sábado, 6 de julio de 2024

Prometeo Desencadenado o la Ideología Moderna - Enrique Díaz Araujo

Prometeo Desencadenado o la Ideología Moderna
Enrique Díaz Araujo


Extenso y sustancioso artículo del destacado Abogado, Historiador y Escritor Argentino, Dr. Enrique Díaz Araujo (Mendoza, 25 Abril 1934 – La Plata, 4 Febrero 2021), que fuera publicado originalmente en la Revista «Idearium» de la Universidad de Mendoza, Argentina, y que ahora reproducimos en nuestro Blog del Centro Pieper. “La Ilustración aparece en sus páginas, ante todo –ha escrito Rafael Gambra–, como una negación: el repudio de la visión teocéntrica del mundo. La impiedad, «el odio a Dios» de Diderót o de Voltaire, no han sido, quizá, superados en otra época…  Díaz Araujo señala también la relación entre las ideas enciclopedistas y el comunismo actual”[1]. Texto de lectura obligada para comprender la Ilustración y sus amargos frutos revolucionarios, que padecemos aún hoy.


«Prometeo: “En una palabra: yo abomino a todos esos dioses”. 
Hermes: “Ya veo que grave dolencia te hace perder la razón”»
(Esquilo, Prometeo encadenado)


1.- La Ilustración. Concepto.

«La Revolución fue preparada por sus víctimas»
Joseph De Maistre

«En el fondo de todo problema político hay una cuestión teológica»
Juan Donoso Cortés

Las Ideologías –conjunto de ideas sistemáticas– son un fenómeno moderno de reemplazo de los antiguos conceptos e ideales. Cuando tienen connotación política, y generalmente la tienen, apuntan a la transformación radical de una realidad social dada. Es decir, que al menos en sus comienzos, todas las ideologías suelen ser “revolucionarias”. Lo son porque procuran el desplazamiento del orden establecido tradicionalmente por un nuevo orden [2]. Y porque el cambio deberá conducir a una organización más justa o más libre que las conocidas. Tal ambición intelectual conforma al encarnarse una variedad humana que, en la tipología política universal, es conocida como el “esprit révolutionnaire”, el “homme des gauches”, el “idealista” en sentido filosófico y el “romántico” en su acepción política. Esto es, el hombre que dispone a todas las potencialidades de su ser hacia la consecución de ese cambio profundo, cualitativo, radical de la sociedad en la que vive. Nada que no se adecúe como medio conducente a ese fin que busca le interesará. El fin es el “mundo mejor del futuro”, gobernado según los “principios” de la Ideología que se ha adueñado de su mente y de su corazón.

A pesar de su multiplicidad ese fenómeno moderno reconoce dos unidades genuinas del espíritu revolucionario: la primera, la establecida por los jacobinos de la Revolución Francesa de 1789 [3], y la segunda, la implantada por los bolcheviques de la Revolución Rusa de 1917 [4]. Entre ambos momentos toma figura esa “izquierda” que conmueve al mundo moderno con sus teorías y sus hechos. Esa ideología que principia por ganar la cabeza y que termina enseñoreándose del alma de sus adictos, presenta dos etapas sucesivas –a veces contrarias, pero nunca contradictorias–, la “liberal” y la “socialista”. Como se ha observado atinadamente, y como trataremos de resumirlo en este capítulo, esos períodos ideológicos ofrecen un mismo origen. Spengler, en “Años Decisivos”, dijo que el jacobismo es “la forma temprana” y el bolchevismo la “forma tardía” del mismo espíritu revolucionario. Porque ambas, en definitiva, se inspiran en la actitud del Prometeo mitológico, el rebelde ante los dioses.

Centrado así nuestro enfoque, conviene comenzar su estudio pormenorizado por la primera, no sólo en el orden cronológico sino especialmente en el lógico, de esas doctrinas de la Revolución: la Ilustración Francesa.

En un concepto lato ella es la teoría del progreso indefinido de la humanidad, iluminado por las luces de la razón. La iluminación que el raciocinio otorga a los pensadores franceses del siglo XVIII para atisbar el futuro deparado a los hombres. Ilustración que se resume en la “Enciclopedia” (“Diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios”) que dirigieran Diderot y D'Alembert. De ahí que a sus integrantes se les llame por igual, “ilustrados”, “iluministas” o “enciclopedistas”.
     
El punto de partida de esta cosmovisión es el antropocentrismo, en oposición con el teocentrismo del mundo clásico, del “Antiguo Régimen”. En un retorno a Protágoras el Hombre vuelve a ser “la medida de todas las cosas”, de la tierra y del cielo. Como dice Diderot en la Enciclopedia: “El hombre es el término único al cual hay que reducirlo todo”. Prometeo se ha desencadenado.

El primer movimiento de esta sinfonía inconclusa de la rebeldía humana, se expresa, por tanto, en un individualismo exacerbado. Claro, el “hombre” en cuestión no es sino una abstracción racionalista de su realidad concreta y compleja. La operación es conocida: primero se desencarna su razón, rompiendo la unidad substancial de cuerpo y alma; enseguida cada partícula atomizada de su ser encontrará sus apologistas y sus iconoclastas. La filosofía se bifurcará en idealistas y materialistas. El segundo acto consiste en escindir al animal racional del animal político. La consecuencia es el enfrentamiento del hombre con la sociedad. Esta “contradicción” arbitrariamente fabricada también hallará, por supuesto, los partidarios de ambos extremos. Así la política se desdoblará en liberalismo y socialismo. El individualismo puro de Nietzsche y la sociabilidad absorbente de Durkheim. El resultado es un mundo condenado a oscilar permanentemente entre el anarquismo y el estatismo; las antinomias del mundo moderno.
     
Pero esas antinomias parten de una misma fuente generadora en las que todas abrevan: la negación del orden de la Creación; la rebelión de la creatura contra su Creador.
     
Para la Ilustración el “hombre” era un ser imperfecto por las circunstancias y perfectible por la razón o la organización. En ese paso del presente malo al futuro bueno se radicaba su Revolución, en la re-creación de un Hombre Nuevo.
     
La filosofía clásica y luego el cristianismo habían guiado al mundo antiguo y medieval. El Renacimiento y la Reforma Protestante lo habían deteriorado. Faltaba un paso para instalar del todo la “modernidad”. Eso fue lo que hizo la Ilustración. No se conformó con negar el magisterio de la Iglesia Católica, sino que formuló tres negaciones consecuentes: primero, la divinidad de Cristo, segundo, la noción de un Dios Providente, y tercero, la existencia misma de Dios. Si algunos de sus miembros se quedaron en un estadio teísta, era solo por un inmanentismo o panteísmo donde la idea de Dios se venía a confundir con la del Hombre mismo. A la inversa del relato bíblico, donde el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, este dios de la Razón es una imagen y semejanza del Hombre. Convertido el hombre en un demiurgo, como en el “Timeo” de Platón, va a hacer renacer todas las cosas a la sola luz de su raciocinio. Y va a instaurar, a diferencia de Aquél que dijo “Mi Reino no es de este mundo”, una sociedad ideal y perfecta, el reino del dios-hombre sobre la tierra.

La distinción fundamental entre la antigua y la nueva actitud filosófico-política está en torno al problema de los primeros hombres. Para la teología judeo-cristiana, Adán, primera creatura humana fue creado en una relación armoniosa con su Creador; pero por su pecado original, conducido por el Espíritu de la Soberbia, rompió ese orden y quedó, en castigo, sometido al pecado, al dolor, al trabajo y a la muerte. Fue una ruptura del don de la integridad de la naturaleza que lo dejó prisionero de las tensiones que hacia arriba y hacia abajo tironean su espíritu y su carne. Santo Tomás de Aquino señala que “el primer hombre pecó fundamentalmente al tratar de parecerse a Dios en eso de saber distinguir entre el bien y el mal... es decir, en que por virtud de su propia naturaleza sería capaz de determinar por sí mismo qué es lo bueno y qué es lo malo... pretendiendo adquirir la bienaventuranza por virtud de su propia naturaleza” [5]. La mayor consecuencia de esa rebelión inicial fue que si bien la Redención posterior, obra de Cristo, ha permitido al hombre ser de nuevo justificado, no le ha devuelto su condición de integridad terrenal primera. Sigue siendo una naturaleza caída que puede encontrar su cura en los medios propuestos por la Revelación. Muchos sabios pensadores de la antigüedad y de los tiempos modernos, aun sin tener la fe necesaria para admitir este dogma bíblico, han convenido en su razonabilidad y lo han tenido como la explicación adecuada del hecho empíricamente comprobable de las apetencias contradictorias que pujan en la naturaleza humana.
     
La Ilustración no quiso aceptar ese punto de partida y, “amotinándose contra Dios”, negó la existencia de un pecado original de la humanidad. Como, por otra parte, disponía de una actitud hipercrítica frente a las imperfecciones del orden social dado en el mundo de su tiempo, no encontró mejor expediente a mano que el de transferir la culpa de los desarreglos humanos a la Sociedad. Suprimidas las injusticias sociales el hombre se regeneraría, no ya por acción de ninguna Redención, sino por las solas virtualidades de la Razón, de la Ciencia y de la Técnica. Para superar las desarmonías de la naturaleza humana los racionalistas, a partir de Descartes –como lo ha señalado Jacques Maritain– anhelaron la “encarnación del Ángel”, un ente raciocinante –Cogito ergo sum–, que por la mera actividad cognoscitiva llega a la virtud. Olvidaban la advertencia de Pascal de que: “El hombre no es ni ángel ni bestia, y la desdicha está en que el que quiere hacer de ángel termina haciendo de bestia”.

Esta ambición, soberbia, de ser “como dioses”, es el dato primigenio de todo el movimiento de la Ilustración. El que lo tiñe de mesianismo y de utopismo, conceptos que, como enseña Thomas Molnar, se pueden refundir en la tentación original y en la de la construcción de la Torre de Babel erigida por toda la humanidad para alcanzar el cielo, en el proyecto “de restaurar la inocencia prístina del hombre –su conocimiento y su potencia– y, para alcanzar este objetivo, desean anular al pecado original y partir de un comienzo sin mancilla” [6]. Por eso es que no hay arreglo, transacción o conciliación posible entre el cristianismo y la ideología moderna. Como lo expone el erudito profesor de la universidad hebrea de Tel Aviv, J. L. Talmon: “las tendencias mesiánicas consideraban al cristianismo como el archienemigo... Su propio mensaje de salvación resultaba abiertamente incompatible con la doctrina cristiana verdadera, esto es, la que parte del pecado original y enfoca la historia como narración de la caída, negando al mismo tiempo al hombre potencia para alcanzar su salvación por sus propios esfuerzos” [7].

La Revolución que se gesta desde la Ilustración no es sólo ni básicamente un movimiento político, sino que en esencia es una actitud teológica que luego desciende a los otros planos del saber y del obrar humanos. “Es una visión del universo y un modo de ser del hombre lo que la Revolución pretende abolir –dice Plinio Correa de Oliveira–, con la intención de substituirlos por otros radicalmente contrarios” [8]. Lo que no impide que también sea un fenómeno político concreto, o la “expresión del fenómeno desintegrador de las formas sociales creadas por la sucesión histórica” –como lo expresa Alberto Falcionelli– cuasi sinónimo de “subversión” [9]. Pero es su calidad religiosa, o antirreligiosa, la que prima, ya que su punto de partida, indica Louis Rougier, “proviene de una concepción esencialmente religiosa y mesiánica de la evolución de la humanidad” [10]. Fue don Juan Donoso Cortés quien en su “estudio profundo de las revoluciones” advirtió primero este trasfondo teológico que se ocultaba detrás de una cuestión política. De la necesidad que tuvo de comenzar por la negación del Dios Encarnado, para después atacar a la depositaria de esa Fe, la Iglesia Romana y más tarde a todo el orden natural asentado en la ley divina, para arribar, por último, a la transformación de las instituciones políticas, sociales, económicas, artísticas, pedagógicas, etc. Por ello no debe vacilarse en calificar a la Ilustración como “un acto de soberbia”, en la acepción teológica del vocablo. “Fue esta humana «hubris» –vocablo que significa insolencia, orgullo– y presunción de creer que el débil hombre es capaz de realizar un esquema de cosas con sentido absoluto y total... de una mentalidad envanecida de su rectitud... y que juzga de un modo totalmente sometido al «yo», que por definición, representa la verdad y la justicia”, anota Talmon [11]. Mentalidad que parte de la creencia –añade Molnar– de que “es posible generar un estado perfecto a partir de otro fundamentalmente imperfecto” [12]. La tradición bíblica relata cuál fue la suerte que aquel “Ángel de la Luz” que pretendió ser como Dios y terminó siendo el “Ángel de las Tinieblas”. Este movimiento dieciochesco de los nuevos Iluminados levantó como su gran bandera a la “Libertad” total del hombre sobre el orden de la Creación y la Tradición y concluyó en el Terror sanguinario de los jacobinos y en la esclavitud sistemática de los bolcheviques. Esa fue su parábola histórica, su existencial paradoja, su esencial contradicción, entre sus principios y sus conclusiones. La Ilustración, ha dicho Alberto Falcionelli, es el modelo de la “decadencia de la Libertad”. Los que vivaban la Libertad no supieron vivir con libertad. El gran Pascal ya lo había previsto: “no se escapa a la obediencia sino para caer en la servidumbre”; los que juegan a ser como Dios –“la aterradora caricatura de las costumbres divinas”– siempre destruyen la verdadera libertad que el Creador inscribió en el corazón de sus creaturas: el libre albedrío. Porque si hay dos cosas distintas, ellas son el libre albedrío cristiano y la libertad de pensamiento liberal. El primero, que nace del respeto de Dios por la persona humana, le otorga el derecho de optar entre el bien y el mal. La segunda, que convierte a ese derecho –que es sólo un medio para alcanzar la Verdad voluntariamente– en un Fin en sí, no tiene ninguna opción positiva que ofrecer y se resuelve en meras negaciones. En un no-hacer de otros; de los congéneres, de la Sociedad, del Estado, etc. Pero tantas negaciones se vuelven al fin contra el mismo individualismo que las formula, y se termina clamando por el sometimiento a la voluntad general totalitaria. El voluntarismo máximo concluye en el determinismo absoluto. Las antinomias, los extremos, se tocan. Y esta paradoja acontece por querer cambiar los planos de la ciudad divina y de la ciudad humana; por negar los dogmas de una y trasladarlos a la otra. Nuevamente, Pascal, ya lo sabía pronosticado: “Cuando se quiere introducir la libertad donde no existe, se la destruye donde Dios la ha puesto. El hombre que no acepta ser relativamente libre, será absolutamente esclavo” [13].


2.- Contenido

«Hay filósofos hasta en los tenduchos»
Voltaire

«El único que sufre es el papel»
Catalina la Grande a Diderot

El mayor historiador del iluminismo, el egregio Paul Hazard, ha indicado que el punto de arranque de estas doctrinas es “el proceso del cristianismo”. Así lo resume: “El espectáculo a que hemos asistido es éste: primero se alza un gran clamor crítico; los recién llegados reprochan a sus antecesores no haberles trasmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufrimientos; un pasado segular sólo ha llevado a la desgracia; y ¿por qué? De este modo entablan públicamente un proceso de tal audacia, que sólo algunos hijos extraviados habían establecido oscuramente sus primeras piezas; pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la Cruz, lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida... Estos audaces también reconstruirían; la luz de su razón disiparía las grandes masas de sombra de que estaba cubierta la tierra; volverían a encontrar el plan de la naturaleza y sólo tendrían que seguirlo para recobrar la felicidad perdida. Instituirían un nuevo derecho, que ya no tendría que ver nada con el derecho divino; una nueva moral, independiente de toda teología; una nueva política que transformaría a los súbditos en ciudadanos. Para impedir a sus hijos recaer en los errores antiguos darían nuevos principios a la educación. Entonces el cielo bajaría a la tierra” [14].

Por lo tanto, su primer contenido es la negación; el repudio de la visión teocéntrica del mundo. Los “contra”, expone Hazard, se reiterarán: “Contra la primera revelación... Contra el Pentateuco... Contra la Biblia. Contra los milagros y con sus testigos... Contra Jehová, vengativo, cruel, injusto... Contra los Evangelistas, pobres pescadores ignorantes; contra el Evangelio; incluso contra la persona de Jesús. Contra la Iglesia y contra sus dogmas; contra los misterios; contra la idea misma del pecado original que pretendía haber afectado a todos los hijos de Adán. Contra la organización de la Iglesia, los sacramentos, el bautismo, la confesión, la comunión, la misa. Contra los monjes y las religiosas, contra los sacerdotes, contra los obispos, contra el Papa. Contra la moral cristiana y contra los Santos; contra las virtudes cristianas y contra la caridad. Contra la civilización cristiana, contra la Edad Media, época gótica, época de tinieblas; contra las cruzadas, locura... De pronto tomaban la actitud de Padres de la Iglesia para reprochar a los cristianos no vivir según su propia ley; y al instante siguiente se mofaban de esa ley” [15]. Egon Friedell participa del criterio expuesto al decir: “Sería un error muy grave pensar que, ya en el marco de la ilustración francesa, se haya librado una batalla consciente contra la aristocracia y contra la monarquía; por el contrario, el objetivo de los ataques polémicos de la ilustración fue casi exclusivamente la iglesia” [16].

El “divino marqués de Sade”, quintaesencia del iluminismo, formulará así el ateísmo común de esa élite: “El único error que no puedo perdonar a los hombres es la idea de Dios. Dios ha muerto porque no ha existido nunca” [17].

Diderot se quejaba contra el “Cristo sombrío y triste. Sin la religión –añadía– seríamos un poco más alegres”. Otros recurrían al “dios inmanente” de Spinoza, para concluir que Dios es Razón. Y como “la revelación pertenece al orden de los milagros y la razón no admite milagros... la religión no es más que superstición... por consiguiente, es menester que la razón ataque a esa superstición vivaz y la destruya”. “¿Para qué sacramentos, ritos, iglesias, templos, mezquitas? La isla de la razón sería bella sin cúpulas ni campanarios. ¿Para qué sacerdotes o pastores? Dios sólo puede ser honrado por el culto interior que reside en el alma”. Para otros, tampoco esto es necesario. “No existe la virtud si se admiten los dioses”, dirá Sylvain Maréchal. “En consecuencia las nuevas virtudes nada tienen que ver con las antiguas. Ellas, en definitiva, serán sólo tres: la tolerancia, la beneficencia y la humanidad” [18]. Pedro Bayle, el precursor del criticismo teológico, filosófico, histórico y moral, proponía como virtud suprema la de la incertidumbre: “el mejor medio de no ponerse jamás en contradicción consigo mismo consiste en no afirmar nunca nada”. Escepticismo metafísico que al bajarlo al plano ético se troca en “tolerancia”: “en lugar de controversias, tolerancia... Todas las religiones positivas valen lo mismo y da lo mismo una que otra. Ninguna presenta pruebas de su verdad... vale más no tener ninguna religión que tener una falsa” [19]. El Barón d'Holbach, gran banqueteador de los enciclopedistas, preferirá un ateísmo materialista, El hombre “no es más que un ser puramente físico, es la obra de la naturaleza; existe en la naturaleza y está sometido a sus leyes, de las cuales no puede emanciparse ni salir, ni siquiera por el pensamiento”. En tales condiciones, Dios no sería sino “una máquina para complicar las cosas. Todas las religiones positivas no son más que supersticiones, prejuicios e intolerancias. La única religión verdadera consiste en el culto a la naturaleza soberana de todos los seres. La verdadera felicidad se hallará en una sociedad de ateos, sin ninguna religión” [20].

Por tales motivos los miembros de la Academia de Ciencias de la URSS, Kechekian y Gedkin, estiman que estos razonamientos de Holbach “fueron progresistas” y como “las concepciones de Holbach eran progresistas en muchos aspectos y contribuyeron al desmoronamiento de la arbitrariedad, la tiranía y el oscurantismo del régimen feudal”, son muy plausibles para los soviéticos; destacando entre sus enseñanzas “especialmente, el carácter combativo de su ateísmo, que lo distingue radicalmente de entre el grupo de filósofos franceses del siglo XVIII” [21].

