jueves, 30 de abril de 2009

El Renacimiento - Rafael Gambra Ciudad

El Renacimiento
Rafael Gambra Ciudad


Material de Lectura para la Segunda Clase Magistral del Curso sobre Historia del Pensamiento Moderno.


La preocupación teorética del siglo XIII ahogó en cierto modo el espíritu abierto, humano, de sencilla adaptación a la vida que caracterizó a la antigua cultura medieval. La afición estética y la estima por los poetas latinos, que perseguimos a través de Abelardo y de San Bernardo, culminaba en los albores del siglo XIII con las Florecillas de San Francisco de Asís, impulso profundo de amor hacia todo lo creado. Pero los grandes espíritus del siglo de oro de la Escolástica se sintieron absorbidos por dos grandes empresas intelectuales: realizar la síntesis entre Cristianismo y aristotelismo, que ellos consideraban como la última palabra del saber divino y humano, y presentar, con ese arma invencible, batalla definitiva a la cultura islámica, que empezaba ya a declinar. Quizá en ninguna otra época de la Historia se entregaron los hombres a una obra del espíritu tan de lleno, con tanto entusiasmo y desinteresada buena fe. La filosofía escolástica es colectiva y casi anónima: cada innovación doctrinal procura esconderse tras el nombre y el prestigio de las grandes autoridades para buscar la mayor eficacia. Las individualidades parecen totalmente absorbidas por la obra misma, sin que ésta les dejase margen ni aun para el más lícito interés egoísta.

En estas condiciones no es de extrañar que la afición por el «buen decir», por el cultivo de las formas literarias, cediese ante el interés puramente teórico. De las tres materias que componían el trivium romano – ciclo escolar de lo que se llamaban «humanidades» – la gramática y la retórica cayeron en desuso, al tiempo que la dialéctica (arte de la discusión) se hipertrofiaba. Las obras de los grandes escolásticos del siglo XIII y del XIV son tan profundas, aguzadas y minuciosas como desprovistas de gracia literaria. El siglo XIV, por su parte, sin mejorar este aspecto, sino más bien empeorándolo, aplicó, como hemos visto, una acerada crítica a las grandes construcciones teológico-filosóficas, especialmente a la de Santo Tomás, en que habían culminado. De este modo el hombre de esta época se encuentra en una situación de crisis profunda: se siente inmerso en una cultura que no le ofrece los encantos de la belleza ni el amor a la vida, y que tampoco poseerá la fe y el entusiasmo hacia aquello que creía alcanzar: si no la verdad misma, el camino firme de su posesión. Ante esta ciencia árida, que no le habla ya a la sensibilidad ni a la inteligencia, experimenta el hombre necesidad de una profunda renovación.

El movimiento espiritual con que se inicia la Edad Moderna es el que conocemos con el nombre de Renacimiento. Este movimiento es, en su iniciación y por una de sus caras, un movimiento negativo, la oposición de un no rotundo a lo que en aquel tiempo habían llegado a ser la filosofía y la ciencia escolásticas. Oposición, en primer término, a la despreocupación formal – literaria y estética – de los autores escolásticos. En su consecuencia, el latín al uso en los textos medievales pasa a ser considerado como latín bárbaro, y hace su aparición ya entre los precursores del Renacimiento en el siglo XIV un dolce stil nuovo en Petrarca, por ejemplo, y aun antes en Dante Alighieri, que procuran revestir su lenguaje de gracia y formas amables. En estos autores no hay todavía asomo de heterodoxia o rebelión contra la que representaba la cultura cristiana. Antes al contrario, la Divina Comedia de Dante, por ejemplo, puede considerarse como una visión poética de la filosofía de Santo Tomás, un descubrimiento de cuanto de bello, humano y esperanzador se escondía bajo el sistematismo estricto de la Summa Theológica.

La actitud de los primeros renacentistas habría de ser simplemente un ilusionado abrirse a la belleza de la vida, al valor que la naturaleza tiene por sí misma. En un principio se utilizaron como fuentes de inspiración los poetas latinos, que habían caído en olvido desde el siglo XIII; pero más tarde la toma de Constantinopla por los turcos ocasionó la emigración hacia el Occidente europeo de muchos sabios bizantinos, que difundieron el conocimiento de los textos originales de la filosofía griega. Dijimos que la Europa cristiana conocía la obra de Platón desde la Alta Edad Media, y la de Aristóteles desde el siglo XIII. Pero se trataba del conocimiento de sus doctrinas, generalmente a través de comentaristas y derivaciones, y no de las obras mismas, que no podían difundirse, entre otras razones, porque no era común entre las clases cultas el dominio de la lengua griega. Los sabios bizantinos traen ahora, con la difusión del idioma, las obras mismas, y la posibilidad de su comprensión y del aprecio de su belleza. La impresión que produjo en los espíritus la obra maravillosa de Platón fue enorme. Todo un mundo poético, cargado de una secreta intimidad personal sólo sugerible en mitos y en imágenes, se descubre de pronto ante aquella generación polarizada de antiguo en la filosofía objetiva y la trascendencia religiosa.

