estas tres etapas, la experiencia primera de las cosas, el saber racional de ellas y la filosofía, son los tres estadios en que madura una misma reflexión socrática. Es verdad que, en este proceso, Platón y Aristóteles siguen caminos divergentes, como vamos a verlo. Pero es mucho más importante ver que son dos rayos que parten de un mismo centro socrático, e inscribir esas divergencias en el proceso común de maduración de una misma reflexión socrática.

Sócrates y la Sabiduría Griega - VI Sócrates: la Sabiduría como Ética - Xavier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
VI - Sócrates: la Sabiduría como Ética
Xabier Zubiri


Lo que haya sido la acción positiva de Sócrates en orden a la filosofía está ya predeterminado en la forma misma en que se sitúa. ¿Es o no intelectual? A esta pregunta no puede darse una respuesta unívoca. Para nosotros, es decir, para las generaciones que le sucedieron, si. Para su época, y probablemente para sí propio, todos, más o menos, nos juzgamos desde nuestro mundo, no.

Para su época, no; porque Sócrates no se dedicó a ningún menester de los que en ella se llamaron intelectuales. No se ocupó de cosmología, no se debatió con los problemas tradicionales de la filosofía. No fue, desde luego, el inventor del concepto y de la definición. Las expresiones aristotélicas no han de tomarse necesariamente en la acepción rigurosamente técnica que después han tenido. En realidad, Aristóteles se limitó a decir que Sócrates buscaba qué son las cosas en sí mismas, no en función de las circunstancias, y que trató de atenerse al sentido de los vocablos para no dejarse arrastrar por el brillo de los discursos. Tampoco es muy probable que hiciera grandes inventos éticos: por lo menos, no nos consta que se ocupara más que de la virtud privada y pública en sus varias dimensiones. ¿Cómo había de ser tenido por intelectual? ¿Cómo había de tenerse a sí propio por tal? El intelectual de su época era un Anaxágoras, un Empédocles, un Zenón, un Protágoras quizá. Nada de esto fue Sócrates. Nada de esto quiso ser. Quiso mas bien no serlo.

¿Era entonces simplemente un justo, un hombre de moral perfecta? No sabemos a ciencia cierta qué moral profesó, ni tan siquiera conocemos el detalle de su vida. Por otra parte, la política ha contribuido, a veces, con sus yerros, a crear grandes figuras históricas en la imaginación de los ciudadanos. En todo caso, su indiscutible elevación moral no hubiera justificado su influencia filosófica. Y ésta ha sido decisiva. Toda la crítica histórica del planeta será incapaz de desvanecer ese hecho, cuya fisonomía podrá ser confusa, pero cuyo volumen está ahí gravitando imperturbable.

Sócrates y la Sabiduría Griega - V Sócrates: su Actitud ante la Sabiduría de su Tiempo - Xabier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
V - Sócrates: su Actitud ante la Sabiduría de su Tiempo
Xavier Zubiri


En primer lugar, la actitud de Sócrates ante la Sabiduría de su tiempo. El mundo en que Sócrates vive ha asistido a una experiencia fundamental del hombre que, por lo que respecta a nuestra cuestión, puede resumirse en tres puntos: la constitución del Estado-Ciudad mediante el acceso de cada cual, con sus opiniones propias, a, la vida pública; la crisis de la sabiduría tradicional, y el desarrollo de los nuevos saberes. La intervención del ciudadano en la vida pública dio lugar a la constitución de la retórica y al ideal del hombre culto. En esta cultura se apelaba también a los grandes ejemplares de la Sabiduría tradicional: Anaximandro, Parménides, Heráclito, etc., no por lo que tuvieran de verdad, sino por su consagración pública. Con lo cual su saber dejó de ser Sabiduría para convertirse en cosa manejable, en tópos, en tópico, que se utiliza en beneficio propio o con ocasión de consagración personal mediante la polémica. El celo y la insolencia tiene idéntica raíz: el tópico. En cambio, los nuevos saberes se contraponen con complacencia morosa a las sabidurías clásicas; mientras éstas eran algo divino, las téknai nacieron, según el mito de Prometeo, de un robo hecho a los dioses. Con ellas adquirieron los hombres la sabiduría de la vida. Son saberes que se obtienen en el curso de ésta y que se tienen a disposición de cualquiera mediante la instrucción; son mathémata.

Esta experiencia se halla inscrita en una situación especial: en la vida pública. Y esto le da su carácter específico, mucho más esencial para Sócrates que su mismo contenido. Toda esa experiencia es una experiencia de los asuntos y cosas de la vida, sobre todo públicas. Dentro de ella es donde cobra un sentido y alcance propios.

