De la Casuística a la Misericordia
¿Hacia un Nuevo Arte de Complacer?
Mons. Michel Schooyans
El Autor es Profesor Emérito de la Universidad de Lovaina, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales y consultor del Pontificio Consejo para la Familia. También es autor de numerosos libros y ensayos sobre bioética, demografía y políticas globales de la ONU. En este artículo, publicado originalmente en Junio del 2016 en “La Nuova Bussola Quotidiana”, alerta del regreso en nuestros días de un error muy antiguo en la teología moral católica: la casuística. A continuación transcribimos el artículo completo para el Blog del Centro Pieper en traducción de la Dra. María Isabel Pérez de Pío.
Presentación
Se podría pensar que la casuística está muerta y enterrada. Las controversias del siglo XVII estarían definitivamente superadas. Raros son nuestros contemporáneos que aún leen las “Cartas Provinciales” y los autores que Pascal (1623-1662) denuncia en ellas. Esos autores son los casuistas, es decir moralistas que se aplican en resolver casos de conciencia sin ceder al rigorismo [Nota del Centro Pieper: Las “negritas” son nuestras]. Al releer las famosas “Cartas”, nos impresionó la similitud que aparece entre un escrito controvertido del siglo XVII y las posiciones defendidas hoy en día por pastores y teólogos que aspiran a cambios radicales en la pastoral y la doctrina de la Iglesia. El sínodo sobre la familia (octubre 2014 – octubre 2015) puso en evidencia una pugna reformadora que las “Cartas Provinciales” permiten comprender mejor hoy. ¡He aquí que Pascal comienza a hacerse conocer en un día inesperado! Las páginas que siguen quieren simplemente estimular al lector, y ayudarle a descubrir un nuevo arte de complacer.
El tesoro de la Iglesia
El Sínodo sobre la Familia puso en evidencia –si ello hacía falta– un profundo malestar en la Iglesia. Crisis de crecimiento sin duda, pero también debates recurrentes sobre la cuestión de los divorciados-«recasados», los «modelos» de familia, el rol de la mujer, el control de los nacimientos, la gestación subrogada, la homosexualidad, la eutanasia. Inútil cerrar los ojos: la Iglesia es interpelada hasta en sus fundamentos. Estos se encuentran en el conjunto de las Sagradas Escrituras, en la enseñanza de Jesús, en la efusión del Espíritu Santo, en el anuncio del Evangelio por los Apóstoles, en una comprensión cada vez más afinada de la Revelación, en el asentimiento de fe de la comunidad creyente. Jesús confió a la Iglesia su misión de acoger estas verdades, de evidenciar su coherencia, de hacer memoria de ellas. La Iglesia no recibió del Señor ni la misión de modificar estas verdades, ni la misión de reescribir el Credo; ella es guardiana de este tesoro; ella debe estudiar estas verdades, explicitarlas, profundizar su comprensión e invitar a todos los hombres a adherir a ellas por la fe. Hay incluso discusiones –sobre el matrimonio por ejemplo– que fueron cerradas por el Señor mismo. Es precisamente para ocultar estas verdades históricas, que los descendientes de los fariseos negaron la historicidad de los Evangelios (cf. Mc 10, 11).
Desde los “Hechos de los Apóstoles”, la Iglesia reconoce y proclama que ella es una, santa, católica y apostólica. Son sus «notas» distintivas. La Iglesia es una porque ella no tiene más que un solo corazón, el de Jesús. Ella es santa, pues invita a la conversión al Señor, a la oración y a la contemplación del Señor. El hombre no tiene el poder de santificarse por si mismo, pero todos son llamados a responder al llamado universal a la santidad. Ella es católica, es decir que ella recibió del Espíritu Santo el don de lenguas: ella es universal. La comprensión de lenguas significa la unidad en la diversidad, fruto del Espíritu Santo. La Iglesia es además apostólica, es decir fundada sobre los apóstoles y los profetas. La sucesión apostólica significa que un lazo ininterrumpido nos une a la fuente misma de la doctrina de los apóstoles.
