Blas Pascal
En el propio país de Pascal, los profesores de filosofía suelen comenzar sus conferencias sobre él citando una célebre página de El genio del cristianismo, de Chateaubriand, que dice así:
“Hubo un hombre que, a los doce años, con líneas y círculos, creó las matemáticas; que, a los dieciséis, escribió sobre las cónicas el tratado más docto que se conoció desde la Antigüedad; que, a los diecinueve, redujo a mecanismos una ciencia totalmente existente en la inteligencia; que, a los veintitrés, demostró los fenómenos de la gravedad del aire y destruyó uno de los grandes errores de la antigua física; que, a la edad en que otros hombres apenas comienzan a despertarse, había recorrido todo el círculo de las ciencias humanas, había comprobado su futilidad y había vuelto los ojos hacia la religión; que, desde este momento hasta su muerte (a los 39 años) y siempre enfermo y dolorido, fue capaz de fijar el lenguaje hablado por Bossuet y por Racine, dejando el modelo del más perfecto ingenio y del más profundo razonamiento; que, para terminar, en los breves intervalos de sus dolores, resolvió, a modo de distracción, uno de los más difíciles problemas de geometría, y fue grabando en el papel pensamientos que tienen más sabor a Dios que a hombre. Este asombroso genio se llamó Blas Pascal”.
El Método de la Geometría
Tanto para Pascal como para Descartes, el verdadero método en todos los dominios del conocimiento natural era la matemática, y para ambos “matemática” equivalía a geometría; sólo que esta significaba para Descartes su propia Geometría, la de 1637, mientras que Pascal veía tal ciencia representada por su Ensayo sobre las cónicas, que publicó en 1640, en forma de simple pliego, cuando sólo tenía 16 años. Se han perdido otros trabajos matemáticos suyos de la misma época; y sólo los conocemos por cierto resumen que de ellos hizo Leibnitz con la intención declarada de “encontrar un método contra otro método: pura geometría contra álgebra pura”. Es que Leibnitz, para enfrentar aquella geometría algebraica de Descartes, que usaba a las matemáticas como una especie de llave maestra para resolver todos los problemas, quería oponerle la nueva matemática pascaliana, instrumento recién inventado en cada caso por la mente del investigador para resolver cada problema en particular. Descartes andaba detrás de una ciencia especulativa de la Naturaleza, una física teórica como la de sus Principios de Filosofía; Pascal, en cambio, deseaba pensar matemáticamente, sin tener que experimentar con la realidad física.
Este rasgo de los métodos de Pascal expresa una de las tendencias más íntimas de su mente. Conocía bien la geometría de Descartes, pero no se interesó en ella, porque no se preocupaba de obtener los resultados que con ella se podía lograr. Lo que más le interesaba a Pascal de la Naturaleza era que sus datos no son deducibles a priori, y su principal cuidado era no saltar hacia conclusiones no seguras. Un ejemplo de ello es su actitud frente a los experimentos de la presión del aire. Lo que se buscaba con las apariencias de Torricelli era saber si, después de ellas, todavía podía seguir manteniéndose con los aristotélicos que la Naturaleza aborrece el vacío. Puesto que quedaba cierto vacío en los tubos de Torricelli, la contestación evidente parecía ser negativa. Pascal está dispuesto a aceptarlo así, pero no enseguida. Se limitó a decir que, de los experimentos realizados hasta entonces sólo se seguía que la Naturaleza aborrece el vacío hasta cierto punto, pero quizá no absolutamente, y que se requerían nuevas y diferentes experiencias para probar que existe realmente el vacío en la Naturaleza. Pascal las realizó, y sólo entonces descansó su mente. Consecuentemente, la geometría pascaliana tenía que servir a las mentes que procedieran paso a paso en la investigación de esta Naturaleza que es fundamentalmente impredecible. Y habría que extrañarse si tal sirviente no diera plena satisfacción.
Su importante fragmento, Sobre el espíritu de la geometría, expresa bien las amplias ambiciones de Pascal en lo referente a la demostración científica, así como sus dudas acerca de la posibilidad de lograrlas.
En el estudio de la verdad hay tres objetivos principales: descubrirla cuando se la busca, demostrarla cuando ya se la encontró y distinguirla de lo falso mientras se la examina. Pascal, con gesto típico, deja aparte el primer punto, pues – por supuesto – la geometría, que sobresale en los tres aspectos de tal estudio de la verdad, ya ha dado respuesta a tal pregunta. Los geómetras llaman a eso “análisis”, y no parece que valga la pena discutir acerca de ello, habiendo tan excelentes escritos en tal sentido. Directamente o no, Pascal prestaba aquí a Descartes merecido homenaje.
Sus propias consideraciones acerca del método resuelven el segundo punto, lo que, en realidad, incluye también al tercero, pues si sabemos probar la verdad, bastará examinar tal prueba para saber si tal verdad está realmente demostrada. Por esto, según Pascal, el íntimo meollo de su método consiste en el arte de la demostración. De todos modos, Pascal rehúsa tomar a la palabra verdad tan en serio como para aplicarla a algo que, aunque hallado, todavía no ha sido “demostrado”.
La demostración verdaderamente convincente es la demostración geométrica, la que para Pascal equivale a la demostración “metódica y perfecta” en sí. Sin embargo, hay un método aun más perfecto que el de la geometría; pero como “lo que está sobre la geometría, está sobre nosotros”, ese método ideal está por encima de nuestro poder. “No obstante, hay que decir algo acerca de él, aunque no podamos practicarlo nunca”.
Esta demostración “ideal”, que constituiría (si pudiéramos usarla) el método más excelente imaginable, tiene dos partes: 1º, definir todos los términos que se empleen, y 2º, no adelantar jamás proposición alguna sin justificarla mediante verdades ya establecidas; es decir, que consiste en definir todos los términos y probar todas las proposiciones. Es realmente un hermoso método; pero ¿por qué, ¡ay!, es imposible?: Porque no podemos definir todos los términos, ya que la definición de un término implica el uso de otros que, análogamente, tienen que ser definidos y que, a su vez, implican otros y otros hasta el infinito. Por esta razón es imposible la demostración perfecta.
En cambio, muy cerca de ella anda la demostración geométrica, ya que en geometría hay términos que son absolutamente primeros... por la sencilla razón de que es la mente del geómetra quien los hace. Él tiene la libertad de partir de cualquier definición que se le ocurra y puede dar a su objeto cualquier nombre, con tal que siempre use el mismo nombre para significar la misma cosa. Manteniéndose fiel a ese sistema de signos que él ha establecido libremente evitará el geómetra toda equivocación.
El problema ahora es: ¿Cómo podremos extender ese método geométrico (en el que todos los términos son definibles) hasta los otros campos del conocimiento, en los que no a todos los términos podemos definirlos? La contestación es que, absolutamente hablando, no puede hacerse tal extensión o traslado. Pero nuestra situación no es del todo desesperada, pues en ese sentido podemos adelantar mucho, lo más que sea posible, con tal que no pretendamos llegar hasta el citado ideal inalcanzable.
Ni siquiera en geometría pueden definirse todos los términos, ni mucho menos. Las nociones de par e impar son perfectamente definibles, pero ya la de número está lejos de ser tan clara; y lo mismo puede decirse de muchas otras, como espacio, tiempo, movimiento, igualdad, etc., a las que la geometría no define, porque sus nombres señalan tan claramente a las cosas que significan, que cualquier intento por definirlas las oscurecería. Sus denominaciones son, por tanto, “nombres primitivos”, entendidos por todos y usados por todos en el mismo sentido... con tal que nadie intente explicar lo que significan.
Lo mismo ocurriría en todos los otros campos del conocimiento, si los filósofos aceptaran, análogamente, filosofar partiendo de semejantes términos primitivos, cuyo significado conoce todo el mundo. No hay nada más enclenque que las así llamadas “definiciones” de los filósofos. ¿Qué interés puede haber, por ejemplo, en definir lo que significa la palabra hombre?. O la palabra tiempo. O la palabra movimiento. Dejémoslas sin definir, pues todo el mundo comprende las mismas cosas cuando oye tales nombres; pero la razón por la que han de quedar indefinidas no es porque sus definiciones sean difíciles de hallar, sino porque son indefinibles, como podemos verlo en el caso de la palabra es. Cualquier definición que imaginemos de es comenzará diciendo que es es esto y lo otro, lo que equivale a definir a es por sí mismo.
Casi todas las controversias suscitadas en filosofía surgen por olvidar esta precaución. Para decirlo con más precisión, permítasenos aclarar que con mucha frecuencia los filósofos confunden las meras proposiciones con las definiciones. Si se les pide que definan el movimiento, contestarán que es el acto de lo que está en potencia solamente hasta donde está en potencia. Ahora bien, esto no es una definición: es una proposición que consta de varios términos, cada uno de los cuales tiene que ser definido a su vez. Y la cuestión no está en saber si es posible definirlos, sino que lo que nos ocurre es que comprobamos que cualquier intento de definirlos termina en controversias, mientras que si los tomamos al pie de la letra, todo el mundo los comprenderá en seguida y en el mismo sentido.
Pascal concibe así la posibilidad de extender el método geométrico a todos los campos del conocimiento, (igual que Descartes lo estaba haciendo, también por entonces), pero con la diferencia de que, en vez de hacer a los conocimientos tan evidentes como las matemáticas, Pascal les impone a todos las limitaciones sufridas por la propia geometría. Todo conocimiento humano puede asumir la certeza de la geometría, si se conforma con las consecuencias estrictamente demostrativas que sean demostrables, tras partir de principios evidentes por naturaleza. En todos los órdenes del conocimiento la mente se detendrá cuando llegue aquí, y entonces todo lo que sostenga será cierto, o porque es naturalmente evidente, o porque ha sido demostrado con absoluta corrección.
Espíritu de agudeza y espíritu de geometría
La universalidad es la suprema cualidad de la mente humana, según Pascal, cuyo ideal de hombre es el honnête homme (el hombre completo). Esta es una de las expresiones que es mejor dejar sin definir. Algunas gentes sólo conocen “un caballero” cuando ven uno; así le pasó a un francés del siglo XVII: que sólo conoció “un hombre completo” cuando vio uno. Tenía éste un importante rasgo común con aquel “caballero”: que tampoco era profesional, o al menos no lo parecía, si por desgracia lo era. Esto resultaba cierto en la vida social, y también en la intelectual, pues un hombre así era igualmente capaz de hablar de matemáticas, de literatura, de ética o de teología... aunque nunca hacía gala de sus conocimientos; por lo que nadie imaginaba que supiera algo de matemáticas o de poesía hasta que naturalmente le llegaba la ocasión de expresar sus opiniones sobre tales temas. A este hombre imaginario es al que Pascal denomina “el hombre universal”.
