domingo, 29 de mayo de 2011

Amor - Josef Pieper

Amor
Josef Pieper


«El amor es el regalo esencial. Todo lo demás que se nos da sin merecerlo se convierte en regalo en virtud del amor»
(Summa theologica, 1, 38, 2)


I. A Vueltas con las Palabras


La pretendida «pobreza» del idioma

Hay razones más que suficientes que le sugieren a uno no ocuparse del tema del «amor». A fin de cuentas, basta con ir pasando las hojas de una revista ilustrada, mientras nos llega el turno en la peluquería, para que le vengan a uno ganas de no volver a poner en sus labios la palabra «amor» ni siquiera en un futuro lejano. Pero también nos da miedo esa otra actitud que, en el extremo opuesto, se goza de provocar malentendidos al hacer que la realidad del amor, transportada al terreno de lo irreal y fantasmagórico, se evapore y no deje de sí misma otra cosa que la pura «renunciación». En definitiva, pertenecen aquellas aprensiones al capítulo de los gustos y a la forma de encajar ciertas impresiones. Y hasta que no se superan esas reservas, no descubre uno la auténtica dificultad del asunto: es un tema verdaderamente inconmensurable. Pero, ¿puede decirse que se trata realmente de un tema? ¿No responde más bien la palabra «amor» a todo un conjunto de significaciones que, con apuros, pueden reducirse a un común denominador, como una palabra que cabalga su sentido sobre muchas islas flotantes y dispersas sin la más mínima comunicación entre sí? ¿Tienen algo que ver con esa «virtud teologal de la caridad», que en los catecismos suele ponerse después de la fe y de la esperanza, todos esos productos de la industria de la frivolidad que se dicen «amor», o lo que en el famoso ensayo de Stendhal se designa como amor físico? ¿Y qué tienen que ver con todo eso las ideas que Platón desarrolla en su Symposium? ¿No es acaso algo radicalmente distinto? Pero, aparte de esos extremos, nosotros mismos hablamos del amor al vino, del amor a la naturaleza o a la música. ¿Y no hay un abismo entre todo eso y la palabra de la Biblia, en la que se dice que Dios mismo es amor?

El que piensa en la riqueza de palabras que tienen otros idiomas, que se despliegan como un abanico al referirse a esa complicada realidad, podría creer que la dificultad de expresar el contenido del amor es un problema que sólo afecta a la lengua alemana, pues se ve obligada a emplear una misma palabra para expresar cosas distintas. Un especialista en filología antigua ha llamado a su propia lengua «pobre», porque sólo posee una palabra para «cosas que no tienen nada que ver una con otra», mientras que el griego y el romano, lo mismo que las lenguas modernas que se derivan del latín, disponen de media docena larga de vocablos. Un profesor de filosofía ha intentado aliviar esta supuesta penuria lingüística del idioma alemán proponiendo la absurda solución, por él mismo ya puesta en práctica, de distinguir al menos entre amor y amor (que se llamaría: amor sub-uno y amor sub-dos), pero insistiendo en que no se trata de dos «distintas especies de una misma noción genérica del “amor”».

En realidad la cosa es mucho más sencilla de lo que parece. En primer término, cuando se abandona el reino de los sustantivos y se entra en el de los verbos, resulta que la lengua alemana no es ni mucho menos tan pobre. Los hay que hacen asomarse a una profundidad de significación nada fácil de sondear. ¿Qué quiere decir, por ejemplo, «einander leiden mögen»? [NdT: Más o menos, «caerse bien mutuamente»]. Tiene, como todos los idiomas, en medio de la pluralidad de vocablos, una palabra base, que es también única y que reúne en sí y relaciona todas las demás especificaciones contenidas en las otras. Esa palabra es: amor. Omnis dilectio vel caritas est amor, sed non e converso. Esta frase no hace sino dejar constancia de un uso lingüístico vigente: toda dilectio (dilección) y toda caritas (caridad) es, en el fondo, amor (amour, amore, amor). Por tanto, lo discutible es precisamente el que todas esas cosas que el idioma alemán llama «amor» no tengan nada que ver entre sí. Sigmund Freud, que, por un lado, habla también del «abandono de la lengua en el empleo de la palabra “amor”», invita, por otro, a reflexionar sobre el hecho de que «todo uso idiomático, aun en medio de todos sus caprichos, permanece siempre fiel a alguna clase de realidad». De aquí se deduce que quizá haya una posibilidad de encontrar algo en esa pretendida «pobreza» del vocabulario alemán. Y esa posibilidad consiste en que la misma lengua nos incita a que no se pierda de vista lo que es unificante y común en todas las configuraciones del amor, y a que se tenga siempre en la conciencia esa convergencia a pesar del malaventurado uso restrictivo.

