El Que Llora
[Sobre Léon Bloy]
Juan Manuel De Prada
“Intransigente, desmesurado y virulento, Léon Bloy es quizá el más maldito de todos los escritores” afirma De Prada en este artículo escrito originalmente para el Diario ABC y que hoy reproducimos en el Blog del Centro Pieper al cumplirse 100 años de la muerte del destacado escritor católico francés, “peregrino de lo absoluto” como se llamó a sí mismo. “Sólo hay una tristeza, y es la de no ser santos” decía. Pedimos una oración por su alma.
Afirmaba Léon Bloy (1846-1917) que, cada vez que quería saber las últimas noticias, leía el «Apocalipsis»; por lo que no debe extrañarnos que, en un mundo donde nadie lee el «Apocalipsis», Bloy sea el escritor maldito por excelencia. Y es que Bloy, en verdad, es uno de los escritores más intransigentes, virulentos y desaforados que uno imaginarse pueda; y, por ello mismo, uno de los más apasionantes, cuya escritura nos zarandea sin remilgos con la fuerza brutal de su imaginación paradójica, sus visiones paradisíacas e infernales, sus llantos jeremíacos, sus extemporáneas y violentas invectivas.
Hijo de un ingeniero librepensador y de una piadosísima madre de ascendencia española, Bloy fue en su juventud un furibundo ateo: «Hubo un momento –confiesa– en el cual el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón». A los 23 años se muda a París, donde trabará amistad con Huysmans y Barbey d’Aurevilly, que lo empujan a la fe.
Sin miramientos
Por supuesto, a su temperamento desmesurado no le bastará con ser un católico modosito: se enamora de Anne-Marie Poullet, una prostituta a la que, después de redimir de su oficio, convertirá al catolicismo; pero Anne-Marie acabará enloqueciendo, entre visiones místicas y apocalípticas. Para salvarse de la quiebra moral, Bloy publica en 1887 su primera novela, «Los desesperados», que le granjeará las ojerizas de todos los plumíferos de la época, a los que despelleja sin miramientos. En 1889 se casa con una danesa protestante a la que –¡por supuesto!– también convierte al catolicismo; y desde entonces nunca dejará de publicar con regularidad libros de títulos muy expresivos de su temperamento: «Cuentos descorteses», «La mujer pobre», «La que llora», «La sangre del pobre», «Exégesis de lugares comunes», «El peregrino de lo absoluto» o «En el umbral del Apocalipsis». Sin olvidarnos, por supuesto, de la que tal vez sea su obra maestra, el «Diario» que anualmente entregaba a la imprenta.