Entonces se apodera de los espíritus una profunda admiración hacia la cultura griega, unida a un absoluto desprecio por todo lo medieval. No se trata ya de la reacción, muy justa, contra el abandono de las formas literarias, sino que los mismos estilos artísticos del medievo – el gótico y el románico – se consideran estilos bárbaros y son sustituidos por un nuevo estilo, que pretende inspirarse exclusivamente en los cánones griegos. Este entusiasmo literario y artístico – especie de reencuentro del hombre consigo mismo, con el gusto por la vida, tras un período de aridez y desabrimiento – fue el motivo que inspiró en un principio al siglo renacentista. Es la época de Miguel Ángel, Rafael, Leonardo da Vinci..., la gran eclosión del espíritu creador, que representa en el terreno del arte análoga plenitud a la que en el terreno intelectual representó el siglo XIII con sus grandes síntesis filosóficas.

Sin embargo, aquel fetichismo hacia la antigüedad pagana originó pronto la tendencia a restaurar una cultura humanística, es decir, una cultura cuyo centro fuera, como en la antigua Grecia, el hombre, concebido como la medida y el fin de todas las cosas. Pero este nuevo humanismo no podría ser ya el humanismo ingenuo y sano de los antiguos griegos, porque estaban por medio quince siglos de Cristianismo y de cultura teocentrista, contra los cuales, en cierto modo, surgía. De una manera velada, e inconsciente para la mayor parte de los humanistas del Renacimiento, en ese humanismo se ocultaba la segunda de las negaciones – mucho más grave – que la cultura moderna oponía a la medieval: la que renegaba del carácter teocentrista, de la profunda inspiración religiosa, que alentó en todo su ser y su obrar. Esta segunda negación constituía para la filosofía – y la cultura toda – moderna un germen de progresiva secularización, que producirá, corriendo el tiempo, frutos de anticristianismo y de ateísmo. Pero por el momento – en siglos todavía profundamente cristianos – se manifestó solamente en una irrefrenable tendencia a desasir al pensamiento humano de todo género de trabas o autoridades humanas o que tuvieran una concreción humana. Y esto tuvo dos diferentes realizaciones, una en el dominio de la ciencia y otra en el de la religión.

En el dominio de la ciencia esta demanda de libertad era bastante justa: la cultura medieval se había centrado casi exclusivamente en la teología y en la filosofía, o, mejor, en la búsqueda de una síntesis entre ambas. Para la primera, el dogma constituía una fuente y una autoridad indiscutible; para la segunda, el magisterio de Platón y de Aristóteles eran la base que la filosofía medieval prolongaba y adaptaba. Pero la autoridad de Aristóteles y de los maestros griegos se había extendido durante los siglos medios a las ciencias de la naturaleza, con la aceptación de sus principios y el abandono de la experimentación concreta y del verdadero interés por esta fuente del saber. Un sano espíritu de investigación experimental, con olvido de los viejos y caducos dogmas, presidirá desde esta época el dominio de las ciencias particulares, que poco a poco arrancarán a la filosofía y a la teología el primado en la atención de los hombres.

En el terreno religioso, la negación del principio de autoridad adoptó un carácter muy distinto, ya que, por su misma esencia, no es éste campo franco para la libre y espontánea elaboración de los hombres. Algunos vicios de la Iglesia en aquella época, así como un supuesto o real abuso en sus atribuciones – en materia de bulas e indulgencias –, fueron la ocasión para que algunos espíritus renacentistas comenzaran a considerar a la Iglesia en sí como una especia de monopolio y organización puramente humana de lo que es esencialmente espiritual, personal y libre: la palabra de Dios dada a todos los hombres. Según esta opinión, la Iglesia romana, interpretando abusivamente el poder dado por Jesucristo a los apóstoles, se había declarado administradora de la gracia y los sacramentos, y, por medio de ellos, especialmente del de la penitencia, alcanzado un poder inmenso que tiranizaba los espíritus y falseaba la pura intimidad del hecho religioso. Esta es la esencia del protestantismo, consecuencia del espíritu renacentista, que pretendió constituir una reforma de la Iglesia volviéndola a sus primitivos límites y funciones. Su iniciador fue el agustino Martín Lutero, y su gran teorizador y sistematizador, Felipe Melanchton. Según los protestantes, lo único que procede realmente de Dios es la Sagrada Escritura, que debe ser libremente interpretada por el creyente sin que se interponga ningún otro interpretador. Religioso y cristiano es únicamente, según ellos, esa relación del alma con Dios al recibir aquélla la palabra divina. Las consecuencias de esta reclusión de lo religioso en la intimidad de lo subjetivo, fueron inmensas: la vida de la cultura y de la política quedaban desligadas de lo religioso por ser hechos exteriores a lo subjetivo: la libertad de pensamiento y la secularización del Estado quedarían así cimentadas por el protestantismo. La religión dejaría de ser un vínculo o unión superior de hombres y pueblos, para convertirse en asunto puramente individual que no podrá erigirse ni imponerse ya como principio directivo de la cultura o de la vida en común de los hombres.