Es cierto, por otra parte, que existe ese abuso; y hasta parece incluso que son las palabras clave del habla humana las que más sufren esos achaques. Al menos así se ha dicho, y no sin razón. André Gide, llegado ya a los ochenta años y demasiado gastado para continuar escribiendo su diario, en sus últimos apuntes poco antes de morir escribe unas pocas palabras: «elegancia», «dignidad», «grandeza»... «me da miedo y casi vergüenza emplear estas palabras; es tal el descaro con que se ha abusado de ellas... Casi se las podría llamar vocablos obscenos, lo mismo que todas las palabras nobles, empezando por la virtud».

C. S. Lewis ha calificado de «ley» esta tendencia a cambiar el sentido de las palabras éticamente famosas en su contrario: «Ponle un nombre a una buena cualidad y pronto ese vocablo designará un defecto». Así se explica la aversión que parecen sentir algunos a tomar en sus labios la desprestigiada palabra «amor». En lugar de pronunciarla, se prefiere hablar de «humanidad» y de «solidaridad». Pero, ¿no son distintas las significaciones de estos nombres de la que tiene la palabra «amor»? Las palabras básicas y fundamentales no consienten se las sustituya, al menos no toleran se haga arbitrariamente, ni se prestan a que su contenido sea expresado por otras, por racionalmente fundada que esté esa decisión de suplantarlas. En cambio, parece que no se excluye que el abuso de las mismas llegue tan lejos, que una palabra de ésas, vilipendiada vergonzosamente, desaparezca de la circulación idiomática. Y ambas cosas pueden perfectamente demostrarse por dos hechos extraños ocurridos en la historia de la significación del vocabulario alemán sobre el amor, sobre lo que estaría uno autorizado a extremar su sorpresa más de lo que corrientemente se hace.

El vocablo Minne [NdT: Arcaica expresión para designar el amor] es una palabra que, a fuerza de ser usada, ha quedado simple y llanamente eliminada de la lengua viva. Para Wolfram von Eschenbach y Walther von der Vogelweide, lo mismo que para muchos normales usuarios que no hablaban en poesía, Minne era la palabra corriente para designar el amor. Por tanto, la lengua alemana tuvo en sus orígenes más de una expresión para decir «amor». Parece incluso que el vocablo Minne era una expresión más sublime que Liebe. Como puede leerse en el diccionario alemán de Grimm, significa tanto el amor de entrega del hombre a Dios (Gottesminne) como la actitud de socorro para con el indigente, y, por añadidura, también el amor entre hombre y mujer. Allá por los años 1200 se queja Walther von der Vogelweide de que con la efigie de Minne «se están acuñando monedas muy falsas». Es cierto que esta expresión siguió en uso largo tiempo. Pero su creciente desvalorización, al irse trocando en una versión de lo crasamente vulgar, hace que, por el momento, su empleo «se haya hecho totalmente imposible». Luego, como una especie de rabia contra ella, se la extermina sin apelación. Incluso en el lenguaje escrito, cuando aparece, se pega sobre ella un cartelito que la recubre y dice Liebe. Todavía al filo del año 1400, la palabra Minne ocupa inconmovible su puesto en el salterio alemán de Notker. Pero Lutero ya no la emplea. Como lacónicamente nos transmite el diccionario de Grimm, a «partir del siglo XVI se la evita, y para el uso vivo de la lengua es una palabra muerta». Y así han quedado las cosas hasta hoy. Ni los esfuerzos de los románticos ni las óperas de Wagner han sido capaces de devolverla a la vida lingüística. Y a pesar de que existe una moderna versión de Kierkegaard, la de Emmanuel Hirsch, en que una de las dos expresiones del danés para el «amor» se traduce al alemán por Minne, eso no pasa de ser un arcaísmo que permanece solitario, sin influencia alguna sobre la verdadera forma de hablar de los hombres.