Pero será Voltaire, el supremo sacerdote de esta religión secular.

Él es demasiado fino para compartir las groserías de Holbach, y prefiere apoltronarse en un cómodo deísmo o teísmo, cuya principal virtualidad consistiría en contener los ímpetus del bajo pueblo al que desprecia. Su lema hasta la muerte será: “¡Ecrassez l'infame!”. Destruid a la infame Iglesia Católica. “Jesucristo –dirá– necesitó doce apóstoles para propagar el cristianismo. Yo voy a demostrar que basta uno solo para destruirlo”.

“Es un magnífico escritor –indica Guillermo Fraile–, poeta, novelista, autor dramático, historiador. Posee un ingenio finísimo, rápido, chispeante, una vena satírica inigualada, la gracia y la vivacidad de una expresión clara, flexible, dócil a todos los matices de su voluntad”. Pero es también, “un panfletario brillante y corrosivo, un polemista terrible, rencoroso y vengativo, en cuya pluma la ironía, el sarcasmo y el cinismo se convierten en armas formidables”. “No es propiamente un filósofo. Maneja pocas ideas, elementales y superficiales... fue un vulgarizador insuperable de las ideas de Locke y los deístas ingleses, y contribuyó como nadie a difundir el librepensamiento y la incredulidad” [22].

Este hombre que fuera llamado “el genio del odio” o “el anticristo” por Diderot, aplicó su inteligencia práctica a la labor panfletaria. Desde su lujosa residencia de Ferney, “salían –dice Hazard– incansablemente libelos donde se manifestaban a la vez el genio del artista y el celo del sectario. Su negación, la expresaba no diez veces, ni ciento, sino bajo mil formas diferentes; de suerte que la obsesión, carácter general del siglo, se convertía en él en un modo de ser: no quería, no podía ya desprenderse de ella. La Biblia no tenía grandeza ni belleza; el Evangelio sólo había traído desgracia a la tierra; la Iglesia, entera y sin excepción, era corrupción o locura; los más puros, los más nobles eran arrastrados por el lodo; el mismo San Francisco de Asís era despojado de su dulce aureola y se convertía en un pobre loco. Simplificación caricaturesca; voluntad de no entrar nunca en las razones del adversario, que había que callar o desfigurar; incansable repetición: tales eran algunos de sus procedimientos.
     
Cuando se lee uno de los sermones, catecismos, discursos, diálogos, cuentos que lanzaba a manos llenas por el mundo... se percibe el mecanismo del propagandista... Su arma favorita era la ironía... Legaba esa ironía a una estirpe inhábil y grosera, que adquiriría la costumbre de reírse ante lo que no comprendía” [23].

Fue también el maestro de la duda metódica, del criticismo sistemático. En su artículo para la Enciclopedia “¿Qué es la verdad?”, respondía: “De las cosas más seguras, la más segura es dudar”. Fue, además, el prototipo universal del masón [24], aunque su incorporación a las sectas fue tardía. Por entonces los masones formulaban en verso su catecismo: “Por un camino cubierto de mil flores, / El Francmasón recorre la vida / Buscando el placer, huyendo de los dolores. / De la moral de Epicuro / Sigue siempre las dulces leyes...” [25]. Y por esos lazos masónicos, Voltaire se convirtió también en el inventor de ese curioso fenómeno denominado “el despotismo ilustrado. Gracias a su correspondencia con varios soberanos de Europa, con José I de Austria, con el ministro Pombal de Portugal, con el ministro Aranda de España, con María Teresa de Austria, con María Carolina de Nápoles, y sobre todo con Federico II de Prusia (al que llamó “el Salomón del Norte”) y con Catalina la Grande de Rusia (a la que denominó “la Semíramis del Norte”), el antiguo despotismo se transformaba en un despotismo “ilustrado”. “Era –comenta Hazard– una figura de minué: reverencia de los príncipes a los filósofos y de los filósofos a los príncipes”. Y de la que las actas de la Logia de las Nueve Hermanas de París podrían revelar mucho [26]. Pero por sobre todas las cosas, Voltaire seguirá siendo el crítico destructor de las costumbres clásicas y cristianas. Los “prejuicios” y las “supersticiones”, como con él, las seguirán llamando todos los revolucionarios modernos.

Contra el tradicionalista Bossuet, Voltaire proclama que “los tiempos pasados son como si nunca hubieran existido[27]. Y esta es suficiente razón para que los propagandistas oficiales del Soviet lo alaben. “En sus obras –dicen– arranca la máscara a las diversas locuras de superstición de que está colmada la Biblia. Su lenguaje se vuelve mordaz y lleno de sarcasmo, ira y odio, cuando habla de la iglesia católica y de su religión... La religión, desde el punto de vista de Voltaire, es un grandioso engaño con fines lucrativos; el cristianismo no es ninguna excepción... Se manifiesta enérgicamente contra la iglesia católica, contra las fechorías del clero, contra el oscurantismo y el fanatismo... fue un notabilísimo filósofo... (que) considera que la iglesia católica es el principal obstáculo para todo progreso” [28]. No obstante, este anticlerical “enragée” dirá: “Prefiero que mi procurador, mi sastre y mis criados crean en Dios, pues pienso que de esta manera me robarán menos”, consejo que el pueblo ruso –adoctrinado en el volterianismo– podría predicar para sus gobernantes... Lo cierto es que, como dicen dos encendidos discípulos suyos, Voltaire era “un militante anticristiano” que “se lanza contra el enemigo con toda su fuerza: lo aplastará bajo la contundencia de sus argumentos, sarcasmos, injurias y mentiras. Este paradójico campeón de la tolerancia se abandona al fanatismo de un odio salvaje... Voltaire hace, pues, uso de la razón, pero sin mostrarse jamás razonable”. Y son ellos mismos (Goulemot y Launay) quienes traen la cita de sus famosos consejos: Tirad la piedra y esconded la mano (mayo de 1761), y Hay que mentir como un diablo, no tímidamente, no durante sólo un tiempo, sino descaradamente y siempre (A Thiriot, 21 de octubre de 1736). Si a ello le unimos su definición sobre el gobierno (expresada en el “Diccionario filosófico”, “A, B, C”): “yo sólo pienso en la aristocracia; el pueblo no es digno de gobernar. No podría soportar que mi peluquero fuese legislador”, y la que da sobre la “razón”: “He interrogado a mi razón. Le he preguntado qué era. Y esta pregunta la ha sumido siempre en la confusión” [29], se comprenderá mejor el entusiasmo que por él sienten los miembros de la “nueva clase” revolucionaria soviética.

Tras Voltaire forma la inmensa cohorte de los enciclopedistas y de los “filósofos” del materialismo [30].

“Europa abriría un nuevo libro de cuentas. «Sancti Thomas Aquinatis Summa theologica, in qua Ecclesiae catholicae doctrina universa explicatur»; para los filósofos esto era el pasado, sería el olvido; «Enciclopédie, ou Dictionnaire des Sciences, des arts et des métiers, par una société de gens de lettres», era la aurora y el día. Era menester... hacer el inventario de lo conocido, y para esto examinarlo todo, removerlo todo sin excepción y sin miramientos; pisotear las viejas puerilidades, derribar los ídolos que la razón desaprobaba; y, por el contrario, poner un signo glorioso sobre los valores modernos. Los hijos del siglo querían ser libres... Los hijos del siglo serían fieles a sus dioses, la razón, la naturaleza”. Querían ser, además, sabios; “pero se trata de serlo a poca costa... se quería aprender la geometría sin tomarse mucho trabajo... y en poco tiempo”. “Se veían «Resúmenes» de todas clases... Y Breviarios y Compendios... y se deseaba uno que contuviera todos los demás... Universal y portátil, éste hubiera sido el ideal... una obra que pudiera hacer las veces de una biblioteca... Un gesto, algunos segundos, el tiempo de buscar una palabra, y los más ignorantes se convertirían en los más instruidos” [31].

Ese fue el rol que desempeñó la Enciclopedia.

Sus directores fueron Diderot y D'Alembert. Diderot, un materialista hedonista, cuyos maestros eran el griego Epicuro y el latino Lucrecio, educado en el colegio de los jesuitas “Louis-le-Grand”, pasó del cristianismo al deísmo y de éste al ateísmo para terminar en el panteísmo. D'Alembert, un expósito abandonado en la puerta de una iglesia, educado por los jansenistas, que adoptó el “sensismo” de los utilitaristas ingleses, y se había caracterizado por su exitosa campaña contra la orden de la Compañía de Jesús, expulsada de Francia en 1764. Y la “honorable” marquesa de Pampadour como financiadora de este compendio de “el saber de los filósofos”. “La Enciclopedia –refiere Falcionelli– constituía una empresa razonada contra la religión, un asalto cauteloso contra las instituciones políticas y una tentativa apenas velada de disgregación moral”, destinada a satisfacer a un sector de la opinión pública, “con su despliegue de ciencia barata, de ironías fáciles y de inmoralidades elegantes” [32].

Diderot, fue, además, uno de los primeros expositores del evolucionismo total: “Todo cambia, todo pasa. Sólo el todo dura..., este es el movimiento eterno del mundo”, expresa en su libro sobre “La interpretación de la Naturaleza” [33]. Asimismo, según los exégetas de los dogmas soviéticos: “su odio al despotismo y la defensa de la idea de soberanía popular lo muestran como un pensador progresista y avanzado de su tiempo” [34]. Por lo demás, dos virtudes adornaban a este enciclopedista, según Goulemot y Launay: una, que “su vida no carece de mentiras”, y otra el libertinaje moral. Fue el autor de obras de clara pornografía como “Las joyas indiscretas”, “La religiosa”, etc., bajo cobertura ideológica. Así, “imagina una isla de Tahití donde reina la más completa libertad sexual” para defender su moral materialista. Por estas cosas fue definido, estando él aún vivo, como: “Escritor incorrecto, traductor infiel, metafísico atrevido, moralista peligroso, mal geómetra, físico mediocre, filósofo entusiasta, literato, que ha escrito, en fin, muchas obras pero del que no podemos decir que conozcamos un buen libro” [35].

Por sus páginas desfilaron las colaboraciones de Condillac, un ex-abad, frío, racionalista, que ha escrito un “Tratado de las sensaciones”, que es “una larga, prolija y tediosa aplicación descriptiva del método analítico”. “La mejor medida del nivel filosófico –consigna G. Fraile– nos la da el hecho de que una doctrina tan pobre y ramplona como la del «Traité des sensations» haya reinado sin rival como evangelio filosófico de Francia” [36]. También colaboran el abate Raynal, expulsado de la Iglesia por su conducta simoníaca y poco edificante, el pornógrafo Marmontel, el barón d'Holbach, “anfitrión de la filosofía”, los fisiócratas Turgot, Necker y Quesnay, y los tres “grandes”: Voltaire, Montesquieu y Rousseau.

Aunque no colaboren también serán considerados como “enciclopedistas”, la pléyade de escritores materialistas que por sí y ante sí se han otorgado el título de “filósofos”. Como la lista es larga, sólo nos referiremos a los más notorios. Fontenelle, educado también por los jesuitas (en una larga tradición que va de Voltaire a Fidel Castro), escribirá en 1683 los “Diálogos de los Muertos” donde propone el hedonismo como ideal filosófico, ya que “el único bien de la vida es el placer”, que consiste en “gozar tranquilamente del presente y continuar su goce hasta el fin” (para su desgracia no pudo conocer las conclusiones de la moderna psicología empírica, acerca de la imposibilidad de un goce indefinido). Helvétius, difusor del epicureísmo como el anterior, y para quien: “el hombre es una máquina que, puesta en movimiento por la sensibilidad, debe hacer todo cuanto ella ejecuta... todo juicio no es más que una sensación... todas las inteligencias son iguales... los motores del hombre son el placer y el dolor físico... todas las pasiones deben ser fomentadas... La única ley natural consiste en buscar el placer y evitar el dolor. El amor propio es el fundamento de la conducta humana. El mejor medio de producir el bien del individuo y de la sociedad es despertar y excitar el egoísmo de cada uno... el único fin de la vida es el placer… no hay vida futura. El infierno no existe y el cielo está en la tierra” [37]. 

Dos ex-curas: Morelly, autor del “Código de la naturaleza”, y Mably, que sostienen la tesis de la organización espartana a lo Licurgo, y que se declaran comunistas, puesto que “la propiedad es la causa de todos los males, donde no exista la propiedad, tampoco se encontrarán sus perniciosas consecuencias” [38]. Saint-Lambert, que disfrutó de la intimidad de las amantes de Voltaire y de Rousseau, y que en su “Catecismo universal” definió así la moral de su siglo: “Pregunta: ¿Qué es el hombre? Respuesta: un ser sensible y racional. — P.: ¿Qué debe hacer como ser sensible y racional? R.: buscar el placer y evitar el dolor. — P.: ¿Qué entendéis por felicidad? R.: un estado duradero en que se experimenta más placer que dolor. — P.: ¿Qué hay que hacer para obtener ese estado? R.: tener razón y guiarse por ella. — P.: ¿Qué es la razón? R.: el conocimiento de las verdades útiles para nuestra felicidad” [39]. O sea: una petición de principios desde el punto de vista lógico, un imposible desde el punto de vista psicológico, un vacío metafísico y una monstruosidad ética. Un genuino “catecismo” para la Ilustración. Es decir, para el conjunto abigarrado de sus colegas: Mapertuis, Maréchal, Robinet, Monnet, Boulanger, Chasseboeuf, Constant, Martin, Destutt de Tracy, La Mettrie, Grimm, Le Condamine, etc., etc.

De entre esta pléyade, los doctores del stalinismo se complacen en rescatar a la figura del cura Juan Meslier. “Como auténtico ilustrado racionalista –expresan–, Meslier señala ante todo la instrucción y la divulgación entre los hombres de correctas ideas acerca de las relaciones, como la senda que ha de conducir a la realización del ideal y a la exterminación del mal. La primera condición para acabar con el mal es liberarse de la sumisión a los dogmas de la religión y de la moral cristiana... Su «Testamento» es una apasionada inculpación a los prejuicios religiosos... Pone al desnudo todas las «extravagancias de la religión», sus «absurdas y supersticiosas prescripciones y ceremonias» y los «falsos e imaginados misterios». «Todas las religiones –dice– sólo son extravíos, ilusiones y engaños». «Todo culto y adoración a los dioses –sigue afirmando Meslier– es una aberración, un abuso, una ilusión, un engaño y un charlatanismo». El autor demuestra convincentemente que los prejuicios religiosos son empleados ampliamente para fines egoístas, de lucro” [40]. Claro que para convencer a un convencido no se necesita mucho...

Mención aparte, sin embargo, merece el ilustre marqués de Condorcet. Educado como una niña, participó de la Revolución Francesa como miembro del partido girondino, suscribió la condenación del rey Luis XVI, y luego fue él condenado por los jacobinos por su calidad de “aristócrata”, suicidándose con el veneno que le proveyó su amigo Cabanis. En un canto popular era descrito como un caballero “de tristísima figura” que “pretende poder aliar... con la verdad la impostura” [41]. Retórico ampuloso, se especializó en el anticlericalismo y en la formulación de las leyes “naturales”. Como anota Talmon, “en 1793, cuando estaba escondido y próximo a morir víctima del triunfo de sus ideas, resumió de la manera más conmovedora la hazaña de su siglo, alegando que éste había entrado en posesión de un instrumento universal «igualmente aplicable a todos los campos del esfuerzo humano»” [42]. Esa idea era la del progresismo. Esta creencia en el progreso indefinido y automático de la humanidad, había sido ya expuesta por el abad de Saint-Pierre cuando concluía la guerra de Sucesión de España, y luego por Turgot. Siguiendo a Locke y a Hume, Condorcet daría forma a la tesis que más tarde utilizarían Hegel y Marx. “El determinismo histórico optimista llegó a ser una especie de axioma” –observa Walter Theimer–. Tanto Turgot como Condorcet, sabían explicar, no sólo los diferentes estadios concretos por los que había pasado esta evolución, sino también aquellos por los que debería transcurrir ulteriormente. El “phatos” de la profecía histórica comenzaba a ser un elemento de la política. Condorcet declaraba en 1782 ante la Academia: “... La razón ha reconocido finalmente el camino por donde debe andar... El género humano ya no se balanceará en el futuro entre las tinieblas y la luz... Ya no está en el poder del hombre extinguir la antorcha alumbrada por el genio... Día llegará en que el sol alumbrará sólo a un mundo de hombres libres, que no reconocen más señor que a la propia razón”. Tal ventura acaecerá siempre que “la clase de los burgueses verdaderamente ilustrados” mantenga su predominio. “La Ilustración –vuelve a anotar Theimer– no se había fundado sobre la experiencia, ni el optimismo ni la fe en la técnica; sin embargo, los ilustrados obraron como si, en ambos supuestos, se tratase de hechos empíricamente conocidos. Así, de pronto, y apenas salido de la niñez, el empirismo se transforma en una nueva religión”. Este “resplandeciente optimismo” en la ciencia y en la razón, “a la vista de las bombas atómicas y de hidrógeno, la guerra bacteriana y otras aplicaciones de la técnica no previstas por los ilustrados”, no resulta hoy tan fácil de compartir [43]. Partiendo de las leyes de Newton, Condorcet –que escribía según un contemporáneo, “con pluma de opio sobre hojas de plomo”– contó nueve épocas; la novena, la de la Razón. “Este Apocalipsis de la razón –comenta Christopher Dawson– preparaba el camino para un verdadero Milenio, una era en que según escribe Condorcet, “La raza humana, libre de todas sus cadenas, sustraída al imperio del azar así como al dominio de los enemigos del Progreso, caminaría con paso firme y seguro por el camino de la verdad, de la virtud y de la felicidad” [44]. A la luz de todos los males que le han traído a la humanidad los profetas del utopismo, del mesianismo milenarista, discípulos todos de Condorcet, el lector tendrá derecho a pensar que no estuvieron tan desatinados los jacobinos cuando lo condenaron a muerte.
     
Un punto en que vienen a coincidir la mayoría de los iluministas es el de la negación del patriotismo natural. Montesquieu dirá: “me considero hombre antes que francés porque soy necesariamente hombre, mientras que nací francés por azar”, como si el patriotismo no fuera una virtud que nace de la misma naturaleza humana. La voluntariedad o electividad de las patrias es para ellos cuestión decidida. De ahí que Voltaire exprese: “Se tiene una patria cuando se tiene un buen rey, pero no bajo uno malo”. En todo caso, el “buen rey” sería aquel que se dedicara a disminuir la extensión territorial de su reino, ya que: “Cuanto más grande se va haciendo esta patria, menos amor se siente por ella; porque el amor compartido se va debilitando. Es imposible amar tiernamente a una familia demasiado numerosa y que apenas se conoce”. “Ya no hay patria”, añadirá Diderot, adelantando el célebre aforismo marxista de que “los proletarios no tienen patria”. Resumiendo la posición común Fougeret de Monbron, en su libro “Cosmopolita” (1753) rescató, para el siglo XVIII, el lema: “Mi patria es dondequiera que me encuentro a gusto”; y todos ellos –con la sola excepción de Rousseau– apoyaron la destrucción de Polonia por Federico II, el déspota “ilustrado” [45].