No tendría que andar mucho para encontrar uno así; pero estaba impresionado por el hecho de que no todos lo fueran. Y entonces divide a los hombres en dos clases: los que están dotados con aptitudes matemáticas y los que sólo son aptos para manejar los asuntos humanos de cada día. Generalmente no coinciden las dos aptitudes en el mismo hombre; mientras que unos resultan ridículos al argüir en estilo matemático acerca de los sutiles problemas de la conducta humana, otros son incapaces de captar cualquier razonamiento matemático. La primera clase posee el “espíritu de geometría” (esprit de géometrie), y la segunda, el espíritu de agudeza (esprit de finesse). Puesto que el método de la demostración es por doquier el mismo, ya que sólo es una extensión del método geométrico, la diferencia entre esas dos clases de espíritus debe consistir en su respectiva relación con los principios y, últimamente, en la propia naturaleza de dichos principios.
El llamado “espíritu geométrico” tiene visiones lentas, y es preciso e inflexible; pero en cuanto capta un principio, lo ve con tanta claridad y éste resulta tan imponente, que abrumaría aun a las mentes más extraviadas que razonasen acerca de él. La dificultad está en verlo desde el primer momento. Los principios geométricos son tangibles y visibles, pero están tan lejos del uso común, que a mucha gente le resulta difícil prestarles atención. Pensemos en la gente que no puede comprender las matemáticas: se sienten perdidos desde sus comienzos, ya que no entra en su mente ni el significado de las nociones más elementales.
Las dificultades ocurren a la inversa con el “espíritu de agudeza”. Todos los principios de éste son de uso común y están a la vista de todo el mundo; pero son tantos y tan sutiles, que hay que tener muy buena vista para verlos, y resulta casi imposible no confundir algunos de ellos. Ahora bien, el solo hecho de omitir un principio lleva inevitablemente al error. ¿Y quién puede ufanarse por ejemplo, de que conoce todos los motivos que deciden el comportamiento de un hombre, ni aun el suyo en particular? Hay que tener, por tanto, gran agudeza para discernir los principios de tales asuntos y para razonar correctamente acerca de ellos. Lo mejor sería estar dotado, a la vez, del espíritu de geometría y el espíritu de agudeza; tener al menos uno de éstos es bueno; no tener ninguno, significa no tener inteligencia.
Pascal nos ha dejado fragmentos de un libro que nunca escribió; al leerlos, tenemos que esforzarnos por hallar el quid de lo que quiere decir, en vez de aferrarnos a su terminología, pues no tuvo tiempo de seguir su propia recomendación de “usar siempre las mismas palabras en el mismo sentido”. Sin embargo, es importante saber el significado de algunas de las palabras que usó para indicar cuál es la clase de espíritu que se necesita para discernir los principios del intercambio social. El hombre sólo tiene una mente; pero ésta funciona como razonamiento cuando tiene que demostrar las conclusiones que deriva de los principios; en cambio, cuando tiene que captar principios, mediante una especie de visión simple y comprensiva, funciona de modo diferente, de un modo que Pascal llama “por corazón”. Casi equivale esto a la clásica distinción entre intelecto y razón, o a la más moderna entre intuición y razón.
De eso que Pascal denomina “corazón” sabemos con seguridad al menos dos cosas: Primera, que es la facultad por la que conocemos todos los principios, tanto los geométricos como los demás. Esto puede tener que ver con el sentimiento, especialmente en las cuestiones morales y religiosas, pero no es indispensable que así sea. Los principios geométricos son captados por el “corazón” a primera vista, y no como conclusiones de ningún razonamiento, ni tampoco, en verdad, por sentimiento. Segunda: porque su propia esencia le hace actuar a simple vista, y así es como el “corazón” salta de las nociones a las relaciones existentes entre ellas. Y como estas “corazonadas”, este espíritu de agudeza, suelen faltarles a los hombres dotados de espíritu geométrico, por eso resultan tan desmañados en los asuntos de la vida diaria: porque siempre quieren probar, demostrar y deducir en cuestiones en que lo importante es ver.
Una de las más notables consecuencias de tal distinción es la diferencia que Pascal establece entre las dos principales actividades de la mente y entre los hombres que reflejan cada una. El tipo representativo del espíritu de agudeza era su joven amigo, el caballero De Méré, a quien, naturalmente, le faltaba el espíritu de geometría. En vano trató Pascal de abrir la mente de su amigo para que captara uno de esos principios geométricos tan alejados del uso común, que algunos hombres jamás consiguen verlos: la noción de infinito. Si seguimos su discusión de este difícil principio, quizá comprendamos mejor a Pascal y podamos participar algo en su espíritu geométrico:
Infinito es una noción fundamental que representa una propiedad común a todas las cosas de la Naturaleza, y su conocimiento muestra a la mente las más sorprendentes maravillas del mundo. Tal noción sólo puede ser captada por la mente, pero no demostrada; lo cual equivale a decir que es un principio percibido por el “corazón”. Y aun muchos hombres dotados de mente excelente para otras captaciones, fallarán en captar ésta.
En cuanto la captemos, veremos que la noción de infinito se divide en dos infinidades que se dan en todas las cosas: la infinidad de magnitud y la infinidad de pequeñez. Puesto que la infinidad las incluye a ambas y está presente en todas las cosas, las dos clases de infinidad se hallan análogamente presentes en todo.
La magnitud infinita se halla en el movimiento (por más rápido que sea un movimiento, podemos concebir otro aún más rápido); se halla en el espacio (por más amplio que sea un espacio, siempre es posible pensar en otro mayor); pertenece igualmente al tiempo (por más largo que sea un tiempo, siempre podemos sumarle otro momento más). Y la pequeñez infinita está asimismo presente en todas las cosas, pues no hay rapidez ni extensión ni duración que no pueda ser concebida por nuestra mente como menor de lo que es. En efecto: hay infinitos grados de lentitud entre cualquier movimiento y la inmovilidad total; y siempre podemos pensar en un espacio más pequeño que el propuesto, sin que lleguemos nunca a la indivisibilidad; y análogamente podemos expresarnos acerca del tiempo, pues jamás se llega a ninguna duración que no sea divisible. Generalmente hablando, esta infinidad de doble aspecto corresponde a todas las cosas porque pertenece al número, el que, según la Escritura, se halla en todo: Deus fecit omnia in pondere, in numero et mensura (Todo lo hizo Dios con medida, número y peso): Libro de la Sabiduría, 11, 21.
“Por grande que sea un número, podemos concebir otro mayor, y otro y otro más, cada uno mayor que su antecesor, y seguir así hasta el infinito, sin llegar a uno que no pueda ser aumentado. Y al contrario, por pequeño que un número pueda ser, podamos hablar de su centésima o milésima parte o de partes mucho más pequeñas, siguiendo así hasta el infinito, pero sin llegar jamás al cero o nada”.
Podemos decir, por tanto, que todas las cosas se hallan entre su infinidad y su nada y, lo que es aun más importante, a infinita distancia de esos dos extremos. Estas verdades son los propios fundamentos y principios de la geometría: y no pueden ser demostrados, sino que tienen que ser vistos. En efecto, casi todos los hombres comprenden que no hay magnitud que no pueda ser incrementada, sea cual fuere su tamaño; por tanto, la “infinidad de magnitud” es concebible para casi todas las mentes. Pero no ocurre lo mismo con la “infinidad de pequeñez”, pues hay quien afirma que puede pensar en una magnitud hecha de dos partes indivisibles. La explicación de esto es que tal persona es incapaz de imaginarse un contenido divisible hasta el infinito, por lo que concluye que “esa magnitud” no es realmente divisible. Es éste un mal razonamiento o, más exactamente, es la “natural enfermedad” del hombre, por la que cree que siempre va a captar las cosas directamente, y por eso se siente propenso a negar lo que no puede comprender.
Tras lo cual, como si su propia epistemología estuviera teñida de jansenismo, Pascal indica que el hombre debe concluir lo inverso, pues de hecho “la única cosa que el hombre conoce naturalmente es su mentir (mensonge), por lo que sólo debe considerar como cierto aquello cuyo contrario le parece falso”. En vez de negar una proposición porque no podemos comprobar su significado, debemos suspender nuestro juicio y examinar cuidadosamente la proposición contraria; y si su contraria es manifiestamente falsa, la proposición que primero estábamos examinando, por inconcebible que parezca, es verdadera.
Eso mismo ocurre con la infinitud de pequeñez: que es absurdo sostener que, en cierto espacio que siempre se divide, eventualmente vamos a encontrar dos mitades que a su vez sean indivisibles. Es que el espacio es eso que tiene partes, cada una de las cuales es exterior a la otra; y si una mitad de un espacio es indivisible, no tiene partes y, por tanto, no es espacio. En consecuencia, es evidentemente absurdo eso del espacio indivisible. Además, supongamos dos indivisibles: ¿podemos concebirlos como tocándose? Si lo hacen completamente, serán sólo uno; y entonces ¿cómo podremos decir que cada uno de ellos constituye un solo indivisible distinto? Si no se tocan completamente, se tocarán sólo en parte; y así mostrarán que tienen partes, por las que son, evidentemente, divisibles. Por todo ello, es cierto que todas las cosas son divisibles hasta el infinito, sea nuestra mente capaz o no de representárselas como cosas infinitamente pequeñas.
Estas reflexiones impresionaron a Pascal con mayor profundidad porque se enlazaban en su mente con sus propios descubrimientos matemáticos, que lo llevaron hasta los umbrales del cálculo infinitesimal. Como la de Descartes, su filosofía era una prolongación de su visión específica del mundo; y todo en ella era inteligible, excepto los principios de donde derivaba su inteligibilidad. Claro ejemplo de esto es la noción, aparentemente simple, del número uno, el que puede ser considerado como número, o no, según la definición que se dé de número. Euclides y otros matemáticos de la Antigüedad dieron una definición de número en la que cabían todos los números menos la unidad, por lo que decidieron que la unidad no era número. Pero como el propio Euclides admitía que, sumada consigo misma, la unidad debe sobrepasar a cualquier número, la unidad, por tanto, tiene que compartir la naturaleza de los números, y puede con justicia llamarse número, si así se nos ocurre. Confirmándolo, la suma de uno y uno da un número, y dos es de la misma naturaleza que uno, por cuya repetición se ha obtenido.
