viernes, 30 de enero de 2009

Id a Tomás (1) Apóstol de la Verdad - Eudaldo Forment

Id a Tomás
Principios fundamentales del pensamiento de Santo Tomás
Dr. Eudaldo Forment Giralt


1
«Apóstol de la Verdad»

Hace setenta y cinco años, el 29 de junio de 1923, con motivo de la celebración del sexto centenario de la canonización de Santo Tomás de Aquino -el día 18 de julio de 1323-, Pío XI publicó la encíclica sobre Santo Tomás, Studiorum Ducem. Después de establecer que «se tenga a Santo Tomás de Aquino como guía principal en los estudios superiores», declaraba:

«La unión de la doctrina con la piedad, de la erudición con la virtud, de la verdad con la caridad, fue verdaderamente singular en el Doctor Angélico, al cual se le atribuyó el distintivo de Sol, porque al paso que da a los entendimientos la luz de la ciencia, enciende las voluntades con la llama de la virtud».

Concluía, por ello, más adelante, con dos enseñanzas prácticas.

«Lo primero, tomen especialmente nuestros jóvenes por dechado a Santo Tomás, para imitar las grandes virtudes que en él resplandecieron, la humildad principalmente, fundamento de la vida espiritual, y la castidad. Aprendan de este hombre de sumo ingenio y ciencia a huir de toda soberbia de ánimo: a implorar con oración humilde abundancia de luces del cielo en sus estudios; aprendan del mismo Maestro, que nada se ha de rechazar con más brío y vigilancia que los halagos de la carne, para no acercarse a contemplar la sabiduría con los ojos obscurecidos de la mente (...) De manera que si la pureza de Santo Tomás (...) hubiera sido vencida, verosímil es que la Iglesia no hubiera tenido a su Angélico Doctor».

Después de recordar que León XIII le había proclamado oficialmente patrón de todos los estudios católicos en todos sus grados, el día 4 de agosto 1880, añadía esta segunda:

«Para evitar los errores, fuente y cabeza de todas las miserias de estos tiempos, hay que ser fieles, hoy más que nunca, a la doctrina del Aquinatense. Pues totalmente destruye Santo Tomás los errores modernistas en cualquiera de sus manifestaciones; en la Filosofía, defendiendo la virtud y el poder de la razón, y con pruebas firmísimas demostrando la existencia de Dios; en la Dogmática, distinguiendo lo sobrenatural de lo natural, e ilustrando las razones del creer y los mismos dogmas; en lo demás de la Teología, patentizando que las cosas que se cren por la fe no se fundan en la opinión sino en la verdad; en Hermenéutica estableciendo la noción genuina de la divina inspiración; en la Moral, en la Sociología, en el Derecho, enseñando los verdaderos principios de la justicia legal o social, conmutativa o distributiva, y explicando las relaciones entre la justicia y la caridad; en la Ascética, describiendo la perfección de la vida cristiana e impugnando adversarios de las Órdenes religiosas contemporáneos suyos.

«Finalmente, contra aquella absoluta independencia de la razón respecto a Dios, de que hoy vulgarmente se blasona, el nuestro afirma los derechos de la Verdad primera y la autoridad del Supremo Señor sobre nosotros. Sobradamente se explica con esto por qué los modernistas a ningún otro Doctor de la Iglesia temen tanto como a Tomás de Aquino».

Indicaba también Pío XI:

«Después de estas breves indicaciones respecto a las grandes virtudes de Tomás, será más fácil comprender la excelencia de su doctrina, que tiene en la Iglesia una autoridad y un valor admirables. Nuestros predecesores la exaltaron siempre con unánimes alabanzas. Alejandro IV no dudó escribirle: "Al amado hijo Tomás de Aquino, hombre excelente por nobleza de nacimiento y honestidad de costumbres, que por gracia de Dios adquirió un verdadero tesoro de ciencia y doctrina". Y después de su muerte, Juan XXII pareció canonizar a un mismo tiempo sus virtudes y su doctrina, al pronunciar, hablando a los Cardenales en consistorio, aquella memorable sentencia: "Iluminó la Iglesia de Dios más que ningún otro doctor; y saca más provecho el que estudia un año solamente en sus libros, que el que sigue todo el curso de su vida las enseñanzas de los otros". La fama, por tanto, de su inteligencia y sobrehumana sabiduría hizo que San Pío V lo inscribiese en el número de los doctores y le confiriese el título de Angélico».