En efecto: no sólo lo que se sabía, "las ideas", eran cosas públicas, sino que pasó a serlo también el saber mismo en cuanto tal. El saber degeneró en conversación, y el diálogo en disputa. En la disputa las cosas aparecen sujetas a antinomia, y es en ella donde se acusa el carácter antilógico del "es" de las cosas, es decir, donde pierde toda su transcendencia y gravedad. Del "es" nacieron las grandes sabidurías, que se convirtieron en tópico, precisamente al perder su punto de apoyo en la consistencia de aquél. Si el "es" es antilógico, todo es verdad a su modo, al modo de cada cual. Y en esta evaporación del "es" se desvanece también el hombre mismo. El ser del hombre se convierte en simple postura. Expresemos lo mismo de otro modo: nada tiene importancia para el sofista, y, por eso, nada le importa: sólo le importan sus propias opiniones, y ello no porque sean importantes, sino porque los demás les dan importancia; no porque las tome en serio, sino porque las toman en serio los demás. Aristóteles decía, por esto, que la Sofística no era Sabiduría, sino apariencia de Sabiduría. Dicho en otros términos: frivolidad intelectual. Con lo cual, si bien quedó descalificada por su contenido, planteé a la Filosofía el problema de la existencia del sofista. La Sofística, como filosofía, no atrajo la atención de Sócrates, ni de Platón, ni de Aristóteles, salvo la interpretación sensualista del ser y de la ciencia, a que en algún momento aludió Protágoras. Pero el sofista, sí. El "Sofista" de Platón y la polémica de Aristóteles no son, en efecto, otra cosa sino la metafísica de la frivolidad.

Sócrates y la Sabiduría Griega - IV Sócrates: el Testimonio de Jenofonte y de Aristóteles - Xavier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
IV - Sócrates: el Testimonio de Jenofonte y de Aristóteles
Xavier Zubiri


En las primeras líneas de sus Memorables nos dice Jenofonte lo siguiente: "Sócrates, en efecto, no hablaba, como la mayoría de los otros, acerca de la Naturaleza entera, de cómo está dispuesto eso que los sabios llaman Cosmos y de las necesidades en virtud de las cuales acontece cada uno de los sucesos del cielo, sino que, por el contrario, hacía ver que los que se rompían la cabeza con estas cuestiones eran unos locos.

"Porque examinaba, ante todo, si es que se preocupaban de estas elucubraciones porque creían conocer ya suficientemente las cosas tocantes al hombre o sí porque creían cumplir con su deber dejando de lado estas cosas humanas y ocupándose con las divinas. Y, en primer lugar, se asombraba de que no viesen con claridad meridiana que el hombre no es capaz de averiguar semejantes cosas, porque ni las mejores cabezas estaban de acuerdo entre sí al hablar de estos problemas, sino que se arremetían mutuamente como locos furiosos. Los locos, en efecto, unos no temen ni lo temible, mientras otros se asustan hasta de lo más inofensivo; unos creen que no hacen nada malo diciendo o hablando lo que se les ocurre ante una muchedumbre, mientras que otros no se atreven ni a que les vea la gente; unos no respetan ni los santuarios, ni los altares, ni nada sagrado, mientras que otros adoran cualquier pedazo de madera o de piedra y hasta los animales. Pues bien: los que se cuidan de la Naturaleza entera, unos creen que "lo que es" es una cosa única; otros, que es una multitud infinita; a unos les parece que todo se mueve; a otros, que ni tan siquiera hay nada que pueda ser movido; a unos, que todo nace y perece; a otros, que nada ha nacido ni perecido.

"En segundo lugar, observaba también que los que están instruidos en los asuntos humanos pueden utilizar a voluntad en la vida sus conocimientos en provecho propio y ajeno, y (se preguntaba entonces) si, análogamente, los que buscaban las cosas divinas, después de llegar a conocer las necesidades en virtud de las cuales acontece cada cosa, creían hallarse en situación de producir el viento, la lluvia, las estaciones del año y todo lo que pudieran necesitar, o si, por el contrario, desesperados de no poder hacer nada semejante, no les queda más que la noticia de que esas cosas acontecen.

Sócrates y la Sabiduría Griega - III. Las Situaciones de la Inteligencia: los Modos de la Sabiduría Griega - Xabier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
III. Las Situaciones de la Inteligencia: los Modos de la Sabiduría Griega
Xavier Zubiri


Dentro de este horizonte, la sabiduría griega se ha visto envuelta en una cadena de situaciones que conviene recordar.

