Josef Pieper
«La gloria de la fortaleza depende de la justicia» (Summa theologica, 2-2, 123, 12 ad 3)
I. Introducción
La interpretación falsa lleva a su falseamiento
Las interpretaciones falsas o defectuosas de la realidad del ser conducen por necesidad interna al establecimiento de fines falsos y a la forjación de ideales inauténticos. Pues así como no hay deber que no tenga su fundamento en el ser, así también las imágenes normativas del obrar hunden todas sus raíces en el conocimiento de la realidad.
Es ésta una ley que rige con absoluta universalidad. De ahí que el liberalismo ilustrado —esa vasta y complicada trama, esquemática en el fondo, de torcidas visiones del hombre, a la que debe su típica impronta el siglo que hoy se va tornando, tras paulatino empalidecimiento, en definitivo pasado— no pudiera menos de verse inexorablemente compelido a urdir por su parte una caricatura de la imagen moral del hombre que contradice a lo real.
Esta caricatura se nos muestra como el falseamiento y, sobre todo, la disolución del contenido de aquellos conceptos en los que la cristiandad occidental se había habituado a cifrar el paradigma del hombre bueno: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
Prudencia: Más que conocer, decidir rectamente
Para la teología clásica de la Iglesia, la prudencia es el modo que tiene el hombre de poseer, mediante sus decisiones y acciones, el bonum hominis o bien propiamente humano, el cual no es otra cosa que el bonum rationis o bien de la razón, o lo que viene a ser lo mismo: la verdad. La prudencia es, entre las virtudes cardinales, la que goza del más alto rango; la objetiva mirada que lanza al ser de las cosas garantiza la conformidad de la acción a lo real; y precisamente es en esa su conformidad con lo real donde encuentra la acción, lo mismo en el orden de la naturaleza que en el de la gracia, la marca de su bondad. Por la prudencia conoce el hombre las leyes eternas que Dios ha dictado al universo, las reconoce como obligatorias y las «vuelve a implantar». La participación irracional, puramente receptiva, de la criatura en las leyes constitutivas de la creación, encuentra, merced a dicha virtud, su complemento en el co-planeamiento activo del ser espiritual. En el «saber directivo» de la prudencia alcanza a plasmarse en verbo la realidad misma, juntamente con el sentido o dirección de su devenir. Y de este verbo imperativo de la prudencia («sin la que ninguna virtud sería tal»), de esta palabra pregnante de realidad y configuradora de las restantes virtudes, pende el ámbito entero del comportamiento ético: bueno es lo que es prudente; porque la virtud a la que toca determinar qué sea lo bueno y qué lo malo es la virtud de la prudencia. Pero el determinar a su vez qué sea lo prudente corresponde ya a «la cosa misma», ipsa res, es decir, a la realidad y, a través de ella, a Aquel que la ha creado. De esta suerte la teoría cristiana de la vida hace callar al hombre con su «subjetividad», a fin de que perciba las normas establecidas en el universo creado (al que pertenece y en cuyo centro ha de cumplir la misión encomendada a su esencia) y puede así concurrir libremente a su efectiva aplicación, pues sólo el que guarda silencio está en disposición de escuchar, como sólo lo que es invisible se transparenta a la visión.
