Josef Pieper
«Si tu ojo es sencillo, tu cuerpo entero se inundará de luz» (Mt 6, 22)
I. La primera de las Virtudes Cardinales
La prudencia, «madre» de las virtudes morales
De entre los diferentes principios que informan la doctrina clásico-cristiana de la vida, ninguno producirá tan viva extrañeza al hombre de nuestros días, sin excluir al cristiano, como éste que enunciamos a continuación: que la virtud de la prudencia es la «madre» y el fundamento de las restantes virtudes cardinales: justicia, fortaleza y templanza; que, en consecuencia, sólo aquel que es prudente puede ser, por añadidura, justo, fuerte y templado; y que, si el hombre bueno es tal, lo es merced a su prudencia.
La extrañeza nos sobrecogería más hondamente aún si percibiéramos el grave rigor con que ese principio está mentado. Pero la rutina nos ha ido habituando a no ver más que una alegoría en cualquier especie de orden jerárquico de magnitudes espirituales y morales, máxime si se trata de virtudes; en cualquier caso, algo que en el fondo es inútil. Poco nos importa saber cuál de las cuatro virtudes cardinales haya de ser la que resulte merecedora del «primer premio» en este certamen de jerarquía que los teólogos «escolásticos» tuvieron a bien organizar.
Pero es el caso que en la citada primacía de la prudencia sobre las restantes virtudes descansa nada más y nada menos que la integridad de orden y estructura de la imagen cristiano-occidental del hombre. El principio de la primacía de la prudencia refleja, mejor quizá que ningún otro postulado ético, la armazón interna de la metafísica cristiano-occidental, globalmente considerada; a saber: que el ser es antes que la verdad y la verdad antes que el bien. Y, por si esto fuera poco, en él se nos devuelve, como en un bruñido espejo, un postrer destello del misterio que guarda el puesto más central de la teología cristiana: el que nos dice que el Padre es el origen creador del Verbo Eterno, y que el Espíritu Santo procede del Padre y del Verbo.
De ahí que el sentimiento de extrañeza que invade al hombre moderno al escuchar este principio revele más de lo que a primera vista muestra. Pues viene a ser como un síntoma que delata un extrañamiento objetivo de más hondas raíces: la disolución de los lazos de la imagen cristiano-occidental del hombre y el nacimiento de la falta de comprensión de los fundamentos de la doctrina cristiana sobre la estructura básica de la realidad en general.
Equívocos actuales
Para el pensamiento vulgar y el uso común del lenguaje de hoy lo prudente, mucho más que un supuesto del bien, parece una manera de eludirlo. La aseveración de que lo bueno es lo prudente no puede menos de sonarnos como algo que no dista gran cosa del absurdo, y ello siempre que nos liberemos del malentendido que la interpreta como fórmula de una ética utilitarista bien poco recatada. Pues, de acuerdo con el significado que hoy entraña, la prudencia nos parece mucho más emparentada con lo meramente útil, el bonum utile, que con lo noble, el bonum honestum. En la imagen correspondiente a la palabra «prudencia» (Klugheit) que se ha ido acuñando en la fantasía del pueblo alemán —como, por lo demás, sucede con el término francés prudence— oscilan dos significados: el de un angustiado afán de propia conservación y el de un cuidado de sí mismo que no deja de ser egoísta en alguna manera. Notas ambas que no se compadecen ni se adecuan con lo noble.
De ahí lo difícil que se nos hace el percatarnos de que la justicia, segunda de las virtudes cardinales, con cuanto ella implica, debe estar fundada en la prudencia. Mientras, por otra parte, el valor o fortaleza y la prudencia han llegado al punto de constituir para la conciencia del vulgo una pareja de conceptos a duras penas conciliables: «prudente» es el que sabe cuidarse de no pasar por el apurado trance de tener que ser valiente; «prudente» es el «táctico experimentado», hábil para eludir la acción del adversario; la prudencia es el recurso de los que quisieran llegar tarde siempre a los momentos de peligro. El vínculo que liga a la virtud que nos ocupa con la templanza, cuarta de las cardinales, parece, en tesis general, ser objeto de una más exacta comprensión por parte del pensamiento contemporáneo; no obstante, también aquí se echa de ver, al ahondar con la mirada, la falta de auténtica y plena correspondencia con los magnos arquetipos de estas dos virtudes. Pues la doma y sujeción del instinto de placer no tiene por mira la de alcanzar un manso y melindroso estado de precariedad impulsiva. Que tal es, sin embargo, la intención latente en el uso del tópico «prudente adaptación» o «sabia temperancia» lo patentiza la torpe seguridad con que, bajo la tilde de «imprudentes excesos», se menosprecia la sublime osadía de una vida casta o el duro cumplimiento del ayuno —calificación, por lo demás, no distinta ni más indulgente que la reservada para la avasalladora furia del valor.
