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miércoles, 3 de febrero de 2010

Ascetismo y Herejía - Josef Pieper

Ascetismo y Herejía
Josef Pieper


Un escritor tan moderno como James Joyce tuvo durante toda su vida el acto carnal por vergonzoso, según se desprende de la bien documentada biografía de Richard Ellmann. A ninguno de los grandes doctores de la cristiandad se le ocurrió jamás tal cosa. Para Tomás de Aquino, por ejemplo, resulta evidentísimo (tanto que apenas hace falta recalcárselo todavía a algunos supuestos entendidos, aunque de todas maneras creemos oportuno recordarlo aquí) que el impulso sexual no es un mal necesario, sino un bien. Siguiendo en esto las huellas de Aristóteles, llega incluso a decir que en el semen humano hay algo divino. Igualmente obvio le parece a Tomás que, «como el comer y el beber», la satisfacción del instinto natural de la sexualidad y el deseo carnal que de ella se deriva nada tienen de pecaminoso (absque omni peccato), con tal que se preserven la moderación y el orden. En efecto, el sentido intrínseco del apetito sexual, procrear hijos que sigan poblando la tierra y el reino de Dios, no es ni siquiera un bien como cualquier otro, sino, al decir del propio Tomás, «un bien eminente». Por si esto fuera poco, la indiferencia apática (insensibilitas) frente a todo deseo carnal, que más de uno podría verse tentado a considerar como ideal de perfección cristiana, se califica en la Suma Teológica no sólo de defecto, sino de positiva imperfección moral (vitium).

Aquí mismo debemos hacer notar que la procreación no es el único y exclusivo sentido del apetito sexual, así como tampoco los hijos son la única y exclusiva razón de existir del matrimonio. Éste, en cambio, es la plenitud o consumación propia del instinto carnal. De los tres «bienes» del matrimonio (fides, proles, sacramentum: comunidad de vida, hijos, sacramentalidad), la fides, o sea la comunidad íntima e inviolable de vida, constituye, según Tomás, el «bien» ordenado al hombre «en cuanto hombre».

viernes, 18 de diciembre de 2009

Sabiduría y Educación en el Pensamiento de O. Clement - Héctor Padrón


Sabiduría y Educación en el Pensamiento de O. Clement
Dr. Héctor Jorge Padrón

Universidad Nacional de Cuyo - Conicet


Preliminar


Propio de la Sabiduría y del Sabio es ordenar (1). Ahora bien, habrá que precisar aquí que no se trata de la experiencia del orden al cual nos tiene habituados la metodología y la epistemología de raíz cartesiana. El orden de una construcción perfectamente articulada según la exigencia diáfana de las razones more mathematico y, después, more trascendental, de raíz kantiana. El orden en cuestión no es nunca una construcción que nos pertenece a nosotros a partir de la iniciativa de nuestra razón; sino, ante todo, algo que la totalidad de la inteligencia del hombre (ratio et intellectus) descubre como don y como exigencia inexcusable de la realidad. Así, entonces, el ordenar aquí es el escuchar, el descubrir desde el asombro y la fidelidad del discípulo, el celebrar inacabablemente el gozo de la experiencia de la Sabiduría: el Secreto y la Comunión. Este orden se propone a partir de ciertos requisitos que será preciso cumplir con generosidad: el silencio y el pudor. Se comprende por qué la antítesis de la Sabiduría es la obscena multiplicación de las palabras y aun de los signos que interpretarán, indefinidamente, otras palabras y, todo esto, en el proceso de una creciente confusión. En suma: Babilonia.

Toda nuestra Educación debe descubrir los niveles solidarios de la Sabiduría: la sabiduría filosófica, teológica y, finalmente, mística (2) si, como se presume, quiere seguir siendo humana (3).

Uno de los rasgos principales de la actitud de la Sabiduría es que a través de la totalidad de los niveles mencionados -filosófico, teológico y místico- permite que el hombre pueda revertir el movimiento por el que nos abandonamos a la fuerza de la corriente -cualquiera ella sea: la de lo cotidiano, la de la moda intelectual o la de una interpretación ideológica de la historia- dejándonos ir y arrastrar y, en cambio, remontar contra corriente hacia la profundidad de la fuente para buscar abismarnos en la verdad y ser poseídos por ella. Una de las serias dificultades de esta conducta consiste en la necesidad de aceptar quedarnos solos. Esta soledad se promueve a partir no sólo del esfuerzo y la exigencia constantes sino, también, de la paciencia y la perseverancia indispensables para que, efectivamente, nos sea posible mirar y ver, en el sentido de contemplar la realidad de cada cosa en su rostro (4). Todo ocurre como si la Sabiduría, en su totalidad, reclamara siempre una purificación de nuestra inteligencia, un modo de sentir y de pensar que nos complace llamar icónico, en cuanto que debe atravesar lo visible para tratar de aprehender lo invisible (5).

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