La Ilustración liberal y racionalista ha seccionado, empero, el vínculo del hombre con la realidad objetiva, creyendo poder invertir la relación esencial del sujeto (creado) al objeto, y, en consecuencia, la que guarda la criatura con el Creador. El cristianismo y la razón natural enseñan que mientras la medida de la creación se encuentra en el espíritu de Dios, el espíritu del hombre es inmediatamente medido, en cambio, cuando conoce, por el ser de lo creado, si bien luego puede erigir, por su parte, el conocimiento así adquirido del ser en «medida» del obrar moral (precisamente en esta labor de forja que, sin dejar de mantenerse fiel a la esencia de lo real, refunde el conocimiento «mensurado» por el ser en imperio «mensurante» del obrar, estriba la función de la prudencia). Pero la verdad que tal enseñanza encierra se vio metamorfoseada en la herejía de que la subjetividad humana es la «medida» y el centro «mensurante» de la realidad. Con ello se destruyó hasta la posibilidad misma de concebir en su sentido original la virtud de la prudencia, apareciéndosenos entonces ésta ora como la función formal, vacía de contenido, de la conciencia «autónoma», ora como la accesoria legitimación «ideológica» de intereses egoístas de la voluntad, cuando no degeneró en el subjetivismo de una razón razonante «sorda», en el literal sentido de la palabra, carente por entero de realidad y falta, en consecuencia, de todo poder configurador auténtico. A todas estas caricaturas de la verdadera imagen de la prudencia (cuyo sentido se encierra en estas dos afirmaciones, a saber: que el obrar sólo es bueno y sano cuando tiene por base un conocimiento verdadero, y que el conocimiento sólo es verdaderamente tal cuando es un reflejo de la realidad objetiva); a todas estas caricaturas de la prudencia responde, y no por azar, la devastadora contrapartida de un irracionalismo que no se limita a librar tan sólo batalla contra la máscara del espíritu y del dominio espiritual, sino que declara también la guerra a la primacía del espíritu que conoce y que dirige con verdad.
Justicia: Más que la virtud de la compensación, el principio estructural de la sociedad
Fiel a su ascendencia nominalista, el liberalismo ilustrado es partidario del individualismo. Los individuos, «libres», «autárquicos» y «sujetos de iguales derechos», polarizan su atención al punto de hacerle olvidar la realidad no menos originaria de las estructuras comunitarias de la sociedad, cuya esencia pretende derivar de las «relaciones», la «acción recíproca» o los contratos de esos mismos individuos, anteriores a ellas en el orden de lo real. El «contrato» es, sobre todo (y preferentemente el rescindible a corto plazo), el concepto que ocupa el centro mismo de la doctrina de la sociedad y de la ética «social» del liberalismo. De semejante simplificación de supuestos se sigue por interna necesidad que la norma ética de toda convivencia humana: la justicia, es insensatamente compelida a refugiarse en los angostos límites de una parte de sí misma: la justicia conmutativa (iustitia commutativa), virtud cuya exclusiva misión consiste en velar por el equilibrio de los intereses contractuales y el mercado.
Para la metafísica cristiana de lo social, en cambio, la comunidad de vida humana presenta una mayor riqueza de estructura, pues comprende fenómenos más variados y complejos que la simple vida de relación interindividual susceptible de ser ejercida por los distintos sujetos particulares. La sociología cristiana no se dejará reducir jamás a mera «doctrina de la relación» entre individuos. Y por lo que hace a la ética social cristiana, es bien notorio que no se le oculta que por encima de la modalidad conmutativa de la justicia tienen vigencia otras formas específicas de esta misma virtud: la justicia «distributiva» (iustitia distributiva) y la «legal» (iustitia legalis).