1. La sabiduría como posesión de la verdad sobre la Naturaleza.- En las costas del Asia Menor surge por vez primera, con Anaximandro, el tipo del gran pensador que se enfrenta con la totalidad del universo. Para referirnos, no solamente su nacimiento por la acción de los dioses o de agentes extramundanos, como aconteció en las sabidurías orientales, sino su realidad propia, la cual, sin excluir lo más mínimo dichas acciones (conviene subrayarlo taxativamente), posee, sin embargo, en sí misma una estructura unitaria y radical por el hecho de que del universo mismo, y no simplemente de los dioses, nacen, viven y a él revierten, cuando mueren, todas las cosas que existen en el cielo y en la tierra. Este fundo universal, de donde nace todo cuanto hay, es la Naturaleza, la physis. Este nacimiento se concibe por estos pensadores, con Anaximandro a la cabeza, como un magno acto vital. Y ello en dos esenciales dimensiones. Por un lado, las cosas nacen de la Naturaleza, como algo que ésta produce "de suyo" (arkhé) [3]. Por aquí la Naturaleza parece dotada de una estructura propia, independientemente de las vicisitudes teogónicas y cosmogónicas. Por otro lado, la generación de las cosas se concibe como un movimiento en que éstas se van autoconformando en esa especie de sustancia que es la Naturaleza. En este sentido, la Naturaleza no es principio, sino algo que constituye, para este primer brote arcaico del pensamiento, el fondo permanente que hay en todas las cosas, a modo de sustancia de que todas están hechas (Aristóteles: Met., 983, b13). Con la idea de la "permanencia" de ese fundo, el pensamiento griego abandonó definitivamente los cauces de la mitología y de la cosmogonía, para dar origen a lo que más tarde será la filosofía y la ciencia. Las cosas, en su generación natural, reciben de la Naturaleza su sustancia. La Naturaleza misma es entonces algo que permanece eternamente fecundo e imperecedero, "inmortal y siempre joven", como la llamaba aun Eurípides, en el fondo y por encima de la caducidad de las cosas particulares, fuente inagotable de todas ellas (ápeiron). Por esto, el griego se imaginó primitivamente la eternidad como un perfecto volver a comenzar sin menoscabo, como una perenne juventud, en la que los actos revierten sobre quien los ejecuta, para volver a repetirse con idéntica juventud. Incluso linguísticamente ha podido verse (Benveniste) cómo los dos términos de aiôn y iuvenis, eternidad y juventud, tienen una raíz idéntica (*ayu-, *yu-) que expresa la eternidad como una perenne juventud, como un eterno retorno, como un movimiento cíclico. Por esto, los grandes pensadores griegos, y todavía aun el propio Aristóteles, llamaron a la naturaleza "lo divino" (tó theion). Para las antiguas religiones politeístas, en efecto, ser divino significa ser inmortal, pero con una inmortalidad que deriva de un "inagotable" caudal de vitalidad.

La Naturaleza es también, para un griego, algo "divino theîon, en este sentido. Abarca todas las cosas: está presente en todas ellas. Y esta presencia es vital: unas veces está dormida; otras, despierta. Estas variaciones tienen carácter cíclico. Acontecen conforme a un orden y a una medida: es el tiempo (khrónos).

Los que arrancaron así al universo el velo que ocultaba su Naturaleza, revelando a los hombres lo que siempre es, se llamaron los Sabios (sophoí), o, como dice Aristóteles, "los que filosofaron acerca de la verdad". Esta verdad no consistió, en efecto, sino en el descubrimiento de la Naturaleza; por esto, al hablar de ella, Aristóteles emplea como sinónimos buscar la verdad y buscar la Naturaleza (Phys., 191, a24). Las obras de eslos sabios han sido invariablemente poemas intitulados: "Acerca de la Naturaleza" [4]. Con otro nombre, pero por el mismo motivo, Aristóteles los llamó también fisiólogos, aquellos que buscaron la razón de la Naturaleza.

Sócrates y la Sabiduría Griega - II. El Horizonte de la Filosofía Griega - Xabier Zubiri


Sócrates y la Sabiduría Griega
II. El Horizonte de la Filosofía Griega
Xabier Zubiri


El horizonte mental del hombre antiguo está constituido por el movimiento, en el sentido más amplio del vocablo. Además de los movimientos o de las alteraciones externas que las cosas padecen, las cosas mismas se hallan sometidas a una inexorable caducidad. Nacen algún día, para morir alguna vez. Dentro de este cambio universal va envuelto también el hombre, no sólo individual, sino socialmente considerado: las familias, las ciudades, los pueblos, se hallan sometidos a un incesante cambio regulado por un destino inflexible, que determina el bien de cada cual. En esta universal mutación adquiere valor ejemplar la generación de los seres vivientes. Puede incluso afirmarse, según veremos más tarde, que la forma radical como el griego ha concebido el movimiento cósmico se halla, en definitiva, orientada hacia la generación, hasta el punto de que un mismo verbo, gígnomai, expresa las dos ideas de generación y de acontecimiento.

Precisamente esta idea del movimiento como generación constituye la línea divisoria del esquema fundamental del universo para el hombre antiguo. Aquí abajo, la tierra, ge, el ámbito de lo perecedero y caduco, de las cosas sometidas a generación y corrupción. Arriba, el cielo ouranós, integrado por cosas ingenerables e incorruptibles, por lo menos en el sentido terrestre del vocablo, sometidas tan sólo a un movimiento local del carácter cíclico. Y en el ouranós, los theoí, los dioses inmortales.