El segundo fenómeno lingüístico del que aquí queríamos dar cuenta brevemente es el intento de introducir la palabra caritas en la lengua viva alemana: mejor dicho, el fracaso de esa tentativa. El incidente pone de manifiesto lo problemático que resulta el pretender marcar una andadura a la lengua viva y superar su presunta «pobreza» a base de reforzar su curso imponiéndole una trayectoria determinada. En este caso concreto, la peculiaridad de la virtud teologal del «amor» habría de imponer su ley y distanciarse de todo aquello que los hombres llaman «amor». Claro que en este caso hay, además, en juego otro problema de hondo calado, que podría enunciarse con la fórmula abreviada de «Lenguaje y Terminología» («palabra históricamente respaldada» y «expresión técnica artificial»).

Naturalmente, no hay nada que oponer a que en el terreno del debate erudito se sirva uno de una terminología más o menos artificial al objeto de conseguir más claridad; por ejemplo, que el teólogo, para designar con más precisión lo que es el amor de Dios y del prójimo en sentido sobrenatural, emplee el término caritas. Y mientras esta expresión verbal, tomada de otro idioma, quede bien perfilada como distinta a la que el común de los mortales habla, todo está en orden. Pero en cuanto se le inserte en el uso corriente del hablar general o se le quiera dar en él carta de naturaleza, queda, como es natural, sumergida en los avatares del dinamismo idiomático de la lengua viva y cae irremediablemente en el peligro del cambio de sentido, del estrechamiento de su significación y en el desgaste, por lo que parece, más intensamente incluso, que las palabras que han ido siendo sin más admitidas o las que los poetas han introducido trayéndolas del reino de la inspiración.

Exactamente esto es lo que sucedió cuando a la palabra «caritas», expresión de significado específico en la Teología, se la tomó prestada de allí y se la medio alemanizó. Su significado en ambos idiomas ya no puede decirse que coincida. «Caritas», en alemán, significa, sobre todo, si no exclusivamente, la atención y cuidado de los necesitados y todo el montaje organizador que para ello se requiere (asociaciones, organismos administrativos, directores, etcétera). Digamos de nuevo que no hay nada que oponer, sino todo lo contrario: se trata de una transformación sublime y conmovedora. Y, además, ¿quién podría asegurar que no hay en todo eso, al menos en líneas generales y más o menos oculto, un algo de amor de Dios y del prójimo? Y, sin embargo, lo que se entiende por eso es mucho más y a la vez totalmente distinto de lo que por «caritas», como virtud teologal y ascética, se ha entendido siempre. 

Al reflexionar sobre esto, nadie se podrá extrañar de que Karl Jaspers contraponga «caritas» a «amor», y que pueda hablar de una «caritas sin amor». Si aquella tentativa que, probablemente por influjo del libro de Anders Nygren, se hizo en los años treinta de introducir en el uso idiomático alemán la palabra grecobíblica ágape hubiera tenido éxito, es de suponer que el vocablo hubiera corrido una suerte semejante.

Pero no se trata de aclarar si el conjunto de vocablos de que se puede echar mano es pobre o rico; lo que importa es que uno se dé cuenta, en la mayor medida posible, de la complejidad del fenómeno que llamamos «amor». Esto no puede conseguirse más que mediante la interpretación del lenguaje, del propio y del ajeno, supuesto que sepamos desentrañarlo, lo cual puede no ser el caso, a pesar de que lo dominemos. Tal interpretación tendrá que ser forzosamente fragmentaria y contingente, como es natural, pero hay que hacerla. Ni siquiera lo que en la conversación normal piensan y entienden todos y cada uno de los que hablan la misma lengua puede ser traducido sin rastro de incertidumbre a formulaciones de contenido reflejamente consciente y claro. Resulta difícil percibir los segundos sentidos o delicados matices que acompañan el manejo de las lenguas vivas extrañas para nosotros. Y aún son mayores las dificultades si se trata de lenguas muertas. Superfluo sería recordar, por conocido, que cada uno de nosotros sólo domina un escaso tanto por ciento de todas esas lenguas que, de hecho, circulan sobre la superficie del planeta. Y, sin embargo, aun siendo conscientes de la precariedad e imperfección, no es poco, ni mucho menos, lo que una reflexión concienzuda sobre el acervo de palabras es capaz de sacar a la luz y de dar nombre al fenómeno del amor.