La justicia conmutativa versa sobre la relación de los individuos con los individuos, de las personas privadas con las personas privadas, de las partes con las partes. Mas comoquiera que la metafísica cristiana de lo social reconoce, según ya queda dicho, no menos «efectiva» realidad a la comunidad que a los individuos, a las figuras del derecho público que a las personas privadas, al todo social que a las partes, la lógica nos invita a extraer de pareja verdad esta luminosa consecuencia: que para la aludida doctrina social no se dan tan sólo las relaciones entre individuos (ordo partium ad partes), sino también las relaciones no menos reales de la comunidad con el individuo (ordo totius ad partes) y del individuo con la comunidad (ordo partium ad totum). A la relación de la comunidad con el individuo responde la justicia «distributiva»; y a la del individuo con la comunidad, la justicia «legal». El mandato de la justicia «legal» denuncia la obligación que tiene el individuo de procurar el bien común, que es un bien cualitativamente distinto de la suma de los bienes individuales. El mandato de la justicia «distributiva» establece la obligación real que pesa sobre la comunidad, y muy especialmente sobre el poder estatal, de procurar el bien de los individuos. Típico rasgo del individualismo del pasado siglo es el haber tratado de concebir al Estado, el más eximio y competente sujeto realizador del bien común, como una «sociedad» fundada en contrato o como una transición, que se anula a sí misma hacia una «sociedad» sin Estado, ocultando así la diferencia cualitativa que separa al bien común del individual. De este modo se esfumó —primero en la concepción teórica de la realidad, y luego, como es bien sabido, en la vida real de la sociedad y del Estado— la posibilidad, nada desdeñable, de hacer patente la obligatoriedad de la ordenación dictada por ambas formas superiores de justicia, tanto la «legal» como la «distributiva», y de imponer su cumplimiento: el principio de la sociedad-contrato, ya definido como «interés» por Lorenz von Stein, pasó a ser el fundamento de toda la vida social, sin excluir al Estado. La doctrina social cristiana ha combatido tenazmente estas mutaciones de sentido que contradicen la esencia misma de las cosas. Hoy se ve forzada a sostener una guerra de doble frente, desde que, por reacción contra el individualismo, ha surgido un «universalismo» extremo que postula la negación de los derechos originarios de la persona individual, y trata de probar, en un intento no del todo inconsecuente, que la iustitia conmutativa es un «dislate» individualista «enteramente desprovisto de viabilidad».
Fortaleza y templanza suponen la existencia del mal
Ciertamente la imagen del hombre forjada por el liberalismo implica un falseamiento general de las cuatro virtudes cardinales; pero lo que más lejos quedó, sobre todo, del alcance de esa imagen fue el entendimiento y la custodia del sentido original de las virtudes «fortaleza» y «templanza». Cegado por su concepto burgués, optimista y mundano de la vida, el hombre ilustrado, que creía «muy confiadamente» hallarse «en su casa» «en este mundo interpretado» (R. M. Rilke), no podía llegar al conocimiento del supuesto real sobre el que se asientan esas dos virtudes. Este fundamento real, sin el que ni la fortaleza ni la templanza podrían ser concebidas en su pleno sentido de hábitos laudables, es el hecho metafísico de la existencia de la iniquidad: del mal humano y del mal diabólico, del mal en la doble figura de culpa y de castigo, es decir, del mal que hacemos y del mal que padecemos. El hombre del liberalismo ilustrado no es capaz de conocer ni menos aún reconocer esta verdad fundamental; se lo impiden su mundanidad decidida, su incondicional optimismo por esta vida y su aburguesamiento metafísico, nacido de aquélla y de éste; aburguesamiento que, en su angustiado afán de seguridad, «pretende verse libre de la fortaleza». Sólo en forma insuficiente podía tomar contacto la razón natural con el corazón, velado de tiniebla, de la esencia del pecado. Únicamente la fe alcanza conciencia del enigmático abismo de la culpa creada (porque el orden sobrenatural no sólo aporta más elevadas posibilidades de felicidad, sino también abismos más hondos de tristeza). Y la verdad que la Iglesia enseña, según la cual el hombre «natural», es decir, todavía no unido a Cristo, yace caído por causa del pecado original «bajo el dominio de Satán», es una verdad que el optimismo puramente «natural» y la obstinada y convulsa voluntad de seguridad no sabrían contemplar en su comprometedora evidencia a no ser a costa de anularse a sí mismos.