Recuérdese cuán diferente es el horizonte en que el hombre de nuestra era descubre el universo: no la caducidad, sino la nihilidad. De ahí que su esquema del universo no se parezca en nada al del griego. De un lado, las cosas; de otro lado, el hombre. El hombre que existe entre ellas para hacer con ellas su vida, consistente en la determinación de un destino transcendente y eterno. Para el griego existen el cielo y la tierra; para el cristiano, el cielo y la tierra son el mundo, sede de esta vida: frente a ella, la otra vida. Por esto, el esquema cristiano del universo no es el dualismo "cielo-tierra" sino "mundo-alma".

Sócrates y la Sabiduría Griega - I. Los Supuestos de una Filosofía - Xavier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
I. Los Supuestos de una Filosofía
Xavier Zubiri


Toda filosofía tiene a su base, como supuesto suyo, una cierta experiencia. Contra lo que el idealismo absoluto ha pretendido, la filosofía no nace de sí misma. Y ello, en varios sentidos: primeramente, porque sí así fuera, no sería explicable que la filosofía no hubiera existido plena y formal en todos los ángulos del planeta, desde que la humanidad existe; en segundo lugar, porque la filosofía muestra un elenco variable de problemas y de conceptos; finalmente, y, sobre todo, porque la posición misma de la filosofía dentro del espíritu humano ha sufrido sensibles oscilaciones. Tendremos ocasión, en este mismo estudio, de apuntar cómo, en efecto, la filosofía, que en sus comienzos pudo designar algo muy próximo a la sabiduría religiosa, por ocuparse de las ultimidades hondas y permanentes del mundo y de la vida, se convirtió en una forma de saber del universo, llamada teoría, para abocar más tarde a una investigación acerca de las cosas en cuanto son; la serie podría aún prolongarse.

Pero el que toda la filosofía parta de una experiencia no significa que esté encerrada en ella, es decir, que sea una teoría de dicha experiencia. No toda experiencia es lo suficientemente rica para que la filosofía se limite a ser su vaciado conceptual, ni toda filosofía es lo suficientemente original para que implique una experiencia irreductible a otras. Además, en manera alguna quiere decirse que la filosofía tenga que ser, ni tan siquiera parcial y remotamente, una prolongación conceptual de la experiencia básica. La filosofía puede contradecir y anular la experiencia que le sirve de base, inclusive desentenderse de ella y hasta anticipar formas nuevas de experiencia. Pero ninguno de estos actos seria posible sino poniendo el pie en una experiencia básica que permitiera el brinco intelectual de la filosofía. Esto quiere decir que una filosofía sólo adquiere fisonomía exacta referida a su experiencia básica.

Experiencia significa algo adquirido en el transcurso real y efectivo de la vida. No es un conjunto de pensamientos que el intelecto forja, con verdad o sin ella, sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo con las cosas. La experiencia es, en este sentido, el lugar natural de la realidad. Por tanto, cualquier otra realidad necesitará estar implicada y exigida por la experiencia, sí ha de ser racionalmente ineludible. No prejuzgamos aquí la índole de esta experiencia: en especial, urge eliminar de raíz el concepto de experiencia entendida como conjunto de unos presuntos datos de conciencia. Probablemente, los datos de conciencia, en cuanto tales, no pertenecen a esa experiencia radical. Se trata más bien, según decía, de la experiencia que el hombre adquiere en el comercio efectivo con cosas reales y efectivas.

Sócrates y la Sabiduría Griega - Introducción - Xabier Zubiri

Sócrates y la Sabiduría Griega
- Introducción -
Xavier Zubiri


El texto de Xavier Zubiri que reproducimos -en 8 partes- en nuestro Blog del Centro Pieper fue tomado de su libro "Naturaleza, Historia, Dios", un clásico de la literatura filosófica española del siglo XX. 


En medio de la cruel falta de datos históricos fehacientes de que se dispone para el estudio de los orígenes de la filosofía de Platón y Aristóteles, hay, sin embargo, un hecho inconcuso, a saber: que dicha filosofía está vinculada, en sus orígenes, a la obra de Sócrates, y que esta obra representa, a su vez, un decisivo punto de inflexión en la trayectoria intelectual del mundo griego y de todo el pensamiento europeo. Pero la obra de Sócrates se halla, a su vez, envuelta, más que en la oscuridad, casi en el anonimato de sus discípulos inmediatos. Sólo poseemos el testimonio directo de Platón, Aristóteles y Jenofonte, los tres en función más bien de su peculiar objetivo. Como ocurre con la obra de los pre-socráticos, de la de Sócrates sólo conocemos su reflejo en Platón y Aristóteles. Por lo cual, todo intento de representar positivamente y de un modo directo el cuadro completo de su modo de pensar tiene que reemplazarse por la tarea, más modesta, pero única asequible, de tratar de averiguar cuáles pudieron ser algunas de las dimensiones de su obra que hayan podido dar lugar a la reflexión de Platón y Aristóteles. La interpretación de Sócrates pende, en última instancia, de una interpretación del origen de la filosofía de la Academia y del Liceo. Ambas cuestiones son casi sustancialmente idénticas. Lo propio debe decirse de casi toda la filosofía pre-socrática.