No puede aplicarse esto a esos principios que algunos llaman “los indivibles” y que se supone constituyen el espacio. Si hubiere tal cosa como “un indivisible”, no tendría partes; y como por el contrario, la verdadera definición del espacio es tener partes, un indivisible, añadido a otro u otros indivisibles, no puede producir espacio, ya que los indivisibles no tienen la naturaleza del espacio. En otras palabras: que por más veces que añadamos no-espacio a no-espacio, la suma nunca será espacio. El único verdaderamente indivisible de los números no es el uno, sino el cero, como también es indivisible el cero de la extensión, que es el espacio.
Esta última observación lleva a Pascal a su conclusiones metafísicas auténticamente pascalianas:
“La misma proporción hallaremos entre el reposo y el movimiento, o entre un instante y el tiempo, pues todas estas cosas son heterogéneas con sus respectivas magnitudes, ya que por ser multiplicadas infinidad de veces, sólo pueden producir indivisibles, como lo hacen los indivisibles de la extensión, y por la misma razón. Habrá, por tanto, perfecta correspondencia entre todas esas cosas, pues todas esas magnitudes son divisibles hasta el infinito sin caer en sus propios indivisibles, con lo que todas mantienen el término medio entre el infinito y la nada”.
Entre el pirronismo y el dogmatismo
Todo está en el medio, entre dos infinitos opuestos. También puede aplicarse esto al hombre, y sobre todo a su conocer.
Dos epistemologías intentan atraerse a cada filósofo. Por un lado tira el escepticismo, del que ya hemos hablado, especialmente al estudiar a Montaigne; y por el otro el dogmatismo, sistema que asegura que la razón humana puede alcanzar la verdad absoluta. Ambas tendencias están equivocadas. El escepticismo total es un error, pues no es cierto que el hombre no pueda alcanzar la certeza invencible, sino que no la alcanza mediante el razonamiento, sino por la “corazonada”. Los principios que capta el “corazón” son absolutamente ciertos. Así lo dice Pascal; y esto es más que suficiente para alejar de aquí todo escepticismo.
La ilusión contraria surge de que los escépticos no son capaces de distinguir entre la captación de los principios, tanto los de la geometría como en los que requieren mayor agudeza, y la captación de las conclusiones que aparecen al final de las demostraciones racionales. Los principios son ciertos cuando son naturalmente evidentes. Su evidencia no es la de las conclusiones demostradas, pues la mente no ve por qué son verdad, pero ve que son verdad. ¿Y cómo ve la mente eso?: Porque cuando trata de negarles asentimiento, por más que se empeñe en hacerlo, no lo consigue. Ésta es la réplica de Pascal a la “duda metódica” de Descartes. Pascal había visto perfectamente bien que Descartes nunca dudó, en realidad, de si estaba despierto o dormido, cuerdo o loco; pero ahora quería subrayar no sólo que la duda de Descartes era fingida, sino además que, aunque lo hubiese intentado en serio, jamás habría podido Descartes, ni nadie, dudar de tales verdades. Es que ellas se nos imponen por su propia naturaleza y no está en nuestro poder el negarles asentimiento, pues en eso consiste su evidencia.
Esta doctrina de la natural evidencia de los principios constituye la base de la refutación con que Pascal se opone a los pirrónicos, o escépticos. Su principal argumento dice que los principios que usamos en las demostraciones no son demostrables. Y por supuesto que no lo son, ni necesitan serlo, precisamente porque son principios. Descartes pregunta cómo sé yo que no estoy soñando. Lo que sé es que conozco esto, y ningún argumento del mundo me hará dudarlo. También es verdad que deseo poder probar todo lo que sostengo como cierto, y el hecho de que no pueda hacerlo, sólo muestra la debilidad de mi razón, pero no la incertidumbre de todo nuestro conocimiento, como pretenden los pirrónicos. Las necesarias consecuencias que se siguen de los principios evidentes son indispensablemente verdaderas. El escepticismo triunfa con facilidad en probar que los principios no son demostrables, pero olvida, con demasiada ingenuidad, que tales principios no hay que demostrarlos.
Los dogmáticos caen en análogo error. Tienen la audacia de demostrarlo todo, incluso los principios, en lo que, naturalmente, fracasan; y este fracaso les hace recorrer largos caminos, por lo que confirman a los escépticos en su respectivo error.
Descartes, según Pascal, es uno de esos dogmáticos “inútiles e inseguros”. Es inútil, puesto que se agita intentando demostrar proposiciones cuya verdad es evidente; y es inseguro, porque su modo de demostrarlas es tan complicado, que la mente se siente más bien vacilante después de haberlas seguido hasta el final. Según Descartes, no puedo estar totalmente seguro de que estoy despierto, o de que hay otros seres, hasta que haya establecido mi propia existencia (en la Segunda Meditación), la existencia de Dios (en la Tercera y la Quinta), Su veracidad (en la Cuarta) y la existencia del mundo de los cuerpos, incluso el mío (en la Sexta Meditación). Ahora bien, puede ser, efectivamente, que yo no llegue a comprender esta larga cadena de razones ni a percibir su congruencia, lo que también puede ocurrir porque, sencillamente, carecen de ella. Pero eso importa muy poco, ya que en ningún momento he cesado de saber que estoy despierto y que no estoy loco. En resumen: que jamás he dudado de la verdad de lo que la Naturaleza me enseña de modo mucho más convincente: que los principios no necesitan demostración, pues su certeza está por encima de toda demostración.
Otro campo donde el dogmatismo es particularmente dañino es el de la filosofía jurídica, social y política. Aquí los escépticos no tienen dificultad en probar que las leyes, las costumbres sociales y las constituciones políticas han ido cambiando con los tiempos, resultando diferentes y aun opuestas las de los distintos países, y que eso ha ocurrido, finalmente, sin justificaciones racionales decisivas. En esto tiene razón Montaigne; pero está equivocado en su pretensión de que tales opiniones deben justificarse racionalmente, pues son justificables según ciertos principios que ni son demostrables racionalmente ni evidentes por naturaleza.
El origen de la mayoría de los códigos de conducta es el uso largamente establecido: la costumbre (coutume); y varias veces podemos ver cómo las costumbres llegan a establecerse. Naturalmente, si a los hombres se les pide que digan por qué siguen ciertas reglas de conducta, la mayoría contestarán que “porque son justas”. Si ésta fuera la verdadera razón, todos los códigos de conducta, todas las leyes y todas las constituciones serían iguales en todo el mundo; y es evidente que no ocurre así: que lo que es justicia de este lado del río, es injusticia en la otra orilla, y que, de hecho, la base de autoridad sobre la que se yerguen las leyes es la fuerza del soberano, en el caso de las monarquías, o la fuerza de la mayoría, en los Estados no monárquicos. Los hombres, “al no conseguir que lo justo se imponga, han hecho que lo que se impone sea tenido por justo”. Esto no es decir que no haya justicia, sino que, si no tiene fuerza, la justicia no puede hacerse respetar; por eso, la fuerza contradice a la justicia y dice que ella es la justa; y de este modo, confundidas así la fuerza y la justicia, hay por lo menos paz, que es nuestro máximo bien.
Pero a los dogmáticos no les satisface tal situación, pues se empeñan en proporcionar las demostraciones necesarias para justificar las reglas de la conducta humana, de las leyes y de las constituciones: lo que sería excelente si las leyes y las constituciones fueran lo que deberían ser. Pero eso de justificarlas tal como son, resulta muy a menudo imposible. Los dogmáticos ocasionan con sus esfuerzos dos perjuicios: Por un lado, al intentar explicar mediante la justicia las reglas cuya sola justificación es la fuerza, dan a los escépticos mil ocasiones de fáciles triunfos; por otra parte, al revelar a los ciudadanos sometidos a la ley que lo que están obedeciendo no es la justicia, sino la mera fuerza sin justificación moral alguna, fomentan el desasosiego político y social. Se ocasionan así las revoluciones, que acarrean graves males a todos los que las sufren... y, tras ellas, la fuente de autoridad sigue siendo la fuerza, y no la justicia. Lo único que ha cambiado es que la fuerza ya no está en las mismas manos.
Para concluir: la verdad no está en el dogmatismo ni en el escepticismo. No es cierto que todo sea inseguro y que nada sea conocido, puesto que en todos los ámbitos se presentan evidentes los principios a la vista de todos los que tengan ojos para mirarlos; y no es correcto decir que toda proposición verdadera es racionalmente demostrable, ya que los principios no están sujetos a demostración y son, sin embargo, verdaderos. El hombre prudente no necesita ser ni Montaigne ni Descartes, pero puede hacer buen uso de las doctrinas de Montaigne contra los que comparten el dogmatismo de Descartes. Pascal nada entre las dos aguas: es escéptico para los dogmáticos y dogmático para los escépticos. ¿Y no será éste el fiel retrato de la condición humana?.
El hombre en el medio
Dios, autor de la Naturaleza, es infinito, y Sus obras llevan naturalmente la marca de Su infinitud. Por esto podemos prever que Su infinitud tiene doble aspecto – el de la magnitud y el de la pequeñez –, y que el hombre mismo, ser evidentemente finito, se encuentra en medio de esos dos infinitos que le exceden y desbordan más allá de toda proporción.
El Universo es infinitamente extenso en el espacio, y nuestro propio sistema solar no es más que un punto apenas perceptible, si se lo compara con la inmensidad del firmamento. “Todo este mundo visible no es más que un vestigio en el amplio seno de la Naturaleza”. Por mucho que lo intentemos, no conseguiremos imaginarnos la inmensidad de las cosas, pues lo que denominamos Universo no es más que un átomo, si se lo compara con el Mundo todo: esa esfera cuyo centro está en cualquier sitio y cuya circunferencia no está en ninguna parte. El hecho de que nuestra imaginación se pierda en tal contemplación, es señal perceptible del absoluto poder de Dios... y también una invitación para que el hombre compruebe que está perdido en un pequeñísimo rincón de la Naturaleza. ¿Qué es el hombre, abismado así en el infinito?.
Consideremos, por otro lado, los más diminutos de los insectos conocidos, y hallaremos en ellos sistemas prodigiosamente complejos de pequeñísimos miembros, venas en los miembros, sangre en las venas, gotas en la sangre, etc., etc. Y no es esto todo, pues podemos concebir a cada gota como otro Universo, el que a su vez contiene otros, con sus respectivos firmamentos, soles, planetas, y en cada planeta más animales como el de nuestro ejemplo, y así hasta el infinito. En este caso, en vez de parecer el hombre un átomo, como cuando se comparaba con el todo, ahora parece un gigante colosal; después de resultar casi imperceptible frente al todo, ahora se ve como un todo, al compararse con esa disminución que lleva a la nada, siempre inalcanzable. El que se mire de este modo, sentirá auténtico miedo de sí mismo; al examinar este revoltijo con que la Naturaleza lo ha largado y verse flotando entre esos dos abismos que son el infinito y la nada, se sentirá más auténtico contemplándolos en silencio, que sometiéndolos al escrutinio de su curiosidad.