El Papa Pío V lo declaró Doctor de la Iglesia el 11 de abril de 1567, indicando, con ello, que había recibido unos excelentes carismas del Espíritu Santo que habían contribuido al bien de la Iglesia.

«La declaración pontificia del título de Doctor de la Iglesia no tiene el carácter de un eminente grado académico eclesiástico. Lo que la Cátedra apostólica declara, análogamente a cuando declara la santidad de alguien a quien propone al ejemplo y a la plegaria de la comunidad de los fieles, es el carisma dado por el Espíritu Santo por el que algún santo ha servido con su palabra a la iluminación de la fe» (Canals, 1997a, 2).

Sin embargo, estos dones de Dios ilustraron también a Santo Tomás en la asunción e instrumentación de las ciencias teológicas y filosóficas, haciendo que sea un gran teólogo, un gran pensador y, en definitiva, una figura cimera, reconocida universalmente.

Seguidamente añadía el Papa Pío XI en esta encíclica sobre Santo Tomás:

«Por lo demás ¿qué hecho demuestra más claramente la estima en que la Iglesia ha tenido siempre a tan gran doctor, que el haber sido puestos sobre el altar por los Padres Tridentinos sólo dos volúmenes, la Escritura y la Suma Teológica, para inspirarse ellos en sus deliberaciones? Y para no traer aquí la serie de los innumerables documentos de la Sede Apostólica acerca de este asunto, está siempre vivo en Nos el feliz recuerdo del reflorecimiento de las doctrinas del Sol de Aquino por la autoridad y la solicitud de León XIII; y este mérito de tan ilustre predecesor nuestro es tal, que bastaría por sí solo para darle gloria inmortal, aún cuando no hubiese hecho o establecido otras sapientísimas cosas. Siguió sus huellas Pío X, de santa memoria, especialmente en el Motu proprio "Angelici Doctoris", donde encontramos esta hermosa sentencia: "Después de la feliz muerte del Santo Doctor, no se tuvo en la Iglesia concilio alguno donde él no estuviese presente con su doctrina"; y más cerca de Nos, Benedicto XV, Nuestro llorado antecesor, más de una vez mostró la misma complacencia; y a él se debe la promulgación del Código de Derecho Canónico, donde se consagran el método y la doctrina y los principios del Angélico Doctor».

Ahora, el Papa le aplicaba el título de Doctor Communis, al añadir: «Y Nos, hacemos eco de este coro de alabanzas, tributadas a aquel sublime ingenio, y aprobamos, no sólo que sea llamado Angélico, sino también que se le dé el nombre de Doctor Universal, puesto que la Iglesia ha hecho suya la doctrina de él, como se confirma con muchísimos documentos».

Y como conclusión, al final de esta encíclica sobre el Aquintate, escribía: «Pues bien, así como en otros tiempos se dijo a los egipcios en extrema escasez de víveres: "Id a José", a que él les proveyese del trigo que necesitaban para alimentarse, así a todos cuantos ahora sientan hambre de verdad, Nos les decimos: "Id a Tomás", a pedirle el alimento de sana doctrina, de que él tiene opulencia para la vida sempiterna de las almas».

Precisaba seguidamente: «Fácil a todos y muy a las manos está este alimento, como se atestiguó bajo juramento cuando se trataba de beatificarlo: "En la clara y lúcida doctrina de este Doctor florecieron innumerables Maestros, religiosos y seculares..., por el modo breve, claro y fácil..., aún los laicos y hasta los poco inteligentes, apetecen sus escritos"».

Finalmente pedía Pío XI que, en primer lugar, «entre los amadores de Santo Tomás, como conviene que sean todos los hijos de la Iglesia que estudien las disciplinas superiores, deseamos aquella honesta emulación en justa libertad, con que progresan los estudios, más no aquella aspereza que nada presta a la verdad y sólo vale para disolver los vínculos de la caridad».