Los testimonios más antiguos convienen todos en que Sócrates no se ocupó sino de ética, y que introdujo el diálogo como método para llegar a averiguar algo universal acerca de las cosas. Se han dado mil interpretaciones de estos testimonios. Para los unos, Sócrates fue un intelectual ateniense, mártir de la ciencia; para los otros, se consagró sólo a problemas éticos. Pero mientras en ambas concepciones Sócrates aparece como un filósofo, en otras se presenta tan sólo como un hombre animado de un deseo de perfección personal, sin el menor ribete de filosofía.

En cambio, es evidente que Platón, en cualquiera de esas tres dimensiones hipotéticas, continúa a Sócrates, y Aristóteles a Platón. La filología moderna se ha visto precisada, es verdad, a introducir importantes retoques en este cuadro, cuando se quiere descender a los detalles. Sin embargo, el hecho permanece.

viernes, 13 de febrero de 2009

La Verdad de las Cosas, un Concepto Olvidado - Josef Pieper

La Verdad de las Cosas, un Concepto Olvidado
Josef Pieper


Publicado en «Revista Universitas», Stuttgart, vol. VII, nº. 4, 1970.


Si se pasa revista a cualquier libro filosófico de la época actual, casi con toda seguridad no se encontrará ni el concepto ni siquiera la expresión “verdad de las cosas”. Esto no es casual: en la generalidad del pensamiento filosófico de nuestro tiempo, no existe lugar para ese concepto; por así decirlo, “no está previsto”. Ser verdad es algo que se puede decir de pensamiento y de ideas, de frases y de opiniones, pero no de cosas. Nuestro juicio sobre la realidad puede ser verdadero (o también falso), pero calificar las realidades mismas —las “cosas”— de verdaderas es algo que nos parece absurdo y carente de sentido: ¡las cosas son reales, pero no “verdaderas”! Si se considera este hecho desde el punto de vista histórico, se ve que se trata de algo más que una simple renuncia a la utilización de un determinado concepto o de un término concreto. No se trata simplemente de una ausencia por así decirlo “neutral”, o de una forma particular de ver las cosas. Antes bien, esta no utilización y esta ausencia del concepto “verdad de las cosas”, son el resultado de un largo proceso de presiones y fraudes: o sea, para decirlo de forma algo menos agresiva, de un proceso de eliminación.

En la gran tradición de la Filosofía Occidental —cuyos representantes son, entre otros, Pitágoras y Platón, pero también Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, si atendemos a los dos milenios que se extienden entre el siglo sexto antes de Jesucristo y el comienzo de la “Edad Moderna”—, durante esa larga y fundamental época a que acostumbramos a calificar como “Renacimiento” (siglos XV y XVI), el concepto “verdad de las cosas” fue algo importante e incluso básico, tomándose como raíz de la comprensión de la realidad, a pesar de que en todos los tiempos parece haber sido bastante difícil aprehenderlo plenamente (ya en el siglo XI topamos con esta queja: “La verdad que radica en las propias cosas es algo sobre lo que recapacitan sólo unos pocos”. Así se expresa Anselmo de Canterbury, en su “Diálogo sobre la verdad”). Ni en la Antigüedad ni en la Edad Media se encuentra apenas una gran obra de contenido metafísico en la que el concepto “Verdad de las cosas” no ocupe un lugar central. Por encima de todo, fue Platón quien dijo que la verdad es lo mejor —“to áriston”—, lo más noble de las cosas. Y los grandes maestros de la Edad Media, en especial Santo Tomás de Aquino —a quien se puede calificar justamente como el último “magister” que tuvo la todavía no dividida Cristiandad Occidental y cuya actualidad permanece prácticamente inagotada— desarrolló unos conceptos muy diferenciados para conceder el lugar debido a las ideas acerca de la verdad de las cosas, o acerca de la verdad ontológica (así se designa en la mayoría de los casos); y de ahí que probablemente sería oportuno hablar de la verdad “óntica”, diferenciándola de la verdad lógica o cognoscitiva.

En la Edad Moderna —es decir, en el tiempo que se extiende desde principios del siglo XV hasta aproximadamente la época de Immanuel Kant—, el concepto de verdad de las cosas sufrió dos reveses: por una parte, el rechazo expreso polémico de este concepto; y por otra, la aparición de algunos otros principios metafísicos fundamentales íntimamente relacionados con aquél. La mayor parte de los filósofos del llamado Humanismo (siglos XV y XVI) afirmaron simplemente que era absurdo —no propiamente “falso”, sino sencillamente carente de todo sentido— decir que las cosas son verdaderas, no habiendo razón alguna para dar a ello un sentido discutible. Francis Bacon y Thomas Hobbes, Descartes y Spinoza, todos ellos son de esta opinión. Hobbes califica la doctrina sobre la verdad de las cosas de vacía y pueril. Spinoza dice, que tal concepto sólo podría admitirse en cuanto forma de hablar “puramente retórica”, pues no se puede hablar de ese tipo de pretensión con un exacto significado comprensible: quien califica las cosas de “verdaderas” actúa “como si”, toma las cosas como si pudiesen hablar, cuando en realidad son naturalmente mudas. Nos volveremos a ocupar más adelante sobre esta fórmula “las cosas son mudas”, brevemente, ya que es rica en consecuencias.

