R. P. Dr. Alfredo Sáenz, SJ
Exposición completa del P. Alfredo Sáenz con ocasión del Acto Académico donde la Universidad Católica de La Plata (UCALP) le otorgó el “Doctorado Honoris Causa” – el lunes 22 de Octubre del 2012 –, en reconocimiento por sus aportes a la cultura católica.
Confrontados a una situación inédita, el católico de hoy, sobre todo el intelectual católico, tiene una misión inédita y debe, por consiguiente, dar una respuesta inédita. Antes de abocarnos al contenido de tal respuesta, no dejará de ser útil un sucinto análisis histórico de las distintas etapas de la cultura, para considerar la diversidad de reacciones que caracterizaron a los católicos.
Es indudable que la Edad Media conoció una admirable Weltanschauung, una cosmovisión muy esplendorosa del mundo. Durante esa época, el orden natural y el orden sobrenatural eran, sí, órdenes distintos, pero en modo alguno divorciados. Así como en Cristo la naturaleza humana y la divina se unen en la Persona divina sin dejar de distinguirse, así lo temporal se unió con lo eterno, lo carnal con lo espiritual, lo visible con lo invisible, sin perder cada ámbito su límite de autonomía.
El mundo ofreció entonces un espectáculo cultural verdaderamente arquitectónico, catedralicio. La filosofía, por ejemplo, asumiendo todo lo que era valedero en el pensamiento tradicional de Platón, Aristóteles, Plotino, etc., lo injertó en el cosmos de la revelación. Al fin y al cabo aquella tradición no había sido sino una suerte de “preparación evangélica”, como la calificaron lo Padres de la Iglesia. ¿Acaso no decía Clemente de Alejandría: ¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego, como queriendo afirmar que la verdad natural era coherente con la sobrenatural, ya que ambas tenían, en última instancia, a Dios por autor? La arquitectura medieval, concretada tan maravillosamente en las catedrales, románicas y góticas, al tiempo que enseñaba al pueblo a orar en la belleza, insuflaba una nostalgia de la Belleza sustancial. La música, sea la del órgano, sea la de las voces humanas, esa música que rebotaba de arco en arco, llenando los recintos sagrados, no era sino la parte humana de un concierto que reunía los ángeles y los hombres, eco de la armonía trinitaria. La política conoció asimismo en aquélla época uno de sus picos históricos, pudiendo verse en la imagen de San Luis, rey de Francia, la encarnación del gobernante católico, aquel en quien la fe era algo penetrante, algo que imbuía todo el orden temporal cuyo encargo había recibido, en última instancia, del Emperador celeste, de quien era vicario en el orden temporal. La literatura, en sus diversas expresiones, desde los cantares de gesta hasta la Divina Comedia, constituía, en cierto modo, una especie de prolongación de la Sagrada Escritura, en el sentido de que seguía exponiendo el plan de Dios a través de las letras.
En fin, un orden temporal empapado de sacralidad. El papel del intelectual católico de entonces no era sino concretar esa visión temporal y trascendente en el marco de las instituciones, que tanto lo ayudaban para dicho cometido.
Con la aparición del Evo moderno, poco a poco, las cosas van a ir cambiando, pero en una dirección muy determinada, progresiva y disolvente. La filosofía comienza a abrir caminos desconocidos, adentrando al hombre en una interioridad cada vez más enclaustrada, en un distanciamiento creciente entre la realidad conocida y el sujeto cognoscente, hasta quedar este último encerrado en una total inmanencia; ruptura total del ser y del conocer. El artista, inspirando sus principios en la nueva filosofía, pretendió emular en cierta manera la actividad creadora de Dios, pero no con el espíritu de humildad intelectual que había caracterizado al período medieval, sino con un ímpetu de soberbia y autonomía evidentes; en un largo proceso que comienza, sintomáticamente, con la representación de un hombre desmesurado en su musculatura, como nos legó el por otro lado admirable Renacimiento, llegamos a la destrucción plástica del hombre en Picasso y su ulterior arbitraria reconstrucción, con total independencia del Arquetipo supremo, a cuya imagen y semejanza había sido hecho. La música se lanzó también a un proceso de exaltación del hombre; buscando más “expresarse” que expresar la armonía divina, acabó por destruirse a sí misma, reduciéndose a no ser sino puro ritmo, estruendoso ruido, sin contenido, sin armonía, sin serenidad.
La política olvidó sus instancias superiores, la autoridad se desvinculó del poder divino como de su fuente, y se lanzó por las vías de un maquiavelismo creciente hasta llegar a la masificación contemporánea o al esclavismo comunista. La literatura cortó amarras de las Sagradas Letras, desembocando en sus últimas etapas de una poesía sin sentido y una novelística pornográfica.