Se halla el hombre, por tanto, en medio de la Naturaleza, atrapado entre dos extremos infinitamente distantes; y esto le ocurre en todos los órdenes de la realidad y del conocimiento.
Como ser, apenas es nada comparado con el infinito; pero es un todo, si se lo compara con la nada. Como ser cognoscente, está pendiente de dos inescrutables misterios: el de la nada, de la que fue criado, y el del infinito, en el que está sumergido; ambos – su origen y su fin – están muy lejos del alcance de su vista. En el campo de las ciencias, cada una lo lleva, análogamente, hasta el infinito, tanto por el interminable número de sus problemas, como por sus principios que son precisamente inalcanzables, pues siempre quedan otros más allá de los alcanzados, y otros más allá de aquéllos, ya que los principios en que nos detenemos no son más primeros que esos “indivisibles” en que los geómetras deciden pararse. Si pudiéramos llegar a considerar uno de esos dos infinitos, en seguida nos encontraríamos con el otro, pues uno depende del otro; pero ambos se encuentran solamente en ese ser verdaderamente infinito que es Dios.
Que el hombre se contemple así, en ese tremendo medio, sin suficiente ser para captar la infinitud de la grandeza y con demasiado ser para captar la infinitud de la pequeñez. Pascal declara, con frase bien chocante, que “nuestra inteligencia mantiene, en el orden de las cosas inteligibles, la misma categoría que nuestro cuerpo en el orden de la Naturaleza”. Esta observación le sirve de fuente para interminables consecuencias psicológicas y morales: que nuestros sentidos no pueden percibir los extremos de sus objetos, ni el extremo calor ni el extremo frío, ni muchísima luz ni demasiado poca; que, por eso, el placer excesivo acarrea disgusto; que hasta la verdad excesiva embota la mente... razón por la que son tan difíciles de comprender los primeros principios; que también entorpece la mente el ser demasiado niño o demasiado viejo, o el haber recibido demasiada instrucción o apenas haberla iniciado. En resumen: que los extremos nos resultan como si no existiesen, y nosotros no existimos para ellos. O ellos huyen de nosotros, o nosotros de ellos.
La conclusión práctica de estas reflexiones es decisiva para nosotros. Puesto que nada puede estabilizar a este ser finito que es el hombre, suspendido entre esos dos infinitos, lo más prudente es quedarnos quietos en esta condición en que la Naturaleza nos ha colocado. Como el medio que ocupamos está siempre infinitamente distante de ambos extremos, poco importa que tengamos algo más o algo menos de cualquier cosa, incluso de conocimientos; si sabemos un poco más, estaremos algo más elevados en nuestras demostraciones, pero siempre quedaremos a distancia tan infinita del primer principio como siempre estuvimos. Desde el punto de vista de dichos infinitos, todos los finitos son iguales. Tal certidumbre debe ayudarnos a mantenernos en paz, totalmente convencidos ya de las limitaciones inherentes a la naturaleza humana y procurando organizar nuestro vivir de acuerdo con ellas.
Dios y el hombre
La propia estructura del hombre es lo que mejor le demuestra la centralidad de su posición. Tiene un cuerpo, como las bestias, y un alma, como los ángeles; pero no es ni ángel ni bestia. Es hombre, y hasta tal punto, que no puede pretender hacerse ángel, sin hacerse también bestia.
Esto no quiere decir que los dos elementos componentes de su naturaleza – cuerpo y alma – sean iguales en dignidad; por su cuerpo, el hombre es poquísima cosa en la Naturaleza; pero puede equipararse a ella por su mente. Por su ser material, el hombre es tan frágil como una cañita; pero es una cañita que piensa. Cuesta muy poco quebrarla; pero aunque el hombre sea aplastado por el Universo, seguirá siendo más grande que lo que le aplasta, pues sabe al menos eso – que está siendo aplastado –, mientras que el Universo no sabe nada acerca de nada.
La grandeza del hombre estriba en su pensar, que es admirable e incomparable por su naturaleza, pero ridículo por sus defectos. Por esta misma razón, la grandeza del hombre puede ser medida por su miseria, y viceversa: sabe que es miserable, y lo es; pero también es grande, porque conoce su miseria. Como la Naturaleza le ha dotado de grandes deseos de felicidad, ansía librarse de su miseria. A lograrlo se encaminan todas sus acciones. Algunos hombres van a la guerra con la esperanza de hallar allí la felicidad; otros huyen de ella por la misma razón. Hasta los que se ahorcan, lo hacen por ese motivo. Toda la humanidad se queja: príncipes y súbditos, ricos y pobres, viejos y jóvenes, eruditos e ignorantes, enfermos y sanos, de toda edad, país, condición y época... nadie está satisfecho con su suerte y situación.
Debe haber una razón de la universalidad de ese deseo, unido siempre a la incapacidad de satisfacerlo. Tal razón es: que el hombre poseyó en cierta ocasión la verdadera felicidad, de la cual sólo le queda ahora el recuerdo y el lugar vacío; por lo que todos sus esfuerzos tienden a llenar ese vacío y a recuperar lo perdido. Lo intenta permanentemente, mediante toda clase de placeres, juegos, entretenimientos y diversiones que apartan su atención de su constante sentimiento de vacío; pero nada lo llena realmente. Es que lo que el hombre poseyó y ahora le falta es la perfecta felicidad; y los objetos finitos de que ahora dispone no compensan la pérdida de aquel bien infinito, que es lo único que puede colmar sus ilimitadas ansias. Como él mismo es cambiante y finito, el hombre halla en su corazón un infinito abismo, que sólo un objeto inmutable e infinito puede llenar. Y tal objeto es Dios.
Este problema, suscitado por la filosofía, encuentra así su solución en la religión. Los filósofos rehúsan con frecuencia aceptar tal solución, entre otras cosas, porque no pueden hallar una satisfactoria demostración de la existencia de Dios. Es que la verdad de la existencia de Dios es un principio, no una conclusión. Que hay Dios es una de las proposiciones que se perciben por “corazonada”, o llámese como se quiera esa facultad del alma, innata en nosotros, por la que la Naturaleza nos revela las verdades fundamentales, sin las cuales la vida humana es insufrible, por no decir imposible. Y porque tal sentimiento se ha ido apagando en el corazón del hombre, el propio Dios se ha revelado, haciéndose perceptible al corazón humano – y esto es la fe –, aunque no a su razón. De ahí que el hombre conozca con perfecta certeza la existencia y nombre del bien que perdió.
Paralelamente, la religión le enseña al hombre cómo perdió ese bien. La doctrina del pecado original es la única respuesta satisfactoria al enigma de la presente condición humana, pues ninguna otra cosa puede explicar las contradicciones inherentes a la actual naturaleza humana. La grandeza del hombre es la imagen de su Creador en él, y su miseria es el efecto de aquel pecado. “Es aterrador que el misterio más lejano de nuestro conocimiento – la transmisión de tal pecado –, sea algo sin lo que no podemos tener de nosotros mismos conocimiento alguno”. Por supuesto que eso es un misterio. Para nuestra razón es muy difícil comprender cómo el pecado de Adán ha podido hacer culpables a los hombres subsiguientes, tan extraños a tal pecado; pero si suponemos que es así, lo demás ya resulta claro: “que el hombre es más inconcebible sin este misterio, que lo que este misterio tiene de inconcebible para el hombre”.
Por último, y tan importante como la anterior: si la religión que aceptamos es el cristianismo, aprenderemos el remedio de nuestras desgracias a la vez que su causa. Pascal intenta presentar una completa apología del cristianismo, incluyendo todos los argumentos tradicionales en pro de la divinidad de la religión cristiana: milagros, profecías, etc. Sus Pensamientos exponen muchos de los argumentos de tal demostración; pero aquí estamos especialmente interesados en el impacto de la fe cristiana sobre las posiciones filosóficas de Pascal. En tal sentido, no hay que olvidar que el problema filosófico fundamental para él es el de la permanente oposición entre el escepticismo y el dogmatismo. Tal oposición sigue porque ninguno de los dos ha sido capaz de vencer al otro, y la razón de ello es lo que más sorprende a Pascal de esta contienda. Más aun: probablemente nunca hubo un escéptico total, por la sencilla razón de que, si un escéptico tomase en serio sus argumentos, no podría sobrevivir. En cambio, la perpetuación del dogmatismo, a pesar de su incapacidad de lograr conclusiones verdaderamente demostradas, es la señal segura de que algo queda en el hombre de un estado de perfección que perdió.
Pero el haber explicado así esta posición no la da por salvada. Hay un último y supremo misterio que ha de liberar al hombre de esa su íntima contradicción, fuente de muchas otras: Jesucristo y la gracia aportada por la Redención dan la única respuesta completa que tiene este problema. Expliquémosla filosóficamente:
Algunos hombres – los dogmáticos del grupo estoico – consideran incorrupta a nuestra naturaleza, por lo que no pueden evitar refugiarse en el orgullo; otros, como los pirrónicos o escépticos, consideran que la actual corrupción de la naturaleza humana es su condición normal, con lo que nos deja ir perezosamente por el camino del mal sin luchar contra él. Sólo la religión cristiana es capaz de liberar al hombre de esos dos viciosos extremos; y no lo hará eliminando al uno por medio del otro, como ha intentado vanamente hacerlo la terrenal ciencia de los filósofos, sino que expulsará a los dos a la vez gracias a la divina simplicidad del Evangelio. Sólo la religión cristiana “ilumina al justo, a quien eleva hasta hacerle partícipe de la divinidad misma, para que, a la vista de tan sublime estado, se libre de la fuente de corrupción que le expone, durante toda esta vida, al error, a las desgracias, al pecado y a la muerte; y al propio tiempo recuerdo con firmeza, hasta a los hombres más impíos, que todos son susceptibles de recibir la gracia del Redentor.
Y después de todo esto, añade Pascal como confidencialmente: “¿Quién puede negarse a creer y aceptar estas luces celestiales?”. Sólo el autor de tal filosofía podía escribir, junto con sus ensayos sobre el método de la geometría, las sublimes páginas de El misterio de Jesús, y llevar cosido en el forro de su traje, como permanente recuerdo de su máxima experiencia mística, el Memorial.
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Etienne Gilson - Thomas Langan
Material de Lectura para la Octava Clase Magistral del Curso sobre Historia del Pensamiento Moderno.