Para ofrecer al mundo la Buena Nueva que vino a traer el Señor, quiso asociar a su obra a hombres que eligió para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar a todas las naciones (cf. Mc 3, 13-19). Estos hombres dan testimonio de las palabras que ellos recogieron de la boca misma de Jesús y de los signos que realizó. Estos testigos fueron llamados por el Señor para garantizar, de generación en generación, la fidelidad a la enseñanza que él mismo expuso. Les incumbe por lo tanto, profundizar la inteligencia de los testimonios que les conciernen y autentificar su tradición.
La enseñanza del Señor comporta una dimensión moral exigente. Esta enseñanza invita por cierto a una adhesión razonable a la regla de oro, que los grandes sabios de la humanidad meditaron desde siglos. Jesús lleva esta regla a su perfección. Ahora bien la tradición de la Iglesia comporta preceptos de conducta propios, en el primer lugar de los cuales figura el amor a Dios y al prójimo. «Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas» (cf. Mt 7, 12). Este doble mandamiento es la referencia fundamental para el actuar del cristiano. Este es llamado a abrirse a la iluminación del Espíritu, que es amor, y a corresponder a esta iluminación por la fe que obra por el amor (cf. Ga 5, 6). Entre este, el amor, y aquella, la fe, el vínculo es indisoluble. Si, en la enseñanza de la Iglesia, este vínculo es roto, la moral cristiana se hunde en diferentes formas de relativismo o de escepticismo. Se llega a contentarse con opiniones subjetivas y fluctuantes. La ruptura se instala entre la verdad y la acción. No hay ya referencia a la verdad, ni a la autoridad que esta garantiza. La transgresión termina por ser abolida, puesto que fueron rechazadas las referencias morales dadas por Dios a los hombres. Se llega hasta a sugerir que el hombre ni siquiera tiene ya necesidad de amar a Dios para salvarse, ni de creer en su amor. Golpeado por una ruptura fatal, la moral ve abrirse grande la puerta del legalismo, del agnosticismo y de la secularización. Las reglas de vida enseñadas por los Profetas, por el Señor, por los Padres de la Iglesia son metódicamente desactivadas. Prevalecen entonces las prescripciones de los nuevos legistas, los herederos de los escribas y los fariseos. La moral se convierte así en una forma de positivismo gnóstico, un saber reservado a iniciados. Ese saber solo encuentra «legitimidad» en las decisiones puramente voluntarias de los que se atribuyen el privilegio de enunciar una nueva moral, sin la referencia fundada en la verdad revelada.
En su enseñanza, San Pablo nos invita a evitar esas trampas de una moral privada de arraigamiento en la revelación. He aquí como él exhorta a los cristianos: «No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rm 12, 2). «Y en mi oración pido que el amor crezca cada vez más en el conocimiento y en la plena comprensión, a fin de que puedan discernir lo que es mejor» (Ph 1, 9 s.; cf. 1 Th 5, 19-22).
El retorno de la casuística
Es aquí que se puede percibir el retorno de la casuística. Se supone que ésta permite a los moralistas examinar y resolver casos de conciencia. Ciertos moralistas esperan aportar soluciones que agraden a las personas recurriendo a sus luces. En estos casuistas de ayer y de hoy, los principios fundamentales de la moral son eclipsados por las opiniones con frecuencia divergentes emitidas por estos serios consejeros espirituales. El desinterés por la moral fundamental deja el campo libre a la instalación de un derecho positivo que deshecha los códigos de comportamiento basados en las reglas fundamentales de la moral. El casuista, o neo-casuista, se volvió legislador y juez. Él cultiva el arte de desorientar a los fieles. La preocupación por la verdad revelada y accesible a la razón pierde su interés. A lo máximo, se interesará solamente por las posiciones «probables». Gracias al probabilismo, una tesis podrá dar lugar a interpretaciones contradictorias.
El probabilismo permitirá soplar, ya sea el calor o el frío, el por y el contra. Se olvida la enseñanza de Jesús: «Cuando ustedes digan “sí”, que sea sí, y cuando digan “no”, que sea no. Todo lo que se dice de más viene del Maligno» (Mt 5, 37; Jc 5, 12 ; cf. 2 Co 1, 20). Sin embargo, cada neo-casuista seguirá su propia interpretación. La tendencia es a la confusión de las tesis, a la duplicidad, a la doble o triple verdad, o a una avalancha de interpretaciones. El casuista tiene un corazón dividido, pero se propone ser el amigo del mundo (cf. Jc 4, 4-8).