En segundo lugar, que «sea sagrado para todos lo que en el Código del Derecho Canónico [1917] se prescribe: que "los profesores han de exponer la Filosofía racional y la Teología e informar a los alumnos en estas disciplinas, ateniéndose por completo al método, la sistema y a los principios del angélico Doctor y siguiéndolos con toda fidelidad" (Can. 1366, 2); a esta norma procedan todos, de manera que puedan llamarle con verdad su Maestro».

Igualmente en el actual Código de Derecho Canónico (1983) se dice:

«La formación filosófica debe fundamentarse en el patrimonio de la filosofía perenne» (can. 251); y también que «ha de haber clases de teología dogmática (...) con las que los alumnos conozcan de modo más profundo los misterios de la salvación, teniendo principalmente como maestro a Santo Tomás» (can. 252, 3).

Este código del año 1983 sigue, con ello, al Concilio Vaticano II. De la doctrina de Santo Tomás, el último concilio se ocupa en tres momentos, además de citarlo veinticinco veces en distintos documentos.

En la Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, se dice que los estudios se cultiven «siguiendo las huellas de los doctores de la Iglesia, sobre todo de Santo Tomás de Aquino» (Gravissimum educationis, n. 10).

También se indica en el Decreto Optatam totius que «las disciplinas filosóficas hay que enseñarlas (...) apoyados en el patrimonio filosófico siempre válido» (n. 15); y en una nota se remite al párrafo de la Encíclica Humani generis, de Pío XII, donde se establece la necesidad de seguir a Santo Tomás.

Igualmente repecto a la enseñanza de la teología se dice, en este mismo lugar: «Aprendan luego los alumnos a ilustrar los misterios de la salvación, cuanto más puedan, y comprenderlos más profundamente y observar sus mutuas relaciones por medio de la especulación, siguiendo las enseñanzas de Santo Tomás» (n. 16).

El pasaje remite a una nota de pie de página, en la que se cita este texto de Pío XII:

«La recomendación de la doctrina de Santo Tomás no suprime, sino que excita más bien y dirige la emulación en la investigación y divulgación de la verdad» (Discurso a los alumnos de los Seminarios, 24 de junio de 1939). También se indica este otro de Pablo VI: «(Los profesores)... escuchen con reverencia la voz de los doctores de la Iglesia entre los que destaca Santo Tomás de Aquino, pues es tanta la penetración del ingenio del Doctor Angélico, tanto su amor sincero de la verdad y tanta la sabiduría en la investigación, explicación y reducción a la unidad de las verdades más profundas, que su doctrina es un instrumento eficacísimo no sólo para salvaguardar los fundamentos de la fe, sino también para lograr útil y seguramente los frutos de un sano progreso» (Alocución pronunciada en la Universidad Gregoriana, 12 de marzo de 1964).

Es innegable, pues, que la Iglesia ha reconocido siempre el valor del pensamiento de Santo Tomás y ha afirmado su autoridad doctrinal. El Papa actual Juan Pablo II lo proclamó Doctor Humanitatis, el 13 de septiembre de l980. Santo Tomás es el maestro que necesita la humanidad y muy especialmente la actual. Por ello, es «no solamente el Doctor Común de la Iglesia, como lo llama Pablo VI en su bella carta Lumen Ecclesiae, sino también el Doctor de la Humanidad, porque siempre está dispuesto y disponible a recibir los valores humanos de todas las culturas» (El método y la doctrina de San Tomás en diálogo con la cultura contemporánea, Atti del VIII Congresso Tomistico Internazionale, 1981, vol. I, 14).

Otro motivo por el que merece este título lo precisó el Papa en el IX Congreso Tomístico Internacional, celebrado en Roma, en setiembre de 1990, al indicar que «Santo Tomás, heredero de la tradición de los Padres, era, sin duda, un Doctor Divinitatis, tal como se llamaba la teología como ciencia de Dios, o según la denominación tomista "sacra doctrina". Pero, debido a su concepción del hombre y de la naturaleza humana, como entidad substancial de alma y cuerpo, y al amplio espacio dedicado a las cuestiones "De homine" en la Summa y en otras obras, así como a la profundización y esclarecimiento a menudo decisivo de esas cuestiones, perfectamente le podemos atribuir también el calificativo de Doctor Humanitatis, estrechamente vinculado con una relación esencial tanto con las premisas fundamentales como con la misma estructura de la "ciencia de Dios"».