«Moderación»: Privatización de la templanza
El sentido de la virtud de la templanza o temperantia sólo puede ser captado si se admite que el hombre, juntamente con su santidad original, perdió también su «integridad» o integritas, el transparente orden interior de su naturaleza. Sólo suponiendo que es posible una rebelión, contraria al ser, de las fuerzas subordinadas del alma contra el gobierno del espíritu y que dicha rebelión es conocida en su posibilidad, puede ser la «moderación» una virtud. La negación o la ignorancia de este supuesto por parte del liberalismo había de conducir forzosamente a una liquidación del verdadero sentido de la temperantia. Por otra parte, es manifiesto que se ha llegado, sobre todo en la «burguesía cristiana», a una sobrevaloración verdaderamente irreal de esta virtud; hasta el punto de que el uso vulgar del lenguaje ha constreñido casi por entero a los límites de la región parcial de la templanza la significación, mucho más amplia, del concepto general de moralidad; de ahí la acepción accesoria, irónica y peyorativa que suele vincularse al empleo de la voz «moralidad» y que está motivada por el espectáculo de la práctica que el pequeño burgués ejercita de la referida virtud. Esta sobrevaloración del combate atemperador de la pasión desordenada, esta «privatización» de lo ético, es, sin duda alguna, fruto del espíritu individualista. Para la teología clásica de la Iglesia la temperantia es la última e ínfima de las cuatro virtudes cardinales. A título de fundamento de este juicio de valor se nos consigna expresamente la circunstancia de que dicha virtud ya tan sólo referida al hombre singular; juicio de valor, por lo demás, que en modo alguno implica, como es obvio, el más leve menoscabo del luminoso rango de la castidad, ni tampoco la ignorancia de lo vergonzoso del desenfreno.
Fortaleza: La virtud del «bien arduo»
El poder del mal se anuncia en su terribilidad. Combatir este poder que aterra —ya sea resistiéndolo, ya atacándolo, sustinendo et aggrediendo— es misión de la fortaleza, que precisamente constituye, como dice Agustín, un «testigo incontestable» de la existencia del mal.
El liberalismo ilustrado es ciego para el mal en el mundo: lo mismo para el demoníaco poder del adversarius diabolus, el «enemigo malo», que para ese otro poder, henchido de misterio, de la ofuscación del hombre y la perversión de su voluntad. En el peor de los casos, no le parece el poder del mal tan «seriamente» peligroso como para que no sea posible «tratar» y «discutir» con él. En la imagen del mundo del liberalismo se extingue el «no» inquietante, inexorable y despiadado, que es para el cristiano una realidad evidente. La vida moral del hombre es falsamente transmutada en una ingenuidad aheroica y sin riesgo; el camino de la perfección se nos aparece así como un «despliegue» o «evolución» de tipo vegetal, que alcanza su bien sin necesidad de combatir.
La piedra angular de la teoría cristiana de la vida es, por el contrario, el concepto de bonum arduum o bien arduo, cuyo radio de acción trasciende el de la mano que se extiende sin esfuerzo. El liberalismo no puede menos de calificar de sin sentido a la verdadera fortaleza que se esfuerza en el combate, antojándosele sin remedio ser un «estúpido» el hombre que participa de semejante virtud. Hay no obstante, por otra parte, una fortaleza paradójicamente nacida del liberalismo, como consecuencia y protesta a la vez, que cree tener derecho a reclamar la corona del heroísmo para la ciega «exposición» y la total «entrega» al peligro, mientras hace alarde de la más absoluta indiferencia por saber cuáles sean los motivos de la acción.
Las páginas que siguen intentarán poner de manifestó el sentido auténtico, que es tanto como decir cristiano, de la virtud humana de la fortaleza.
De escaso valor sería, como podrá suponerse, el traer a cuento opiniones de carácter personal sobre el sentido cristiano de la fortaleza. Donde primera y originariamente reside la verdad cristiana es en el magisterio de la Iglesia de Cristo; el individuo no puede poseer esta verdad si no es vinculándose por la fe, que abre sus oídos, a la Iglesia. En nada aspira por tanto el trabajo que a continuación va a leerse a hacer valer la originalidad de su pensamiento. Más bien cabe decir que no se establece en él una sola afirmación que no pudiera estar tomada de la obra de Santo Tomás de Aquino, Doctor Universal de la Iglesia.
Fuente: Josef Pieper, Las Virtudes Fundamentales,
Ediciones Rialp - Grupo Editor Quinto Centenario, Bogotá 1988, páginas 173-183.
Ediciones Rialp - Grupo Editor Quinto Centenario, Bogotá 1988, páginas 173-183.
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