Poco a poco se debilitan las reglas de conducta, provenientes de la voluntad del Señor y transmitidas por el magisterio de la Iglesia. La calificación moral de los actos puede entonces ser modificada. Los casuistas no se contentan con suavizar esta calificación; ellos quieren transformar la ley moral misma. Tal será la tarea de los casuistas, de los confesores, de los directores de conciencia, y a veces de algunos obispos. Todos deberán tener la preocupación de complacer. En consecuencia, ellos deberán recurrir al compromiso, acomodar su discurso a la satisfacción de las pasiones humanas: no hay que rechazar a nadie. La calificación moral de un acto no depende más de la adecuación de este a la voluntad de Dios, tal como la revelación nos lo hace conocer. Ella depende de la intención del agente moral y esta intención puede ser modulada y modelada por el director de conciencia que «acompañe» a sus dirigidos. Para complacer, el director deberá suavizar el rigor de la doctrina transmitida por la tradición. El pastor deberá adaptar sus declaraciones a la naturaleza del hombre, que las pasiones llevan naturalmente a pecar. De dónde deriva la disminución progresiva de las referencias al pecado original y a la gracia. La influencia de Pelagio (monje de origen bretón, siglo V) es evidente: el hombre debe salvarse él mismo y tomar el destino en sus manos. Decir la verdad no forma parte del rol del casuista. Este debe cautivar, presentar un discurso encantador, dárselas de guapo, hacer la salvación fácil, encantar a los que aspiran a «que les halaguen los oídos» (cf. 2 Tim 4, 3).
En resumen, el eclipse del aporte decisivo de la revelación a la moral, abre el camino a la investidura del casuista y crea el espacio favorable a la instalación de un gobierno de las conciencias. El lugar se estrecha para la libertad religiosa, tal como la Escritura la propone a los hijos de Dios, es decir inseparable de la adhesión de fe al Señor. Examinemos pues algunos ejemplos de casos donde la acción de los neocasuistas de hoy aparece claramente.
El gobierno de las conciencias
Con la llegada en la Iglesia de los gobernadores de conciencia, podemos percibir la proximidad existente entre la concepción casuística del gobierno de la Ciudad y la concepción que se encuentra, por ejemplo, en Maquiavelo, en Boecio, en Hobbes. Sin decirlo, o sin darse cuenta, los neocasuistas son completamente herederos de esos maestros en el arte de gobernar esclavos, arte que se encuentra en los tres autores citados. El Leviatán, el dios mortal, define lo que es justo y lo que es bueno; él decide lo que los hombres deben pensar y querer. Es él, el Leviatán, que gobierna la conciencia, el pensamiento y el actuar de todos sus sujetos. Él no tiene nada que rendir a nadie. Él debe regentar la conciencia de sus sometidos y definir el «bien» que estos deben buscar y el «mal» que ellos deben evitar. Toda autoridad política tiene finalmente su fuente en ese dios mortal que es el gobernador de las conciencias. Con los tres autores citados, también los neo-casuistas se enrolan entre los teóricos de la tiranía y el totalitarismo. ¿No consiste el ABC del poder totalitario primero en subyugar las conciencias y luego alienarlas? Por eso, los casuistas ofrecen una caución de peso a todos los que quieren instaurar una religión civil única y fácilmente controlable, así como leyes que discriminan a los ciudadanos.
¿Adaptar los sacramentos?
Para complacer a todo el mundo, hay que «adaptar» los sacramentos. Tomemos el caso del sacramento de penitencia. El desinterés actual por este sacramento se comprende por el «rigorismo» de los confesores en tiempos antiguos. Es al menos lo que aseguran los casuistas. Hoy, el confesor debe aprender a hacer que este sacramento agrade a los penitentes. Ahora bien, suavizando la severidad atribuida a este sacramento, el casuista aparta a su penitente de la gracia de lo que Dios propone. La neo-casuística de hoy aleja al pecador de la fuente divina de la misericordia. Es sin embargo a ésta que hay que volver.