Además del rechazo claro y polémicamente formal, sobre el término “verdad de las cosas” incidió una segunda contingencia, en realidad la peor y más peligrosa. Me refiero a lo siguiente: el concepto, o mejor, el término “verdad de las cosas” fue conservado y mantenido en lo externo, pero al mismo tiempo era realmente falsificado y en todo caso desposeído de su significado originario: con la consecuencia completamente previsible de la pérdida forzosa de su fuerza delimitadora de la realidad, de su profundidad y de su interés. Esto es lo que pasó, sobre todo, en la Filosofía de las escuelas del siglo XVII y en la llamada Filosofía de la Ilustración del siglo XVIII; por lo demás, la Ilustración se entendió a sí misma o se presentó falsamente como continuadora de la Gran Tradición; Christian Wolff, por ejemplo, afirmó acerca de sí mismo estar mucho más en la línea de Santo Tomás de Aquino que en la de Leibniz.

miércoles, 4 de febrero de 2009

La Ciudad Cristiana y el Nacimiento de los Hospitales - Horacio Boló


La Ciudad Cristiana y el Nacimiento de los Hospitales
Horacio Boló


“Para ser originales hay que volver a los orígenes” Gaudí


Los historiadores del siglo XX han presentado una imagen distorsionada de los hospitales anteriores a la modernidad como lugares dedicados a la limosna, pobremente equipados, preocupados por confortar a los enfermos en su dolor y no mucho por tratar médicamente sus dolencias. En 1936 el famoso historiador de la medicina Henry Sigerist sostenía que recién en la segunda mitad del siglo XVIII los hospitales empezaron a ser algo más que el refugio de los desocupados y los pobres. Lo mismo afirman varios autores contemporáneos que dicen que la diferencia es tan grande que las instituciones anteriores a la modernidad no merecen el nombre de hospitales. Desde el Iluminismo los intelectuales han ignorado los logros de las instituciones de caridad de la Edad Media. Al respecto basta recordar lo que hemos escrito sobre el tratamiento de los locos en la Edad Media. El famoso filósofo inglés John Locke llega a decir que “el que inventó la imprenta, descubrió el uso del compás... ha salvado más gente de la tumba que los que edificaron colegios, talleres y hospitales.” La verdad es otra. Un estudio hecho sobre el hospital de Santa María Nuova de la ciudad de Florencia ha demostrado que entre el 86 y el 91 % de los pacientes habían sido dados de alta entre los años 1502 y 1514. Los médicos de ese hospital llevaban un registro de los remedios administrados y para poder ejercer la medicina era necesario acreditar que se tenía experiencia en la práctica hospitalaria.

Pero los hospitales nacieron mucho antes.

Entendemos por hospital una institución pública o privada destinada específicamente al tratamiento de personas enfermas.

En las culturas precristianas no hubo ninguna institución semejante a nuestros hospitales. En los escritos de Hipócrates y de Galeno no se menciona ninguna institución dedicada al cuidado de los enfermos y tampoco se encuentra ninguna referencia en otras fuentes y Plutarco, que vivió entre los años 40 y 120 y habla con detalle de la práctica de la medicina no hace tampoco mención de los hospitales. Es necesario recordar que el Imperio Romano va a trasladar su capital a Bizancio (hoy Constantinopla) y es allí donde la Cristiandad va a dar origen a los hospitales. Muchos monasterios fundaron hospitales y hasta el siglo XV algunos los mantuvieron en funcionamiento. Los hospitales surgen del espíritu de caridad cristiana que impregna la sociedad de esa época. Los recursos económicos que antes se empleaban en la construcción de teatros, templos y circos se van a destinar a los hospitales y las ciudades se van a llenar de orgullo con ellos como antes de sus teatros.

Fraudes Paleontológicos - Horacio Boló


Fraudes Paleontológicos
Horacio Boló


La paleontología es la rama de las ciencias que estudia los seres orgánicos cuyos restos o vestigios se encuentran en estado fósil.

Aunque a muchos los sorprenda las mentiras en la ciencia no son infrecuentes en todos sus campos. Se miente por varias razones y una de ellas es por defender una determinada teoría, en este caso, la evolucionista. La revista Science publicó en 1980 (vol. 210, pag. 884 y siguientes, 21 de noviembre de 1980) un resumen de una conferencia científica sobre el evolucionismo donde se destaca que el registro fósil no muestra los estadios intermedios que postula la teoría evolucionista. Algunos los falsificaron para sostener el evolucionismo.