El vocabulario amoroso en el latín y en el griego

El latín, la lengua antigua que con mayor intensidad que cualquier otra ha inspirado el vocabulario de los pueblos europeos, tiene por lo menos media docena de palabras para designar el amor, todas las cuales eran empleadas por los romanos. Amor y caritas son dos vocablos de todos conocidos. Pero las obras de caridad cristiana que nosotros atribuimos hoy con la mayor naturalidad a la «caritas», se llamaban en tiempos de San Agustín, como él mismo relata, obras de la pietas. La palabra dilectio, cuarto vocablo en uso para los latinos, la hemos ya mencionado más arriba, aunque incidentalmente. A este grupo de palabras pertenece no sólo la affectio, sino también, y no sin cierta sorpresa, el studium. Se ha afirmado incluso que esta última palabra expresaba para los romanos un aspecto característico de la inclinación amorosa, es decir, la voluntad de servicio o de estar a disposición de alguien; con lo cual se llama, de hecho, por su nombre a algo que va siendo raro en el amor, pero que, sin embargo, es parte integrante del mismo según el común sentir. También la palabra «pietas» dice relación, según parece, a un matiz del amor que no es considerado hoy como natural. No sería exacto afirmar que a la esencia del amor pertenezca, en todos los casos, una especie de compasión, pity (que viene de pietas) o misericordia como ha pretendido defender Arthur Schopenhauer falsificando, evidentemente, el sentido del amor con su radicalismo al afirmar que «todo amor puro y verdadero es compasión». Pero ese nombre latino nos hace pensar, y no sin motivo, que el amor real «no es posible sin algo de miramiento, deferencia y comprensión».

La palabra affectio pone de manifiesto un nuevo elemento significativo del «amor»; el vocablo, como tal, ha pasado sin cambios apreciables de sentido al francés y al inglés. Es el elemento de la passio, que en este contexto no quiere decir pasión dolorosa o gozosa, sino la pasión que se nos impone, en cierto modo fatalmente, cuando amamos. A pesar de que la affectio, entendida como integrante o equivalente del amor, sea una forma gramatical activa, todo el mundo sabe que al amar no somos en exclusiva, ni quizá primariamente, sujetos activos. El amor es, y quizá más que nada, algo que nos sobreviene.

A pesar de que Goethe tenga derecho a reclamar para sí una cierta competencia en la materia, consideramos una formulación exagerada la que a sus sesenta años emplea cuando dice: «El amor es tener que aceptarlo...; no se trata de querer, hay que quererlo». No queda aclarado quién es el sujeto activo cuando alguien «nos gusta» o cuando encontramos que una persona es «encantadora». Cuesta trabajo creer que en la forma corriente de entender el amor humano verdadero alguien piense que por parte del que ama es todo voluntario, aunque se trate de un amor desprendido hasta el heroísmo, y que no haya en él ni un gramo de fatalidad, sino que todo sea, por dentro y por fuera, una actividad conscientemente desarrollada por el amante. A nadie se le oculta, por otra parte, que en el amar no puede consistir todo ese fenómeno espontáneo y ciego que realmente tiene algo de pasivo, que es el «gustarle alguien a uno», sino que también anda en juego un factor de preferencia selectiva y de juicio discriminatorio. El amor que procede de la existencia vital y que se apodera del hombre todo incluye también esencialmente el diligere, que en el fondo significa «dedicarse por» o elegir. Con esto tenemos que en el latín y en todas las lenguas de él derivadas, la dilectio (dilección) es, con toda evidencia, imprescindible para el vocabulario del amor; es decir, imprescindible para expresar la calidad personal y espiritual del amor humano. En el terreno de lo sensible no tiene la dilectio, evidentemente, nada que hacer; mientras que, como dice Santo Tomás, la palabra amor abarca tanto lo sensual como lo anímico, lo espiritual como lo sobrenatural.