Estos son, pues, los “philosophes” del iluminismo. Su filosofía fue como ellos: paupérrima. Los hemos venido llamando “racionalistas”, por un convencionalismo usual en las ciencias políticas, aunque el término en estricto sentido filosófico no les corresponde. El genuino “racionalismo” es el del siglo XVII, el del criticismo y matematicismo metódico de Descartes, del ocasionalismo de Malebranche, de la armonía preestablecida de Leibniz, del paralelismo de Spinoza. Es decir, en términos generales, los propiciadores del método crítico-deductivo. Nuestros personajes del siglo siguiente, que no alcanzan estatura filosófica, son más bien seguidores del “empirismo” de la escuela inglesa, la de Hobbes, Locke, Berkeley, Hume, etc., sensistas, utilitaristas, inductivistas, que prefieren el método de la ciencia física marcado por Newton y Bacon, al de las matemáticas, para incursionar en el campo de la filosofía. En lo que coincidían estas dos corrientes “modernas” era en el abandono del método propio del saber filosófico, el del intelecto realista. Mas los “ilustrados” no quisieron identificarse, así como así, con la escuela inglesa, y por eso es que practicaron una especie de “empirismo ecléctico, que se jacta de su apego a las sensaciones, pero como este es un concepto apriorístico que les sirve para construir, por deducción, una serie interminable de ideas abstractas, no se puede decir, con precisión, que hayan sido racionalistas o empiristas. En cierto sentido estarán más cerca de su sucesor, Emmanuel Kant, con su empiriocriticismo, aunque ellos no hayan ni atisbado las complejidades y sutilezas del mecanismo ideado por el pensador germano. Paul Hazard ha tratado de poner algo de luz en este iluminismo tenebroso. Explica él que “en el interior mismo de la filosofía de las luces se da una disarmonía esencial, pues esta filosofía fundió en una sola doctrina el empirismo, el cartesianismo, el leibnizianismo y el spinozismo por añadidura. No imaginamos por gusto un pensamiento que diríamos que era del siglo y que cargaríamos de esas incoherencias. Son los filósofos mismos los que se han jactado de ser eclécticos”. “Amigo mío –escribe Voltaire–, yo siempre he sido ecléctico; he tomado en todas las sectas lo que me ha parecido más verosímil”. Y la Enciclopedia: Eclecticismo. El ecléctico es un filósofo que, pisoteando el prejuicio, la tradición, la antigüedad, el consentimiento universal, la autoridad, en una palabra, todo lo que subyuga al vulgo de los espíritus, se atreve a pensar por sí mismo, a remontarse a los principios generales más claros, examinarlos, discutirlos, no admitir nada sino por el testimonio de su experiencia y de su razón; y de todas las filosofías que ha examinado sin miramiento y sin parcialidad, hacerse una particular y doméstica que le pertenezca”. “He aquí –concluye Hazard– por qué Europa, para poner orden en la teoría del conocimiento, tenía necesidad de Kant” [46]. Esa es la “filosofía” doméstica y casera de los pensadores de la Ilustración.

Por cierto que su “eclecticismo” no resolvía nada. Era una simple mezcla que no alcanzó la jerarquía de una combinación. Decíamos que se los siguió llamando “racionalistas”, aunque más no fuera por su continua apelación a las “luces de la razón”, que en ellos no alumbraban demasiado. Y también porque comparten el criticismo sistemático, el principio de la duda metódica, la negación de la evidencia de lo real, que es característico del pensamiento racionalista. “Todo el cartesianismo y, en cierto sentido, todo el pensamiento moderno –destaca Etienne Gilson– se remonta a la noche invernal de 1619, en que Descartes, junto a una estufa, en Alemania, concibió la idea de una matemática universal... más aún, la necesidad de aplicar a todos los problemas en general el método que acaba de ensayar... Jamás la historia del pensamiento humano había conocido extrapolación más vasta ni más osada que ésta, de cuya sustancia vivimos todavía hoy”. Es decir, de abandonar el método de la filosofía perenne de ir de las cosas a los conceptos, el método del conocimiento realista, para imponer el sistema inverso, del pensamiento a las cosas, el método del pensamiento idealista-materialista [47]. La diferencia con el fundador racionalista, consistirá en que sus seguidores de las distintas escuelas, adoptarán otros métodos distintos del geométrico de Descartes, así el físico del empirismo inglés, el biológico del darwinismo evolucionista, el psiquiátrico del freudismo, el económico del marxismo, el artístico del intuicionismo, el escatológico del hegelianismo, etc., etc. Algunos tomados prestados de las ciencias naturales, otros de diversos órdenes del saber, pero todos igualmente apartados del método propio de la filosofía.

Las consecuencias de este desorden conceptual pronto se manifestaron entre los ilustrados. Se encontraron frente a dos términos, “razón” y “naturaleza”, que resultaban difíciles de conjugar. Por su inclinación ecléctica, sincretista, optaron por mezclarlos: “la naturaleza era racional, la razón era natural, perfecto acuerdo”; en consecuencia: “naturaleza igual razón”. Pero la naturaleza real, no la soñada por ellos, mostraba sus profundas antinomias, sus terribles desgajamientos. Ellos los omitieron: siguieron hablando de “política natural, de moral natural”, etc. El resultado fue –anota Hazard– que “los filósofos de las luces lejos de disipar esta confusión (de palabras), la acrecentaron” [48]. Estos “adoradores de la naturaleza” se encontraron en serios apuros por el propio empirismo que predicaban, pues la naturaleza siguió siendo pródiga en desórdenes ininteligibles. La confusión se remontaba al concepto de naturaleza que ellos manejaban. Podía entenderse por tal una acepción neutra, es decir, todo lo real existente con excepción del hombre y su cultura. Pero los ilustrados cargaron a ese concepto de una tonalidad celeste, paradisíaca: la del estado primigenio y perfecto de todas las cosas. Incluido el hombre, que se había desvirtuado por la acción de la cultura humana. De ahí a otorgarle un signo divino y esotérico había sólo un paso, y es el que dio Rousseau, entre otros. Ese concepto, así entendido, “expresa, por tanto, algo último que no puede ser trascendido –refiere Romano Guardini–. Se considera definitivo todo lo que de él pueda derivarse. Todo lo que pueda probarse con arreglo a él está justificado... tiene el carácter misterioso propio de la causa primera y del fin último. Es «naturaleza-dios» y objeto de veneración religiosa. Es alcanzada como sabiduría y bondad creadora. Es la «madre-naturaleza», a la que se entrega el hombre con confianza ciega. De este modo lo natural es sinónimo de lo santo y lo religioso” [49]. Relata Roger Labrousse que, con ocasión de la fiesta revolucionaria del 10 de agosto de 1793, Hérault de Séchelles, presidente de la Convención, en presencia de la fuente de la Regeneración, exclamó: “Soberana de los salvajes y de las naciones ilustradas, ¡Oh, Naturaleza! Este pueblo inmenso, reunido bajo los primeros rayos del día, ante tu imagen, es digno de ti. Es libre. En tu seno, en tus sagradas fuentes, ha recobrado sus derechos, se ha regenerado... ¡Oh, Naturaleza! Recibe la expresión de la adhesión eterna de los franceses a tus leyes” [50]. Allí está claramente reflejado el concepto supersticioso que de la naturaleza tenían los iluministas, ya fuera que pretendieran aprehenderlo con la razón (los enciclopedistas) o con los sentimientos (Rousseau), en definitiva, lo alcanzaban con su imaginación, para entronizarlo en reemplazo del Creador de la naturaleza real. Pero esta “madre-naturaleza” era una madre tirana, que imponía ineluctablemente sus “leyes”. La “Liberté” quedaba así anidada en el absorbente seno maternal de la Naturaleza, engendrando al monstruo bautizado con el nombre de “determinismo”. Para escapar a sus garras los ilustrados encontraron una coartada: la tolerancia. Erigida la Naturaleza en fuente de virtud regeneradora, inmediatamente se aclaraba que esa virtud se limitaba a la complacencia con los errores, con los defectos, con los adefesios que la vida interna y externa les exhibía. Así también, de paso, consiguieron ahorrarse el esfuerzo de perfeccionamiento que la antigua virtud cristiana imponía. Pero esto ya se conecta con otro de sus tópicos.

La noción de que es la razón pura la que alienta a los iluministas ha sido divulgada especialmente por Kant (en: “Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración?”, escrito en el que sostiene que es la capacidad “para servirse, sin ser guiado por otros, de su propia mente”). Mas, si bien la emancipación de la realidad de las cosas subyace como “lei motiv” del espíritu de revuelta de la Ilustración, su concreción es más específica: está en lo que llamaron “libre-pensamiento. El inglés Anthony Collins, que fuera el autor del vocablo (“free-thinkers”), expresa que “librepensador es aquel que piensa que no debe respetar ninguna autoridad fuera de lo que parece evidente a su mente [51]. En otros términos, el proclamar: yo, en cuanto individuo, poseo dentro de mí una fuerza autónoma, la razón, que puede poner en cuestión todo lo que me llega comúnmente admitido como obvio. De lo que Armando Plebe –simpatizando algo con esa posición– deduce que: “la razón no es para ellos más que un instrumento de crítica, nunca la idea de una estructura ordenada del universo, que justificaría, por el contrario, la existencia de la jerarquía... Para el librepensador la tradición resulta sospechosa por el mero hecho de ser tradición”. La razón en tanto que crítica se convierte en un artículo de fe, y, como natural secuela, aparece un desborde emotivo: la “libido destruendi”. El ilustrado, antes que “propugnador de determinadas tesis conceptuales es, en primer lugar, un hombre caracterizado por una determinada disposición emotiva... la «razón», exaltada por los ilustrados como su arma preferida, es más un sentimiento de entusiasmo por la racionalidad, que un instrumento de cálculo y de carácter científico; un instrumento, paradójicamente, irracional”. Esta intemperancia mental determina que los iluministas hagan “de la profesión de la tolerancia un arma de lucha y de agresión”. “Existe en la psicología del «librepensador», una contradicción característica determinante de alguna de sus actitudes típicas. Es decir, el librepensador exige, por un lado, el derecho a ser anticonformista como él quiere ser; es, por lo tanto, de una absoluta tolerancia de opiniones; por otro lado, quiere ejercer su propio anticonformismo con toda la virulencia polémica necesaria, ya que un anticonformismo no agresivo estaría muerto antes de nacer y, desde este punto de vista, el librepensador se hace intolerante y despreciador de los que no luchan y se limitan a soñar con la mente” [52]. En otras palabras, como decía el clásico liberal español: “El libre pensamiento proclamo en alta voz / ¡y mueran los que no piensan como yo!”…
     
En la pendiente inclinada del menor esfuerzo dieron con otro polo orientador de su conducta: la “felicidad”. La teoría epicureísta, hedonista, egoísta, del goce del placer por el placer en sí. Anota Talmon que siendo para ellos “lo útil igual a virtuoso y a verdadero, la virtud se recompensa a sí misma con la felicidad. Y la roca sobre la que pueda fundarse cualquier modelo social armonioso es la del amor del hombre a sí mismo” [53]. “El amor de sí mismo es la única base de la moralidad, porque es el elemento más real y vital del hombre y de las relaciones humanas… al trabajar el hombre por su propio bien inevitablemente ayuda a los demás... El bien común no requiere ningún sacrificio del interés propio; al contrario: el legislador que pida tal sacrificio es, según Mably, un loco” [54]. Esta felicidad anhelada, contenía, según Hazard, las notas de mediocre, calculada y construida. Su opuesto era la austeridad y la enfermedad; por “último la felicidad se convertía en un derecho cuya idea sustituía a la de deber” [55]. Como hemos visto, para varios de ellos el fin último del hombre es “el cuidado de evitar el dolor y buscar el placer”. Siguiendo a sus maestros Lucrecio y Epicuro, Diderot dirá: “Se entiende por moral lo que en un hombre de bien equivale a lo natural. Sigamos, en efecto a la naturaleza en sus operaciones primarias: nuestras sensaciones son agradables o desagradables, nos traen dolor o placer” [56]. Esta dejación ética tiene su explicación psicológica-teológica. En el fondo de ese afán de “felicidad” subyace el temor al dolor. Gustave Thibon ha explicado magistralmente que: “Se persigue al dolor para poder canonizar al pecado... De lo que se trata, ante todo –¡cuántos ideales morales y políticos se fundan en este deseo!–, es de hacer indolora la bajeza, de domesticar y castrar al pecado. Estos idealistas aceptan la caída, pero sin el aguijón del castigo. Buscan, imploran, una especie de reposo divino en la vanidad, en la pobre alegría y el pobre orgullo del hombre caído. No dudan de la divinidad esencial del hombre y por ello el espectáculo del mal le es insoportable. Mientras el mal subsista le será imposible adorar al hombre sin reservas: un Dios no puede, no debe sufrir. Conclusión: designio de borrar el mal-pecado como un mito y el mal-dolor como un accidente. Tras lo cual todo en el hombre quedará igualado, homogeneizado, divinizado. Todo es Dios cuando no queda cima ni jerarquía. La anarquía realiza el cielo a poco precio” [57].

De la “felicidad”, o sensualidad infrahumana a ultranza, al inmoralismo completo hay sólo un paso. En la Ilustración se destacaron por dar este paso los dos más divulgados novelistas de esa época: Chordelos de Lacios (“Las amistades peligrosas”, 1782) y Donatien-Aldonce-Francois de Sade (1740-1842: “Justine o las desventuras de la virtud” y “Juliette o las desventajas del vicio”). El “divino” Marqués de Sade, al cabo de dos siglos y Freud mediante, se ha convertido en la figura más representativa, o, cuando menos en el autor más leído y seguido por los herederos espirituales, de la Ilustración. Como es bien conocido, el “sádico” Marqués ejemplificó su principio de “curiosidad” con los dos principales personajes de sus novelas: Justine, representante de la moral tradicional cristiana o simplemente natural, y Juliette, la “nueva mujer” del iluminismo; la primera, “nociva para sí misma y para los demás”, la segunda, cuyas alas renovarán al universo. Es decir, la censura a la ley ética natural por “aburrida” y la exaltación del hedonismo, del libertinaje, y de toda una cadena de aberraciones sexuales, en nombre de la progresista “inquietud”. Así escribe el príncipe de los inmoralistas: “El individuo verdaderamente sabio es aquel que... viole todo lo posible las convenciones sociales, después de haberse desvinculado de sus reglas... la Naturaleza no se ofende por nada, ya que todos los individuos que ella genera actúan, en su vida, solamente a consecuencia de impulsos que de ella misma parten... Nadie soñaría en reprender a la gallina por comerse los gusanos, o al zorro por matar gallinas; ¿por qué el hombre debe constituir una excepción? Sólo cuando alguien consiga convencerme de la superioridad de nuestra raza... entonces podré considerar el homicidio como un delito... Si existen en el mundo personas cuyos gustos contrastan con determinados cánones prejuzgados y preestablecidos, no deben suscitar estupor, no deben ser rechazados ni castigados”. “Naturalmente –comenta Plebe–, esta apología del homicidio (y, con él, de toda violencia carnal) no es, de hecho, una nota característica de los ilustrados, sino sólo de Sade. Sin embargo, el intento de desvincular los impulsos activos del hombre de la observancia de la moral es típica de la mayor parte de los ilustrados” [58]. El sadismo es de Sade, pero Helvétius y Mandeville, v. gr., no se le quedaron muy a la zaga en materia de libertinaje ético, como buenos “librepensadores” que, en definitiva, eran todos ellos. Lo que sucede es que Sade es más congruente con su amoralismo. Jules Janin lo definió como “un abominable degenerado cuyos lectores se reclutan entre los manicomios y los penales”, y los mismos Goulemot y Launay que procuran “reivindicarlo”, admiten que “ningún partidario de Sade puede negar la obscenidad de su obra... la gama de las perversiones no tiene límites... Su felicidad huele a estupro y a azufre” [59].

“Se bosquejaba así –observa Paul Hazzard–, lo hemos visto, una moral según la lógica de la filosofía de las luces, la cual implicaba en sí misma un elemento doble: el elemento racional, seamos virtuosos, porque la virtud es el reflejo del orden del universo; el elemento empírico, seamos virtuosos, porque nuestras sensaciones nos advierten que debemos buscar el bien y huir del mal”, entendidos como equivalentes de placer y dolor [60]. Coronaban de este modo su sistema ecléctico. Su anhelo por concordar al empirismo con el racionalismo. “Este empeño en el empirismo –refiere Talmon– no estaba dirigido contra el racionalismo, sino únicamente contra la religión autoritaria y revelada. Su empirismo estaba viciado de la premisa racionalista del Hombre per se, de la naturaleza humana como tal, en definitiva dotada de un único atributo unificador, la Razón, o tal vez de dos: Razón y amor de sí” [61].

Pero la antinomia “Razón-Sentimientos” seguirá –“malgré lui”– produciendo sus efectos disociadores entre los iluministas.

Entre quienes optan por el primero de los extremos se cuentan los fisiócratas. Fundada esta escuela económica bajo el amparo del lema de Gournay, “laissez-faire, laissez-passer”, buscará la “fisiocracia” dar con las “leyes” de la naturaleza que rigen el orden de los bienes. Quesnay, Turgot, Dupont de Nemour, Mirabeau y otros creerán haberlas encontrado en el agrarismo y la libertad de comercio. Fue, dice René Gonnard, el “desquite de Ceres” contra el orden industrial organizado bajo el mercantilismo de Colbert, y la antesala de la doctrina definitiva que integraría esta cosmovisión, la escuela del liberalismo económico de Adam Smith, David Ricardo y Juan Bautista Say. “Con las dos partes esenciales de su doctrina había de afirmar Quesnay la reacción contra el mercantilismo, poniendo el jus naturae al arbitrium de los hombres; oponiendo la exclusiva productividad del suelo a la esterilidad de la industria y el comercio”. Agrarismo optimista que se fincaba en “la idea concebida a priori de un orden espontáneo, natural y beneficioso” [62]. Que iba, con toda lógica, a desembocar en la escuela “clásica” de Smith, y ésta, a su vez, en la práctica económica de una Inglaterra que había alcanzado su expansión manufacturera gracias a la Revolución Industrial. En 1775 el enciclopedista y fisiócrata Turgot, nombrado por Luis XVI ministro de Hacienda para que arregle el desequilibrio presupuestario –déficit de las finanzas públicas engendrado por la pérdida de significación de los recursos directos, entre ellos la “vigésima”, a raíz del proceso de inflación monetaria proveniente de la época de la Regencia y John Law–, en lugar de aplicar los remedios financieros obvios –el reajuste o revalúo impositivo– da rienda libre a su ideología y decreta la supresión de los gremios de artesanos y el libre comercio de cereales, originando con ello un problema social y económico hasta ese momento inexistente. Según Goulemot y Launay, Turgot fue el representante de un capitalismo prematuro que abortó porque la propia burguesía no lo apoyó. La opinión popular sobre el ministro fisiócrata no fue mejor: “Bajo el ministro Turgot / vivimos a la aventura / sin saber qué echar a la olla, / Turelure, / Y bebiendo agua pura, / Robin Turelure. / El ministro, gordo y graso, / Tiene buen aguante, / Quiere destruir todos los Estados, / Turelure, / Incluso la Magistratura, / Robin... / Si Turgot, nacido sin genio, / y con poca literatura, / Se encuentra un poco fastidiado, / Turelure, / Se ve que tiene el alma dura”, cantaban los parisienses [63].

En 1787, Lomenie de Briene, conviene con Inglaterra un tratado de libre comercio, que aparejará la crisis de la industria francesa, que a partir de la fabricación de gobelinos y porcelanas y con los cuidados de los mercantilistas se había afianzado hasta entonces. Sin poner arreglo serio al problema financiero que padecía el Antiguo Régimen estos teóricos desataron una cuestión económica. En 1790, el miembro del Club de los Bretones y luego girondino, Chapelier coronará esa tarea, obteniendo de la Asamblea Nacional Constituyente la consagración de la supresión de las medievales corporaciones de artesanos. De ahí que en la tan alabada “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” no apareciera –como no apareció en ninguna de las Constituciones que se organizaron de acuerdo con los principios del Estado de Derecho liberal-burgués– el “derecho de asociación” y de reunión. El resultado de todo ese conjunto de medidas es bastante conocido: para Francia, su ruina industrial y la desocupación artesanal, que servirá de chispa –junto a la carencia de trigo en 1788– revolucionaria. Y para todo el mundo occidental que siguió sus consejos: la aparición de una masa obrera de desposeídos de los instrumentos de trabajo y producción, el “proletariado”, y, como rebote, la eclosión del socialismo. Quedaron destruidas allí las bases de lo que Hilaire Belloc llamó el “Estado Servil”, del Estado al servicio del bien común, que fue reemplazado por el “Estado Gendarme” primero, para apoyar las reglas del juego individualista, y por el “Estado Providencia” después, propio del totalitarismo absorbente de toda la actividad económica. Mucho, quizás demasiado, se ha escrito en casi dos siglos sobre este tema del desorden socioeconómico nacido del liberalismo enciclopedista. Entre tanta hojarasca demagógica, entre tanto abstractismo sociológico y tanta pesada erudición económica, todavía nos sigue pareciendo la comparación propuesta por un poeta de la prosa, Antoine de Saint-Exupery, la más clara y profunda explicación del fenómeno. En una de sus novelas dice que la imagen del orden social clásico era la de sus catedrales góticas. El proyecto liberal supuso la demolición de la catedral, donde cada piedra estaba ordenada jerárquicamente hacia un fin: la adoración a Dios, y la dispersión por el terreno de todos los bloques sillares. La respuesta socialista consistió en apilar simétricamente todas aquellas piedras antes diseminadas por el liberalismo, formando un cubo de granito en el que tanto las piedras talladas como las toscas, las grandes como las chicas, quedaban homogeneizadas, igualadas, para un altar sin Dios ni trascendencia.