Las consecuencias que resultan de esta desviación deliberada son paradojales y dramáticas. La nueva moral conduce al cristiano a volver inútil el sacramento de la penitencia y por tanto la Cruz de Cristo y su resurrección (cf. 1 Co 1, 17). Si este sacramento no es ya más acogido como una de las manifestaciones mayores del amor misericordioso de Dios por nosotros, y si no es más percibido como necesario a la salvación, pronto no será necesario ordenar obispos ni sacerdotes, para proponer a los pecadores la absolución sacramental. La rareza, y eventualmente la desaparición del ofrecimiento sacramental del perdón por el sacerdote, conducirán a otros alejamientos, como en realidad ya se han producido: el del sacerdocio ordenado y la eucaristía. Y así seguidamente al de los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo y confirmación), y la unción de los enfermos, sin hablar de la liturgia en general...
De todos modos, para los neo-casuistas, ya no hay, de hecho, revelación para acoger ni tradición para transmitir. Como ya se lo hizo ver: ¡La verdad, es lo nuevo! Lo nuevo es la nueva etiqueta de la verdad. Esta nueva casuística conduce a los cristianos a hacer del pasado tabla rasa. Finalmente, la obsesión de la complacencia empuja a los nuevos casuistas a volver a la naturaleza, la de antes del pecado original.
La cuestión del «re-matrimonio»
La enseñanza de los neo-casuistas nos recuerda la complacencia de la que dieron pruebas bastantes obispos ingleses frente a Enrique VIII. La cuestión vuelve a cobrar actualidad hoy en día, incluso si varían las modalidades de la complacencia. ¿Quiénes son esos clérigos de todo orden buscando agradar a los poderosos de este mundo? ¿Sacerdotes juramentados o refractarios? ¿Cuántos son los pastores de todo rango que quieren jurar lealtad a los poderosos de este mundo aun cuando sea con calma y sin que sea necesario jurar públicamente fidelidad a los nuevos valores del mundo de hoy? Empujando a facilitar el «re-matrimonio», los neocasuistas dan su caución a todos los actores políticos que destruyen el respeto de la vida así como al de la familia. Con ellos, las declaraciones de nulidad serán fáciles como lo serán los «matrimonios» a repetición o a geometría variable.
Los neo-casuistas manifiestan gran interés por los casos de los divorciados-«recasados». Como para otros casos, las etapas de su pensamiento ofrecen una bella ilustración de la táctica del salame (Matyas Rákosi, 1947). En esta táctica, se otorga rodaja por rodaja lo que no se concedería jamás en bloque. Sigamos pues el proceso. Primera rodaja: En el punto de partida se encuentran, por supuesto, evocaciones de la enseñanza de las Escrituras sobre el matrimonio y la doctrina de la Iglesia sobre la cuestión. Segunda rodaja: Se insiste sobre las dificultades a «aceptar» esta enseñanza. Tercera rodaja, en forma de pregunta: ¿Los divorciados-«recasados» están en estado de pecado grave? La cuarta rodaja ve la entrada en escena del director de conciencia, que ayudará a los divorciados-«recasados» a «discernir», es decir a elegir lo que les conviene en su situación. Ese director de conciencia deberá mostrarse comprensivo e indulgente. Él deberá dar prueba de compasión, pero ¿de qué compasión? Para el casuista, en efecto, cuando se procede a la calificación moral de un acto, la preocupación por la compasión debe prevalecer sobre las acciones objetivamente malas: habrá que ser clemente, adaptarse a las circunstancias. En la quinta rodaja del salame, cada uno podrá discernir, personalmente y con toda libertad de pensamiento, lo que mejor le conviene. En efecto, en el camino, la palabra discernimiento se volvió equívoca, ambigua. No es para tomar en el sentido paulino recordado en las referencias de las Escrituras mencionadas anteriormente. No se trata de buscar la voluntad de Dios, sino de discernir la buena elección, la que maximizará «el cosquilleo de los oídos» evocado por San Pablo (2 Tim 4, 3).
El homicidio
El homicidio presenta otro caso que merece nuestra atención. Nos detendremos aquí en un caso de desviación de la intención. Ya en la casuística clásica del siglo XVII, el homicidio podía proceder del deseo de vengarse, lo que es un crimen. Para evitar esta calificación criminal, había que desviar esta intención criminal, la intención de vengarse, y asignar al homicidio otra intención moralmente permitida. En lugar de invocar la venganza como motivación, se invocaba, por ejemplo, el deseo de defender su honor, lo que era considerado como moralmente permitido.