Por lo que se refiere a la expresión caritas, que, contra lo que podría creerse, no fue especialmente tipificada por el Cristianismo sino que, como vemos por Cicerón, era de uso corriente en el latín clásico, tiende ya por su mismo sentido literal a significar un acto que sólo se consuma en el espíritu: es una estimativa del valor. Con su adjetivo derivado carus apellidamos algo que nos es realmente caro, es decir, aquello por lo que estamos dispuestos a pagar un alto precio. Este doble sentido que sigue conservando en muchos idiomas, tanto lo amado como lo costoso o caro, es un caso de especial interés. Automáticamente pone a uno frente a la pregunta de si está dispuesto y cuánto a pagar por la unión real o supuesta con lo amado. En ello me parece reflejado el fuerte núcleo de todo amor verdadero y, ante todo, del amor a Dios, que en un sentido eminente se llama caritas. Ante esa duda que parece a veces aflorar de cómo es posible amar a Dios cuando éste es inalcanzable para nuestros sentimientos, se da a entender aquí que lo que quiere expresarse con el contenido de caritas no es sólo algo sentimental, ni tan siquiera primariamente una especial intensidad de lo que se siente, sino lo más «real» y sereno que hay dentro de la valoración, a la vez que la predisposición a pagar algo por la unión con Dios. Este es, como hemos dicho, el núcleo de acero de la caritas. La vida de aquellos que fundaron su vida sobre la caritas pone de manifiesto hasta qué punto la irradiación de esa realidad penetra la esfera del sentimiento y hasta de los sentidos. Con todo esto tiene algo que ver el hecho de que San Francisco de Sales, al poner el título de su tratado sobre el amor de Dios, no eligiera la palabra caridad ni la palabra dilección, sino que, con razón muy bien fundada, se decidiera por el vocablo «amor»: Traite de l'amour de Dieu. Y «amor» (amour) no es otra cosa que lo que en alemán es la palabra Liebe: el nombre que abarca todas las dimensiones; y si hay en ello un acento sobre el cual se carga la entonación es precisamente el de sentirse arrebatado y el de ser un incendio que se cebe hasta en lo corporal. 

Es cierto que en el latín, lo mismo que en el uso de las lenguas actuales, se advierte la tendencia a desbordar esas fronteras entre las distintas áreas de significación que tan limpiamente se han trazado para cada palabra. San Agustín, por ejemplo, a pesar de su agudísima sensibilidad para los detalles lingüísticos, y aun cuando a veces él mismo hace resaltar las diferencias, como en los casos del amor y la dilección, no tiene inconveniente en poner de relieve lo que hay de común en toda clase de amor; incluso en la Biblia, asegura el Obispo de Hipona, cuando se emplean las palabras amor, dilección y caridad, se dice, en el fondo, lo mismo. De hecho, la Vulgata, por lo que parece, también traduce las palabras ágape y agapán, indistintamente, por amor, caridad y dilección; en ella encontramos los vocablos amare y diligere para significar lo mismo.

Eros, la palabra griega aceptada por todas las lenguas europeas, tiene una significación mucho menos clara de lo que ciertos intérpretes han afirmado. No es preciso adentrarse gran cosa en los Diálogos de Platón para darse cuenta de la pluralidad de dimensiones que ofrece el área de su significación. Puede dar a entender la inclinación que se inflama ante lo corporalmente bello; la locura divina (theia mania), el impulso de meditación religiosa sobre el mundo y la existencia, el ímpetu de la ascensión hasta la contemplación de lo divinamente hermoso. A todo esto llama Platón «Eros». En Sófocles hay un lugar donde esta palabra quiere decir algo así como «alegría apasionada». Con esta significación se ha conseguido introducir en la palabra «Eros» un componente que arrastrará consigo en el empleo corriente y que ya no se volverá a perder; de esto volveremos a ocuparnos más adelante.