Los comunistas soviéticos que, a nuestro entender, son los herederos más conscientes de este legado de mentalidad sistemática-destructiva, han hecho siempre el elogio de la primera premisa “burguesa” (aunque luego ellos añadan otras conclusiones). Escriben los eruditos del sovietismo: “El pensamiento político de los ideólogos de la burguesía francesa del siglo XVIII, que se presentaba bajo la bandera de la ilustración que tiende a acabar con la superstición y el oscurantismo medievales y con los privilegios de los opresores feudales, comienza con una aguda e implacable crítica a la iglesia, a las monarquías feudales y a todas sus instituciones”. Engels atribuyó una gran importancia a esta labor de los enciclopedistas franceses. En las primeras páginas de su “Anti-Dühring” habla de los hombres que en Francia “ilustraron las cabezas para la revolución que había de desencadenarse”. “Todas las formas anteriores de sociedad y de estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales; hasta allí el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios...”. “La burguesía –añaden Kechekian y Fedkin–, al promover la idea de los derechos naturales del hombre, alza la bandera de las libertades democrático-burguesas, que la ayuda a ponerse al frente de las fuerzas sociales que luchan contra el feudalismo” [64]. Sedicente “feudalismo” que, como es sabido, había terminado unos siglos antes por la acción centralizadora de los reyes “absolutistas”; pero que, también es cierto, agonizará en sus restos con el absolutismo uniformador del liberalismo “burgués”, masificando a la sociedad humana y vehiculizando al totalitarismo comunista. Justo es, pues, el cumplido elogio de los soviéticos a sus predecesores iluministas y esclavizantes.

El mismo afán geométrico libertario-igualitario es el que preside la visión iluminista del orden del derecho y la política. Aquí es Carlos Luis de Secondant de la Bréde, barón de Montesquieu, quien formulará el pensamiento ilustrado en el plano institucional.

Por cierto que antes John Locke, con su estudio “Sobre el gobierno civil”, y Thomas Hobbes, con su “Leviathan”, habían sentado las bases del constitucionalismo racionalista y liberal. El afán de la burguesía por frenar el poder monárquico y obtener esa cuota para sí, promovió esas teorías, como la de Locke, de “frenos y contrapesos”, de división del poder, que exaltaban al individuo frente al Estado. Recogiendo esas enseñanzas, en 1721, Montesquieu publicó sus “Cartas Persas”, en las que difunde el criticismo y naturalismo religioso que también Locke había expuesto. Y en 1748 edita su “Espíritu de las leyes”, con el fin de divulgar el modelo parlamentario inglés, prototipo universal de buen gobierno por su división de poderes, en Francia donde reinaría el despotismo más irracional. “Las leyes –dirá en esta segunda obra–, en la significación más amplia, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas”. Siguiendo en este tema a los iusnaturalistas protestantes Puffendorf, Thomasius, Wolf, Grotius, etc. –que han desconectado al derecho natural de la ley divina–, él, a su vez, desprenderá al derecho positivo del derecho natural, por lo menos de aquél que se fundaba en la virtud de la justicia. El solo objetivo jurídico debe ser la validez, la racionalidad de las leyes.

En las “Cartas Persas” había usado un método que se tuvo por ingenioso, el de los supuestos viajeros que critican irónicamente al estado social de Francia. No era una originalidad suya. Era procedimiento común entre los enciclopedistas; “los viajeros imaginarios que no habían salido nunca de su casa, descubrieron países maravillosos que avergonzaban a Europa”. O, a la inversa, que criticaban a despotismos remotos: “¡Vergüenza al despotismo! A falta de poder atacarlo directamente, se desquitaban con la antigüedad... lanzando sus fulminaciones contra César, contra Augusto… Mejor todavía, se denostaba en el despotismo oriental el gobierno arbitrario... De ese despotismo asiático se podía decir todo lo malo que se quería sin correr ningún riesgo” [65]. Si se recuerda que el encargado de la censura era Malesherbes, simpatizante de la ilustración, los riesgos no debían ser muy grandes. Por eso Montesquieu fue un poco más allá y metió a dos jóvenes persas a que se burlaran de las instituciones políticas y religiosas de Europa.

Dos notas muy salientes del pensamiento de Montesquieu, que no siempre recuerdan sus epígonos, son su anticlericalismo y su antirrepublicanismo. Del Pontífice Romano dijo que es “un viejo ídolo al que se adula por hábito... Se pretende sucesor de uno de los primeros cristianos, el llamado san Pedro, y es ciertamente una rica sucesión”. En cuanto al gobierno popular sostuvo: “No hay en el mundo nada más insolente que las repúblicas... El pueblo bajo es el más insolente de cuantos tiranos puede haber” [66].

El asunto provocó su revuelo y él tuvo que moderarse un poco. “Montesquieu –anota Jean Roger–, después del escándalo de las Cartas Persas había comprendido que aún no era posible atacar directamente a la religión católica ni al orden político”. Por eso en “L'Esprit des lois” veló la crítica y pasó sin problemas por la censura de la Sorbona. “Pero –agrega el autor citado– el veneno era activo y estaba introducido profundamente: el elogio de la Constitución inglesa...”. Al mismo tiempo “se ve dominado por un odio violento hacia la intolerancia religiosa, hacia la Inquisición, hacia el despotismo; pero lo que ejerce mayor influencia en su obra es el poder con el cual Montesquieu derriba la fe mística francesa, la convicción de que la monarquía absoluta es voluntad de Dios. Todos los antiguos respetos estaban amenazados y su libro iba a obrar profundamente sobre los espíritus de fines del siglo XVII” [67]. Para nosotros la clave del asunto estaba en proponer el reemplazo de un sistema, el monárquico, de tipo personal y hereditario basado en la adhesión sentimental a una dinastía, a una familia real, por los bienes concretos que había procurado a los franceses, por otro régimen sacado del raciocinio, donde la soberanía quedaba despersonalizada y la responsabilidad diluida y que, precisamente por su abstractismo, se ponía por encima y a salvo de las contingencias del éxito o el fracaso cotidiano que mantienen o destruyen las adhesiones humanas. Lo cierto es que el libro tuvo un éxito inmediato y generalizado en la Europa de su tiempo. “Montesquieu con su «Esprit des Lois» –refiere Falcionelli–, pretende proporcionar a los futuros legisladores un método susceptible de hacerles encontrar las leyes que regularán de modo racional la vida social de los hombres. Con él, la legislación se hace ciencia aplicada y arte fundado sobre la investigación. Este método basado en la mera observación desconoce la presencia del bien y del mal en la historia. El bien y el mal, en efecto, no son hechos jurídicos puesto que no pertenecen a la razón ni a la ciencia. «No justifico los usos, presento sus razones», establece nuestro magistrado. En un mundo que incluye las instituciones de todos los pueblos, nada en sí es bueno o malo, razón por la cual Montesquieu considera inútil una perfección que no cuadra con su método”. Su sola preocupación es, como la de Lord Bolingbroke, alcanzar “un estado feliz, tranquilo, o por lo menos soportable... Dejad hacer a los hombres, dice Montesquieu, dejadlos vivir a su modo” [68]. Como vemos, este racionalista, cual sus congéneres “ilustrados”, gusta de practicar el deporte de eclecticismo, y para ello nada mejor que esas incursiones por el campo del empirismo y del relativismo historicista. Pero su amable tolerancia se termina cuando se enfrenta con el “despotismo” de la monarquía francesa. El sistema de gobierno de los papúes o de los zulúes podrá ser aceptable, nunca el de las instituciones nacidas del cristianismo católico. Pero dejando de lado esa pobre “filosofía de la historia” fabricada a base de una mezcla de teorías climáticas, raciales, etc., lo que queda en pie de su edificio es el proyecto racionalista. La división entre el derecho temporal y el divino, y el modelo ejemplar de la constitución inglesa. Esa anglomanía fue, también, la que en definitiva lo separo del proyecto revolucionario más consecuente. “Montesquieu –observa Guillermo Fraile– no es un revolucionario. Sus teorías son producto a la vez de su estima por la antigüedad –su «Grandeza y Decadencia de los Romanos» es un libro muy valioso– y de su entusiasmo por las costumbres e instituciones políticas de Inglaterra, cuyo equilibrio entre ley y libertad admiraba tanto que, al regresar a Francia, transformó el parque de su castillo en jardín inglés. No se proponía derribar la vieja monarquía francesa, sino reformarla y consolidarla con la división del poder legislativo, judicial y ejecutivo por medio de «funcionarios ilustrados y de una clase de jueces independientes». Pero a pesar de sus buenas intenciones, las condiciones de los tiempos hicieron que sus doctrinas se deslizaran mucho más allá de sus propósitos” [69]. Y no fue un revolucionario genuino por su repulsa al igualitarismo, la nivelación por los pies, al democratismo. Fue un liberal no democrático cuya obra fue fuente de inspiración para el primer estadio de la Revolución Francesa y para todos los movimientos “constitucionalistas” y moderados del mundo. Tampoco olvidemos que –como lo enuncia Falcionelli– “estamos en presencia de un gran burgués conservador, anglómano como todos los componentes de la «élite» bordelesa, nada revolucionario. Así, contrariamente al plebeyo Rousseau que pretenderá obligar a los hombres a ser libres, Montesquieu no intenta forzarles la mano. Trabaja tan sólo en favor de su clase y su ideal es la monarquía parlamentaria a la inglesa cuyas bases descubre en la moderación y en la tolerancia... con un poco de buena voluntad puesto que olvida los métodos con que dicha monarquía resolvía la cuestión católica y el problema irlandés” [70].

Estas últimas notas de su personalidad no entusiasmaron a sus colegas ilustrados. “Reprocharon a Montesquieu –informa Jean-Jacques Chevalier– ser demasiado historiador y no bastante filósofo, justificar los hechos, dar cuenta, con una especie de aprobación irritante, de un número considerable de instituciones absurdas en lugar de condenarlas pura y simplemente, en nombre del derecho natural, de la razón pura, haciendo tabla rasa de todos los prejuicios”. En este sentido, “El Espíritu de las Leyes” les parecía retrasado. Helvetius escribía que Montesquieu, “con su género de talento de Montaigne, había conservado sus prejuicios de «leguleyo y gentilhombre», y que éste era la fuente de todos sus errores”. A pesar de lo cual, terminaron reconociéndole “por haber dado el ejemplo de una investigación verdaderamente positiva y científica, desnuda de todo ese misticismo, que proyectaba sobre el dominio inmenso de las relaciones sociales, esa lógica triunfante que ahuyenta las sombras” [71]. Es que, como ellos, en definitiva, participaba del obscurantismo racionalista y del misticismo progresista. “Montesquieu –dictamina en resumen Hazard– morirá siendo el más feliz de los mortales. Morirá siendo el más feliz de los mortales, pero dejando a otros el cuidado de conciliar la fatalidad, aunque fuese racional, con el progreso” [72].

Cuando los senderos de la razón y el sentimiento se bifurquen, aparecerá un guía para iluminar el segundo de los caminos. Será el mayor de los “maestros” del siglo, el “padre de la democracia moderna”, Juan Jacobo Rousseau.

Difícil tarea la de sintetizar la significación del escritor ginebrino, ya que casi toda la problemática de la Revolución –el utopismo, el mesianismo, el cristianismo corrompido, la mística democrática, la voluntad general totalitaria, el monismo político-religioso, la religión secular, el optimismo ético, el progresismo indefinido, la pedagogía anárquica, la santificación del egoísmo, el romanticismo, etc. –, pasa por su obra. Todos los revolucionarios prácticos desde Marat y Saint-Just, pasando por Babeuf, Blanqui, Marx, Engels, Lenin, Bakunin, Trotsky, hasta llegar al Che Guevara y Mao-Tse-Tung, son tributarios suyos y discípulos confesos o vergonzantes.
     
Con genial intuición Goethe predijo que “con Voltaire termina un mundo, con Rousseau comienza otro”, ya que el cínico de Ferney es el destructor más caracterizado del mundo clásico y el utopista de Ermenonville es el más sobresaliente constructor del mundo moderno.

Con menos talento y muchísima menos fineza intelectual, pero con mayor sentido de aprovechamiento práctico de estas figuras, los publicistas de la política del Kremlin trazan este parangón: “Si comparamos a los más mesurados, a los más antiguos enciclopedistas del siglo XVIII, y en primer lugar a Voltaire, con Rousseau, veremos el gran avance que éste significó en cuanto a la crítica del régimen de estado y de los usos políticos existentes en su tiempo, y también en cuanto a programa político. Voltaire hace las paces con el absolutismo ilustrado, Montesquieu se muestra dispuesto a aceptar el compromiso con la nobleza y aprobar la monarquía constitucional. Rousseau, en cambio, postula... la teoría abstracta y formal de democracia, típica de los ideólogos burgueses, manifestándose, pese a todo, como decidido partidario de los principios democráticos... Es un ferviente defensor de las ideas democráticas, de la democracia radical pequeñoburguesa... Estos razonamientos de Rousseau acerca del origen y desarrollo de la desigualdad, como lo señala Engels, no carecen de elementos de dialéctica” [73]. Corroborándolos, el escritor comunista italiano Galvano Della Volpe (en una serie de artículos que publicara en revistas soviéticas) escribe: “Una concepción realmente democrática de la persona humana es la herencia revolucionaria, aún viva hoy, que nos deja Rousseau... Sigue siendo una verdad que la problemática del socialismo científico constituye una prosecución y un desarrollo –sobre otro plano histórico e ideal– de la moderna problemática, igualitaria... la esencia fecunda del mensaje roussoniano sobre la libertad (igualitaria) debe verse en la instancia universal (democrática) del «mérito» personal... desarrollada por Marx en la «Crítica del programa de Gotha» y por Lenin en «Estado y Revolución»... destinada a representar la satisfacción histórica de la instancia roussoniana... En Rousseau nos encontramos, pues, ya no sólo con un proceso de ideas idénticas como dos gotas de agua a las que se desarrollan en «El Capital» de Marx, sino además, en detalle, con toda una serie de los mismos giros dialécticos que Marx emplea”. De ahí que este autor confíe en la compatibilidad de la democracia roussoniana y la democracia marxista. “Dos métodos –concluye– que sólo pueden reconciliarse en esa original síntesis sociopolítica que es la legalidad socialista (soviética)” [74]. Gracias a estos dos textos el lector irá comprendiendo mejor, en adelante, el significado profundo de la figura de Juan Jacobo Rousseau para éste, nuestro destrozado y pervertido orbe contemporáneo.

A pesar de lo proteico de su personalidad se lo ha definido, correctamente, con una sola palabra: “romántico”. Según su biógrafo Sailliéres, “romántico es todo aquél que no cree en el pecado original, o, dicho de otro modo, todo aquél que cree en la bondad natural del hombre” [75]. Rousseau será el primer romántico que arrase con el mundo de nuestra civilización occidental. Si el giro metodológico obrado por Descartes fue copernicano, no lo fue menos el propuesto por Juan Jacobo. No sólo por colocar los sentimientos en primer término, sino por el subjetivismo de la operación, ya que de los sentimientos de que trata son de los suyos propios. “Juan Jacobo Rousseau –indica en su magistral estudio Jacques Maritain– no profesa sólo en teoría la filosofía del sentimiento, como los moralistas ingleses de su tiempo, que son aún intelectuales y analistas que disertan sobre la sensibilidad. Se ha notado con frecuencia, la intensidad de su sentimiento. Vive en todas las fibras de su ser, con una especie de heroísmo, la primacía de la sensibilidad” [76]. Es, por tanto, un romanticismo vivido el suyo. Profundamente antiintelectualista: “Aborrezco los libros –confiesa en «El Emilio»–, que no enseñan más que a hablar de lo que se ignora... El único medio de evitar el error es la ignorancia”. Aunque se contradiga al escribir libros él para que otros los lean, su dogma contracultural tendrá éxito. Se convertirá en una “idea fuerza”. Resulta “vano buscar en Rousseau ningún desarrollo filosófico serio ni profundo –explica Fraile–. Es hombre de muy pocas ideas, pero fijas y tenaces, que repite una y otra vez, al pie de la letra, en cada una de sus obras. En todas ellas el personaje principal siempre es él mismo [77]. El escribir machaconamente sobre sus sentimientos será su fórmula explosiva y propagandística. La que acredita su bien ganada fama de primer revolucionario. Por ello, antes de entrar en el análisis de su obra conviene conocer su vida.

Nacido en Ginebra en 1712, de familia calvinista, huyó de su casa y se refugió junto a la baronesa de Warens, a la que denominó “mamá”, quien lo inició a un tiempo en los refinamientos del sexo y en las doctrinas católicas. Luego de vagar años “como un gitano”, según cuenta, se desempeñó como lacayo del conde de Montaigú. Si su permanencia junto a Mdme. Warens selló su conciencia corrompida del cristianismo, el trabajo como cochero de un noble le produjo un resentimiento indeleble contra todos los ricos y los aristócratas. Ya en Francia se juntó con Teresa Lavasseur, con la que tuvo cinco hijos, que uno a uno fueron enviados al Asilo de Huérfanos. Recibido por d'Holbach, colaboró en la Enciclopedia; pero a raíz de la “iluminación” que dice que tuvo en el bosque de Vincennes, cuando iba a visitar a Diderot, se le ocurrió escribir su “Discurso” sobre la igualdad para un concurso de la Academia de Dijon, con lo que se consiguió la enemistad de los enciclopedistas. Retornó al calvinismo, vagabundeó por diversos países europeos; recaló durante un tiempo en Inglaterra, gracias a la hospitalidad de David Hume, con quien terminó disgustado. Volvió a Francia, alternó los salones del príncipe de Conti con una estadía en un asilo, dando ya claras muestras que su antigua inestabilidad emocional derivaba hacia la demencia mental. Y, por fin, detuvo su vida errabunda en Ermenonville, en una finca rural que le proporcionó el marqués de Girardin, donde murió en 1778.

Durante todo ese periplo vital acumuló una formación autodidacta, que desarrolló paralelamente con su sentimentalismo fabricado de misantropía, de resentimiento y de vanidad. De esa levadura humana emanará su producción escrita. En 1753 publica “El Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres”, y luego las “Cartas a D'Alembert” (1758), “La Nueva Eloísa” (1761), “El Contrato Social” (1762), “El Emilio” (1762) y, por último, las “Confesiones” (1770).

Precisamente en las “Confesiones” resumirá el punto de partida del sentimentalismo idolátrico. Afirma que al presentarse ante Dios y en presencia de los otros hombres, “ojalá haya uno solo que te diga, si se atreve: fui mejor que este hombre”. Antes ha declarado: “me iría intranquilo (del mundo), si conociera a un hombre mejor que yo”. Y añadirá: “Con todo, estoy persuadido de que entre todos los hombres que he conocido en mi vida, ninguno fue mejor que yo”, “me amo demasiado para odiar a quienquiera que sea”. Por eso, concluirá: “Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la naturaleza... y este hombre seré yo. Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres. No estoy hecho como los que he visto; me atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de los que existen” [78]. Con razón, pues, su mujer Teresa preguntará: “Si mi marido no es un santo ¿quién lo será?”. Sí, le responde Maritain: un santo. “Un santo pervertido, el santo del siglo, el caso más sorprendente de falsificación patológica, de religiosidad corrompida, que cree, con sinceridad, en lo que Sailliéres ha llamado, «su inmaculada concepción»” [79].

