Josef Pieper
«El amor es el regalo esencial. Todo lo demás que se nos da sin merecerlo se convierte en regalo en virtud del amor»
(Summa theologica, 1, 38, 2)
I. A Vueltas con las Palabras
La pretendida «pobreza» del idioma
Hay razones más que suficientes que le sugieren a uno no ocuparse del tema del «amor». A fin de cuentas, basta con ir pasando las hojas de una revista ilustrada, mientras nos llega el turno en la peluquería, para que le vengan a uno ganas de no volver a poner en sus labios la palabra «amor» ni siquiera en un futuro lejano. Pero también nos da miedo esa otra actitud que, en el extremo opuesto, se goza de provocar malentendidos al hacer que la realidad del amor, transportada al terreno de lo irreal y fantasmagórico, se evapore y no deje de sí misma otra cosa que la pura «renunciación». En definitiva, pertenecen aquellas aprensiones al capítulo de los gustos y a la forma de encajar ciertas impresiones. Y hasta que no se superan esas reservas, no descubre uno la auténtica dificultad del asunto: es un tema verdaderamente inconmensurable. Pero, ¿puede decirse que se trata realmente de un tema? ¿No responde más bien la palabra «amor» a todo un conjunto de significaciones que, con apuros, pueden reducirse a un común denominador, como una palabra que cabalga su sentido sobre muchas islas flotantes y dispersas sin la más mínima comunicación entre sí? ¿Tienen algo que ver con esa «virtud teologal de la caridad», que en los catecismos suele ponerse después de la fe y de la esperanza, todos esos productos de la industria de la frivolidad que se dicen «amor», o lo que en el famoso ensayo de Stendhal se designa como amor físico? ¿Y qué tienen que ver con todo eso las ideas que Platón desarrolla en su Symposium? ¿No es acaso algo radicalmente distinto? Pero, aparte de esos extremos, nosotros mismos hablamos del amor al vino, del amor a la naturaleza o a la música. ¿Y no hay un abismo entre todo eso y la palabra de la Biblia, en la que se dice que Dios mismo es amor?
El que piensa en la riqueza de palabras que tienen otros idiomas, que se despliegan como un abanico al referirse a esa complicada realidad, podría creer que la dificultad de expresar el contenido del amor es un problema que sólo afecta a la lengua alemana, pues se ve obligada a emplear una misma palabra para expresar cosas distintas. Un especialista en filología antigua ha llamado a su propia lengua «pobre», porque sólo posee una palabra para «cosas que no tienen nada que ver una con otra», mientras que el griego y el romano, lo mismo que las lenguas modernas que se derivan del latín, disponen de media docena larga de vocablos. Un profesor de filosofía ha intentado aliviar esta supuesta penuria lingüística del idioma alemán proponiendo la absurda solución, por él mismo ya puesta en práctica, de distinguir al menos entre amor y amor (que se llamaría: amor sub-uno y amor sub-dos), pero insistiendo en que no se trata de dos «distintas especies de una misma noción genérica del “amor”».
En realidad la cosa es mucho más sencilla de lo que parece. En primer término, cuando se abandona el reino de los sustantivos y se entra en el de los verbos, resulta que la lengua alemana no es ni mucho menos tan pobre. Los hay que hacen asomarse a una profundidad de significación nada fácil de sondear. ¿Qué quiere decir, por ejemplo, «einander leiden mögen»? [NdT: Más o menos, «caerse bien mutuamente»]. Tiene, como todos los idiomas, en medio de la pluralidad de vocablos, una palabra base, que es también única y que reúne en sí y relaciona todas las demás especificaciones contenidas en las otras. Esa palabra es: amor. Omnis dilectio vel caritas est amor, sed non e converso. Esta frase no hace sino dejar constancia de un uso lingüístico vigente: toda dilectio (dilección) y toda caritas (caridad) es, en el fondo, amor (amour, amore, amor). Por tanto, lo discutible es precisamente el que todas esas cosas que el idioma alemán llama «amor» no tengan nada que ver entre sí. Sigmund Freud, que, por un lado, habla también del «abandono de la lengua en el empleo de la palabra “amor”», invita, por otro, a reflexionar sobre el hecho de que «todo uso idiomático, aun en medio de todos sus caprichos, permanece siempre fiel a alguna clase de realidad». De aquí se deduce que quizá haya una posibilidad de encontrar algo en esa pretendida «pobreza» del vocabulario alemán. Y esa posibilidad consiste en que la misma lengua nos incita a que no se pierda de vista lo que es unificante y común en todas las configuraciones del amor, y a que se tenga siempre en la conciencia esa convergencia a pesar del malaventurado uso restrictivo.
Es cierto, por otra parte, que existe ese abuso; y hasta parece incluso que son las palabras clave del habla humana las que más sufren esos achaques. Al menos así se ha dicho, y no sin razón. André Gide, llegado ya a los ochenta años y demasiado gastado para continuar escribiendo su diario, en sus últimos apuntes poco antes de morir escribe unas pocas palabras: «elegancia», «dignidad», «grandeza»... «me da miedo y casi vergüenza emplear estas palabras; es tal el descaro con que se ha abusado de ellas... Casi se las podría llamar vocablos obscenos, lo mismo que todas las palabras nobles, empezando por la virtud».