En el propio país de Pascal, los profesores de filosofía suelen comenzar sus conferencias sobre él citando una célebre página de El genio del cristianismo, de Chateaubriand, que dice así:
“Hubo un hombre que, a los doce años, con líneas y círculos, creó las matemáticas; que, a los dieciséis, escribió sobre las cónicas el tratado más docto que se conoció desde la Antigüedad; que, a los diecinueve, redujo a mecanismos una ciencia totalmente existente en la inteligencia; que, a los veintitrés, demostró los fenómenos de la gravedad del aire y destruyó uno de los grandes errores de la antigua física; que, a la edad en que otros hombres apenas comienzan a despertarse, había recorrido todo el círculo de las ciencias humanas, había comprobado su futilidad y había vuelto los ojos hacia la religión; que, desde este momento hasta su muerte (a los 39 años) y siempre enfermo y dolorido, fue capaz de fijar el lenguaje hablado por Bossuet y por Racine, dejando el modelo del más perfecto ingenio y del más profundo razonamiento; que, para terminar, en los breves intervalos de sus dolores, resolvió, a modo de distracción, uno de los más difíciles problemas de geometría, y fue grabando en el papel pensamientos que tienen más sabor a Dios que a hombre. Este asombroso genio se llamó Blas Pascal”.
El Método de la Geometría
Tanto para Pascal como para Descartes, el verdadero método en todos los dominios del conocimiento natural era la matemática, y para ambos “matemática” equivalía a geometría; sólo que esta significaba para Descartes su propia Geometría, la de 1637, mientras que Pascal veía tal ciencia representada por su Ensayo sobre las cónicas, que publicó en 1640, en forma de simple pliego, cuando sólo tenía 16 años. Se han perdido otros trabajos matemáticos suyos de la misma época; y sólo los conocemos por cierto resumen que de ellos hizo Leibnitz con la intención declarada de “encontrar un método contra otro método: pura geometría contra álgebra pura”. Es que Leibnitz, para enfrentar aquella geometría algebraica de Descartes, que usaba a las matemáticas como una especie de llave maestra para resolver todos los problemas, quería oponerle la nueva matemática pascaliana, instrumento recién inventado en cada caso por la mente del investigador para resolver cada problema en particular. Descartes andaba detrás de una ciencia especulativa de la Naturaleza, una física teórica como la de sus Principios de Filosofía; Pascal, en cambio, deseaba pensar matemáticamente, sin tener que experimentar con la realidad física.
Este rasgo de los métodos de Pascal expresa una de las tendencias más íntimas de su mente. Conocía bien la geometría de Descartes, pero no se interesó en ella, porque no se preocupaba de obtener los resultados que con ella se podía lograr. Lo que más le interesaba a Pascal de la Naturaleza era que sus datos no son deducibles a priori, y su principal cuidado era no saltar hacia conclusiones no seguras. Un ejemplo de ello es su actitud frente a los experimentos de la presión del aire. Lo que se buscaba con las apariencias de Torricelli era saber si, después de ellas, todavía podía seguir manteniéndose con los aristotélicos que la Naturaleza aborrece el vacío. Puesto que quedaba cierto vacío en los tubos de Torricelli, la contestación evidente parecía ser negativa. Pascal está dispuesto a aceptarlo así, pero no enseguida. Se limitó a decir que, de los experimentos realizados hasta entonces sólo se seguía que la Naturaleza aborrece el vacío hasta cierto punto, pero quizá no absolutamente, y que se requerían nuevas y diferentes experiencias para probar que existe realmente el vacío en la Naturaleza. Pascal las realizó, y sólo entonces descansó su mente. Consecuentemente, la geometría pascaliana tenía que servir a las mentes que procedieran paso a paso en la investigación de esta Naturaleza que es fundamentalmente impredecible. Y habría que extrañarse si tal sirviente no diera plena satisfacción.
Su importante fragmento, Sobre el espíritu de la geometría, expresa bien las amplias ambiciones de Pascal en lo referente a la demostración científica, así como sus dudas acerca de la posibilidad de lograrlas.
En el estudio de la verdad hay tres objetivos principales: descubrirla cuando se la busca, demostrarla cuando ya se la encontró y distinguirla de lo falso mientras se la examina. Pascal, con gesto típico, deja aparte el primer punto, pues – por supuesto – la geometría, que sobresale en los tres aspectos de tal estudio de la verdad, ya ha dado respuesta a tal pregunta. Los geómetras llaman a eso “análisis”, y no parece que valga la pena discutir acerca de ello, habiendo tan excelentes escritos en tal sentido. Directamente o no, Pascal prestaba aquí a Descartes merecido homenaje.
Sus propias consideraciones acerca del método resuelven el segundo punto, lo que, en realidad, incluye también al tercero, pues si sabemos probar la verdad, bastará examinar tal prueba para saber si tal verdad está realmente demostrada. Por esto, según Pascal, el íntimo meollo de su método consiste en el arte de la demostración. De todos modos, Pascal rehúsa tomar a la palabra verdad tan en serio como para aplicarla a algo que, aunque hallado, todavía no ha sido “demostrado”.
La demostración verdaderamente convincente es la demostración geométrica, la que para Pascal equivale a la demostración “metódica y perfecta” en sí. Sin embargo, hay un método aun más perfecto que el de la geometría; pero como “lo que está sobre la geometría, está sobre nosotros”, ese método ideal está por encima de nuestro poder. “No obstante, hay que decir algo acerca de él, aunque no podamos practicarlo nunca”.
Esta demostración “ideal”, que constituiría (si pudiéramos usarla) el método más excelente imaginable, tiene dos partes: 1º, definir todos los términos que se empleen, y 2º, no adelantar jamás proposición alguna sin justificarla mediante verdades ya establecidas; es decir, que consiste en definir todos los términos y probar todas las proposiciones. Es realmente un hermoso método; pero ¿por qué, ¡ay!, es imposible?: Porque no podemos definir todos los términos, ya que la definición de un término implica el uso de otros que, análogamente, tienen que ser definidos y que, a su vez, implican otros y otros hasta el infinito. Por esta razón es imposible la demostración perfecta.
En cambio, muy cerca de ella anda la demostración geométrica, ya que en geometría hay términos que son absolutamente primeros... por la sencilla razón de que es la mente del geómetra quien los hace. Él tiene la libertad de partir de cualquier definición que se le ocurra y puede dar a su objeto cualquier nombre, con tal que siempre use el mismo nombre para significar la misma cosa. Manteniéndose fiel a ese sistema de signos que él ha establecido libremente evitará el geómetra toda equivocación.
El problema ahora es: ¿Cómo podremos extender ese método geométrico (en el que todos los términos son definibles) hasta los otros campos del conocimiento, en los que no a todos los términos podemos definirlos? La contestación es que, absolutamente hablando, no puede hacerse tal extensión o traslado. Pero nuestra situación no es del todo desesperada, pues en ese sentido podemos adelantar mucho, lo más que sea posible, con tal que no pretendamos llegar hasta el citado ideal inalcanzable.
Ni siquiera en geometría pueden definirse todos los términos, ni mucho menos. Las nociones de par e impar son perfectamente definibles, pero ya la de número está lejos de ser tan clara; y lo mismo puede decirse de muchas otras, como espacio, tiempo, movimiento, igualdad, etc., a las que la geometría no define, porque sus nombres señalan tan claramente a las cosas que significan, que cualquier intento por definirlas las oscurecería. Sus denominaciones son, por tanto, “nombres primitivos”, entendidos por todos y usados por todos en el mismo sentido... con tal que nadie intente explicar lo que significan.
Lo mismo ocurriría en todos los otros campos del conocimiento, si los filósofos aceptaran, análogamente, filosofar partiendo de semejantes términos primitivos, cuyo significado conoce todo el mundo. No hay nada más enclenque que las así llamadas “definiciones” de los filósofos. ¿Qué interés puede haber, por ejemplo, en definir lo que significa la palabra hombre?. O la palabra tiempo. O la palabra movimiento. Dejémoslas sin definir, pues todo el mundo comprende las mismas cosas cuando oye tales nombres; pero la razón por la que han de quedar indefinidas no es porque sus definiciones sean difíciles de hallar, sino porque son indefinibles, como podemos verlo en el caso de la palabra es. Cualquier definición que imaginemos de es comenzará diciendo que es es esto y lo otro, lo que equivale a definir a es por sí mismo.
Casi todas las controversias suscitadas en filosofía surgen por olvidar esta precaución. Para decirlo con más precisión, permítasenos aclarar que con mucha frecuencia los filósofos confunden las meras proposiciones con las definiciones. Si se les pide que definan el movimiento, contestarán que es el acto de lo que está en potencia solamente hasta donde está en potencia. Ahora bien, esto no es una definición: es una proposición que consta de varios términos, cada uno de los cuales tiene que ser definido a su vez. Y la cuestión no está en saber si es posible definirlos, sino que lo que nos ocurre es que comprobamos que cualquier intento de definirlos termina en controversias, mientras que si los tomamos al pie de la letra, todo el mundo los comprenderá en seguida y en el mismo sentido.
Pascal concibe así la posibilidad de extender el método geométrico a todos los campos del conocimiento, (igual que Descartes lo estaba haciendo, también por entonces), pero con la diferencia de que, en vez de hacer a los conocimientos tan evidentes como las matemáticas, Pascal les impone a todos las limitaciones sufridas por la propia geometría. Todo conocimiento humano puede asumir la certeza de la geometría, si se conforma con las consecuencias estrictamente demostrativas que sean demostrables, tras partir de principios evidentes por naturaleza. En todos los órdenes del conocimiento la mente se detendrá cuando llegue aquí, y entonces todo lo que sostenga será cierto, o porque es naturalmente evidente, o porque ha sido demostrado con absoluta corrección.
Espíritu de agudeza y espíritu de geometría
La universalidad es la suprema cualidad de la mente humana, según Pascal, cuyo ideal de hombre es el honnête homme (el hombre completo). Esta es una de las expresiones que es mejor dejar sin definir. Algunas gentes sólo conocen “un caballero” cuando ven uno; así le pasó a un francés del siglo XVII: que sólo conoció “un hombre completo” cuando vio uno. Tenía éste un importante rasgo común con aquel “caballero”: que tampoco era profesional, o al menos no lo parecía, si por desgracia lo era. Esto resultaba cierto en la vida social, y también en la intelectual, pues un hombre así era igualmente capaz de hablar de matemáticas, de literatura, de ética o de teología... aunque nunca hacía gala de sus conocimientos; por lo que nadie imaginaba que supiera algo de matemáticas o de poesía hasta que naturalmente le llegaba la ocasión de expresar sus opiniones sobre tales temas. A este hombre imaginario es al que Pascal denomina “el hombre universal”.
