martes, 18 de enero de 2011

«Experiencia» - Josef Pieper

«Experiencia»
Josef Pieper


La frase relativamente agresiva (y de seguro formulada con esa intención) «no hay otro camino que el de la experiencia para conocer íntimamente las cosas» puede entenderse en un sentido por completo aceptable. En todo caso, no tiene objeto ni merece la pena obstinarse en defender el carácter «filosófico» de las múltiples formas ensayísticas o sistematizadoras de un pensamiento meramente especulativo-constructivo.

Por otra parte, es un error mucho más frecuente de lo que se cree el considerar esa frase acerca de la experiencia como frase experimental, o sea nacida a su vez de la experiencia. Esto aparece claro en seguida, si no a primera vista. Quien la sostiene como verdad admite por ello mismo que nuestras convicciones básicas se apoyan necesariamente -y con entera legitimidad- en algo más que la experiencia, aunque también, por supuesto, en esta última.

¿Qué significa «experiencia»? Me atrevo a sugerir la siguiente respuesta provisional: Experiencia es conocimiento en razón de un contacto directo con la realidad. Este contacto se da -casi nadie lo pone ya en duda- no sólo (aunque sí principalmente) en la percepción sensorial, donde, como se dice en el primer párrafo de la Crítica de la razón pura, los objetos realmente «tocan nuestros sentidos». En efecto, «experimentamos» algo no sólo cuando nuestra mano palpa lo tangible o nuestros ojos ven lo manifiesto. Todo el hombre corporal es el reflector infinitamente diferenciado y sensible de ese contacto con la realidad y, como tal, un único órgano de posible experiencia.

Aquí, no cabe duda, se sitúa una de las fuentes de todo conocimiento. Nada de lo que ese órgano aprehende en su contacto con la realidad, ya se trate del mundo exterior o de la realidad que somos nosotros mismos, debe pasarse por alto si de veras nos interesa llegar a un conocimiento amplio y profundo de lo real «por vía de experiencia». Whitehead ha formulado esta idea con palabras casi patéticas; nada es superfluo, nos dice, y todo está en relación con todo: la experiencia del que vela como la del que duerme, la del borracho, la del que tiene miedo; experiencia en la luz y en las tinieblas, en el dolor y en la dicha; experiencia religiosa y escéptica; experiencia -incluso- normal y anormal. Por otro lado, añade, no desaparecen esos hallazgos al cesar el acto de experiencia, sino se acumulan y «conservan» en las grandes instituciones, en lo que los hombres hacen, en la lengua y las obras maestras de la literatura… y sobre todo, claro está, en los preciosos erarios de la ciencia.

Además de esta clase de experiencia, existen otras muchas. De una manera experimento que el hierro pesa más que el aluminio; de otra, que, aparte de cualesquiera «pruebas» o ratificaciones expresas, soy amado u odiado; de otra manera también capto la esencia poética de un poema… Y no obstante, en todos estos casos se trata de experiencias auténticas; no porque otros me lo hayan comunicado conozco la diferencia de peso entre los metales, los sentimientos del amigo y el enemigo, la entraña íntima de un poema, sino porque, al entrar en contacto inmediato con las cosas, éstas dan razón de sí mismas.

Hay también experiencias que pueden ser realizadas y verificadas por otros; y las hay que, en ese sentido, son incomunicables. Tal es el caso, por ejemplo, de las experiencias respectivas del creyente y el no creyente. A la esencia de la fe pertenece una total identificación con lo creído, de suerte que ni siquiera en abstracto e hipotéticamente es posible conjeturar que lo que se cree no sea cierto. Por lo mismo un incrédulo no está en grado de presumir que los dogmas de la fe pudieran ser ciertos («supongamos que los cristianos tuviesen razón y veamos hasta dónde llegan con su fe»). La fe no es como un mirador o unos prismáticos que cualquiera puede poner a prueba. Sólo el que cree con toda seriedad, con toda su fuerza y capacidad existencial, percibe la luz de la verdad creída que se refleja en la realidad. Hay experiencias inmediatamente reconocibles y denominables por quien las siente, y hay otras que pasan de momento inadvertidas y no pueden expresarse, permaneciendo en estado latente por algún tiempo. Ciertas experiencias se descubren por primera vez como tales en el hecho de que a uno no le causa asombro algo que de pronto acontece. Por ejemplo, nunca hubiera yo podido predecir como reaccionarían en una situación inhabitual determinadas personas que cuentan entre mis relaciones más íntimas; pero, dado ese caso y vistas sus reacciones, no siento ninguna extrañeza; sin saberlo, ya lo esperaba… porque ya antes había percibido inconscientemente algo de esas personas que sólo ahora se me revela con claridad, es decir, como experiencia concreta.

En la medida, por tanto, en que sostengo que todo eso y quizá todavía algo más forma parte del corpus de las experiencias humanas, acepto simultáneamente el postulado crítico de que todo filosofar debe legitimarse remitiéndose a la experiencia. Con tal «desdogmatización» y emancipación del concepto de experiencia queda de todos modos bien asentado un principio reivindicativo que de improviso se vuelve contra los críticos positivistas de la filosofía.

Por otro lado, esta última, al reposar sobre una base experimental de tamaña importancia, no puede menos de estar supeditada a una exigencia casi sobrehumana.



Fuente: Josef Pieper, Antología,
Editorial Herder, Barcelona 1984, páginas 112-115.





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