domingo, 13 de julio de 2025

El Infierno tan temido - Mario Caponnetto

El Infierno tan temido
Mario Caponnetto
   

[Centro Pieper] Por gentileza de un querido amigo sacerdote, llegó a mis manos el libro El infierno, de Monseñor de Ségur (obra aparecida en París en 1878) en su versión española publicada por la Editorial Ictión, en Buenos Aires, en 1980.

Se trata de uno de los más conocidos libros de Monseñor Louis Gastón Adrien de Ségur, más conocido como Monseñor de Ségur (nacido en París el 15 de abril de 1820 y fallecido en la misma ciudad el 9 de junio de 1881), prelado y escritor francés, célebre por sus numerosas obras religiosas y apologéticas en defensa de la fe católica.
    
Escrito en un lenguaje y en un estilo que hoy nos resulta poco familiar (diríase arcaico), la obra es, no obstante, de un gran valor, sobre todo, como lectura espiritual. En sus páginas el lector hodierno se encuentra con algo que, al presente, ha desaparecido casi por completo en las homilías y en los textos religiosos al uso: el infierno. Sí, el infierno, cuya existencia es dogma de fe, y al que debemos temer, no con temor servil sino con auténtico temor de Dios. Pero, repito, ya casi nadie se acuerda de su existencia. ¡Si hasta un Papa llegó a decir que esperaba que estuviese vacío!
    
Una mal entendida misericordia, muy corriente en el catolicismo actual, parece contradecir la sola idea de una condenación eterna, de un lugar o un estado horrible y perpetuo en el que es posible caer según se haya vivido en esta vida. Sin embargo, siguen vigentes los versos de Dante en los que el gran Poeta atribuye la existencia del infierno a la Justicia de Dios, a su Suma Potestad, su Suma Sabiduría y Primer Amor:
    
    Giustizia mosse il mio alto fattore:
    fecemi la divina podestate,
    la somma sapienza e ‘l primo amore [1].  
    
El libro, de amena lectura, no se limita a una exposición de la doctrina católica sobre el infierno, sino que para corroborar y afirmar con mayor énfasis la verdad acerca de su existencia, el autor sazona su exposición con el relato de ciertos hechos, extraordinarios unos, evidentemente milagrosos otros, que no dejan lugar a duda alguna respecto de que el infierno es una triste pero incontrastable realidad.
    
Entre los hechos que se relatan me ha impresionado vivamente uno sobre el que quiero detenerme. Se trata de lo acaecido durante los funerales de un tal Doctor Raymond Diocrés, profesor de la Universidad de París. Cedamos la palabra al propio Monseñor de Ségur:
    
«Acababa de fallecer un célebre doctor de la Universidad de Paris llamado Raymond Diocrés, dejando universal admiración entre todos sus alumnos. Era el año 1082. Uno de los más sabios doctores de aquel tiempo, conocido en toda Europa por su ciencia, su talento y sus virtudes, llamado Bruno, hallábase entonces en Paris con cuatro compañeros, y se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre difunto.

Se había depositado el cuerpo en la gran sala de la Cancillería, cerca de la Iglesia de Nuestra Señora, y una inmensa multitud rodeaba respetuosamente la cama en la que, según costumbre de aquella época, estaba expuesto el difunto cubierto con un simple velo.

En el momento en que se leía una de las lecciones del Oficio de difuntos, que empieza así: Respóndeme. ¡Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades!, sale de debajo del fúnebre velo una voz sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras: Por justo juicio de Dios he sido acusado.

Acuden precipitadamente, levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado, completamente muerto. Continuóse luego la ceremonia por un momento interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los concurrentes.