No tendría que andar mucho para encontrar uno así; pero estaba impresionado por el hecho de que no todos lo fueran. Y entonces divide a los hombres en dos clases: los que están dotados con aptitudes matemáticas y los que sólo son aptos para manejar los asuntos humanos de cada día. Generalmente no coinciden las dos aptitudes en el mismo hombre; mientras que unos resultan ridículos al argüir en estilo matemático acerca de los sutiles problemas de la conducta humana, otros son incapaces de captar cualquier razonamiento matemático. La primera clase posee el “espíritu de geometría” (esprit de géometrie), y la segunda, el espíritu de agudeza (esprit de finesse). Puesto que el método de la demostración es por doquier el mismo, ya que sólo es una extensión del método geométrico, la diferencia entre esas dos clases de espíritus debe consistir en su respectiva relación con los principios y, últimamente, en la propia naturaleza de dichos principios.
El llamado “espíritu geométrico” tiene visiones lentas, y es preciso e inflexible; pero en cuanto capta un principio, lo ve con tanta claridad y éste resulta tan imponente, que abrumaría aun a las mentes más extraviadas que razonasen acerca de él. La dificultad está en verlo desde el primer momento. Los principios geométricos son tangibles y visibles, pero están tan lejos del uso común, que a mucha gente le resulta difícil prestarles atención. Pensemos en la gente que no puede comprender las matemáticas: se sienten perdidos desde sus comienzos, ya que no entra en su mente ni el significado de las nociones más elementales.
Las dificultades ocurren a la inversa con el “espíritu de agudeza”. Todos los principios de éste son de uso común y están a la vista de todo el mundo; pero son tantos y tan sutiles, que hay que tener muy buena vista para verlos, y resulta casi imposible no confundir algunos de ellos. Ahora bien, el solo hecho de omitir un principio lleva inevitablemente al error. ¿Y quién puede ufanarse por ejemplo, de que conoce todos los motivos que deciden el comportamiento de un hombre, ni aun el suyo en particular? Hay que tener, por tanto, gran agudeza para discernir los principios de tales asuntos y para razonar correctamente acerca de ellos. Lo mejor sería estar dotado, a la vez, del espíritu de geometría y el espíritu de agudeza; tener al menos uno de éstos es bueno; no tener ninguno, significa no tener inteligencia.
Pascal nos ha dejado fragmentos de un libro que nunca escribió; al leerlos, tenemos que esforzarnos por hallar el quid de lo que quiere decir, en vez de aferrarnos a su terminología, pues no tuvo tiempo de seguir su propia recomendación de “usar siempre las mismas palabras en el mismo sentido”. Sin embargo, es importante saber el significado de algunas de las palabras que usó para indicar cuál es la clase de espíritu que se necesita para discernir los principios del intercambio social. El hombre sólo tiene una mente; pero ésta funciona como razonamiento cuando tiene que demostrar las conclusiones que deriva de los principios; en cambio, cuando tiene que captar principios, mediante una especie de visión simple y comprensiva, funciona de modo diferente, de un modo que Pascal llama “por corazón”. Casi equivale esto a la clásica distinción entre intelecto y razón, o a la más moderna entre intuición y razón.
De eso que Pascal denomina “corazón” sabemos con seguridad al menos dos cosas: Primera, que es la facultad por la que conocemos todos los principios, tanto los geométricos como los demás. Esto puede tener que ver con el sentimiento, especialmente en las cuestiones morales y religiosas, pero no es indispensable que así sea. Los principios geométricos son captados por el “corazón” a primera vista, y no como conclusiones de ningún razonamiento, ni tampoco, en verdad, por sentimiento. Segunda: porque su propia esencia le hace actuar a simple vista, y así es como el “corazón” salta de las nociones a las relaciones existentes entre ellas. Y como estas “corazonadas”, este espíritu de agudeza, suelen faltarles a los hombres dotados de espíritu geométrico, por eso resultan tan desmañados en los asuntos de la vida diaria: porque siempre quieren probar, demostrar y deducir en cuestiones en que lo importante es ver.
Una de las más notables consecuencias de tal distinción es la diferencia que Pascal establece entre las dos principales actividades de la mente y entre los hombres que reflejan cada una. El tipo representativo del espíritu de agudeza era su joven amigo, el caballero De Méré, a quien, naturalmente, le faltaba el espíritu de geometría. En vano trató Pascal de abrir la mente de su amigo para que captara uno de esos principios geométricos tan alejados del uso común, que algunos hombres jamás consiguen verlos: la noción de infinito. Si seguimos su discusión de este difícil principio, quizá comprendamos mejor a Pascal y podamos participar algo en su espíritu geométrico:
Infinito es una noción fundamental que representa una propiedad común a todas las cosas de la Naturaleza, y su conocimiento muestra a la mente las más sorprendentes maravillas del mundo. Tal noción sólo puede ser captada por la mente, pero no demostrada; lo cual equivale a decir que es un principio percibido por el “corazón”. Y aun muchos hombres dotados de mente excelente para otras captaciones, fallarán en captar ésta.
En cuanto la captemos, veremos que la noción de infinito se divide en dos infinidades que se dan en todas las cosas: la infinidad de magnitud y la infinidad de pequeñez. Puesto que la infinidad las incluye a ambas y está presente en todas las cosas, las dos clases de infinidad se hallan análogamente presentes en todo.
La magnitud infinita se halla en el movimiento (por más rápido que sea un movimiento, podemos concebir otro aún más rápido); se halla en el espacio (por más amplio que sea un espacio, siempre es posible pensar en otro mayor); pertenece igualmente al tiempo (por más largo que sea un tiempo, siempre podemos sumarle otro momento más). Y la pequeñez infinita está asimismo presente en todas las cosas, pues no hay rapidez ni extensión ni duración que no pueda ser concebida por nuestra mente como menor de lo que es. En efecto: hay infinitos grados de lentitud entre cualquier movimiento y la inmovilidad total; y siempre podemos pensar en un espacio más pequeño que el propuesto, sin que lleguemos nunca a la indivisibilidad; y análogamente podemos expresarnos acerca del tiempo, pues jamás se llega a ninguna duración que no sea divisible. Generalmente hablando, esta infinidad de doble aspecto corresponde a todas las cosas porque pertenece al número, el que, según la Escritura, se halla en todo: Deus fecit omnia in pondere, in numero et mensura (Todo lo hizo Dios con medida, número y peso): Libro de la Sabiduría, 11, 21.
“Por grande que sea un número, podemos concebir otro mayor, y otro y otro más, cada uno mayor que su antecesor, y seguir así hasta el infinito, sin llegar a uno que no pueda ser aumentado. Y al contrario, por pequeño que un número pueda ser, podamos hablar de su centésima o milésima parte o de partes mucho más pequeñas, siguiendo así hasta el infinito, pero sin llegar jamás al cero o nada”.
Podemos decir, por tanto, que todas las cosas se hallan entre su infinidad y su nada y, lo que es aun más importante, a infinita distancia de esos dos extremos. Estas verdades son los propios fundamentos y principios de la geometría: y no pueden ser demostrados, sino que tienen que ser vistos. En efecto, casi todos los hombres comprenden que no hay magnitud que no pueda ser incrementada, sea cual fuere su tamaño; por tanto, la “infinidad de magnitud” es concebible para casi todas las mentes. Pero no ocurre lo mismo con la “infinidad de pequeñez”, pues hay quien afirma que puede pensar en una magnitud hecha de dos partes indivisibles. La explicación de esto es que tal persona es incapaz de imaginarse un contenido divisible hasta el infinito, por lo que concluye que “esa magnitud” no es realmente divisible. Es éste un mal razonamiento o, más exactamente, es la “natural enfermedad” del hombre, por la que cree que siempre va a captar las cosas directamente, y por eso se siente propenso a negar lo que no puede comprender.
Tras lo cual, como si su propia epistemología estuviera teñida de jansenismo, Pascal indica que el hombre debe concluir lo inverso, pues de hecho “la única cosa que el hombre conoce naturalmente es su mentir (mensonge), por lo que sólo debe considerar como cierto aquello cuyo contrario le parece falso”. En vez de negar una proposición porque no podemos comprobar su significado, debemos suspender nuestro juicio y examinar cuidadosamente la proposición contraria; y si su contraria es manifiestamente falsa, la proposición que primero estábamos examinando, por inconcebible que parezca, es verdadera.
Eso mismo ocurre con la infinitud de pequeñez: que es absurdo sostener que, en cierto espacio que siempre se divide, eventualmente vamos a encontrar dos mitades que a su vez sean indivisibles. Es que el espacio es eso que tiene partes, cada una de las cuales es exterior a la otra; y si una mitad de un espacio es indivisible, no tiene partes y, por tanto, no es espacio. En consecuencia, es evidentemente absurdo eso del espacio indivisible. Además, supongamos dos indivisibles: ¿podemos concebirlos como tocándose? Si lo hacen completamente, serán sólo uno; y entonces ¿cómo podremos decir que cada uno de ellos constituye un solo indivisible distinto? Si no se tocan completamente, se tocarán sólo en parte; y así mostrarán que tienen partes, por las que son, evidentemente, divisibles. Por todo ello, es cierto que todas las cosas son divisibles hasta el infinito, sea nuestra mente capaz o no de representárselas como cosas infinitamente pequeñas.
Estas reflexiones impresionaron a Pascal con mayor profundidad porque se enlazaban en su mente con sus propios descubrimientos matemáticos, que lo llevaron hasta los umbrales del cálculo infinitesimal. Como la de Descartes, su filosofía era una prolongación de su visión específica del mundo; y todo en ella era inteligible, excepto los principios de donde derivaba su inteligibilidad. Claro ejemplo de esto es la noción, aparentemente simple, del número uno, el que puede ser considerado como número, o no, según la definición que se dé de número. Euclides y otros matemáticos de la Antigüedad dieron una definición de número en la que cabían todos los números menos la unidad, por lo que decidieron que la unidad no era número. Pero como el propio Euclides admitía que, sumada consigo misma, la unidad debe sobrepasar a cualquier número, la unidad, por tanto, tiene que compartir la naturaleza de los números, y puede con justicia llamarse número, si así se nos ocurre. Confirmándolo, la suma de uno y uno da un número, y dos es de la misma naturaleza que uno, por cuya repetición se ha obtenido.