Tan “naturalmente bueno” era Rousseau que en sus “Confesiones” nos indica algunas de las virtudes que lo adornaban. “La primera es el deseo que siempre tuvo, desde su más tierna infancia y durante toda su vida, de recibir azotes de la mano de las mujeres”. Luego añade esta otra: “Mi imaginación creció hasta el punto de que, no pudiendo contentar mis deseos, yo los avivaba por las más extravagantes maniobras. Buscaba las alamedas oscuras y los rincones escondidos donde podía mostrarme de lejos a las personas del otro sexo en el mismo estado en que hubiera deseado estar cerca de ellas... y el estúpido placer que yo experimentaba mostrándolo a sus ojos resultaría indescriptible”. A raíz de su intimidad con Madame de Warens expresa: “¿Fui feliz? No, pero absorbía el placer. Una desconocida tristeza empañaba el encanto de aquello. Me sentía como si hubiese cometido un incesto”. Y, por fin, completa su autorretrato con esta confesión: “aprendí a la perfección este peligroso suplemento que engaña a la naturaleza y evita a tantos jóvenes de mi temperamento muchos desórdenes a expensas de su salud, de su vigor y a veces de su vida. Este vicio que la vergüenza y la timidez encuentran tan cómodo, tiene además un gran atractivo para las imaginaciones vivas; consiste en disponer, por así decirlo, a su antojo de todas las mujeres y en utilizar para el placer del momento a la beldad que más le tiente sin necesidad de obtener su consentimiento... Seducido por esta funesta ventaja, yo trabajaba en destruir la buena constitución que la naturaleza me había otorgado y a la que había dejado tiempo de formarse bien. Añádase a dicha disposición mi presente localización, alojado en casa de una mujer hermosa, acariciando su imagen en el fondo de mi corazón, viéndola a lo largo de todo el día; de noche, rodeado de objetos que me la recuerdan, acostado en una cama donde sabía que ella se había acostado. ¡Estímulos innumerables! De sólo imaginarlos, algún lector me imaginará ya medio muerto” (Confesiones, III y V). Masoquista, exhibicionista, incestuoso y onanista, tal el santo de la democracia moderna. El taumaturgo que moldeará a su imagen al mundo contemporáneo. Poderes estos de los que tenía perfecta lucidez, como cuando en 1743, luego de su actuación como mago y decidor de suertes en Venecia, afirme de sí: “Y como era modesto, me conformé con ser brujo, pues nadie me habría impedido, si hubiera tenido esa ambición, convertirme en profeta” [80]. Pero esa ambición la tuvo también y la concretó, al punto que sus amigos Diderot y Grimm lo llamaban “jefe de secta” y “San Juan Bautista” del Iluminismo.

Aceptando su punto de partida, examinemos nosotros primero su personalidad. Por suerte no necesitamos inventar nada. Los más eminentes críticos ya lo han juzgado. Samuel Johnson dijo de él: “Es uno de los peores hombres que ha habido, un bribón que merece ser expulsado de toda sociedad”. Para Burke era el “Sócrates loco de la Asamblea Nacional... gran profesor y fundador de la filosofía de la vanidad”. Proudhon aseguró que, “ningún hombre había unido a tanto orgullo espiritual, la sequedad del alma, la bajeza de inclinaciones, la depravación de costumbres, la ingratitud de corazón”. Taine lo ve como un plebeyo, “mal educado; viciado por una experiencia precoz y nociva, de una sensualidad ardiente y repulsiva, enfermo del alma y del cuerpo”. Gaxotte lo considera: “pervertido hasta la médula... devorado por una rabia inquieta que al fin se convertirá en pura demencia”. Carlton Hayes, comparte esta idea, de que se trata de “un desajustado... pícaro, descontentadizo y en sus últimos años, demente”. Sabine apunta: “era parásito por inclinación... proyectaba las contradicciones y desajustes de su propia naturaleza sobre la sociedad que encontraba a su alrededor”. Hóffding resalta su “extraña duplicidad de sentimientos”. Mosca lo juzga “un decaído, un fracasado, lo que los franceses llamarían un «desclasée», elemento bastante más hostil al orden de las cosas existentes de lo que suelen ser los verdaderos hijos del pueblo”. Si para De Maistre es “uno de los sofistas más peligrosos de su siglo”, para Donoso Cortés, es directamente “el más terrible como el más seductor y elocuente de todos los sofistas”. De la Bigne de la Villeneuve recuerda su “miseria lógica... su carnaval intelectual”. Guillermo Ferrerol lo nombra “el oscuro partero de la democracia moderna”. Moeller señalará que “toda su obra es un itinerario de fuga”, y Spranger advertirá que: “el tumulto externo de la Revolución Francesa tuvo su preludio en el caos interno de Rousseau” [81].

Después de estos concisos juicios, expongamos algunos más elaborados. Para Talmon fue “una de las más inadaptadas y egocéntricas naturalezas que han dejado testimonio de su condición. Fue un manojo de contradicciones; un solitario y un anarquista... conciencia abyecta, en contradicción con todo lo que le rodeaba, por una parte, y, por la otra, admirador de Esparta y de Roma, el predicador de la disciplina y de la sumisión del individuo a la entidad colectiva. El secreto de su doble personalidad estaba en que el hombre ordenancista fue el sueño ansiado del paranoico atormentado”. Eterno modelo “de la extraña combinación de un mal ajuste psicológico y de una ideología totalitaria... dominado por una ambigüedad altamente fructífera; pero, al mismo tiempo, peligrosa” [82]. Falcionelli lo consigna como: “un patán grosero y un sentimental lleno de lágrimas equívocas que, sin el menor pudor, se destapa por sí solo. Villano llegado Dios sabe cómo a un mundo bien ordenado donde todos viven en función de los demás, donde todo está regulado firmemente, es, con la hipertrofia de su yo, el egoísta más estridentemente perfecto... es un loco delirante cuya preocupación patológica es el disfraz de la verdad, disfraz tan lógicamente llevado –la lógica de los locos– que llega a persuadirse a sí mismo de su propia sinceridad”. Esa convicción en sí mismo le proporcionará tantos seguidores entre “los picapleitos y los abogaduchos de aldea, los taberneros, aves negras, maestros de postas parlanchines y politiqueros, sacerdotes sin Dios aunque con parroquia, todos lectores de Rousseau”. Los futuros revolucionarios, a quienes “el Contrato Social ha de entregarles la biblia de la edad de oro, el libro sagrado en el cual leerán a las turbas embrutecidas por ellos, profecías de saqueo y de felicidad barata” [83]. Y Francois Mauriac, con su incisiva pluma de novelista, nos redondea un poco más el cuadro. “Jean-Jacques es el maestro de la mentira y el orgullo, de ahí el odio y el asco que es imposible no experimentar hacia Rousseau... él trata sus crímenes como trató a sus hijos: no los reconoce (N. del A.: Mauriac alude a los hurtos cometidos por Rousseau). Es el mejor de los hombres. Sin embargo, carga a la sirvienta Marión de un hurto siendo él mismo el culpable. Tiene el corazón más sensible de un siglo que vertió tantas lágrimas antes de cortar tantas cabezas. Pero el más tierno de todos los hombres abandona a sus cinco hijos. Tiene el valor de realizar cinco veces ese gesto atroz. Lo confiesa porque es sincero. La sinceridad, el placer de la confesión pública, la encontramos en su legado. Es cierto que nos dejaba al mismo tiempo un método para que la confesión no nos costara nada..., en la medida en que nuestros actos merecen condena, la sociedad carga con su peso. La sociedad, chivo emisario que asume los crímenes de Jean-Jacques, no es a sus ojos un poder abstracto. Cuando escribe: “la sociedad”, piensa “los otros”, y, entre los otros, en los grandes, los que tanto lo han cuidado, halagado, lisonjeado... ¡Cómo los odia sin embargo!... odio confeso y regustado. La envidia, esa baja pasión de la igualdad que es el signo de nuestra época existe ya cabalmente en Rousseau... En Rousseau el resentimiento llegó a ser creador, pero de todos sus hijos quizá sea Robespierre el que más se le parece... Rousseau siempre mintió, y la época moderna reposa en la mentira de Rousseau, esa mentira esencial: la trasmutación del plomo vil en oro puro, del mal en bien”. He ahí “todos los sueños de Rousseau que pronto van a encarnarse, que se harán carne y sangre, sangre sobre todo” [84].

En el estudio más completo que sobre el ginebrino conocemos, Jules Lemaitre nos indica de entrada que Juan Jacobo “sobre todo, fue un desdichado”, “vagabundo”, “holgazán”, “autodidacto”, “un pobre niño educado muy irracionalmente, que pasa noches enteras leyendo novelas con su padre..., abandonado por su padre a la edad de ocho años y que a partir de los diez años no recibió ninguna educación y volvióse, como lo dice él mismo varias veces, un truhan, un ladrón, un pillo” y adolescente “vicioso, vagabundo indisciplinado –perezoso, débil y quimérico–, mentiroso y ladrón, la última vez ladrón de vino a los veintiocho años, en la casa del señor de Mably –protestante complicado con un católico–, tránsfuga excusable, pero tránsfuga de su patria y de su religión, durante mucho tiempo amante tolerante... por otra parte muy enfermo, perdido de neurosis, candidato a la locura, tal es el hombre que a los veintinueve años va a buscar fortuna a París y que, años más tarde, emprende la reforma de la sociedad y se establecerá allí como profesor de virtud” [85]. Lemaitre ha seguido las pistas que las mismas “Confesiones” proporcionan para encontrar las claves de la vida y de la obra de Rousseau. En ese “libro impúdico”, pero relativamente veraz, Juan Jacobo cuenta cosas de sí –vergonzosas o ridículas– que sólo por él conocemos. Por ejemplo, que en Lausana “enseña música sin saberla y hasta da un concierto” (acabó por aprenderla a fuerza de enseñarla); que padecía de la enfermedad congénita, “una retención de orina, que sufrió toda su vida y que se agravó después de los treinta años”, que se vincula con sus trastornos sentimentales. De estos “affaires”, el más sonado es el que sostiene con Mdme. Warens, a quien él daba el trato de “mamá” y ella el de “chiquito”. “Las páginas en las que Juan Jacobo nos cuenta que la señora de Warens le propone entregársele para salvarlo de los peligros de su edad (él tenía veintidós años y ella treinta y cuatro) y se explica con toda gravedad y compostura, y le deja ocho días para contestar, y él acepta sin gran placer y sobre todo por gratitud, y sigue llamando a su amante, «mamá», y descubre un día que tiene al jardinero Claudio Anet de colaborador, lo que él admite sin resistencia, y la señora de Warens los bendice a los dos..., parecen una caricatura... y nos resultan hoy enormemente cómicas”. Las relaciones con Teresa Levasseur no son mucho mejores: ¿Qué buscaba Rousseau cuando la conoció? Una enfermera y una sirvienta, tanto como una compañera. ¿Thérese había tenido un desliz? ¡Tanto mejor! “En cuanto lo comprendí –dice Rousseau– lancé una exclamación de alegría”. ¿Por qué? Sin duda porque había temido otra cosa que nos dice sin ambages. Pero también porque, poco seguro de sí a causa de su enfermedad y de su neurosis, no tenía ningún interés en ser el primero en su corazón... él nos dice que a partir de los treinta años su enfermedad se agravó. Le era precisa una enfermera. Una mujer que le fuese inferior socialmente y de todos modos; hija del pueblo, y pobre, y que le debiese gratitud, y que no se hiciese la delicada ni la melindrosa, y ante quien él no tuviese vergüenza de miserias físicas ni de sus desfallecimientos sexuales, y que le prestase los cuidados más íntimos. Y he ahí por qué eligió a Thérese. Y también la eligió porque era ignorante y “estúpida” como él mismo dice... (1768: “Thérese es, en verdad, mucho más obtusa y más fácil de engañar de lo que yo había creído”). Estas dificultades se vinculan con el problema de los cinco hijos que, aparentemente, tuvo con Teresa y que mandó al orfelinato (llamado “Inclusa”). En 1761 Juan Jacobo la escribe a la Sra. de Luxemburgo: “Esos cinco niños fueron puesto en la Inclusa con tan pocas precauciones para reconocerlos algún día, que yo ni siquiera conservé la fecha de sus nacimientos”. Ante esta enormidad no sólo moral sino hasta psicológica, Víctor Cherbuliez, sostuvo que “de esos niños, Rousseau no era ni podía sin duda ser el padre”. Su argumento es que el ginebrino prefirió pasar por criminal antes que por impotente o ridículo. Pero Lemaitre, estudiando con más cuidado los datos que surgen tanto de otras epístolas cuanto de los asientos del propio orfelinato, llega a la conclusión contraria. Por lo demás estuvo casi toda su vida restante dando explicaciones del porqué de esos abandonos. Así, el 21 de abril de 1751, en carta a la Sra. de Francueil, da las siguientes razones: “1º) su miseria; 2º) que no quiso deshonrar a Thérese (lo que es bastante divertido); 3°) que no habría podido alimentar a sus hijos sino volviéndose pillo; 4º) que se está bien en la Inclusa... En fin, una quinta razón, ya dada: creyó obrar como ciudadano de la república de Platón. (Habría podido agregar aún esta excusa –que es la de Gustave Lanson–, la que en su vida de vagabundo aprendió a usar sin escrúpulo de los establecimientos de caridad). La Sra. de Francueil habría podido contestarle que sus razones no valían un demonio”. Tales las relaciones familiares y sentimentales de Rousseau. Quizás convenga todavía anotar que la única aventura de amor propiamente dicha la mantuvo con la Sra. de Larnage, “la cual en verdad puso mucho de su parte, pues él creyó en un principio que ella quería burlarse de él”. (El pobre Juan Jacobo cuenta esa única aventura con orgullo, y agrega: “Puedo decir que debo a la Sra. de Larnage no morir sin haber conocido el placer...”). Si hemos seguido a Lemaitre en la averiguación de estos datos de la vida privada de Rousseau es porque, como este gran ensayista francés lo probará, esas desventuras íntimas están estrechamente conectadas con la motivación de sus principales obras intelectuales. En efecto: el “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres” que presentara a la Academia de Dijon en 1753 se correlaciona con los sucesos privados del Ermitage, “bungalow” de propiedad de la Sra. de la Live de Espinay donde Juan Jacobo ha sido instalado como jardinero. El círculo de la Sra. de Espinay era bastante disoluto, y entre las mujeres de vida alegre que lo integraban estaba una tal Madame Houdetot, que era amante de Saint-Lambert. Rousseau, como le sucedía siempre, se enamoró perdidamente de esta mujer, sin que, por lo que ya sabemos, la cosa pasase a mayores. Tanto este iluminista como Grimm, Diderot y otros contertulios del Ermitage saben de estos intrascendentes devaneos amorosos del ginebrino, y se burlan de él. Juan Jacobo termina enojándose con alguno de ellos y también con su anfitriona –patrona– y enamorada Sra. de Espinay (que en broma lo llamaba “su oso”), e indignado se aleja del lugar. Esto ocasiona una ruptura interior, y un más acentuado desdén por los ricos y los nobles. Lo que él llama su “conversión”; y que, mejor dicho, es uno de los tramos de su resentimiento. Él adorna el asunto exponiendo que dado que la Sra. de Larnage lo creía inglés (porque él había mentido al respecto) temió ser desenmascarado, motivo, entre otros, que lo alejó de esta señora. Le quedaba “mamá” Warens; entonces retorna a Chambéry, “halla su puesto ocupado por el peluquero Wintzenried, y la Sra. de Warens le asegura que «todos sus derechos siguen siendo los mismos y que al compartirlos con otro no los perderá por eso», Juan Jacobo, que había aceptado al jardinero, no acepta al peluquero”. Es ahí cuando “emprende su propia reforma moral”. Es decir, se desquita escribiendo una serie de “Discursos”, “Cartas” y “Memorias”, además de sus famosas novelas, “La Nueva Eloísa” y “El Emilio”. Es Rousseau quien lo documenta en sus “Confesiones”: “Entonces –dice–, la imposibilidad de alcanzar a los seres reales me arrojó al país de las quimeras; y no viendo nada existente que fuera digno de mi delirio, lo alimenté en un mundo ideal, que mi imaginación creadora pobló muy pronto de seres dilectos a mi corazón”. Vive en un estado de exaltación que duró “por lo menos cuatro años” o “cerca de seis”, según sus versiones. “Aquella embriaguez –añade– había comenzado en mi cabeza, pero había pasado a mi corazón”... “nada de lo bueno y grande que puede abrigar el corazón del hombre fue imposible para mí entre el cielo y yo. He ahí de dónde nació mi súbita elocuencia, he ahí de dónde salió en mis primeros libros ese fuego verdaderamente celeste que me abrasaba”. De los fracasos eróticos de este semiimpotente saldrá radiante de gloria la “democracia” moderna. Una compensación poco gratificante, diría un psiquiatra. La indagación de Lemaitre nos ha permitido encontrar la fuente donde se genera tanto el fondo utópico como la forma llorosa de la ideología roussoniano-democrática. A propósito de esto observa Lemaitre: “Creo para mí que este estilo enfático y llorón es sincero en Rousseau; que ese estilo sin naturalidad le es natural. ¿Por qué? Porque era un enfermo, afectado por una neurosis profunda; porque en el sentido exacto de la palabra, tenía una sensibilidad morbosa; porque él mismo se deshacía realmente en lágrimas a la menor ocasión. Pero ¡ay! se lo imitó, y fue espantoso. En la época de Luis XVI, y aún bajo la Revolución, casi toda la literatura quedó infestada con esa sensibilidad a lo Rousseau. No tenía de sensibilidad más que el nombre: era sobre todo el cuidado que se ponía en parecer experimentar hasta el exceso las emociones altruistas, porque se consideraba honroso dicho exceso. Entrañaba pues mucho artificio y vanidad, y en consecuencia, muy poca bondad real... Por eso su sensibilidad no les impidió a los hombres de la Revolución ser despiadados. Además, por ser dicha sensibilidad una moda, y en consecuencia afectada por los seres más mediocres, revistió enseguida formas de una indecible estupidez... Rousseau no sólo legó a la Revolución su vocabulario político, sus fiestas y su concepción del Estado: le transmitió su estilo necio”. Esa fraseología, esa jerga innominada, pasaría a ser el “estilo democrático de vida”, al alcance de cualquier recitador de barrio más o menos floripondioso. Cuando se quiera detectar el origen de esa pedestre pedantería barata habrá que remontarse hasta el “Discurso”, hasta el “Contrato”, hasta “La Nueva Eloísa”, hasta “El Emilio”. En esta última obra, además, está ya íntegra la pedagogía permisivista contemporánea. Bien enseña Lemaitre que ese libro es producto directo de su propia experiencia: “El mismo se había desarrollado solo... No había recibido enseñanza de sus padres, ni de los maestros... Desde la edad de diez años no había leído sino lo que le gustaba... Sus propias tonterías lo habían formado, le habían enseñado la moral y la vida. Y de esa educación sin familia, ni colegio, ni preceptor, había salido aquella maravilla de sensatez, virtud y sensibilidad: él, Juan Jacobo. Luego aquella será la educación que dará a su discípulo imaginario... La ternura parece singularmente ausente de esta pedagogía. Se desearía un pequeño resto de debilidad maternal. Y entonces recordamos que Rousseau no conoció a su madre, ni a sus hijos”. Menta también las trampas y engaños con que el preceptor imaginario “educa” a Emilio, y concluye: “Toda esa educación es mentira. La mentira es el alma de las tres cuartas partes de la obra de Rousseau”. Lemaitre sigue a su personaje hasta los años de 1772-1776, cuando escribe los “Diálogos”, cuadernos que registran una locura explícita. “Quienquiera que no se apasione por mí es indigno de mí... Quienquiera que no me ame a causa de mis libros, es un canalla” (28-VIII-1762). De ahí en más el desbarranco es completo. Se siente perseguido. “¿Quiénes le hacen todas esas maldades?”. “Se”. ¿Quién es “se”? Todo el mundo, los grandes, los autores, los médicos, los hombres altamente colocados, las mujeres galantes, Europa, el universo entero, y en particular Grimm, la Sra. de Espinay, Diderot, Hume, D'Alembert y todos los filósofos, Choiseul a la cabeza de todos ellos... “Se” conspira contra él. Una vez más, ¿quién es “se”? “Esos señores”, es decir, los filósofos, la “secta filosófica”. Y él ¿quién es? Lo responde en las “Confesiones”: “un alma perezosa que se asusta de todo cuidado, un temperamento ardiente, bilioso, fácil de ofenderse, y en exceso sensible a todo lo que le afecta”, un hombre que vive en “la nada de mis quimeras” [86]. He aquí, como gracias a Jules Lemaitre, el lector cuenta con un cuadro bastante aproximado de esta personalidad anómala que fuera Juan Jacobo Rousseau, cuyas “Confesiones” debieran ser de lectura obligatoria, cuando menos para todos los “democrático-roussonianos” del mundo. 
     