Philía, a pesar de quedar restringida al traducirla por «amistad», es un vocablo que parece acentuar, lo mismo que el verbo de donde proviene, phileín, el sentimiento de solidaridad, no sólo entre amigos, sino también entre casados, compatriotas y entre todas las personas de las que se predica. Cuando Antígona está pronunciando la célebre frase: «No he sido hecha para odiar, sino para amar», no emplea ni el eros ni el ágape, sino el verbo phileín.

Ágape, como sustantivo, adquirió carta de naturaleza en el griego bíblico. Karl Barth piensa que el Nuevo Testamento, lo mismo que los Setenta, la versión griega precristiana del Antiguo Testamento, pudo haber aceptado este vocablo precisamente porque es «una expresión bastante gris», en la línea, más o menos, del to like inglés. El filólogo e historiador de las religiones Richard Reitzenstein dice que la palabra ágape no perteneció al «vocabulario literario griego». En cambio, era expresión literaria en el ámbito del amor la palabra storgé, que significa, sobre todo, el amor filial, y philantropía, por la que se pretende expresar en primer término el amor de benevolencia, pero después también el amor sexual. Habría que nombrar también el vocablo philadelphía, una expresión tardía para el amor fraterno, que, al igual que la palabra philantropía, entra más tarde en el griego del Nuevo Testamento.

Pero estas últimas palabras no tienen importancia para el tema específico que nos ocupa. Más importantes son los vocablos eros y ágape, dos «términos clave» que se excluyen entre sí y que son objeto de discusión filosófico-teológica, en la que más adelante vamos a intervenir con especial interés.

Hay una cuestión que, precisamente por una peculiaridad del uso de la palabra ágape en la Biblia, se plantea como interrogante ya desde ahora. Me refiero al empleo «absoluto», por así decirlo, de tal palabra en pasajes bíblicos, como el de 1 Ioh 4, 18: «En el amor no hay temor, porque el amor perfecto desecha el temor». En el amor ¿a quién?, habría que preguntar. ¿O quizá quiere decir en el amor de quién? Con toda seguridad se entiende ahí que existe un sujeto y un objeto del amor, y así hemos de suponerlo. Pero la forma de hablar sugiere algo así como si por el amor se constituyese una especie de cualidad de la persona, es decir, la estructura de lo que se llama «ser en el amor», lo cual, a su vez, determina la raíz misma de la relación existencial del hombre y lo transforma. Sólo al final de nuestro trabajo estaremos en condiciones de precisar qué puede significar más exactamente esa cualidad y en qué sentido puede ser aceptable hablar de ella como de una posibilidad real del hombre. Quizá entonces quede demostrado que la contestación a esta pregunta es también la conclusión a que llega este libro.


Equívocos: «sex»; «to like» y «to love»; «I am fond of»

Pero quien llegado a este punto se pare por un momento y mire hacia atrás, al hacer balance de todo lo dicho, pensará quizá que en todo esto tiene que haber un malentendido: ¿Es que el «sexo» no aparece de verdad en todo el vocabulario manejado para hablar del amor? ¡Cosa extraña sería, desde luego! Y tanto más, cuanto que difícilmente podría pensarse que esa falta de alusiones se debiera a alguna clase de tabú o puritanismo. Basta recordar la desenvuelta forma de hablar de un Aristófanes, de un Plauto o de un Terencio.

Entonces, ¿qué pensar? Me limitaré a citar a un americano, autor de importantes escritos de cultura antropológica: «Para nosotros resulta ciertamente extraño lo poco que los latinos hablaron del sexo, que no era para ellos tema a dilucidar. Lo que les interesaba era el amor. Lo mismo habría que decir de los griegos. Todos conocemos la expresión eros, pero nadie ha oído apenas que se empleara para designar el sexo. Para eso empleaban la palabra phylon..., un término zoológico» (Rollo May, Love and Will, Nueva York 1969, p. 73). A todo ello contrapone el mismo autor una tesis que cuadra con nuestra situación: «Estamos huyendo del eros, y como vehículo de fuga nos sirve el sexo». Pero esto es adelantarnos a una cuestión que en todo caso será discutida luego más detalladamente. 