No puede aplicarse esto a esos principios que algunos llaman “los indivibles” y que se supone constituyen el espacio. Si hubiere tal cosa como “un indivisible”, no tendría partes; y como por el contrario, la verdadera definición del espacio es tener partes, un indivisible, añadido a otro u otros indivisibles, no puede producir espacio, ya que los indivisibles no tienen la naturaleza del espacio. En otras palabras: que por más veces que añadamos no-espacio a no-espacio, la suma nunca será espacio. El único verdaderamente indivisible de los números no es el uno, sino el cero, como también es indivisible el cero de la extensión, que es el espacio.
Esta última observación lleva a Pascal a su conclusiones metafísicas auténticamente pascalianas:
“La misma proporción hallaremos entre el reposo y el movimiento, o entre un instante y el tiempo, pues todas estas cosas son heterogéneas con sus respectivas magnitudes, ya que por ser multiplicadas infinidad de veces, sólo pueden producir indivisibles, como lo hacen los indivisibles de la extensión, y por la misma razón. Habrá, por tanto, perfecta correspondencia entre todas esas cosas, pues todas esas magnitudes son divisibles hasta el infinito sin caer en sus propios indivisibles, con lo que todas mantienen el término medio entre el infinito y la nada”.
Entre el pirronismo y el dogmatismo
Todo está en el medio, entre dos infinitos opuestos. También puede aplicarse esto al hombre, y sobre todo a su conocer.
Dos epistemologías intentan atraerse a cada filósofo. Por un lado tira el escepticismo, del que ya hemos hablado, especialmente al estudiar a Montaigne; y por el otro el dogmatismo, sistema que asegura que la razón humana puede alcanzar la verdad absoluta. Ambas tendencias están equivocadas. El escepticismo total es un error, pues no es cierto que el hombre no pueda alcanzar la certeza invencible, sino que no la alcanza mediante el razonamiento, sino por la “corazonada”. Los principios que capta el “corazón” son absolutamente ciertos. Así lo dice Pascal; y esto es más que suficiente para alejar de aquí todo escepticismo.
La ilusión contraria surge de que los escépticos no son capaces de distinguir entre la captación de los principios, tanto los de la geometría como en los que requieren mayor agudeza, y la captación de las conclusiones que aparecen al final de las demostraciones racionales. Los principios son ciertos cuando son naturalmente evidentes. Su evidencia no es la de las conclusiones demostradas, pues la mente no ve por qué son verdad, pero ve que son verdad. ¿Y cómo ve la mente eso?: Porque cuando trata de negarles asentimiento, por más que se empeñe en hacerlo, no lo consigue. Ésta es la réplica de Pascal a la “duda metódica” de Descartes. Pascal había visto perfectamente bien que Descartes nunca dudó, en realidad, de si estaba despierto o dormido, cuerdo o loco; pero ahora quería subrayar no sólo que la duda de Descartes era fingida, sino además que, aunque lo hubiese intentado en serio, jamás habría podido Descartes, ni nadie, dudar de tales verdades. Es que ellas se nos imponen por su propia naturaleza y no está en nuestro poder el negarles asentimiento, pues en eso consiste su evidencia.
Esta doctrina de la natural evidencia de los principios constituye la base de la refutación con que Pascal se opone a los pirrónicos, o escépticos. Su principal argumento dice que los principios que usamos en las demostraciones no son demostrables. Y por supuesto que no lo son, ni necesitan serlo, precisamente porque son principios. Descartes pregunta cómo sé yo que no estoy soñando. Lo que sé es que conozco esto, y ningún argumento del mundo me hará dudarlo. También es verdad que deseo poder probar todo lo que sostengo como cierto, y el hecho de que no pueda hacerlo, sólo muestra la debilidad de mi razón, pero no la incertidumbre de todo nuestro conocimiento, como pretenden los pirrónicos. Las necesarias consecuencias que se siguen de los principios evidentes son indispensablemente verdaderas. El escepticismo triunfa con facilidad en probar que los principios no son demostrables, pero olvida, con demasiada ingenuidad, que tales principios no hay que demostrarlos.
Los dogmáticos caen en análogo error. Tienen la audacia de demostrarlo todo, incluso los principios, en lo que, naturalmente, fracasan; y este fracaso les hace recorrer largos caminos, por lo que confirman a los escépticos en su respectivo error.
Descartes, según Pascal, es uno de esos dogmáticos “inútiles e inseguros”. Es inútil, puesto que se agita intentando demostrar proposiciones cuya verdad es evidente; y es inseguro, porque su modo de demostrarlas es tan complicado, que la mente se siente más bien vacilante después de haberlas seguido hasta el final. Según Descartes, no puedo estar totalmente seguro de que estoy despierto, o de que hay otros seres, hasta que haya establecido mi propia existencia (en la Segunda Meditación), la existencia de Dios (en la Tercera y la Quinta), Su veracidad (en la Cuarta) y la existencia del mundo de los cuerpos, incluso el mío (en la Sexta Meditación). Ahora bien, puede ser, efectivamente, que yo no llegue a comprender esta larga cadena de razones ni a percibir su congruencia, lo que también puede ocurrir porque, sencillamente, carecen de ella. Pero eso importa muy poco, ya que en ningún momento he cesado de saber que estoy despierto y que no estoy loco. En resumen: que jamás he dudado de la verdad de lo que la Naturaleza me enseña de modo mucho más convincente: que los principios no necesitan demostración, pues su certeza está por encima de toda demostración.
Otro campo donde el dogmatismo es particularmente dañino es el de la filosofía jurídica, social y política. Aquí los escépticos no tienen dificultad en probar que las leyes, las costumbres sociales y las constituciones políticas han ido cambiando con los tiempos, resultando diferentes y aun opuestas las de los distintos países, y que eso ha ocurrido, finalmente, sin justificaciones racionales decisivas. En esto tiene razón Montaigne; pero está equivocado en su pretensión de que tales opiniones deben justificarse racionalmente, pues son justificables según ciertos principios que ni son demostrables racionalmente ni evidentes por naturaleza.
El origen de la mayoría de los códigos de conducta es el uso largamente establecido: la costumbre (coutume); y varias veces podemos ver cómo las costumbres llegan a establecerse. Naturalmente, si a los hombres se les pide que digan por qué siguen ciertas reglas de conducta, la mayoría contestarán que “porque son justas”. Si ésta fuera la verdadera razón, todos los códigos de conducta, todas las leyes y todas las constituciones serían iguales en todo el mundo; y es evidente que no ocurre así: que lo que es justicia de este lado del río, es injusticia en la otra orilla, y que, de hecho, la base de autoridad sobre la que se yerguen las leyes es la fuerza del soberano, en el caso de las monarquías, o la fuerza de la mayoría, en los Estados no monárquicos. Los hombres, “al no conseguir que lo justo se imponga, han hecho que lo que se impone sea tenido por justo”. Esto no es decir que no haya justicia, sino que, si no tiene fuerza, la justicia no puede hacerse respetar; por eso, la fuerza contradice a la justicia y dice que ella es la justa; y de este modo, confundidas así la fuerza y la justicia, hay por lo menos paz, que es nuestro máximo bien.
Pero a los dogmáticos no les satisface tal situación, pues se empeñan en proporcionar las demostraciones necesarias para justificar las reglas de la conducta humana, de las leyes y de las constituciones: lo que sería excelente si las leyes y las constituciones fueran lo que deberían ser. Pero eso de justificarlas tal como son, resulta muy a menudo imposible. Los dogmáticos ocasionan con sus esfuerzos dos perjuicios: Por un lado, al intentar explicar mediante la justicia las reglas cuya sola justificación es la fuerza, dan a los escépticos mil ocasiones de fáciles triunfos; por otra parte, al revelar a los ciudadanos sometidos a la ley que lo que están obedeciendo no es la justicia, sino la mera fuerza sin justificación moral alguna, fomentan el desasosiego político y social. Se ocasionan así las revoluciones, que acarrean graves males a todos los que las sufren... y, tras ellas, la fuente de autoridad sigue siendo la fuerza, y no la justicia. Lo único que ha cambiado es que la fuerza ya no está en las mismas manos.
Para concluir: la verdad no está en el dogmatismo ni en el escepticismo. No es cierto que todo sea inseguro y que nada sea conocido, puesto que en todos los ámbitos se presentan evidentes los principios a la vista de todos los que tengan ojos para mirarlos; y no es correcto decir que toda proposición verdadera es racionalmente demostrable, ya que los principios no están sujetos a demostración y son, sin embargo, verdaderos. El hombre prudente no necesita ser ni Montaigne ni Descartes, pero puede hacer buen uso de las doctrinas de Montaigne contra los que comparten el dogmatismo de Descartes. Pascal nada entre las dos aguas: es escéptico para los dogmáticos y dogmático para los escépticos. ¿Y no será éste el fiel retrato de la condición humana?.
El hombre en el medio
Dios, autor de la Naturaleza, es infinito, y Sus obras llevan naturalmente la marca de Su infinitud. Por esto podemos prever que Su infinitud tiene doble aspecto – el de la magnitud y el de la pequeñez –, y que el hombre mismo, ser evidentemente finito, se encuentra en medio de esos dos infinitos que le exceden y desbordan más allá de toda proporción.
El Universo es infinitamente extenso en el espacio, y nuestro propio sistema solar no es más que un punto apenas perceptible, si se lo compara con la inmensidad del firmamento. “Todo este mundo visible no es más que un vestigio en el amplio seno de la Naturaleza”. Por mucho que lo intentemos, no conseguiremos imaginarnos la inmensidad de las cosas, pues lo que denominamos Universo no es más que un átomo, si se lo compara con el Mundo todo: esa esfera cuyo centro está en cualquier sitio y cuya circunferencia no está en ninguna parte. El hecho de que nuestra imaginación se pierda en tal contemplación, es señal perceptible del absoluto poder de Dios... y también una invitación para que el hombre compruebe que está perdido en un pequeñísimo rincón de la Naturaleza. ¿Qué es el hombre, abismado así en el infinito?.
Consideremos, por otro lado, los más diminutos de los insectos conocidos, y hallaremos en ellos sistemas prodigiosamente complejos de pequeñísimos miembros, venas en los miembros, sangre en las venas, gotas en la sangre, etc., etc. Y no es esto todo, pues podemos concebir a cada gota como otro Universo, el que a su vez contiene otros, con sus respectivos firmamentos, soles, planetas, y en cada planeta más animales como el de nuestro ejemplo, y así hasta el infinito. En este caso, en vez de parecer el hombre un átomo, como cuando se comparaba con el todo, ahora parece un gigante colosal; después de resultar casi imperceptible frente al todo, ahora se ve como un todo, al compararse con esa disminución que lleva a la nada, siempre inalcanzable. El que se mire de este modo, sentirá auténtico miedo de sí mismo; al examinar este revoltijo con que la Naturaleza lo ha largado y verse flotando entre esos dos abismos que son el infinito y la nada, se sentirá más auténtico contemplándolos en silencio, que sometiéndolos al escrutinio de su curiosidad.