Inmediatamente y por separado analizaremos el pensamiento roussoniano; pero conviene dejar fijada ya su ubicación filosófica con respecto a la de los otros iluminados. Rousseau, a diferencia del optimismo racionalista de aquellos, parte de un optimismo emocional. Comparte, a su vez, con Hume la idea de que el sentimiento es superior a la razón, pero se distingue de él, al adjudicarle a la sensibilidad un signo racional. “El sentimiento –arguye– no es irracional, pues la Naturaleza ha hecho las cosas tan sabiamente, que los sentimientos llevan en sí la más alta razón, conduciendo a los hombres al bien”87. Esta teleología lo lleva a desembocar en un cientificismo mecánico: “No veo en todo animal más que una máquina ingeniosa a la cual la naturaleza ha dotado de sentidos para que se de cuerda a sí misma”, dirá en el “Discurso” sobre la desigualdad. Por ello, aunque insista en que: “Dios no ha escrito su ley sobre las hojas de un libro, sino en el corazón de los hombres”, su análisis general no será menos abstractista que el de los otros ilustrados.


3.- Profecía

«“El Discurso” es un nuevo libro contra el género humano... Jamás se ha derrochado tanto ingenio en querer convertirnos en bestias. Cuando se lee vuestro libro entran ganas de andar a cuatro patas»
Voltaire a Rousseau

Por lo general se opina que la esencia de la doctrina política de la Ilustración, como de la Revolución Francesa, es la democracia. Se dice que con ellos se alumbró un nuevo sistema de gobierno consistente en el poder de decisión popular, en reemplazo del despotismo monárquico.
     
Aparte del hecho cierto de que si ha habido un gobernante débil ese fue Luis XVI, lo que acá interesa considerar es la afirmación vulgar sobre el proyecto democrático. Antes que nada recordemos que la forma de gobierno democrática ya existía desde la antigüedad –entendida como el sistema que permite una mayor participación popular en el gobierno– y no fue ningún invento de la Ilustración. Lo que en verdad nació con ellos es el democratismo, que es muy otra cosa. De lo que trata él es de entronizar al “pueblo”, entidad mística, como fuente de todo poder y verdad. Lo que supone la llamada “soberanía popular” es el derecho divino del Pueblo a gobernar. Por lo tanto, más que una forma de gobierno –la democrática, aceptable y legítima como otra cualquiera– lo que defiende es una forma de vida, una ideología, una cosmovisión, que Benedetto Croce llamó “la estúpida religión masónica” [88]. Un mecanismo ideológico cuya base es la supuesta igualdad absoluta política y natural de todos los hombres. Una larga experiencia en la aplicación de ese régimen filosófico-político ha demostrado acabadamente que él puede funcionar, sin la menor participación real de la población concreta que dice sobreelevar al rango de fuente de la sabiduría. Es la “democracia” de los “democráticos” y para los “democráticos”, que tienen una profunda fe en el Pueblo; pero que, para no contaminarla con pedestres miserias, la mantienen lo más alejada que pueden de los hombres de carne y hueso.

Pero, y esto es lo más importante, no se crea que sólo la práctica lleva a esa dicotomía entre lo “democrático” y lo “popular”. No. Es la misma teoría democratista la que establece esa separación. Para comprobarlo, nada mejor que estudiar detalladamente la doctrina roussoniana del poder.

Antes que nada advirtamos que en la base de esa doctrina, como piedra sillar que la cimenta, está un mito: el de la bondad natural del hombre. Explicitado en el “Discurso” y en “El Emilio”, subyacerá en la teoría del “buen salvaje” que hipotéticamente se menciona en “El Contrato Social”. En “La Nueva Eloísa” está enunciada así: “Todos los caracteres son buenos y sanos por sí mismos; todos los vicios que se imputan a lo natural son el efecto de las malas formas que él ha recibido”, por eso, “no hay criminal cuyas tendencias mejor dirigidas no hubiesen producido grandes virtudes” [89]. En la segunda carta a Malesherbes explicará que la esencia de su “iluminación” en Vincennes consistió en percatarse que “el hombre es naturalmente bueno y que se hace malo por esas instituciones” [90]. “No hay perversidad original en el corazón humano”, afirma en “El Emilio”; y añade: “El principio fundamental de toda moral, sobre el cual yo he razonado en todos mis escritos... es que el hombre es un ser naturalmente bueno, amante de la justicia y del orden... y que los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos... Yo he demostrado (¿?) que todos los vicios que se le imputan al corazón humano no le son naturales. El mal proviene de nuestro orden social, del todo contrario a la naturaleza, que la tiraniza sin cesar... Esto explica por sí solo todos los vicios de los hombres y todos los males de la sociedad... Si su maldad les viene de otra parte: cerrad, pues, la entrada al vicio y el corazón humano será siempre bueno... Ahogad los prejuicios, olvidad las instituciones humanas y consultad con la naturaleza” [91]. 

He ahí el mito de la inocencia original del hombre, de su buenaventuranza terrenal, el meollo de la religión de la humanidad. Es el “homme natural” opuesto al “homme artificiel” de la civilización occidental, cuya bondad no proviene de una naturaleza ordenada a un fin por la sabiduría de un Dios bueno, sino por su propia inmanencia, gracias a su primitivo estadio anticultural. Es una vuelta al Edén decretada por este segundo Adán, borrando la caída, ese dogma cristiano del pecado original, que para él es una “blasfemia” [92].

“Recuerda hombre, que eres polvo, y al polvo volverás”. Esa es la “blasfemia” bíblica contra el hombre-dios. La violencia, el mal, las desdichas, “todos los tormentos y las agonías”, que decía el poeta Rilke, “surgidos de los patíbulos, las cámaras de tortura, los manicomios, los anfiteatros de cirugía, debajo de los arcos de los puentes el otoño pasado”, toda esa aflicción humana, con un pase mágico, quedaba transferida a una forma de gobierno. Pascal se abismaba ante el corazón de un justo. El Cardenal Newman enumeraba todos los conflictos que indican que “la raza humana está implicada en alguna terrible calamidad original”; pero Rousseau, sonriente y optimista, les respondería que suprimiendo al “despotismo” y entronizando a la “democracia”, todo se solucionaría. El suyo no es un razonamiento que parta de alguna premisa cierta ni es un experimento, sólo es una profecía; pero por eso mismo, lleva toda la fuerza de lo irracional. “La gente –ha escrito cáusticamente el novelista Graham Greene– tiene que tener algún motivo para vivir, algo que no pertenezca a este estrecho mundo, alguna superstición inocente; ya sea la idea del progreso inevitable de la revolución proletaria o simplemente que un gato negro trae suerte si se le cruza delante de uno” [93]. La no tan inocente superstición roussoniana, como lo resume Bargalló Cirio, consiste en que: “El hombre sano, el hombre de la naturaleza, no tiene noción ni conciencia del pecado. El hombre es naturalmente bueno, puede confiarse y determinarse por sus inclinaciones. Esta visión idílica del hombre y del pueblo, situados en sí mismos más allá del bien y del mal, y sólo corrompidos por la cultura, el prejuicio religioso o el despotismo político, ha constituido el mito más vigoroso donde se nutrió el pensamiento revolucionario... Pues el Adán sin pecado, o el Mesías, puede encarnarse en cada hombre, en una comunidad nacional o en una clase social. Mientras subsista este mito, mientras se persista en creer que el mal es sólo extrínseco al hombre y en buscar remedio a las enfermedades por tópicos externos”, no se podrá avanzar en el pensamiento ni en la realidad política. Esa creencia, “nos ha estropeado –asegura Ortega y Gasset– siglo y medio de historia europea, y hemos necesitado infinitas angustias, enormes catástrofes, para redescubrir la simple verdad, conocida por casi todos los siglos anteriores, según la cual el hombre, de suyo, no es sino una mala bestia” [94]. 

Lo que en verdad el cristianismo dice es que el hombre puede condenarse solo, pero si quiere salvarse necesita la ayuda de Dios. Pero es cierto que el caos moderno aconteció a partir de la liberación de los más bajos apetitos, al suprimirse la verdad religiosa y filosófica y la prudencia política por el mito de la ajenidad del mal. Saint-Just, el “arcángel de la muerte” en sus “Instituciones Republicanas”, asevera que la tarea revolucionaria está en hacer “que la naturaleza y la inocencia apasionen a todos los corazones”, ya “que todos los hombres están hechos para la virtud”. Y Karl Marx enseña que el obrero desalienado por el socialismo podrá “cazar por las mañanas, pescar por las tardes, ocuparse de ganaderías al anochecer y discutir sobre temas interesantes después de la cena” [95]. Es que la bondad natural del “hombre”, se ha transfigurado por los burgueses de la Revolución Francesa, en la bondad natural del “pueblo”, y por los marxistas, en la bondad natural del “proletariado”. “La suplantación del hombre «pecador» del cristianismo –observa Eugenio Vegas Latapié– por el hombre «naturalmente bueno» de los románticos y revolucionarios desencadenó el torrente que hoy amenaza con destruir los últimos vestigios de civilización” [96].

Luego de la profecía, la teoría del poder.

Es en “El Contrato Social”, su tratado político, donde Rousseau expondrá el tema de la libertad y de la igualdad; de cómo partiendo de la máxima libertad llega a la mayor igualdad.

El contrato se inicia con esta famosa frase: “El hombre ha nacido libre, y por todas partes se encuentra encadenado. Los hay que se creen amos de los demás, y no dejan de ser más esclavos que ellos. ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión” (I, 1).

Ernest Cassiser ha observado que el planteo no alude a una indagación histórica sobre una “edad de oro” de la humanidad, sino a una metodología para examinar la legitimidad jurídica del orden social. De todas maneras el punto ese de partida, “el hombre-nacido-libre” si no alude a una teoría sobre los hombres primitivos (la llamada “teoría del buen salvaje”), tendrá que referirse entonces a la doctrina filosófica de la “bondad natural del hombre”, una de cuyas condiciones “naturales” era la libertad. Como fuere, en cualquiera de las dos hipótesis, la histórica o la filosófica, la base resulta falsa. Tal como lo enuncia Rougier, la “proposición (sobre la libertad inicial) no está fundada ni en la experiencia ni en la razón... es contradictoria en los términos, no tiene entonces ningún sentido positivo empírico o racional: es una afirmación apasionada... En este caso nosotros decimos que es una mística... ¿Sobre qué se funda? Sobre la experiencia habría dificultades, sobre la razón habría discusiones. Más vale proclamarlo evidente por sí mismo... el “onus probandi” incumbe al contradictor... Son los dogmas de una Mística, la Mística Democrática... En el dominio de la acción de la fe engendra el éxito... las quimeras son el pan místico de los creyentes: lo absurdo de una doctrina no ha turbado nunca su difusión, bien al contrario. El Credo “quia absurdum” es aquí cosa corriente... él traduce este sentimiento propio de la psicología de los iluminados de que la duda es una falta de fe contra el amor, y que la verdadera fe, la que transporta las montañas y realiza las palingenesias sociales, debe abolir todo espíritu crítico y exaltarse hasta la locura” [97]. Porque si desde el punto de vista histórico ni la etnología ni la antropología cultural confirman ese dato de la libertad inicial, desde el ángulo filosófico él contiene una serie de errores.

Confunde, como indica Maritain, la naturaleza en sentido esencial con el estado primitivo; la libertad, que es la facultad de elegir los medios que conducen a un fin, con el salvajismo cuasi-animal; la ley, que es la ordenación de la razón al bien común, con una creación voluntaria irresistible; la igualdad con la justicia; y ésta a su vez sólo en una dimensión geométrica; la igualdad de esencia con la de estado, etc. [98]. Y por fin contiene la absurda paradoja que describe Molnar: “Pesimismo en lo referente al individuo, optimismo en lo referente a la colectividad y un entusiasmo exaltado” [99].

Luego de afirmar la absoluta libertad inicial del individuo, describe los encadenamientos que le ha impuesto una sociedad despótica (la sociedad que se estructura con un gobierno monárquico personal, una iglesia, las corporaciones artesanales, la universidad, la familia, el ejército, etc.). Esas cadenas deben ser rotas para devolver al hombre su libertad. Este es el segundo movimiento de la sinfonía abstracta de Rousseau. Pero como él no es un anarquista puro, de inmediato quiere reconstruir el edificio social que demolió. Allí empieza el tercer movimiento, el más complejo, que se desarrolla a través de una serie de pasos.

“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes. Tal es el lema fundamental al que «El Contrato Social» da solución”.

¿Cuál es la solución?

“Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos en cuerpo cada miembro como parte indivisible del todo”. Así: “dándose cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y dándose cada uno a todos no se da a nadie en particular”.

El mecanismo arbitrado es la reunión de las voluntades individuales en un “contrato”. Nada tiene que ver esto con el “consensus” (o la “comunis opinio”) de la doctrina tradicional, expresión de la naturaleza política del hombre. No. El “contrato” es un acto volitivo puro, de la “autonomía de la voluntad”, que ninguna relación guarda con el derecho natural. Por su carácter social se convierte en una “ley”, adoptada por unanimidad. Esta ley-contrato engendra una nueva soberanía: la soberanía popular. La antigua soberanía monárquica se encarnaba en una persona: el rey; este nuevo poder tiene la ventaja de su impersonalidad. Por eso es que también sus órdenes no se exteriorizan con simples decretos sino con “leyes”, normas generales y abstractas. Hasta aquí el dispositivo racionalista roussoniano no se diferencia gran cosa del constitucionalismo a lo Montesquieu. Por esta parte de su “Contrato”, Juan-Jacobo tenía ganado un lugar en el panteón del liberalismo. Todavía su artefacto parece funcionar sólo contra la Monarquía.

Pero Rousseau ha hablado de otra cosa: la volonté générale. Esto, ¿qué es?

Sus ignaros discípulos bienpensantes suelen creer que se trata de la voluntad mayoritaria del pueblo manifestada en el sufragio; pero no es así.

“Cuando la opinión contraria vence a la mía, esto no prueba sino que estaba equivocado y que lo que yo creía ser la voluntad general no lo era. Si mi opinión particular hubiera triunfado... entonces sí que no hubiera sido libre”.

“Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; ésta atiende solamente al interés común, la otra mira al interés privado. Esta voluntad general siempre es recta y tiende siempre a la utilidad pública”.

Acá el racionalismo se termina y aparece otra cosa. La “voluntad general” es una entidad mística y mítica.

“Se trata –explica Maritain– sencillamente de constituir un todo orgánico sin que en él las partes se subordinen las unas a las otras. Esto es absurdo, pero Juan Jacobo está contento”. Ha inventado la “volonté générale”, “especie de Dios inmanente misteriosamente evocado por la operación del pacto... Dios social inmanente, «moi commun» que es más que yo mismo, en quien me pierdo para volver a encontrarme y a quien sirvo para ser libre: he aquí un curioso ejemplo de misticismo fraudulento... una trasposición absurda del caso del creyente que, al pedir en la oración lo que estima conveniente, pide y quiere al mismo tiempo que antes se haga la voluntad de Dios. El voto es concebido por él como una especie de rito deprecatorio y evocatorio dirigido a la voluntad general... es el mito del panteísmo político... De esta manera el individualismo puro, por el hecho de desconocer la realidad propia de los vínculos sociales añadidos a los individuos por la exigencia natural, viene a caer fatalmente, al intentar construir una sociedad, en el estatismo puro” [100].

A esta entelequia, a la que le ha sido transferida la soberanía, Rousseau le fija sus cuatro cualidades o virtudes cardinales.

“La voluntad es general o no lo es; es la del cuerpo del pueblo, o solamente de una parte”. Es decir, la voluntad general es una e indivisible.

Es infalible: “no puede errar... El soberano por el solo hecho de serlo, es siempre lo que debe ser”.

Es absoluta: “El pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos”.

Es inalienable: “la voluntad no se representa: o es ella misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes; no son más que sus comisarios”.

Y hay un pecado contra estas virtudes: el ser “faccioso”, el apartarse de la voluntad general. Su discípulo, Saint-Just, lo dirá mejor que él: “La soberanía del pueblo requiere que sea una... se opone a las facciones. Cada facción, es, por lo tanto, un atentado a la soberanía”, ya que “el Soberano integra todos los corazones que se sienten virtuosos” [101].

¿Qué dirán de todo esto nuestros amables y beodos partidócratas?

Lo único malo de esta máquina es que no se sabe cómo funciona. Si no es por la mayoría, ni aún por la unanimidad, cómo se averigua el sentido de esa voluntad. Ese es el misterio que Rousseau no develó. Y el enigma ha permitido que en su torno se forme un culto esotérico, cuyas pitonisas son los “democráticos”, los sabios que han llegado a conocer qué es la “democracia”...

Mas, los verdaderos “liberales” no se asustarán de este engendro. Jeremías Bentham, por ejemplo, padre del utilitarismo radical inglés, dice en su “Tratado de Legislación”: “en ningún caso se puede resistir a la mayoría, aun cuando llegue ésta a legislar contra la religión y el derecho natural, aun cuando mande a los hijos que sacrifiquen a su padre” [102]. Claro que en Rousseau esa voluntad irresistible puede provenir también de una minoría “virtuosa”; pero tanto una como otra afirmación son igualmente despóticas, de un “despotismo ilustrado”, claro. Como el aserto del presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, el científico Bailly, cuando dice: “Cuando la ley ha hablado, la conciencia debe callarse”. Lo cierto es que esta doctrina contiene un absolutismo total, infinitamente superior al denostado del Antiguo Régimen, ya que carece de límites y supone –anota Chevalier– “el desquite de la soberanía” sobre los postulados lockianos del individualismo, al tiempo que constituye el mayor de “los sofismas de El Contrato” [103]. Como lo expresa Guido de Ruggiero, “la fuente inagotable del despotismo democrático está en la idea de la voluntad general que no puede equivocarse; un poder infalible e irresistible contra el cual no cabe la queja ni la apelación” [104]. En 1793 sólo un diez por ciento de la población votó en toda Francia, y los jacobinos, un tercio de los electos por ese diez por ciento, reclamaron ser la “encarnación de la voluntad general” contra las facciones, e impusieron una tiranía sin límites, en nombre de Rousseau.

Al preguntarse Jacques Ploneard d'Assac qué recurso queda si la voluntad general se engaña o equivoca, se responde: “Para esto Juan Jacobo Rousseau alcanza el ridículo y lo odioso: esa voluntad general –dice él– es infalible. Esto, que el Papa mismo ha esperado siglos para establecerlo, y en el sólo dominio de la fe, Juan Jacobo Rousseau lo concede al lechero en virtud de su boleta de votante. Vuestro lechero, señora, es infalible...”. En cuanto al dato de que la voluntad general sea siempre recta, lo comenta así: “Más a menudo hemos visto a los pueblos mal orientados que bien orientados sobre un interés verdadero; se ha comprobado, con la historia en las manos, que las ideas de los individuos varían según las propagandas a las cuales están sometidos; y que en virtud de que el poder de esas propagandas depende del dinero, dueño de los medios de difusión, la democracia remata necesariamente en plutocracia, de modo que la voluntad general es finalmente la de la fortuna anónima y vagabunda. Como lo decía un periódico humorístico de París, las iniciales de la República Francesa, «R.F.», querían decir también: «Rothschild Fréres», «Rothschild Hermanos»...”. Anotando el escepticismo final de Rousseau acerca de las bondades de su artefacto mental, observa Ploncard d'Assac: “Si él mismo, despierto, no creía en la República (democrática), después de 200 años los demócratas deben de estar pesadamente dormidos para creer todavía en ella”. De todo lo cual concluye: “Rousseau redujo la Razón a una operación aritmética; lo verdadero ha cesado de ser una categoría permanente; la ley no está ya sometida a la moral y a la justicia, sino a las pasiones de un momento; los problemas no se ven ya en su realidad, sino según la idea que de ellos se forma la masa, o más bien según la idea que para ello le sugieren las fuerzas de presión ocultas o manifiestas. Se ve claro por qué los plutócratas, los oligarcas de intereses, las sociedades secretas tienen una marcada predilección por la democracia roussoniana. ¡Es fácil engañar al pueblo! La conclusión la sacó Goethe: El pueblo ha encontrado en el pueblo a su propio tirano” [105].

