Josef Pieper
«Quien quiera saber, ha de creer»
(Aristóteles, De sophisticis elenchis 2, 2)
I. Concepto de Fe
El «verdadero» significado
¿Quién decide lo que hay que entender por fe?. ¿A quién corresponde juzgar cuál es el verdadero significado de esa y de otras palabras fundamentales del lenguaje de los hombres?. Nadie, naturalmente; ningún individuo en todo caso, por genial que sea, puede precisar y determinar algo semejante. Ya está, de antemano, determinado. Toda discusión ha de partir de eso ya dado desde siempre. Es de suponer que Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás sabían bien lo que hacían cuando comenzaban siempre por inquirir el lenguaje usual: ¿Qué piensan los hombres cuando dicen libertad, alma, vida, felicidad, amor o fe?. Es evidente que los venerables abuelos de la filosofía occidental no han considerado esto como un mero recurso didáctico; más bien han sido de la opinión de que sin tal conexión con el lenguaje hablado realmente por los hombres el pensamiento pierde su fuerza, convirtiéndose en algo fantástico y carente de base.
La averiguación de lo verdaderamente pensado en el lenguaje vivo de los hombres no puede, en cualquier caso, considerarse una tarea fácil de llevar a buen término. Es mucho lo que aboga por el contrario, es decir, por el hecho de que es casi imposible agotar y circunscribir de modo preciso la significación plena de las palabras, sobre todo de las palabras fundamentales. Quizá exceda las fuerzas de la conciencia individual el tenerlas presentes en su integridad, aunque sólo sea en una cierta medida; y a esto parece corresponder, como la otra cara de la moneda, que cada individuo, al utilizar con naturalidad las palabras, acostumbra pensar con ellas más de lo que en realidad conscientemente dice.
Puede ser que todo esto suene como una romántica exageración. Se puede mostrar, sin embargo, que no es así. Todo el mundo piensa, por ejemplo, que sabe con exactitud lo que significa una palabra tan de uso cotidiano como semejanza. Se dirá, quizá, que con semejanza se indica la coincidencia en algunos rasgos, a diferencia de la igualdad, «coincidencia en todos los rasgos». ¿Qué hay que objetar a una caracterización tan precisa y que, por lo demás, ha sido tomada de un conocido diccionario filosófico?. Sin embargo, es falsa; al menos, incompleta. Falta en ella un elemento esencial. Es algo que sólo salta a la vista de quien interroga al uso vivo del lenguaje. A él pertenece no sólo lo que los hombres de hecho dicen sino también lo expresamente no-dicho; es propio también de él el que determinadas palabras no puedan ser empleadas en un determinado contexto. En este sentido Santo Tomás propone una vez a nuestra consideración el hecho de que se puede razonablemente hablar del parecido de un hombre con su padre, mientras que, evidentemente, carece de sentido y resulta improcedente decir que el padre se asemeja a su hijo. En lo que se muestra que el concepto semejanza contiene un elemento significativo que en la definición citada, que parece tan exacta (coincidencia en algunos rasgos), ha sido pasado por alto y en silencio, a saber: el elemento del origen y la dependencia. ¿Quién sería capaz de afirmar que este elemento, en principio oculto, lo tenía presente de forma total y expresa?. Nadie deberá asombrarse, pues, si decimos que nos metemos en una empresa de dificultad máxima al intentar escudriñar la significación íntegra de una palabra fundamental; lo que con ella quiere decir y piensa realmente —esto es lo que hay que considerar bien— todo hombre mayor y con uso de razón.