El protestantismo – la más extensa y profunda herejía de la historia de la Iglesia – pretendía retornar simplemente al Cristianismo primitivo. Pero su obra, en los países en que predominó, consistió en desposeer al Cristianismo de su necesaria estructura dogmática y jurídica, y, minimizado y dividido en mil sectas diferentes, desprestigiarlo ante los ojos de los hombres haciendo de él una creencia inoperante en el seno de una sociedad falta ya de principio superior de unidad y de dirección.

Esta segunda de las negaciones que hemos reconocido en el origen de la filosofía moderna – la del carácter teocentrista de la cultura medieval, causa del protestantismo y de la secularización – no es consecuencia obligada de la primera de las negaciones, aquella que afectaba a la aridez de estilo y gusto artístico de la decadencia escolástica. Así, puede hablarse de un Renacimiento filosófico puramente cristiano, que tuvo por principal escenario a nuestra patria durante los siglos XV a XVII, es decir, durante su edad de oro. Aquí se adoptan las formas literarias, los estilos y el esplendor artístico del Renacimiento italiano, pero dentro de una estricta ortodoxia católica y de un renovado entusiasmo religioso. En España se prolonga el pensamiento cristiano medieval con representantes tanto de un renacimiento pedagógico (Vives, Victoria), como del teológico (Molina) o del filosófico (Fonseca, Suárez, Juan de Santo Tomás). Los españoles de esta época pudieron considerarse en aquel tiempo como el brazo de Dios para la defensa de la Iglesia contra la gravísima herejía con que abre su historia la modernidad. Ellos defendieron con las armas y con el pensamiento la fe católica, manteniendo con todo su esfuerzo la idea de la cristiandad como unidad estructural de la sociedad, esto es, como comunión de los espíritus y principio informador de los estados. A esta idea se opuso la de Europa, una Europa religiosamente neutra, sin otra unidad que la meramente política – humana – de los estados. La vigencia de la cristiandad como unidad y patria de todos los hombres termina para Europa en 1645, cuando los españoles, agotados, se rinden a los hechos en la paz de Westfalia. No obstante, el predominio católico llega hoy en Europa hasta la línea a que llegaron las armas españolas; y, por otra parte, el renacimiento cultural cristiano de nuestra patria hizo posible la verdadera reforma de la Iglesia, que se llevó a cabo en el Concilio de Trento, del cual fueron los españoles principales propulsores y mantenedores. Al otro lado de los mares, en fin, conquistaron y cristianizaron un nuevo mundo para la fe católica, salvando así para el mundo una posibilidad de unidad y de concordia en la verdadera luz descendida de Dios a los hombres.

Resumiendo: hemos encontrado ante todo en la filosofía moderna un sentido negativo, de hostilidad a la cultura medieval, oposición motivada inicialmente por la decadencia en que ésta se hallaba, pero que pronto caló a estratos más profundos y constitutivos de su estructura. Una negación primero de su esquematismo doctrinario, la cual tuvo como correlato creador el renacimiento artístico y el sano humanismo, que recibía su nombre de las abandonadas «humanidades». Una negación después del teocentrismo o concepción religiosa de la cultura medieval, la cual dio lugar al humanismo paganizante primero, y más tarde al retorno a las ciencias de la naturaleza y al protestantismo. Este será el origen de un proceso de secularización que conducirá, de negación en negación, hasta la indiferencia religiosa y el ateísmo. Pero este aspecto crítico de la filosofía moderna, que es el inicial, se complementa con otro positivo, en el que se halla envuelto el sentido más profundo del pensamiento moderno.


[Texto tomado del libro de 
Rafael Gambra Ciudad, Historia Sencilla de la Filosofía
Ediciones Rialp, Madrid, 1992 (Decimooctava edición), pp. 171-179.]


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