Pero sigamos adelante con la abstracción política inventada por Juan Jacobo. Dijimos que él no enuncia la manera como se moviliza la voluntad general (dice: “existe solamente una ley que exige un consentimiento unánime que es el contrato social”); pero sí especifica cuál es el resultado de ese movimiento. Es la “ley”; “la ley es el órgano sagrado de la voluntad de los pueblos”. El teorema político de ese tiempo, decía Mirabeau, era “encontrar una forma de gobierno que ponga la ley por encima del hombre”. Rousseau lo habría resuelto. Con una “ley” que no es una ordenación de la razón al bien común, ni cuyo contenido es la justicia. “La ley moderna –anota Maritain– no necesita ser justa y asimismo quiere ser obedecida... ya no emanará de la razón sino del número” [106].

Mas Rousseau, como un prestidigitador, vuelve a reservar una nueva sorpresa a sus adictos liberales y democráticos. La ley es impersonal... pero al principio se necesita un legislador especial. Dice así: “la voluntad es siempre recta, pero el juicio que la guía no es siempre claro... hay que garantizarla de la seducción de las voluntades particulares... Todos tienen por igual necesidad de guías... He ahí donde nace la necesidad de un legislador”.

“Esta llamada tan inesperada al legislador, al individuo único, al ser extraordinario, inspirado y casi divino”, es –señala Chevalier– el gran “golpe teatral” de Rousseau [107].

Rousseau exige que este legislador posea las condiciones de “genialidad”, que sea un “sabio institutor” y “capaz de hacer hablar a dioses”, etc. Por sus referencias a Licurgo, a Mahoma, a Calvino, se puede deducir lo difícil que será encontrar un tal sujeto aunque se disponga de la linterna de Diógenes. Pero Maritain, sagazmente, ha adivinado la intención del autor. “¿Quién es ese legislador extraordinario y extracósmico? –se pregunta–. No lo busquemos demasiado. Es Juan Jacobo en persona. Es el mismo Juan Jacobo que, creyéndose el Adán perfecto que acaba por la educación y por la dirección política de la obra de su paternidad, se consuela de haber procreado para la casa de niños expósitos convirtiéndose en preceptor de Emilio y en legislador de la República. Pero es también el constituyente y en modo general el constructor de la ciudad según el tipo revolucionario, semejante a Lenin” [108]. Como lo parafrasea Falcionelli, el “deus ex machina, es este lacayo bribón hecho legislador por autodeterminación” [109]. Y eso es, precisamente, lo que hace con su proyecto de Constitución para Polonia.

Pero el circuito ideológico aún no está cerrado. Falta lo mejor: la “virtud” democrática que se conseguirá con la “religión ciudadana [110].

“Importa mucho que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes... Hay, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano... como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin poder obligar a nadie a creerlos, puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea... si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se conduce como un incrédulo, sea castigado de muerte; ha cometido el mayor de los crímenes; ha mentido ante las leyes”.

De manera que quien no crea en los dogmas del contrato social, o se exilia o lo matan. Este nuevo absolutismo, apunta De Ruggiero, se hace “más íntimo, al incrustarse en el interior de la conciencia, cuando hasta entonces el más desenfrenado poder despótico se había detenido ante el umbral de la misma” [111]. Rousseau ha meditado sobre la máxima cristiana de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, la ha juzgado errada, y, en consecuencia, procede a unificar todo en el nuevo César: el pueblo soberano. Esta es la Religión Secular que obedece al principio del monismo político-religioso, que reemplazará al antiguo dualismo. Su sueño fue “individualista al comienzo –consigna Chevalier– pero acaba en sueño comunitario y estatista, donde se expresa la nostalgia del Todo social” [112].

Ese monismo se conecta directamente con los temas de la educación y de la coerción.

El de la educación está desarrollado en “El Emilio”, donde, por un lado, funda la pedagogía permisiva, y, por el otro, el totalitarismo estatal. Así, en principio divide la educación en tres etapas: infancia, adolescencia y juventud. El método que aconseja es el siguiente: “la única costumbre que debe contraer el niño es no tener ninguna”, de manera que llegue a los doce años “sin saber distinguir su mano derecha de la izquierda”, y de ahí en adelante, como Robinson Crusoe, su personaje favorito, “no debe aprender la ciencia, sino inventarla él mismo”. Esto en cuanto al permisivismo. Desde el otro ángulo, escribe en el comienzo de “El Emilio”: “Buenas instituciones son aquellas que mejor saben desnaturalizar al hombre, quitarle su existencia absoluta para darle una relativa, y transportar el yo a una unidad común, de modo que cada particular ya no se crea uno sino parte de la unidad, no siendo ya sensible más que en el todo”.

Ahí está en claro: siempre el movimiento pendular, de la mayor libertad a la anonadación total. Y es esto último que en realidad busca. “Es bueno saber emplear a los hombres tal como son –escribe en la Enciclopedia–, pero vale mucho más aún hacerlos tal como se necesita que sean: la autoridad más absoluta es la que penetra hasta el interior del hombre y se ejerce tanto sobre la voluntad como sobre las acciones”. “Así, pues –señala Roger Labrousse–, a pesar de las bases aparentemente liberales de su pensamiento, Rousseau acaba por recurrir a la enajenación total del individuo… Pese a su base popular, la Ciudad de Rousseau es francamente despótica. De hecho, lo que va a imperar muchas veces será el despotismo de la voluntad colectiva” [113]. “En suma –anota Jules Lemaitre– el régimen soñado por Rousseau es tan horrible que él mismo, con su humor y su orgullo, no habría podido vivir en él ni un solo día. Luego ¿por qué lo ha soñado? ¿Cómo ese solitario, ese hombre de temperamento anarquista, pudo proponernos aquel estatismo exorbitante? Ya os lo dije, –para contradecir a Montesquieu, para molestar al Pequeño Consejo–, también por las mismas razones que hacen que en nuestros días los anarquistas parezcan entenderse con los colectivistas... Por otro lado, Rousseau no legisla para sí, sino para los demás, lo que le resulta cómodo. Por último ¿qué le hace una contradicción más o menos?”.

“El contrato social es notable por su oscuridad y su incoherencia. Ora Rousseau parece presuponer el «Contrato», ora parece creer en su realidad histórica. Nunca se sabe bien si hace una comprobación o legisla, si es Aristóteles o Licurgo. Es una confusa mezcla de teorías con supuestas observaciones... Os confieso que huelo en «El Contrato Social» algunas huellas de un desorden espiritual. Hay cosas que Rousseau puso en él porque sí, aunque contradijesen en espíritu la mayor parte de su obra, porque se le ocurrieron, o porque le volvieron como reminiscencia de un viejo fondo atávico... Tal es «El Contrato Social». Emprendido «para hacer a los hombres libres y felices», resultó ser uno de los más completos instrumentos de opresión que un maniático haya forjado jamás” [114].

Su proyecto evidente es la construcción de “El Hombre Nuevo” –mascarada agnóstica copiada de la expresión sobrenatural de San Pablo–, la “regeneración” social, como se llamaba por entonces, o la “palingenesia” de que hablaron los evolucionistas. “Si se busca la razón secreta de la temeridad aterradora con la que los espíritus revolucionarios trastornan tradiciones y costumbres que han sido ya probadas, la encontraremos en esa alusión «angélica» de que la moralidad puede y debe bastar para suplir las costumbres destruidas. Pero no hay peor crimen social que el querer forzar a las masas a la santidad”, expresa Gustave Thibon [115]. 

Con exactitud Talmon ha perfilado el mecanismo de todo este problema: “La síntesis de Rousseau –refiere– es en sí misma la fórmula de la paradoja de la libertad en la democracia totalitaria... Existe algo que es un objetivo de la voluntad general, lo mismo si es querido por alguien como si no es querido por nadie. Ahora bien, para que llegue a ser una realidad, tiene que ser querido por el pueblo. Si el pueblo no lo quiere, debe ser educado para quererlo, porque la voluntad general está «latente» en la voluntad del pueblo... La voluntad general llega a ser, en último término, un problema de instrucción y moralidad. Aunque el cumplimiento de la voluntad general pudiera ser crear armonía y unanimidad, la aspiración general de la vida política es realmente educar y preparar a los hombres para que deseen la voluntad general, sin sentir la coacción. El egoísmo humano debe ser arrancado de raíz y la naturaleza humana cambiada... la aspiración es entrenar a los hombres para que lleven con docilidad el «yugo» de la felicidad pública”; de hecho crear un nuevo tipo de hombre, una criatura puramente política, sin lealtades particulares ni sociales, sin intereses parciales, como les llamaba Rousseau... La labor del legislador es crear un nuevo tipo de hombre, con una nueva mentalidad, con nuevos valores, un nuevo tipo de sensibilidad, libre de los viejos instintos, prejuicios y malos hábitos... hay que cambiar la naturaleza humana o, con la terminología del siglo XVIII, hacer al hombre virtuoso. Rousseau representa la forma más articulada del “esprit révolutionnaire” en cada una de sus facetas. De ahí que sus discípulos Saint-Just y Robespierre pensaran que “el corazón del hombre podía ser reformado por la ley”, y tenían una “profunda fe” en poder alcanzar así “la felicidad” y “ordenar las cosas de tal modo que lo que fuera moral fuera también útil y político, y lo que fuera inmoral, fuera impolítico, dañoso y contrarrevolucionario”. Todo se reduce a una cuestión de moralidad; por consecuencia de educación. “Todo lo demás seguirá de hecho”, exclama Saint-Just [116].

De la mayor libertad a la mayor igualdad, pero siempre que antes se haya rehecho al hombre. Esa es la síntesis del “democratismo”.

Insistimos en la conveniencia de tener siempre bien presente la diferencia entre “democracia”, forma de gobierno, y “democracia”, forma de vida, pues es a esta última a la que apunta el profetismo roussoniano. En cambio, de la primera no tiene muy buen concepto. La juzga sólo aplicable a los pequeños cantones de Suiza. “Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente, pero un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”, dice en “El Contrato Social.

Más aún: en sus cartas a de Ivernois (enero-febrero 1768) que envía a sus amigos ginebrinos les indica que: “puesto que hay que cargar cadenas, id por lo menos a cargar las de algún príncipe y no el insoportable y odioso yugo de vuestros iguales [117].

Como lo enseña Chevalier, él es un pesimista en materia de formas de gobierno, que luego de tantas divagaciones no ve “término medio entre la más austera democracia y el hobbismo (absolutismo) más perfecto”. En esta materia, al menos, “Rousseau había escrito en vano” [118]. Y esta es una nota común a los arbitristas: “primero aparecen la inspiración y el regocijo de destruir barreras falsas, al final la laxitud de no tener más barreras que destruir y de no tener más talento que el necesario para destruirlas” [119]. 

Pero esa concreta esterilidad constructiva se compensa ampliamente con su fertilidad imaginativa para proponer mitos. Porque el “democratismo no es una idea pura, o algo que pueda controlarse con la razón o verificarse con la experiencia. No. Él es un mito, una “idea-fuerza”, enteramente irracional, cuya aplicación a la realidad no puede hacerse sino por medio de la coacción más violenta, porque hay que violentar al hombre para intentar cambiar su naturaleza. Y, como el objetivo propuesto es imposible, la violencia se desenfrenará como un potro desbocado. La superstición democratista de Rousseau implicaba y anunciaba el terrorismo de los jacobinos. Y el de todos los otros revolucionarios cuyas primeras premisas están en “El Contrato Social”. “El eco de Rousseau, teólogo «malgre soi», vibrará visiblemente en el «Manifiesto Comunista», cuyo paralelismo con el planteo de Juan Jacobo sería fácil de destacar”. “Por eso –añade Spengler–, libros como «El Contrato Social» y el «Manifiesto Comunista» son poderes de primer orden en las manos de hombres de voluntad, que han sabido encumbrarse en la vida de partido y formar y utilizar la convicción de las masas dominadas” [120]. Rousseau, agrega Falcionelli, “no hace más que dar el último empujón al transformar en empresa práctica una empresa teórica (la del iluminismo) a cuyo diminuto estado mayor proporciona aquellos elementos activistas que le habían faltado hasta entonces para volverse efectivamente peligrosa” [121]. Un Marat, por ejemplo, que leería por las plazas públicas El Contrato, sosteniendo que allí estaban las “ideas madre de la Revolución”. “Estas ideas madre eran las referentes a la unidad del Estado, el todo social casi sagrado; a la soberanía del pueblo; a la ley, expresión de la voluntad general; a la exclusión de todas las «sociedades parciales», cuerpos, asociaciones, partidos; a la sospecha de principio con respecto al Ejecutivo; a la dictadura para la salud pública y a la religión civil... Ellas debían inspirar ya, mucho más de lo que comúnmente se cree, a los Constituyentes de 1789, en consecuencia con las ideas de Montesquieu, y también de Sieyés. Pero sobre todo, ellas debían triunfar después de 1792 con la Gironda, y después con la Montaña y Robespierre, sin olvidar la Constitución, jamás aplicada de 1793, texto sagrado de la democracia jacobina” [122]. Por cierto, que ello se hizo desarrollando, desenvolviendo consecuencias de las premisas a veces un poco ambiguas de Rousseau. “El anhelo de constituir una humanidad regenerada –anota Bargalló Cirio– encontraría su más cordial aliado no en la educación del corazón sino en el terror del patíbulo. La Revolución fue más lógica que Rousseau” [123].

“No digo que los escritos de Rousseau hayan provocado la Revolución –expresa Jules Lemaitre–... Pero el hecho es que más que ningún otro escritor Rousseau proporcionó, legó a los más sistemáticos y violentos entre los hombres que hicieron el terror, y aún a las cabezas más iletradas de la canalla revolucionaria, un estado sentimental, una fraseología y fórmulas... No fueron Voltaire ni Montesquieu y sus discípulos quienes dieron su forma a la Revolución, sino Rousseau. La teoría de la democracia absoluta y el derecho divino del número data de él. El terror es la aplicación a un grande y antiguo reino de una teoría de gobierno soñada por un sofista para un pueblito... Y el breviario del jacobinismo es siempre «El Contrato Social»... Rousseau es sencillamente, para los tontos y los canallas de aquel tiempo, el salvador, el redentor de la humanidad... Adoré el romanticismo y creí en la Revolución. Y ahora pienso con inquietud que el hombre que, no sólo sin duda, pero más que nadie, resulta, según creo, haber hecho o preparado entre nosotros la revolución y el romanticismo, fue un extranjero, un sempiterno enfermo y por último un loco” [124].

Y más aún. Hemos dicho al principio de este estudio sobre Rousseau que sus ideas –o lo que hace las veces de ellas– nacen de sus sentimientos, de su personalidad. De manera que, en definitiva, lo que se proyecta sobre el mundo moderno es su efigie humana. Cuando se dice, elogiosa o peyorativamente, que él es “el padre de la democracia”, no sólo se piensa en su construcción abstracta de “El Contrato Social”, sino y principalmente en la sensibilidad del autor que la generó. Por ello, para concluir con el cuadro trazado debemos necesariamente volver la vista hacia esa silueta moral que antes esbozáramos. De la mano de tres grandes escritores franceses, Maritain, Mauriac y Thibon, completaremos el dibujo de esa figura. 

Rousseau es el arquetipo del romanticismo moral, que a la par que se queja de la dureza de las costumbres sanas y clásicas propone una vida basada en la emotividad, una ética sentimental. Gustave Thibon, llama a esto, la moral declamatoria, la religión de la facilidad, enemiga de la moral vivida. “El carácter de Jean-Jacques Rousseau –refiere– nos ofrece un ejemplo magnífico de esta mezcla de moralismo exasperado y de costumbres podridas. Al nacimiento de cada uno de sus hijos repasa en su pensamiento y en su corazón «las leyes de la naturaleza, de la justicia y de la razón, y las de la religión pura, santa, eterna como su autor», etc.; y esta orgía de alta moral desemboca en el abandono de todos sus hijos. Un hombre normal no piensa en nada de todo esto, pero cría a los suyos... La unión de un mismo individuo de un fuerte ideal moral y de costumbres decadentes constituye un terrible peligro social... Los pecados de idealismo, de angelismo, que están en la base de las grandes convulsiones culturales y políticas de los tiempos modernos, se derivan en gran parte de ahí. Unida a sanas costumbres, la alta moralidad hace los santos; unida a costumbres decadentes, produce utopistas y revolucionarios... La «moral sin costumbres» no está encarnada. El decadente tiene a menudo hambre de virtud, pero esta hambre no encuentra alimento en el interior de sí mismo. Entonces lo busca fuera. Hombres como Rousseau tienen un ideal, pero este ideal no ha descendido jamás de su cerebro... Prefieren reclamar al mundo exterior la substancia de esa virtud, de la que en sí mismo sólo encuentran el deseo. Piden al mundo exterior que encarne su ideal; quieren forzar a la sociedad a que sirva de coartada a su impotencia... Exige a los demás lo imposible, por lo mismo que él es incapaz de levantar un dedo... Las utopías morales y sociales más devoradoras nacen de estos decadentes que reúnen, según la frase de Montaigne, «opiniones supercelestes con costumbres subterráneas». Apuntan simultáneamente más alto que el hombre y más bajo que el animal: su moral está hecha de vana rebelión contra la necesidad y de abyecta abdicación ante el desorden. Se concreta en el atractivo combinado de lo imposible y el fango” [125]. 

Esta dualidad esencial del personaje se exterioriza en muchos de sus actos. Tomemos dos nomás como prueba. Un día una joven señora le pregunta cuántos hijos tenía, y él, “enrojeciendo hasta los ojos, le contestó que no había tenido la dicha de tener ninguno” y había mandado cinco al asilo de expósitos. En otra oportunidad un padre se le acerca para decirle que luego de haber leído “El Emilio” se ha guiado por sus consejos para educar a su hijo, y Rousseau le contesta: “peor para usted, señor, peor para usted y para su hijo” [126]. 

Manejando esos datos concretos de su accionar es que Maritain ha desnudado al “santo de la naturaleza, Juan Jacobo”. Señala en su magistral “Tres Reformadores”, que se trataba de un “alma débil, e indolente... que se deleita al mismo tiempo en el bien que ama y no realiza, y en el mal que hace sin odiarlo. No lo acusamos. El «padre del mundo moderno» es un irresponsable. Tales contradicciones no son el fruto del cálculo sino de su disociación mental... Lo más típico de Juan Jacobo, su privilegio singular consiste en su resignación a sí mismo. Se acepta y acepta sus peores contradicciones... deja vegetar los trozos dispersos de su alma. Tal es la sinceridad de Juan Jacobo y de sus amigos... ¡Último estadio de la salvación sin obras!... es lo que podría llamarse el mimetismo de la santidad... Esta flojedad ante lo real explica... el narcisismo equívoco de sus sentimientos, todas las miserias y vergüenzas de su vida... Se acusa, pero es para darse a sí mismo la absolución, la corona y la palma. Me atrevería a decir que ha dado vuelta como un guante la humildad cristiana... en resumen: laicizar el Evangelio y conservar las aspiraciones humanas del cristianismo suprimiendo a Cristo: he ahí lo esencial de la Revolución. A Juan Jacobo se debe la consumación de esta operación inaudita, comenzada por Lutero de inventar un cristianismo separado de la Iglesia y de Cristo. Él fue quien acabó de naturizar el Evangelio. A él debemos el cadáver de las ideas cristianas cuya inmensa putrefacción emponzoña al mundo actual... Rousseau, de suyo y directamente, conduce el pensamiento moderno a una abominable sensiblería, parodia infernal del cristianismo, a la disolución del cristianismo y a cuantas enfermedades y apostasías le sucedieron” [127]. 