También expuso entonces los motivos de este nuevo título:

«Merece este título por muchas razones (...) éstas son, de modo especial, la afirmación de la dignidad de la naturaleza humana, tan clara en el Doctor Angélico; su concepción de la curación y elevación del hombre a un nivel superior de grandeza, que tuvo lugar en virtud de la Encarnación del Verbo; la formulación exacta del carácter perfectivo de la gracia, como principio-clave de la visión del mundo y de la ética de los valores humanos, tan desarrollada en la Summa; y la importancia que atribuye el Angélico a la razón humana para el conocimiento de la verdad y en el tratamiento de las cuestiones morales y ético-políticas».

Este humanismo tomista se fundamenta y tiene su raíz en la dimensión teológica y teocéntrica de su doctrina. Lo confirma el que Santo Tomás «coloca su tratado "De homine" en el "De Deo Creatore", en cuanto que el hombre es obra de las manos de Dios, lleva dentro de sí la imagen de Dios y tiende por naturaleza a una semejanza con Dios cada vez más plena».

La intención humanística del Aquinate es fruto de la más básica cristocéntrica y trinitaria. Esta conexión se advierte claramente en su doctrina de la gracia. «En la condición presente de la humanidad, que lleva en sí las consecuencias del pecado original, la gracia es de hecho necesaria, tanto en el orden cognoscitivo como en el práctico, para alcanzar plenamente, por una parte, lo que la razón puede captar de Dios, y, por otra, para adecuar con coherencia la propia conducta a los dictados de la ley natural».

Indica respecto a ésta última que «desde el momento que la referencia a la primera Verdad se realiza históricamente en la fe con que se acoge la revelación divina, el rechazo de éste última expone al hombre a peligrosas oscuridades y errores sobre la existencia de Dios, a la que puede llegar por sí misma la razón natural».

Concluye el Papa con estas palabras: «En este escenario de una edad de la que Pablo VI decía que es "tremenda y maravillosa" (...) es un hecho que la Iglesia, consciente de las posibilidades y los riesgos que conlleva un camino así, continúa recomendado a sus hijos con insistencia materna ese humilde y gran "guía de los estudios", que ha sido durante siglos Santo Tomás de Aquino» (La doctrina filosófica, teológica, ética y política del Aquinate herencia por reprofundizar en el contexto cultural de hoy, Atti del IX Congreso Tomistico Internazionale, 1991, v.I, 10-15).

La última encíclica de Juan Pablo II, Fides et ratio, está dedicada a mostrar «la importancia que el pensamiento filosófico tiene en el desarrollo de las culturas y en la orientación de los comportamientos personales y sociales»; y, a la vez, el «valor que la filosofía tiene para la comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando olvida o rechaza las verdades de la Revelación» (FR 1000). En ella se insiste además en la «novedad perenne del pensamiento de Santo Tomás» sobre estas cuestiones (FR 43).

Los primeros cristianos ya se acercaron a la filosofía, afirmando: «la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta» (FR 42). Declara el Papa que «un puesto singular en este largo camino corresponde a santo Tomás no sólo por el contenido de su doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con el pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los pensadores cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía antigua y más concretamente aristotélica, tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y al fe». El Aquinate: «Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios, por tanto, no pueden contradecirse entre sí» (FR 43).

Juan Pablo II expone la doctrina tomista de las relaciones entre la fe y la razón, caracterizada por la «circularidad», puesto que se afirma en ella que «fe y razón "se ayudan mutuamente", ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización» (FR 100). En su exposición, el Papa cita las siguientes palabras de su discurso en la conclusión del IX Congreso Tomístico Internacional (24-29 sept. 1990), organizado por la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás:

«Sabemos que santo Tomás subraya el valor sobrenatural de la fe: ésta trasciende la inteligencia natural como "luz infusa por Dios" para el conocimiento de verdades que superan las posibilidades y las exigencias de la pura razón (cf. STh II-II, 6, 1) Y, sin embargo, no se trata de una acto irracional, sino de una síntesis vital, en la que el factor principal es, sin duda, el divino, que mueve la voluntad a adherirse a la verdad revelada por Dios, soberano de la inteligencia, absolutamente infalible y santo».