Para referirnos al vocabulario inglés y francés bastará con unas pocas observaciones, pues en esos idiomas, aunque en forma algo modificada, vuelven a aparecer, como es natural, las principales palabras del idioma latino (amor, dilección, charité, charity, affection). Hay que hacer notar, sin embargo, algunas peculiaridades que enriquecen y completan el campo de representaciones suscitadas por la palabra «amor». Por ejemplo, en el inglés se encuentra ya desde muy pronto la distinción entre to like y to love. A primera vista podría entenderse esa diferencia pensando que la primera expresión se refiere a cosas, y la segunda, a personas. Cuenta C. S. Lewis que un escolar es reprendido cuando dice de las fresas: I love them; pero si le gustan apasionadamente, el uso lingüístico avala esa manera de decirlo. No hay que pensar, sin embargo, que sea la intensidad de la sensación lo que constituye la diferencia. Se trata más bien de otra forma de inclinación que, por su misma naturaleza, es distinta. Además, también el to like puede emplearse refiriéndolo a personas. Significa en este caso gustarle alguien a alguno, encontrarlo simpático, agradable, etc.; mientras el to love expresa el amor propiamente dicho referido a otra persona. Por tanto, sería lógico que pudiera decirse de una persona: I like him, but I do not love him —«me agrada (como compañero de trabajo, como interlocutor), pero no puede decirse que le quiera».

En relación con lo que intentamos explicar, sería, en cambio, muy posible encontrarnos con el caso contrario, es decir, que se quiera (con amor) a una persona, pero que haya cosas en ella que «no agradan», y que, de acuerdo con esto, sea una falsa recriminación contra el mandamiento del amor al prójimo al afirmar que sería demasiado exigir que se encuentre simpático a todo el mundo. Pero ¿qué es amar? Esa es precisamente nuestra pregunta.

Hay dos cosas que siempre me han fascinado en el vocabulario inglés del amor. La una es la identidad de palabras para expresar el «sentir agrado» (to like), por un lado, y para el «ser igual» o «ser semejante» (likeness), por el otro. Es cierto que los entendidos en etimología dicen que no se trata en absoluto de la misma palabra, sino que una y otra proceden de raíz totalmente distinta. Yo, que no estaba en disposición de revisar esta sentencia de los especialistas, me había dado por contento con la explicación. Pero luego cayó en mis manos un excelente diccionario donde se afirmaba que también las palabras amor y amare tienen algo que ver con la voz radical «igualdad», with the radical notion of likeness, concretamente tanto con el griego háma («a la vez») como en el latín similis y el inglés same. Naturalmente que este descubrimiento, como todo nuestro prolongado intento de dar una visión general del conjunto de palabras sobre el amor, no interesa ahora como excursión histórica sobre el lenguaje, sino únicamente porque esta proximidad entre «amor» y «ser igual», expresada en la misma palabra, saca al descubierto un componente de significación que al principio nos era más o menos oculto, pero que luego resulta no sorprendernos y que incluso lo habíamos sospechado y hasta casi sabido con certeza; a saber, que el «amor» incluye siempre un ordenamiento intrínseco recíproco entre amante y amado, y que descansa sobre esa destinación. Dicho con otras palabras, que nadie puede amar una cosa o a una persona si el mundo, en un determinado sentido difícil de expresar en palabras, no fuera una única realidad y no pudiera ser vivido como algo fundamentalmente unitario; como un mundo en el que todos los seres son radicalmente semejantes y en el que por su origen, y ya de antemano, se encuentran en una real relación de correspondencia.

Con esto queda confirmada nuestra certeza de que el amor no sólo realiza la unión en el fruto y es la unidad en él, sino que, además, la presupone. Paul Tillich ha aceptado esta realidad en su definición del amor. Dice que el amor no es tanto la unión de dos distintos y extraños cuanto la reunificación de dos semejantes que se hallaban alejados uno de otro. Ahora bien, una separación o alejamiento no tiene sentido si no se presupone un estado de unión previa. 