Se vuelve a empezar el Oficio, se llega a la referida lección: Respóndeme, y esta vez a vista de todo el mundo levántase el muerto, y con robusta y acentuada voz dice: Por justo juicio de Dios he sido juzgado. Y vuelve a caer. El terror del auditorio llega a su colmo: dos médicos justifican de nuevo la muerte; el cadáver estaba frio, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se aplazó el Oficio para el día siguiente […] 

Al siguiente día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose presentes, como en la víspera, Bruno y sus compañeros. Toda la Universidad, todo Paris había acudido a la iglesia de Nuestra Señora. Vuelve, pues, a empezarse el Oficio. A la misma lección: Respóndeme, el cuerpo del doctor Raymond se levanta de su asiento, y con un acento indescriptible que hiela de espanto a todos los concurrentes, exclama: Por justo juicio de Dios he sido condenado, y volvió a caer inmóvil. Esta vez no quedaba duda alguna: el terrible prodigio, justificado hasta la evidencia, no admitía réplica […]

Al salir de la gran sala de la Cancillería, Bruno, que contaría entonces cerca de cuarenta y cinco años de edad, se decidió irrevocablemente a dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades de la Gran Cartuja, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese asegurar su salvación, y prepararse así despacio para los justos juicios de Dios» [2].

¿Ocurrió esto de verdad? ¿Se trata de un hecho histórico o solo de una piadosa leyenda para edificación de los lectores? No lo sé. Monseñor de Ségur asegura su autenticidad histórica. Otros, en cambio, señalan algunas inconsistencias que ponen en duda su veracidad. Pero, en definitiva, poco importa esta cuestión. Lo que importa es el terrible mensaje que contiene el relato: se aplica aquí con toda propiedad, el conocido adagio italiano: Se non è vero, è ben trovato.
    
Y esa verdad, a menudo olvidada, no es otra cosa que esta: que el juicio de los hombres no coincide necesariamente con el juicio de Dios; así lo recuerda el Profeta Isaías: Vuestros pensamientos no son mis pensamientos. Vuestros caminos no son mis caminos (Isaías 55, 8). Es que solo Dios conoce el corazón del hombre; sólo Él penetra hasta lo más recóndito de nuestras almas; nada escapa a Su mirada. 
    
Sin embargo, no puede uno evitar preguntarse: ¿cómo pudo condenarse un hombre cuya vida estuvo enteramente dedicada a enseñar las cosas de Dios, cuya sabiduría y santidad eran tan evidentes? ¿Qué pudo haber sucedido? ¿Acaso algún pecado mortal que por respeto humano nunca confesó? ¿Tal vez una vida de vicio y de pecado, oculta tras la apariencia de santidad? 
    
Las conjeturas se multiplican; pero me inclino a pensar que el desdichado Raymond Diocrés se dejó ganar por algo bastante frecuente en los que ejercen el noble oficio del estudio y la enseñanza: me refiero a la soberbia intelectual, terrible pecado si lo hay. Es una tentación que se da en los intelectuales contra la que hay que estar siempre alerta. Y rezar mucho. Esa soberbia consiste en la falsa pretensión de creer que todo lo bueno y verdadero que transmitimos es mérito exclusivo nuestro y, en vez de buscar la gloria de Dios, solo atendemos a nuestra propia vanagloria. 
    
Así, cada página que escribimos, cada lección que damos, no tienen como intención la gloria de Dios y el bien del prójimo sino la satisfacción de un estúpido narcicismo. Nos halagan los elogios; nos detenemos ante nosotros mismos; nos regodeamos pensando qué buenos y sabios somos.
    
¿Cómo superar esta tentación, la más diabólica de las tentaciones porque se asemeja a la soberbia de Lucifer? No de otro modo que rezando y rectificando constantemente nuestra intención. Interrumpir el trabajo, cada día, al menos por un momento, y dirigirnos al Señor con un corazón contrito y humillado: 
    
Señor Jesucristo, Divino Maestro, Sabiduría del Padre, te ofrezco los trabajos de este día para la gloria de tu Nombre. Esto que estudio y enseño no es mío, es tuyo; no viene de mí sino de lo alto, a modo de lluvia que riega los montes y empapa y fecunda la tierra. Si algo brilla e ilumina en mí, esa luz no me pertenece, es tuya pues te has dignado valerte de la oscuridad de mi intelecto para reflejar a través de ella un destello de tu luz. Dame no solo la sabiduría de la mente sino también la sabiduría del corazón para que solo te quiera y ame a ti. Que no se aparte de mis labios la súplica del salmista: No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu Nombre da la gloria (Salmo 115, 1). Amen. 
    
    
    
    
    
Notas:     
[1] Inferno, Canto III. 
[2] MONSEÑOR DE SÉGUR, El Infierno. Si lo hay, qué es, modo de evitarlo, Iction, Buenos Aires, 1980, páginas 38, 39. 







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