Se advierte seguidamente en este importante texto:

«Pero el acto de fe incluye también una racionalidad propia, tanto porque el que cree se refiere a la evidencia histórica del correspondiente hecho, como por la justa valoración del presupuesto metafísico y teológico de que Dios no puede engañarse ni engañarnos. Además, la fe supone una racionalidad o inteligibilidad propia, por ser un acto de la inteligencia humana, y es, a su modo, un ejercicio del pensamiento, tanto en la búsqueda como en el asentimiento»

Y se concluye que

«el acto de fe nace, pues, de la libre elección humana razonable y consciente como un rationabile obsequium, que se funda en un motivo de máximo rigor persuausivo, que es la autoridad misma de Dios como Verdad, Bien, Santidad, que coincide con su Ser subsistente. La última razón de la fe, fundamento de toda la antropología y la ética cristiana, es la "summa prima Veritas" (cf., STh I, 16, 5); Dios como Ser infinito, del que la Verdad no es más que el otro nombre. Por eso, la razón humana no queda anulada ni se envilece con el acto de fe, sino que ejerce su suprema grandeza intelectual en la humildad con que reconoce y acepta la infinita grandeza de Dios» (Atti del IX Congreso tomistico Internazionales, 1991, v. I, 11-12).

Juan Pablo II sostiene en la Fides et ratio, que «precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología» (FR 3).

Reproduce seguidamente estas palabras de Pablo VI, de su carta Lumen Ecclesiæ, escrita con ocasión del séptimo centenario de la muerte del Doctor Angélico:

«No cabe duda que santo Tomás poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana, sin embargo, no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura universal. El punto capital y como el meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural» (Lumen Ecclesiae, n. 8).

También destaca el Papa, en una extensa exposición, que «una de las grandes intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu Santo realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana» (FR 44).

Juan Pablo II, con Pablo VI, denomina al Aquinate «apóstol de la verdad» (Lumen Ecclesiæ, 10). Y escribe: «Con razón, pues, se le puede llamar "apóstol de la verdad". Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple parecer» (FR 44).

En esta importantísima encíclica, comparable a la Aeterni Patris de León XIII, que asume y continúa, se advierte que, en la actualidad, «tanto la fe como la razón se han empobrecido y debilitado una ante la otra». El motivo es porque «la razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal». De manera que «es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser» (FR 48).

También, como conclusión de la encíclica, señala Juan Pablo II que «a la luz de estas reflexiones, se comprende bien por qué el Magisterio ha elogiado repetidamente los méritos del pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo de los estudios teológicos».

E igualmente, con respecto al contenido de su doctrina, concluye: «En efecto, en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón» (FR 78).

Santo Tomás continúa estando en el candelero, para alumbrar también el tercer milenio. Se prosigue, pues, oyendo en sus umbrales el clamor del Magisterio de la Iglesia: «Id a Tomás».

Como decía el Cardenal Billot:

«Hay una cosa que no puedo pasar en silencio, y es la recomendación perpetua, continua, repetida de siglo en siglo hasta nuestros días, con machacona insistencia y energía inflexible, de la doctrina de Santo Tomás por la Sede Apostólica. ¡Cosa digna de la más atenta consideración! En la Cátedra Apostólica se suceden unos tras de otros pontífices de distinta raza, de distinta nacionalidad, de distinta cultura, de distinta educación, y, sin embargo, todos convienen en recomendar a Santo Tomás, desde Juan XXII, que lo canonizó (...).

«Esta singularidad me indica por sí sola que no se trata aquí de cosas dependientes del arbitrio humano, ni de partido, ni de escuela, ni de opiniones personales de este o de aquel pontífice, sino de algo que se refiere a la misma Cátedra fundada por Jesucristo y garantizada por Él hasta el fin de los siglos, en la cual se sienta y rige, preside y vive, habla y enseña uno sólo, es decir, Pedro, que no pertenece a ningún partido, a ninguna escuela, a ninguna orden, sino a sólo Jesucristo y a su Iglesia. Es el mismo Pedro por boca de sus sucesores quien hace esta singular recomendación de Santo Tomás. No nos recomienda a otro, sino siempre al mismísimo Doctor Angélico» (Discurso en la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás, 11 de marzo de 1915).





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