Otro enigma de la lengua inglesa me pareció siempre la significación originaria de ese giro idiomático que, por ejemplo, emplea el aficionado al vino cuando dice que él está fond of wine. ¿Y qué significa propiamente llamar a una mirada amante a fond look? Claro que no es más que la pregunta ignorante que puede hacer un no especialista en filología. El caso es que no he encontrado entre mis amigos ingleses ninguno que pudiera contestármela. Por esto, fue para mí una sorpresa cuando me enteré de que en el inglés medieval fond había sido fonned y que, por tanto, es esa palabra un disimulado participio pasivo de perfecto que proviene de un verbo desaparecido que significaba algo así como encantar o embrujar. Por tanto, to be fond of y fondness significan «una especie de hechizo o encantamiento del ánimo», con lo que se vuelve a recordar el carácter de fatalidad o destino que sobreviene por el amor. De nuevo volvemos a preguntar: ¿Es que al amar no somos tanto activos y operantes, cuanto movidos por lo amado, alterados por ello y «puestos en acción»? ¿Es el amor, ante todo (o por lo menos al principio, en el primer momento), encanto sufrido ante el amado ser encantados por él? «Encantado», lingüísticamente hablando, es también una forma verbal: el verbo alemán züchen, encantar, es, según dicen los expertos en etimologías, la forma de intensificación de ziehen, tirar; de acuerdo con esto, entzücken designa normalmente lo contrario, la supresión de aquello que significa el verbo simple, algo así como el «alejamiento». Su significación sería, por tanto, sacarle a uno de sí mismo con fuerza por la violencia, por así decirlo, enajenarlo, sacarlo fuera de sí. Como se ve, todo esto viene a contener con más o menos diversidad de formulaciones lo mismo que expresa el vocablo latino affectio: «quedar afectado».

En francés parece que la palabra affection es exactamente una categoría verbal comprensiva y genérica de todas las formas concretas del amor. Cualquiera que coja en sus manos un diccionario francés conocido e investigue en él lo que la palabra amour quiere decir, se encontrará con la siguiente información: amour en sentido general quiere decir affection profonde; mientras que amor erótico, en su sentido más preciso, viene definido como: sentiment d'affection de un sexo hacia el otro.


Dos peculiaridades rusas

Para terminar esta pequeña investigación sobre las palabras y su uso idiomático con respecto al amor, investigación que forzosamente tenía que ser más o menos incidental, quisiéramos hacer dos observaciones sobre el tema en la lengua rusa, que se refieren a dos peculiaridades que yo creo contiene esta lengua en su vocabulario sobre el amor. En primer término, el ruso tiene una palabra (lubovatsja) que parece significar algo así como «querer con la mirada»: un amor que se verifica en la contemplación. Las perspectivas que con esto se abren son incalculables. Si es cierto, como afirma Platón y confirman todas las interpretaciones del ser influenciadas por éste, que la «belleza» es la cualidad por la que una cosa se constituye en posible objeto de amor («solamente se ama lo bello», «no podemos amar más que lo que es bello», son frases de San Agustín); y si es cierta la vieja definición que dice: «pulchrum est quod visu placet», bello es lo que al contemplarlo gusta, entonces no puede darse evidentemente verdadero amor sin una contemplación aprobativa que todavía no piensa en absoluto en «poseer». Y el mérito de esa simpática expresión del idioma ruso que dice «querer con la mirada» es haber dado con la formulación verbal de ese elemento contemplativo que hay en el fenómeno del amor.

La otra peculiaridad del ruso nos lleva a ahondar en el tema. Partiendo del uso fáctico del idioma, que, como es sabido, no sólo contiene lo que realmente se habla, sino también aquello sobre lo que está prohibido hablar, los mandamientos de «no darás nombre a...»; y sobre un análisis de las formas usadas en el latín, se ha dicho que a los romanos jamás se les ocurrió pensar que los dioses pudieran «amar» a los hombres. Ahora bien, a pesar de que los diccionarios rusos aparecidos en el país después de la revolución de octubre de 1917 no la traen, la lengua rusa contiene una palabra (blágost) que significa exactamente: el amor de Dios a los hombres. Esto nos hace sospechar que con ese vocablo se ha enunciado un componente de significación sin cuya presencia nadie podrá jamás comprender el concepto y, sobre todo, la realidad del «amor» en toda su extensión y profundidad.



Fuente: Josef Pieper, Las Virtudes Fundamentales,
Ediciones Rialp - Grupo Editor Quinto Centenario, Bogotá 1988, páginas 415-434.





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