Por fin, Francois Mauriac, afirma que “hasta el día del ciudadano de Ginebra, los criminales, los libertinos no se ponían como ejemplo, los sodomitas no enseñaban moral... Jean-Jacques puede repetir las palabras del Médico a pesar suyo: «Hemos cambiado todo eso». Pero Rousseau cometió un atentado mucho más grave que el simple trastrueque del tribunal de la conciencia... no destruyó la conciencia: la corrompió. La dirigió a la mentira y a la falsificación... La virtud se convierte en testaferro del crimen... He aquí quizá el sentimiento más alejado de un cristiano... Pero con todos los crímenes que confiesa, este hombre no deja de ser, en el siglo de Voltaire, el miserable abogado de Dios. En una época en que el indigente pensamiento volteriano tenía rango de filosofía, es justo que lo sobrenatural fuese defendido por este maniático, por este loco... Él se negaba a establecer cualquier relación entre su amor a la virtud y las bajezas de su vida. Su locura nació de este contraste; se agotó en el intento de resolver semejante contradicción” [128].

Este es el personaje. En el que confluyen todas las potencias de la anarquía y de las pasiones “que dormitan –como dice Jacques Maritain– en cada uno de nosotros, y despierta a todos los monstruos que se le parecen” [129]. El modelo por antonomasia de los revolucionarios del mundo. Los primeros, los jacobinos, trasladaron solemnemente sus restos al Panteón, del que fueron desalojados por la Restauración, para volver nuevamente por la decisión de los dirigentes de la II República. República que, como anota Eugenio Vegas Latapie, “aunque temerosa de las últimas consecuencias que se deducen de los principios en que descansa, no podía renegar de su padre, apóstol y profeta... Juan Jacobo Rousseau, ciudadano de Ginebra, misántropo incorregible y grosero, cuya vida fue un tejido de aspiraciones ideales y de bajezas innobles, origen y fuente de todas las más antisociales, disolventes y anárquicas ideologías” [130].


4.- Conclusión

«Es imprescindible establecer el despotismo de la Libertad»
Jean Paul Marat

Rousseau actualizó las potencialidades de la Ilustración. Al fin y al cabo sus diferencias con sus antiguos camaradas enciclopedistas no eran abismales. Diderot, su amigo, había escrito que “si las leyes son buenas, las costumbres serán buenas y ellas serán malas si las leyes son malas”. Helvétius sentenciaba que “los vicios de un pueblo están siempre ocultos en el fondo de su legislación... Únicamente por buenas leyes se puede formar hombres virtuosos” [131]. Es pues, el mismo principio del panteísmo político roussoniano. La disidencia mayor estribaba en los procedimientos: los enciclopedistas se inclinaban a creer que la virtud operaría por el solo conocimiento de la legislación racional, mientras que el ginebrino advertía la conveniencia de aplicarla coactivamente. “No había –señala Talmon– un desacuerdo de fondo entre ellos... Los materialistas deterministas tenían confianza en que el conocimiento determinara la acción. No así Rousseau y Mably, que mantenían diferente actitud frente a la naturaleza humana y tenían un hondo sentido del pecado. Por eso Rousseau se encontró impelido a pedir la pena capital para quien no creyera en la religión civil... Pero Helvétius, Holbach, Mably, los fisiócratas y otros más, del mismo modo que Rousseau, creyeron que, en último término, el hombre no era nada sino el producto de las leyes del Estado, y que nada existía que un Gobierno no pudiera hacer para formar al hombre... el vicio en la sociedad no es hijo de la corrupción de la naturaleza humana, sino falta del legislador” [132]. 

En sus cánticos, el pueblo francés, se burlaba de la “gran aventura” de los enciclopedistas augurando: “Y vueltos luego virtuosos / Por filosofía / Los franceses tendrán dioses / a su fantasía. / Volveremos a ver las cebollas / Disputarse con Jesús / Qué armonía, / Qué armonía” [133]. 

De la suma de sus proposiciones saldrá la famosa “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que elaborará el abate Gregoire para su aprobación por la Constituyente. Según ella los hombres nacen libres e iguales, sin mácula de pecado original y sin un Dios que los juzgue. En esa misma Asamblea habrá oposición expresa que se consigne algún “deber” del hombre junto a tanto “derecho”. Es que un Hombre-Dios no puede tener, en principio, otras obligaciones que las que para consigo mismo, salvo que delegue esos “derechos” –como aconteció– en un pueblo soberano; entonces todos sus derechos se reducirán a uno solo: servir al Estado totalitario. Con este paso, necesario, el nuevo Prometeo quedaba “regenerado en la virtud”. Luzbel-Lucifer, alumbrando con su “non serviam” el camino del “progreso indefinido”. 

En 1794 el Comité de Seguridad Pública de la República Francesa publicaba un decreto que rezaba: “La transición de una nación oprimida a la democracia es como el esfuerzo por el cual la naturaleza se elevó de la nada a la existencia. Es necesario reeducar enteramente al pueblo que se desea libertar, destruir sus prejuicios, modificar sus hábitos, limitar sus necesidades, extirpar sus vicios, purificar sus deseos” [134]. Los Ilustrados podían estar contentos: su doctrina se había hecho ley. Ellos habían soñado con ese cambio político. Explica Hazard que en el último tiempo previo a la Revolución, los Ilustrados se lanzaron a la política. Una política que “apenas se distinguía de la pura moral. La virtud sería su principio y su fin. Nada secreto: todo el cielo abierto... El caos, también aquí se transformaría en ciencia... Ardor, candor, ingenuidad; magnífica ignorancia de las necesidades que se imponen al hombre de Estado. Exaltación oratoria, puja de afirmaciones gratuitas, nada real. Desquite de largas represiones y confidencias hechas al papel. Y también un celo de apóstoles, una convicción contagiosa, un avance continuo, un paso progresivo de los principios abstractos a la práctica; y, para acabar, un nuevo impulso dado al gobierno de los hombres” [135].

El despertar de este sueño de la Razón aparejó un guillotinamiento de 11.500 personas en París, y de otras 20.000 entre ametrallados, ahogados y fusilados en Lyon, Nantes y Marsella. La Revolución ejecutaba la Ilustración. Y entre los ejecutados estaban los sobrevivientes del iluminismo. Porque “la Revolución –dijo Vergniaud–, como Saturno, se devora a sus hijos”.






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Notas:

[1] [Nota del Centro Pieper: Tomado de aquí https://www.fundacionspeiro.org/verbo/1983/V-217-218-P-989-992.pdf].

[2] [Nota del Centro Pieper: las “negritas” son nuestras].

[3] [Nota del Centro Pieper: para profundizar este tema recomendamos “La Revolución Francesa” [Audio] – P. Alfredo Sáenz (ver aquí: https://centropieper.blogspot.com/2009/07/la-revolucion-francesa-alfredo-saenz.html)].  

[4] [Nota del Centro Pieper: para profundizar este tema recomendamos “Octubre Rojo” [Audio] – P. Alfredo Sáenz (ver aquí: https://centropieper.blogspot.com/2017/04/octubre-rojo-audio-p-alfredo-saenz.html)].

[5] SANTO TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II-163,2, Ed. Madrid, BAC, 1955.

[6] MOLNAR, Thomas, El Utopismo. La herejía perenne, Bs. As., Eudeba, 1970, pe. 243,28.

[7] TALMON, J. L., Mesianismo político. La etapa romántica, México, Aguilar, 1969, p. 11.

[8] CORREA DE OLIVEIRA, Plinio, Revolución y Contra-revolución, Stgo. de Chile, Ed. Paulinas, 1964, p. 54.

[9] FALCIONELLI, Alberto, La Ilustración ante la historia o la decadencia de la libertad, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, Facultad de Filosofía y Letras, 1951, p. 69.

[10] ROUGIER, Louis, La Mística Democrática. Sus orígenes y sus ilusiones, México, Antigua Librería Robredo, 1943, p. 118.

[11] TALMON, J. L., Los orígenes de la democracia totalitaria, México, Aguilar, 1956, ps. 28, 29, 90 y 91.

[12] MOLNAR, Thomas, op. cit., p. 13.

[13] THIBON, Gustave, Diagnósticos de Fisiología Social, Madrid, Ed. Nacional, 1958, p. 47.

[14] HAZARD, Paul, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid, Guadarrama, 1958, p. 16.

[15] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 95, 96.

[16] FRIEDEL, Egon, Aufklarung und Revolution, Munchen, 1981, p. 70; cit. por: PLEBE, Armando, ¿Qué es verdaderamente la Ilustración?, Madrid, Doncel, 1971, p. 119.

[17] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, El Siglo de las Luces, Madrid, Guadarrama, 1989, ps. 328, 329.

[18] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 74, 76, 89, 155, 169, 223 y 225.

[19] FRAILE, Guillermo, O.P., Historia de la Filosofía, Tº III, Del Humanismo a la Ilustración, Madrid, B.A.C., 1961, ps. 872, 874 y 876.

[20] FRAILE, Guillermo, op. cit., ps. 911, 912.

[21] KECHEKIAN, S. F. y FEDKIN, G. I., de la Academia de Ciencias de la URSS, Historia de las ideas políticas. Desde la antigüedad hasta nuestros días, Bs. As., Cartago, 1958, p. 243.

[22] FRAILE, Guillermo, op. cit., ps. 883, 884.

[23] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 514, 515.

[24] [Nota del Centro Pieper: recomendamos el artículo “Catolicismo y Masonería” – P. Santiago Martín (ver aquí: https://centropieper.blogspot.com/2012/09/catolicismo-y-masoneria-p-santiago.html)].

[25] HAZARD, Paul, op. cit., p. 342.

[26] HAZARD, Paul, op. cit., p. 415.

[27] PLEBE, Armando, op. cit., ps. 14, 15.

[28] KECHEKIAN, S. F. y FEDKIN, G. I., op. cit., ps. 227, 226.

[29] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., ps. 16, 114, 115, 116, 110, 111, 126 y 181. Estos autores se declaran “continuadores de la Ilustración”, p. 343.

[30] [Nota del Centro Pieper: recomendamos el artículo “Voltaire y Rousseau. Ideólogos de la Revolución Francesa” – P. Alfredo Sáenz (ver aquí: https://centropieper.blogspot.com/2009/06/la-revolucion-francesa-alfredo-saenz.html)]. 

[31] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 165, 166, 262 y 165.

[32] FALCIONELLI, Alberto, op. cit., p. 114.

[33] PLEBE, Armando, op. cit., p. 33.

[34] ECHEKIAN, S. F. y FEDKIN, G. I., op. cit., p. 247.

[35] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., ps. 187, 333-334, 188.

[36] FRAILE, Guillermo, op. cit., ps 901, 907.

[37] FRAILE, Guillermo, op. cit., ps 913, 915.

[38] FRAILE, Guillermo, op. cit., ps 961, 963.

[39] FRAILE, Guillermo, op. cit., ps 916. Cf. HAZARD, Paul, op. cit., ps. 222-223.

[40] KECHEKIAN, S. F. y FEDKIN, G. I., op. cit., ps. 251, 249.

[41] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., p. 301. 

[42] TALMON, J. L., “Los orígenes, etc.”, cit., p. 19.

[43] THEIMER, Walter, Historia de las ideas políticas, Barcelona, Ariel, sf., ps. 163, 167.

[44] DAWSON, Christopher, Progreso y Religión, Bs. As., La Espiga de Oro, 1943, p. 31.

[45] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., ps. 197, 220, 221, 222, 198.

[46] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 389, 390.

[47] GILSON, Etienne, El realismo metódico, 3º ed., Madrid, Rialp, 1963, p. 134.

[48] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 361, 362.

[49] GUARDINI, Romano, El ocaso de la Edad Moderna, Madrid, Guadarrama, 1958, p. 59.

[50] LABROUSSE, Roger P., Ensayo sobre el jacobinismo, Tucumán, Universidad Nacional de Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras, 1946, p. 76.

[51] PLEBE, Armando, op. cit., p. 11.

[52] PLEBE, Armando, op. cit., ps. 12, 13, 14, 16, 21 y 19.

[53] TALMON, J. L., “Los orígenes, etc.”, cit., p. 33.

[54] TALMON, J. L., “Los orígenes, etc.”, cit., p. 34.

[55] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 38, 45.

[56] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 269, 213.

[57] THIBON, Gustave, op. cit., ps. 57, 58.

[58] PLEBE, Armando, op. cit., ps. 39, 40, 38.

[59] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., ps. 323, 332, 327, 326, 329.

[60] HAZARD, Paul, op. cit., p. 42.

[61] TALMON, J. L., “Los orígenes, etc.”, cit. p. 32.

[62] GONNARD, René, Historia de las doctrinas económicas, Madrid, Aguilar, 1952, p. 159.

[63] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAP, Michel, op. cit., ps. 305, 301.

[64] KECHEKIAN, S. F. y FEDKIN, G. I., op. cit., ps. 225, 226, 183.

[65] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 25, 236.

[66] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., ps. 70, 86.

[67] ROGER, Jean, Las ideas políticas de los católicos franceses, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1951, p. 34.

[68] FALCIONELLI, Alberto, op. cit., ps. 101, 102.

[69] FRAILE, Guillermo, op. cit., p. 877.

[70] FALCIONELLI, Alberto, op. cit., ps. 102, 103.

[71] CHEVALIER, Jean-Jacques, Los grandes textos políticos desde Maquiavelo hasta nuestros días, Madrid, Aguilar, 1954, p. 129.

[72] HAZARD, Paul, op. cit., p. 441.

[73] FECHEKIAN, S. F. y FEDKIN, G. I., op. cit., ps. 239, 236, 235.

[74] DELLA VOLPE, Galvano, Rousseau y Marx y otros ensayos de critica materialista, Barcelona, Martínez Roca, 1969, ps. 109, 67, 15, 16, 70, 75 nota 20.

[75] VEGAS LATAPIE, Eugenio, Romanticismo y Democracia, Santander, Cultura Española, 1938, p. 21.

[76] MARITAIN, Jacques, Tres Reformadores, Bs. As., Excelsa, 1945, p. 110.

[77] FRAILE, Guillermo, op. cit., p. 934.

[78] MARITAIN, Jacques, op. cit., ps. 124, 125. Cf. FRAILE, Guillermo, op. cit., p. 935.

[79] MARITAIN, Jacques, op. cit., ps. 121, 122, 126.

[80] GUOLEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., ps. 248, 249, 250, 251, 243.

[81] BARGALLO CIRIO, Juan Miguel, Rousseau. El estado de naturaleza y el romanticismo político, Bs. As., V. Abeledo, 1952, ps. 28, 29, 30, 31, 33, 34, 39, 59.

[82] TALMON, J. L., “Los orígenes, etc.”, cit. ps. 42, 43, 44.

[83] FALCIONELLI, Alberto, op. cit., ps. 128, 129, 134.

[84] MAURIAC, Francois, De Pascal a Graham Greene, Bs. As., Emecé 1955, ps. 47, 48, 49, 51, 56, 74.

[85] LEMAITRE, Jules, Juan Jacobo Rousseau, Bs. As., Huemul, 1967, ps. 12, 23, 37, 38.

[86] LEMAITRE, Jules, op. cit., ps. 15, 21, 29, 34, 51, 52, 53, 59, 61, 65, 32, 90, 89, 162, 163, 119, 120, 174, 175, 195, 204, 218, 284, 286, 287, 313, 314.

[87] THEIMER, Walter, op. cit., p. 148.

[88] [Nota del Centro Pieper: recomendamos el artículo “Fátima y las Tres Revoluciones” [Extracto] – Roberto de Mattei (ver aquí: https://centropieper.blogspot.com/2017/04/fatima-y-las-tres-revoluciones-extracto.html)].

[89] ROUGIER, Louis, op. cit., p. 104.

[90] FRAILE, Guillermo, op. cit., p. 932.

[91] FRAILE, Guillermo, op. cit., ps. 936, 935.

[92] MARITAIN, Jacques, op. cit., p. 163.

[93] GREENE, Graham, Caminos sin ley, Bs. As., Peuser, 1962, p. 99.

[94] BARGALLO CIRIO, Juan Miguel, op. cit., ps. 53, 54.

[95] MOLNAR, Thomas, op. cit., p. 239.

[96] VEGAS LATAPIE, Eugenio, op. cit., p.24.

[97] ROUGIER, Louis, op. cit., ps. 21, 22, 23, 25, 35, 86.

[98] MARITAIN, Jacques, op. cit., ps. 144, 148, 182.

[99] MOLNAR, Thomas, op. cit., p. 15.

[100] MARITAIN, Jacques, op. cit., ps. 150, 153.

[101] TALMON, J. L., “Los orígenes etc.”, cit., ps. 127, 129.

[102] VEGAS LATAPIE, Eugenio, op. cit., ps. 77. [Nota del Centro Pieper: advirtamos la monstruosa vigencia de estas ideas en nuestras sociedades del siglo XXI].

[103] CHEVALIER, Jean-Jacques, op. cit., ps. 135, 141.

[104] DE RUGGIERO, Guido, Historia del liberalismo europeo, Madrid, Pegaso, 1944, p. LXXXIII.

[105] PLONCARD D’ASSAC, Jacques, Rousseau, Marx y Lenin, México, Tradición, 1972, ps. 8, 9, 12, 13, 16, 17.

[106] MARITAIN, Jacques, op. cit., p. 154.

[107] CHEVALIER, Jean-Jacques, op. cit., ps. 143, 145.

[108] MARITAIN, Jacques, op. cit., p. 158.

[109] FALCIONELLI, Alberto, op. cit., p. 137.

[110] [Nota del Centro Pieper: recomendamos el artículo “Un Nuevo Código Humano: la Fraternidad” – Mons. Héctor Aguer (ver aquí: https://multiespacioelcamino.blogspot.com/2024/05/un-nuevo-codigo-humano-la-fraternidad.html)].

[111] DE RUGGIERO, Guido, op. cit., p. LXXXI.

[112] CHEVALIER, Jean-Jacques, op. cit., p. 157.

[113] LABROUSSE, Roger P., op. cit., ps. 57, 58, 51, 52.

[114] LEMAITRE, Jules, op. cit., ps. 238, 239, 240.

[115] THIBON, Gustave, op. cit., p. 121.

[116] TALMON, J. L. “Los orígenes, etc.”, ps. 47, 45, 46, 53, 54, 155, 156, 157.

[117] LEMAITRE, Jules, op. cit., 244.

[118] CHEVALIER, Jean-Jacques, op. cit., ps. 158, 159.

[119] BARGALLO, CIRIO, Juan Miguel, op. cit., p. 40.

[120] BARGALLO, CIRIO, Juan Miguel, op. cit., ps. 13, 21.

[121] FALCIONELLI, Alberto, op. cit., p. 145.

[122] CHEVALIER, Jean-Jacques, op. cit., p. 159.

[123] BARGALLO CIRIO, Juan Miguel, op. cit., p. 42.

[124] LEMAITRE, Jules, op. cit., ps. 245, 306, 307, 308, 315.

[125] THIBON, Gustave, op. cit., ps. 117, 120.

[126] GALLART FOLCH, Alejandro, El ocaso de una gran utopía, Bs. As., Espasa-Calpe, 1941, ps. 66, 58.

[127] MARITAIN, Jacques, op. cit., ps. 111, 112, 115, 117, 166, 180.

[128] MAURIAC, Francois, op. cit., ps. 53, 54, 55, 64, 71.

[129] MARITAIN, Jacques, op. cit., p. 134.

[130] VEGAS LARAPIE, Eugenio, op. cit., ps. 51, 17.

[131] ROUGIER, Louis, op. cit., p. 104.

[132] TALMON, J. L., “Los orígenes, etc.”, cit., ps. 23, 25, 33, 36.

[133] GOULEMOT, Jean-Marie y LAUNAY, Michel, op. cit., p. 296.

[134] DAWSON, Christopher, op. cit., ps. 31, 32.

[135] HAZARD, Paul, op. cit., ps. 228, 229.





Fuente: Enrique Díaz Araujo, Prometeo Desencadenado o la Ideología Moderna,
separata de «Idearium», Revista de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Mendoza, Mendoza, 1977, nº 3.


[Digitalización del Texto para este posteo: Centro Pieper]











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