Veamos cómo se aplica esta desviación de intención a otro caso, contemporáneo. Se argumenta de la manera siguiente: El aborto es un crimen. La Señora X quiere abortar el niño que ella espera; este niño no es querido. Pero el aborto es un crimen moralmente inadmisible. Se desvía entonces la intención de manera de que esta intención inicial sea borrada. ¡No a la intención de liberarse de un niño que estorba! En lugar de esta intención inicial, se argumentará que en tal caso, el aborto es moralmente admisible porque tiene, por ejemplo, como objetivo salvar la vida a sujetos enfermos al procurar a los médicos piezas anatómicas tarifadas y en buen estado. La intención hace la calidad moral del don. Es así que se puede complacer a un abanico ampliado de beneficiarios de quienes los casuistas no dejan de adular la «generosidad» y la «libertad de espíritu».
Lo que enseña la Iglesia sobre el aborto es bien conocido. Desde que es constatada la realidad de un ser humano, la Iglesia enseña que la vida y la dignidad de éste deben ser respetadas hasta la muerte natural. La doctrina de la Iglesia sobre esta cuestión es constante y ella es atestiguada a lo largo de toda la tradición. Esta situación molesta a ciertos neocasuistas. Estos inventaron pues una nueva expresión: la humanización del embrión. Solo hay –dicen ellos– humanización del embrión allí donde una comunidad no vea inconveniente en acoger ese embrión. Es la sociedad la que humaniza al embrión. Si la sociedad niega esta humanización, ella podrá legalizar la eliminación del embrión. En la ausencia de esta humanización por la sociedad, el embrión es una cosa para la cual ningún derecho puede ser invocado, ni ninguna protección jurídica. Si la sociedad se niega a humanizar el embrión, no puede ahí haber homicidio, puesto que la realidad humana de este embrión no es reconocida. Para que haya homicidio, sería necesario que el otorgamiento de la humanización sea hecho posible gracias a una ley positiva. ¡Sin lo cual no hay ni asesinato, ni siquiera homicidio!
En los ejemplos que citamos aquí, la táctica del salame viene en ayuda de los neocasuistas. En un primer tiempo, el aborto es clandestino, luego presentado como excepcional, luego raro, luego facilitado, luego legalizado, luego pasa a las costumbres. Los que se oponen a esos abortos son denigrados, amenazados, aislados, condenados. Es de esa manera que se desmantelan las instituciones políticas y el derecho.
Notemos que, gracias a los casuistas, el aborto es primero facilitado en la Iglesia y de allí en el Estado. Ocurre lo mismo hoy para el «re-casamiento». ¡El derecho positivo toma el relevo de la nueva moral! Encuentra su inspiración en los neocasuistas. Es lo que se pudo observar en Francia durante los debates sobre la legalización del aborto. Es un escenario que podría extenderse en todas partes del mundo. Gracias al impulso de los neocasuistas, abortar podría ser declarado un nuevo «derecho del hombre» a escala universal.
La eutanasia
La cuestión de la eutanasia merece también ser evocada. Esta práctica se extiende cada vez más en los países occidentales tradicionalmente cristianos. Los demógrafos ponen regularmente en evidencia el envejecimiento de la población de estas regiones del mundo. La esperanza de vida al nacer aumenta casi en todas partes. En principio, el envejecimiento es en sí una buena noticia. Durante siglos, en todas partes del mundo, los hombres lucharon contra la muerte precoz. A comienzos del siglo XIX, la esperanza de vida al nacer era frecuentemente del orden de treinta años. Hoy en día, esta misma esperanza de vida es del orden de ochenta años.
Esta situación va no obstante a generar problemas de todo orden. Mencionemos uno: ¿Quién va a pagar las pensiones? Eutanasiar a los ancianos molestos y costosos permitiría por cierto realizar importantes ahorros. Se dirá entonces que hay que ayudar a los ancianos costosos a «morir con dignidad». Como es políticamente difícil retardar la edad en que se accede a la jubilación, se bajará la esperanza de vida. El proceso está ya iniciado en algunas regiones de Europa. De donde surgen importantes ahorros: reducción de los cuidados de salud, de los productos farmacéuticos y sobre todo reducción de la masa de las pensiones a pagar. Como los bien pensantes políticamente correctos rechinan frente a un programa tan austero, hay que modificar la intención para llegar a hacer pasar una ley legalizando la eutanasia.
