La Conversión de Constantino
Rubén Calderón Bouchet
La trascendencia del Reinado de Constantino I el Grande, Emperador Romano (274-337 AD), para la historia política y religiosa de Occidente, es lo que en apretada síntesis explica aquí Calderón Bouchet [1].
1. Las Relaciones de la Iglesia con el Estado durante el siglo III
El edicto de Septimio Severo declaraba a la Iglesia fuera de la ley, prohibía la acción proselitista y tanto a los apóstoles como a los catecúmenos hacía pasible de la pena de muerte. Septimio Severo duró poco tiempo y su muerte temprana impidió poner en práctica las medidas que había pensado para terminar con los cristianos.
Caracalla (211-217) le sucedió en el trono de Roma. Este emperador, famoso por su crueldad, lo era mucho menos por su espíritu de sistema y aplicación. Cambiaba fácilmente de víctimas, y si durante un tiempo se encaprichó en perseguir a los cristianos pronto se cansó de ellos y halló en otros sectores de la población un ambiente más propicio para renovar su sadismo.
La suerte de los cristianos dependió más del capricho y la voluntad de los emperadores que se sucedían en el trono que de la ley que los declaraba proscriptos. Alejandro Severo (222-235) los dejó en paz. Decio (249-251) renovó la persecución y perfeccionó el edicto de intolerancia con la manifiesta intención de provocar la apostasía de todos los fieles que comparecieran ante un tribunal pagano. El texto perfeccionado por Decio no se conserva, pero, a través de las noticias que han llegado hasta nosotros, sabemos que el emperador apuntaba “sistemáticamente y en primera línea a los obispos. Se tiene la prueba de las persecuciones llevadas a cabo contra los obispos de las comunidades más importantes. Decio sabía que el obispo era el jefe de cada una de las Iglesias: si el obispo cedía, los fieles seguirían” [2].