El hombre de Piltdown

En 1908 un abogado inglés aficionado a la paleontología llamado Charles Dawson encuentra en sus excavaciones en la región de Piltdown, en el sur de Inglaterra, un hueso que identifica como perteneciente a la región parietal del cráneo de un hombre. Continuó sus exploraciones y en 1911 descubre un pedazo más grande perteneciente a la región frontal. Comunicó estos hallazgos a Smith Woodward, conocido paleontólogo y miembro del British Museum, quién se entusiasma con estos descubrimientos y decide unirse a Dawson en las investigaciones. Tiempo después encuentran una mandíbula con los dos primeros molares y a un metro de distancia de este lugar aparece un fragmento del hueso occipital. Deciden incorporar como colaborador a un sacerdote jesuita que era también aficionado a la paleontología y que se encontraba realizando estudios en el colegio de Hastings, perteneciente a la Compañía de Jesús, en Inglaterra: Teilhard de Chardin. Es Teilhard de Chardin quién en 1913 descubre un canino que Woodward atribuye a la mandíbula y además dos huesos nasales. Los huesos del cráneo son indudablemente humanos. La mandíbula era muy parecida a la de un mono, de un chimpancé. El canino, encontrado por Teilhard, se parece mucho más al de un mono que al de un hombre. Los molares que aparecían fuertemente desgastados son muy parecidos a los del chimpancé. A pesar de esto Woodward estimó que todos estos restos fósiles pertenecían a un mismo individuo, al que consideró el eslabón perdido de la cadena evolutiva del hombre al mono y lo llamó eoanthropus, forma de la aurora de la humanidad. (Teilhard de Chardin va a citar al eoanthropus como antecesor del hombre en su libro “L’Aparition de l’homme” publicado en 1948). Estos restos fósiles estuvieron exhibidos en el Museo Británico hasta 1958 como pertenecientes a un antecesor del hombre actual.

martes, 3 de febrero de 2009

El Misterio y la Filosofía - Josef Pieper

El Misterio y la Filosofía
Josef Pieper


Publicado en «Folia Humanistica», XVIII, nº 207; marzo, 1980.


No va a hablarse aquí de lo que la filosofía o determinados filósofos opinan sobre el tema especial del “misterio”. De lo que se trata es del concepto de filosofía y del filosofar en cuanto les es propio una cierta relación con lo misterioso.


1.

En los tiempos culminantes de la conciencia filosófica, que desde luego parece que están tocando a su fin, alguna vez se olvidó que el concepto de filosofía y del filosofar son, desde el principio, unos conceptos más bien negativos, por lo menos se interpretaban más como negativos que como positivos. No necesito entrar aquí con detalle en la conocida historia de Pitágoras. Según una antigua leyenda fue este gran maestro del siglo VI antes de Jesucristo quien empleó por primera vez la palabra “filósofo”: sólo a Dios se le puede llamar sabio: el hombre, en el mejor de los casos, puede ser un amoroso buscador de sabiduría. También Platón habla de la contraposición entre sabiduría y filosofía, entre “sophos” y “philosophos”. En el Fedro pone en boca de Sócrates: Solón y Homero no deben ser llamados “sabios”, “eso me parece a mí, oh Fedro, demasiado grande, eso es algo que sólo corresponde a un Dios; sin embargo, llamarles filósofos me parece correcto y adecuado”. Y en el Convite Diotima pronuncia unas palabras que expresan los más profundos pensamientos platónicos formulados de forma negativa: “Ninguno de los dioses filosofa”.

Ahora bien, ¿qué significa todo esto más que la filosofía y el filosofar desde un principio fueron entendidos como algo que no es “sophía”, que no es sabiduría, no es conocimiento, no es comprensión, no es posesión de la verdad?

Esta manera de pensar no es una particularidad pitagórico-platónica. En efecto, Aristóteles, fundador de un filosofar crítico-científico, sigue por el mismo camino, por lo menos en lo que se refiere a la metafísica, la más genuina disciplina filosófica. Y Tomás de Aquino, en su magistral comentario a la Metafísica de Aristóteles, sigue de forma escrupulosamente fiel la opinión del genial griego cuando dice: la verdad metafísica sobre el ser, tomada en sentido estricto, no es una posesión que corresponda al hombre (non competit homini ut possessio), no es adquirida por el hombre como propiedad sino como algo dado en préstamo (sicut aliquid mutuatum). Tomás añade a esto un fundamento especulativo de una profundidad apenas alcanzable; aquí lo único que podemos hacer es simplemente enunciarla. Escribe lo siguiente: la sabiduría no puede ser una propiedad del hombre precisamente porque es buscada en razón de sí misma; aquello que podemos poseer plenamente no nos puede proporcionar la satisfacción de ser deseado por sí mismo; “únicamente es buscada por sí misma aquella sabiduría que no es susceptible de ser tenida por el hombre como posesión”.