La «supresión del tratado de la prudencia»
Para la mentalidad del hombre actual el concepto de lo bueno más bien excluye que incluye al de lo prudente. Desde el punto de vista de tal mentalidad no hay acción buena que no pueda ser tachada de imprudente, ni mala que no merezca serlo de prudente; la falsedad y la cobardía reciben no pocas veces de ella ese último título, mientras la veracidad y la valiente entrega ostentan el primero.
La teoría clásico-cristiana de la vida sostiene, por el contrario, que sólo es prudente el hombre que al mismo tiempo sea bueno; la prudencia forma parte de la definición del bien. No hay justicia ni fortaleza que puedan considerarse opuestas a la virtud de la prudencia; todo aquel que sea injusto es de antemano y a la par imprudente. «Omnis virtus moralis debet esse prudens»: toda virtud es, por necesidad, prudente. Esta conciencia moral colectiva de nuestros días, que se descubre en el uso cotidiano del lenguaje, encuentra un correlato manifiesto en el actual desarrollo de la teología moral sistemática. Difícil resulta decidir quién se toma aquí la delantera. Posiblemente ambas, conciencia colectiva y teología moral, vienen a constituir en igual medida la expresión de un hondo proceso espiritual de transmutación de valores. En todo caso, nadie puede negar el hecho de que la ética teológica moderna no se ocupa en absoluto, o sólo por encima, del rango y la posición de la prudencia; y ello pese a su creencia o pretensión expresa de ser sucesora de la teología clásica. Uno de los más relevantes teólogos del momento, el dominico Garrigou-Lagrange, habla justamente de una especie de omisión del tratado de la prudencia (quasi-suppression du traité de la prudence) por la teología moral de nuestro días. Y si se da el caso concreto de nuevas exposiciones de conjunto de la teología moral que vuelvan a adaptarse de modo efectivo y decidido a la doctrina de la virtud de Tomás de Aquino, es bien significativa la circunstancia de que semejante «retroceso» se lleve a cabo en la forma de una «autojustificación» polémica.
La prudencia como causa, «medida» y forma
En su intención de fijar expresamente el lugar sistemático de la prudencia la teología clásica se ha valido de una amplia y polifacética gama de imágenes y conceptos. Inequívoco indicio de que lo que aquí se cuestiona es una prelación de rango y de sentido, algo, en consecuencia, que dista no poco de la mera sucesión casual.
La prudencia es la causa de que las restantes virtudes, en general, sean virtudes. Podrá darse el caso, por ejemplo, de una «rectitud», vale decir, instintiva del impulso apetitivo: rectitud instintiva que no rematará en «virtud» de la templanza si no es por la intervención de la prudencia. La virtud es una «facultad perfectiva» del hombre como persona espiritual; y, en tanto «facultades» del hombre entero, la justicia, la fortaleza y la templanza no alcanzarán su «perfección» mientras no se funden en la prudencia, esto es, en la «facultad perfectiva» que dispone a determinarse rectamente; sólo merced a tal «facultad perfectiva de nuestras determinaciones» son sublimadas las tendencias instintivas al bien y transportadas al centro espiritual donde labra el hombre sus decisiones y de donde brotan las acciones que de verdad son humanas. Sólo la prudencia perfecciona la rectitud impulsiva e instintiva del obrar, las disposiciones naturalmente buenas, para elevarse al grado de auténtica virtud, esto es, a la categoría racional de «facultad perfectiva».
La prudencia es la «medida» de la justicia, de la fortaleza, de la templanza. Lo que no significa otra cosa que lo siguiente: de la misma manera que las cosas creadas están pre-figuradas y pre-formadas en el conocimiento creador de Dios, de suerte que las diversas formas esenciales intrínsecas que se alojan en el corazón de lo real preexisten en calidad de «ideas» o «imágenes previas» (por usar la expresión del maestro Eckhart) en el pensamiento divino; de la misma forma también que el conocimiento humano, aprehensivo de la realidad, constituye una re-producción pasiva del mundo objetivo del ser, y del mismo modo, finalmente- que el artefacto construido imita al ejemplar o modelo, vivo en el conocimiento creador del artista, así, y no de otra manera, constituye el imperio del prudente la pre-figura que preforma la buena acción moral. El imperio de la prudencia es la «forma esencial extrínseca» por virtud de la cual la buena acción es lo que es; sólo merced a esa forma ejemplar es la acción justa, valerosa o templada. La creación es lo que es porque se conforma a la medida del conocimiento creador de Dios; el conocimiento humano es verdadero porque se conforma a la medida de la realidad objetiva; el artefacto es verdadero y útil porque se conforma a la medida de su ejemplar, residente en el espíritu del artista. Y no de otro modo el libre obrar del hombre es bueno porque se conforma a la medida de la prudencia. En cuanto al contenido, lo prudente y lo bueno son una y la misma cosa; sólo por el distinto lugar que ocupan en la seriación lógica del proceso operativo se diferencian entre sí: bueno es lo que antes ha sido prudente.