Se halla el hombre, por tanto, en medio de la Naturaleza, atrapado entre dos extremos infinitamente distantes; y esto le ocurre en todos los órdenes de la realidad y del conocimiento.
Como ser, apenas es nada comparado con el infinito; pero es un todo, si se lo compara con la nada. Como ser cognoscente, está pendiente de dos inescrutables misterios: el de la nada, de la que fue criado, y el del infinito, en el que está sumergido; ambos – su origen y su fin – están muy lejos del alcance de su vista. En el campo de las ciencias, cada una lo lleva, análogamente, hasta el infinito, tanto por el interminable número de sus problemas, como por sus principios que son precisamente inalcanzables, pues siempre quedan otros más allá de los alcanzados, y otros más allá de aquéllos, ya que los principios en que nos detenemos no son más primeros que esos “indivisibles” en que los geómetras deciden pararse. Si pudiéramos llegar a considerar uno de esos dos infinitos, en seguida nos encontraríamos con el otro, pues uno depende del otro; pero ambos se encuentran solamente en ese ser verdaderamente infinito que es Dios.
Que el hombre se contemple así, en ese tremendo medio, sin suficiente ser para captar la infinitud de la grandeza y con demasiado ser para captar la infinitud de la pequeñez. Pascal declara, con frase bien chocante, que “nuestra inteligencia mantiene, en el orden de las cosas inteligibles, la misma categoría que nuestro cuerpo en el orden de la Naturaleza”. Esta observación le sirve de fuente para interminables consecuencias psicológicas y morales: que nuestros sentidos no pueden percibir los extremos de sus objetos, ni el extremo calor ni el extremo frío, ni muchísima luz ni demasiado poca; que, por eso, el placer excesivo acarrea disgusto; que hasta la verdad excesiva embota la mente... razón por la que son tan difíciles de comprender los primeros principios; que también entorpece la mente el ser demasiado niño o demasiado viejo, o el haber recibido demasiada instrucción o apenas haberla iniciado. En resumen: que los extremos nos resultan como si no existiesen, y nosotros no existimos para ellos. O ellos huyen de nosotros, o nosotros de ellos.
La conclusión práctica de estas reflexiones es decisiva para nosotros. Puesto que nada puede estabilizar a este ser finito que es el hombre, suspendido entre esos dos infinitos, lo más prudente es quedarnos quietos en esta condición en que la Naturaleza nos ha colocado. Como el medio que ocupamos está siempre infinitamente distante de ambos extremos, poco importa que tengamos algo más o algo menos de cualquier cosa, incluso de conocimientos; si sabemos un poco más, estaremos algo más elevados en nuestras demostraciones, pero siempre quedaremos a distancia tan infinita del primer principio como siempre estuvimos. Desde el punto de vista de dichos infinitos, todos los finitos son iguales. Tal certidumbre debe ayudarnos a mantenernos en paz, totalmente convencidos ya de las limitaciones inherentes a la naturaleza humana y procurando organizar nuestro vivir de acuerdo con ellas.
Dios y el hombre
La propia estructura del hombre es lo que mejor le demuestra la centralidad de su posición. Tiene un cuerpo, como las bestias, y un alma, como los ángeles; pero no es ni ángel ni bestia. Es hombre, y hasta tal punto, que no puede pretender hacerse ángel, sin hacerse también bestia.
Esto no quiere decir que los dos elementos componentes de su naturaleza – cuerpo y alma – sean iguales en dignidad; por su cuerpo, el hombre es poquísima cosa en la Naturaleza; pero puede equipararse a ella por su mente. Por su ser material, el hombre es tan frágil como una cañita; pero es una cañita que piensa. Cuesta muy poco quebrarla; pero aunque el hombre sea aplastado por el Universo, seguirá siendo más grande que lo que le aplasta, pues sabe al menos eso – que está siendo aplastado –, mientras que el Universo no sabe nada acerca de nada.
La grandeza del hombre estriba en su pensar, que es admirable e incomparable por su naturaleza, pero ridículo por sus defectos. Por esta misma razón, la grandeza del hombre puede ser medida por su miseria, y viceversa: sabe que es miserable, y lo es; pero también es grande, porque conoce su miseria. Como la Naturaleza le ha dotado de grandes deseos de felicidad, ansía librarse de su miseria. A lograrlo se encaminan todas sus acciones. Algunos hombres van a la guerra con la esperanza de hallar allí la felicidad; otros huyen de ella por la misma razón. Hasta los que se ahorcan, lo hacen por ese motivo. Toda la humanidad se queja: príncipes y súbditos, ricos y pobres, viejos y jóvenes, eruditos e ignorantes, enfermos y sanos, de toda edad, país, condición y época... nadie está satisfecho con su suerte y situación.
Debe haber una razón de la universalidad de ese deseo, unido siempre a la incapacidad de satisfacerlo. Tal razón es: que el hombre poseyó en cierta ocasión la verdadera felicidad, de la cual sólo le queda ahora el recuerdo y el lugar vacío; por lo que todos sus esfuerzos tienden a llenar ese vacío y a recuperar lo perdido. Lo intenta permanentemente, mediante toda clase de placeres, juegos, entretenimientos y diversiones que apartan su atención de su constante sentimiento de vacío; pero nada lo llena realmente. Es que lo que el hombre poseyó y ahora le falta es la perfecta felicidad; y los objetos finitos de que ahora dispone no compensan la pérdida de aquel bien infinito, que es lo único que puede colmar sus ilimitadas ansias. Como él mismo es cambiante y finito, el hombre halla en su corazón un infinito abismo, que sólo un objeto inmutable e infinito puede llenar. Y tal objeto es Dios.
Este problema, suscitado por la filosofía, encuentra así su solución en la religión. Los filósofos rehúsan con frecuencia aceptar tal solución, entre otras cosas, porque no pueden hallar una satisfactoria demostración de la existencia de Dios. Es que la verdad de la existencia de Dios es un principio, no una conclusión. Que hay Dios es una de las proposiciones que se perciben por “corazonada”, o llámese como se quiera esa facultad del alma, innata en nosotros, por la que la Naturaleza nos revela las verdades fundamentales, sin las cuales la vida humana es insufrible, por no decir imposible. Y porque tal sentimiento se ha ido apagando en el corazón del hombre, el propio Dios se ha revelado, haciéndose perceptible al corazón humano – y esto es la fe –, aunque no a su razón. De ahí que el hombre conozca con perfecta certeza la existencia y nombre del bien que perdió.
Paralelamente, la religión le enseña al hombre cómo perdió ese bien. La doctrina del pecado original es la única respuesta satisfactoria al enigma de la presente condición humana, pues ninguna otra cosa puede explicar las contradicciones inherentes a la actual naturaleza humana. La grandeza del hombre es la imagen de su Creador en él, y su miseria es el efecto de aquel pecado. “Es aterrador que el misterio más lejano de nuestro conocimiento – la transmisión de tal pecado –, sea algo sin lo que no podemos tener de nosotros mismos conocimiento alguno”. Por supuesto que eso es un misterio. Para nuestra razón es muy difícil comprender cómo el pecado de Adán ha podido hacer culpables a los hombres subsiguientes, tan extraños a tal pecado; pero si suponemos que es así, lo demás ya resulta claro: “que el hombre es más inconcebible sin este misterio, que lo que este misterio tiene de inconcebible para el hombre”.
Por último, y tan importante como la anterior: si la religión que aceptamos es el cristianismo, aprenderemos el remedio de nuestras desgracias a la vez que su causa. Pascal intenta presentar una completa apología del cristianismo, incluyendo todos los argumentos tradicionales en pro de la divinidad de la religión cristiana: milagros, profecías, etc. Sus Pensamientos exponen muchos de los argumentos de tal demostración; pero aquí estamos especialmente interesados en el impacto de la fe cristiana sobre las posiciones filosóficas de Pascal. En tal sentido, no hay que olvidar que el problema filosófico fundamental para él es el de la permanente oposición entre el escepticismo y el dogmatismo. Tal oposición sigue porque ninguno de los dos ha sido capaz de vencer al otro, y la razón de ello es lo que más sorprende a Pascal de esta contienda. Más aun: probablemente nunca hubo un escéptico total, por la sencilla razón de que, si un escéptico tomase en serio sus argumentos, no podría sobrevivir. En cambio, la perpetuación del dogmatismo, a pesar de su incapacidad de lograr conclusiones verdaderamente demostradas, es la señal segura de que algo queda en el hombre de un estado de perfección que perdió.
Pero el haber explicado así esta posición no la da por salvada. Hay un último y supremo misterio que ha de liberar al hombre de esa su íntima contradicción, fuente de muchas otras: Jesucristo y la gracia aportada por la Redención dan la única respuesta completa que tiene este problema. Expliquémosla filosóficamente:
Algunos hombres – los dogmáticos del grupo estoico – consideran incorrupta a nuestra naturaleza, por lo que no pueden evitar refugiarse en el orgullo; otros, como los pirrónicos o escépticos, consideran que la actual corrupción de la naturaleza humana es su condición normal, con lo que nos deja ir perezosamente por el camino del mal sin luchar contra él. Sólo la religión cristiana es capaz de liberar al hombre de esos dos viciosos extremos; y no lo hará eliminando al uno por medio del otro, como ha intentado vanamente hacerlo la terrenal ciencia de los filósofos, sino que expulsará a los dos a la vez gracias a la divina simplicidad del Evangelio. Sólo la religión cristiana “ilumina al justo, a quien eleva hasta hacerle partícipe de la divinidad misma, para que, a la vista de tan sublime estado, se libre de la fuente de corrupción que le expone, durante toda esta vida, al error, a las desgracias, al pecado y a la muerte; y al propio tiempo recuerdo con firmeza, hasta a los hombres más impíos, que todos son susceptibles de recibir la gracia del Redentor.
Y después de todo esto, añade Pascal como confidencialmente: “¿Quién puede negarse a creer y aceptar estas luces celestiales?”. Sólo el autor de tal filosofía podía escribir, junto con sus ensayos sobre el método de la geometría, las sublimes páginas de El misterio de Jesús, y llevar cosido en el forro de su traje, como permanente recuerdo de su máxima experiencia mística, el Memorial.
[Tomado de “Filosofía Moderna”, Etienne Gilson y Thomas Langan, Emecé Editores, Buenos Aires, 1967]
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