La Iglesia no Cree que el Consenso sea la Verdad - Mons. Héctor Aguer

La Iglesia no Cree que el Consenso sea la Verdad
Mons. Héctor Aguer



Reflexión del arzobispo de La Plata en el programa “Claves para un mundo mejor”, en su emisión del sábado 6 de noviembre de 2004


Frecuentemente cuando se trata de establecer normas, disposiciones sobre algunos problemas humanos muy delicados y esenciales como por ejemplo el aborto, la eutanasia, la fecundación artificial, el matrimonio de homosexuales y otras cosas por el estilo que hoy día se agitan con frecuencia, especialmente en el mundo occidental y desarrollado, se suele hablar de que estas normas o disposiciones tendrían que establecerse por consenso.

Según esta visión tendríamos que ir a una especie de “ética del acuerdo”. Es decir que estas cosas serian buenas o malas de acuerdo a lo que se decida en el juego ideológico de la sociedad y, luego, las decisiones que se establezcan por votos. El consenso se irá elaborando así entonces y tomando un poco de cada una de las distintas opiniones que todas ellas tienen el mismo valor.

Hay que hacer notar que esto del consenso es bastante artificial, porque en la sociedad moderna con la masificación que producen los medios y con esa generalización de determinadas expresiones extravagantes, la libertad personal como la capacidad de pensar con la propia cabeza y de ejercer efectivamente la libertad y tratar de poner en claro las propias convicciones eso no es tan seguro.

El ser Maestro es Heroico - Mons. Héctor Aguer

El ser Maestro es ser Heroico
Mons. Héctor Aguer



Reflexión del Arzobispo de La Plata en el programa “Claves para un mundo mejor”, en su emisión del sábado 11 de setiembre de 2004


Este sábado es el Día del Maestro. ¿Lo recordaban? Afortunadamente este día no ha perdido ni cambiado su título y es grato porque uno ha notado que, en general, el nombre "maestro" no suena con mucha frecuencia y se suele hablar más bien, sobre todo en los medios de comunicación, de docente, que es un título mucho más genérico, o de trabajadores de la educación. Pero no es lo mismo.

Mencionar al maestro o a la maestra es que el magisterio no es sólo un trabajo o una profesión. Lo es, sin duda, alguna pero es mucho más.

Ahora todos notan, y los maestros creo que son los primeros en advertirlo, que han perdido categoría y ubicación social. Cuando yo era un niño, en cambio, el maestro o la maestra era un verdadero personaje en la pequeña comunidad en la cual se desempeñaban y también en la gran comunidad nacional.

lunes, 2 de febrero de 2009

La Definición Metafísica de Dios - Francisco Canals Vidal

La Definición Metafísica de Dios
Francisco Canals Vidal


Santo Tomás no comparte las actitudes de quienes negaron la posibilidad de un lenguaje humano sobre Dios o de quienes pensaron que todos los nombres divinos son, en su contenido inteligible sinónimos. Porque concebimos a Dios a partir de las criaturas y ascendemos, por las vías de remoción, analogía y eminencia, a hablar de Dios con conceptos que tienen su punto de partida en las criaturas, tenemos que seleccionar y ordenar adecuadamente los nombres divinos.

Ningún concepto, genérico o específico, referente a lo que está al alcance de la experiencia y objetivación humanas, en los que se incluye lo que es propio de la finitud, como la potencialidad, la composición, la mutabilidad de los entes creados, es apto, a no ser metafóricamente, para ser empleado al pensar en Dios. Los nombres divinos están contenidos todos ellos o en el horizonte de los predicados “trascendentales”, o en el de los grados de perfección constituidos por niveles de participación en el ser, o en los que significan perfecciones referidas a operaciones espirituales inmanentes que, aunque en nuestra experiencia humana se dan con condiciones de finitud y receptividad potencial, y dualidad subjetiva-objetiva, en su propia naturaleza dicen razón de infinitud. Recordemos que el entender, según Santo Tomás, en su razón esencial es simplemente infinito, y la voluntad, por referirse al bien universal, trasciende en sí misma todos los fines particulares y contingentes de la praxis humana.

Por este punto de partida finito de los conceptos con los que nos podemos elevar hasta Dios, su simplicidad absoluta -que hemos de reconocer en Él porque todo lo compuesto es causado- no obsta para que, en el horizonte de nuestros conocimientos metafísicos, tengamos que referirnos a la “esencia” y a los “atributos” divinos. Nos ocupamos aquí de la cuestión de cuál ha de ser reconocido de tal modo como gnoseológicamente primario que pueda dar razón ordenada de todos los atributos divinos. Esta cuestión, que los escolásticos han nombrado como la de “la esencia metafísica de Dios”, o la del “constitutivo formal de la esencia divina”, es aquella de la que nos ocupamos ahora.