Por otra parte, la prudencia informa las restantes virtudes; les proporciona su forma esencial intrínseca. Mas no se piense que esta afirmación introduce una nueva verdad; se limita a repetir la ya establecida, sólo que en fórmula distinta. En su condición de medida, la prudencia representa la «forma esencial extrínseca», el ejemplar y la pre-figura del bien. Pero la «forma esencial intrínseca» del bien imita con esencial fidelidad ese ejemplar, guarda esencial conformidad con esa pre-figura original. De esta suerte la prudencia estampa en toda libre acción del hombre el sello interno de la bondad. La virtud moral es la impronta que acuña la prudencia en el querer y el obrar.
La prudencia deja sentir su efecto en toda virtud; y no hay virtud que no participe de la prudencia.
Los diez mandamientos de la Ley de Dios se han de entender referidos a la práctica de la virtud de la prudencia, executio prudentiae, afirmación que para nosotros, los hombres de hoy, resulta punto menos que incomprensible.
Y, de entre los pecados, ni uno solo hay que no conspire contra dicha virtud. La injusticia, la cobardía y la intemperancia se oponen primero, en efecto, a las virtudes de justicia, fortaleza y templanza; pero, en definitiva, a través de ellas se oponen a la prudencia. Todo pecador es imprudente.
La prudencia es, por tanto, causa, raíz, «madre», medida, ejemplo, guía y razón formal de las virtudes morales; en todas esas virtudes influye, sin excepción, suministrando a cada una el complemento que le permite el logro de su propia esencia; y todas participan de ella, alcanzando, merced a tal participación, el rango de virtud.
El bien propio y esencial del hombre —o, lo que es lo mismo, su verdadero ser, el humano— consiste en que «la razón, perfeccionada por el conocimiento de la verdad», informe y plasme internamente el querer y el obrar. En esta proposición fundamental de Tomás de Aquino se compendia toda la teoría de la prudencia, pues en ella se nos significa el sentido unitario de esa pluralidad de imágenes y conceptos anteriormente mencionados, de los que el santo se vale para expresar de forma concreta la primacía de tal virtud.
La verdad descubrimiento de la realidad
El mismo pensamiento manifiesta por modo de oración la liturgia de la Iglesia con estas palabras: «Deus, qui errantibus, ut in viam possint redire iustitiae, veritatis tuae lumen ostendis» («¡Oh Dios, que muestras a los extraviados la lumbre de tu verdad, para que puedan tornar sus pasos al sendero de la justicia!»). La verdad es supuesto de la justicia. Sólo el que rechaza la verdad, natural o sobrenatural, es verdaderamente «malo» e incapaz de conversión. Recordemos, sin salir del ámbito de la sabiduría «natural» de la vida, ámbito, por tanto, al que la sobrenaturaleza «supone y perfecciona», esta frase de Goethe: «Todas las leyes morales y reglas de conducta pueden reducirse a una sola: la verdad».
Mas la introducción ha sido harto fugaz para que pueda eximirnos del riesgo de malentender la expresión de Tomás de Aquino: «la razón, perfeccionada por el conocimiento de la verdad».
«Razón» no significa para Tomás otra cosa que una «referencia o dirección de la mirada a lo real», un «paso a la realidad». Y «verdad» no es para él otra cosa que el descubrimiento y patentización de la realidad, tanto natural como sobrenatural. La «razón perfeccionada por el conocimiento de la verdad» es, por consiguiente, la facultad perceptiva del espíritu humano en tanto actualizada por el descubrimiento de la realidad, lo mismo natural que sobrenatural.
La prudencia es, en efecto, la medida del querer y del obrar; pero, a su vez, la medida de la prudencia es ipsa res, «la cosa misma», la realidad objetiva del ser.
Es cierto, por tanto, que la primacía de la prudencia significa, ante todo, la necesidad de que el querer y el obrar sean conformes a la verdad; pero, en último término, no denota otra cosa que la conformidad del querer y el obrar a la realidad objetiva. Antes de ser lo que es, lo bueno ha tenido que ser prudente; pero prudente es lo que es conforme a la realidad.
Fuente: Josef Pieper, Las Virtudes Fundamentales,
Ediciones Rialp - Grupo Editor Quinto Centenario, Bogotá 1988, páginas 31-41.
Ediciones Rialp - Grupo Editor Quinto Centenario, Bogotá 1988, páginas 31-41.
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