¿Cómo se va a proceder? Desarrollando un discurso lastimoso sobre la compasión. Hay que agradar a todas las categorías de personas concernidas por ese programa. A esas personas, hay que llevarlas a adherir a un plan teniendo por objetivo dar la muerte «en buenas condiciones» y «en la dignidad». ¡La muerte dada en la dignidad sería la cúspide de la calidad de vida! En lugar de preconizar tratamientos paliativos y de rodear al enfermo de cariño, se abusará de su fragilidad, se lo engañará sobre el tratamiento mortal que se le va a infligir. Neocasuistas vigilantes permanecerán allí para verificar la conformidad a la ley positiva del acto homicida «autorizando» el don de la muerte. La cooperación de capellanes especialmente entrenados será particularmente apreciada para autenticar la compasión significada por la muerte dada como regalo.
El partido de los casuistas
Las discusiones en curso con motivo del Sínodo sobre la Familia pusieron en evidencia la determinación con la cual un grupo de pastores y de teólogos no dudan en quebrantar la cohesión doctrinal de la Iglesia. Ese grupo funciona a la manera de un partido poderoso, internacional, adinerado, organizado y disciplinado. Miembros activos de ese partido tienen un acceso fácil a los medios; ellos intervienen con frecuencia a cara descubierta. Ellos operan con la caución de algunas de las más altas autoridades en la Iglesia. El blanco principal de esos activistas es la moral cristiana a la cual se le reprocha una severidad incompatible con los «valores» de nuestro tiempo. Hay que encontrar caminos conduciendo la Iglesia a agradar, reconciliando su enseñanza moral con las pasiones humanas. La solución propuesta por los neo-casuistas comienza por la puesta en cuestión de la moral fundamental, luego por el oscurecimiento de las luces naturales de la razón. Las referencias a la moral cristiana revelada en las Escrituras y en la enseñanza de Jesús son desviadas de su sentido inicial. Las prescripciones de la razón son consideradas como indefinidamente discutibles: probabilismo obliga. Se debe reconocer primacía a la voluntad de los que son suficientemente poderosos para imponer su voluntad. No se dudará en tener relaciones indebidas con los incrédulos (cf. 2 Co 6, 14). Esta moral voluntarista tendrá toda libertad para ponerse al servicio del poder político, del Estado, pero también del mercado, de las altas finanzas, del derecho, etc. Concretamente, habrá que complacer a los jefes políticos corruptos, a los campeones del fraude fiscal y de la usura, a los médicos abortistas, a los industriales vendedores de píldoras, a los juristas dispuestos a defender las causas menos defendibles, a los agrónomos enriquecidos por los productos transgénicos, etc. La nueva moral se extenderá, pues, insidiosamente en los medios, las familias, las escuelas, las universidades, los hospitales y los tribunales.
Así se constituyó un cuerpo social que rechaza el primer lugar a la búsqueda de la verdad pero muy activo en todas partes donde hay conciencias para gobernar, asesinos para tranquilizar, fulleros para liberar, ciudadanos afortunados para adular servilmente. Gracias a esa red, los neo-casuistas podrán ejercer su influencia sobre el funcionamiento de la Iglesia, pesar sobre la elección de los candidatos a altas funciones, tejer alianzas poniendo en peligro la existencia misma de la Iglesia.
¿Hacia una religión de la complacencia?
1. Lo que es más perturbador en los casuistas es el desinterés por la verdad. Se encuentra en ellos un relativismo, o incluso un escepticismo que hace que en moral se debe actuar según la norma más probable. Hay que elegir la norma que, en tal circunstancia, se supone que agrada más a tal persona, al dirigido espiritual y al público. Ocurre en la Ciudad como con los hombres. Todos deben realizar su elección, no en función de la verdad, sino en función de las circunstancias. Las leyes de la Ciudad tienen también su origen en las circunstancias. Las mejores leyes son las que gustan más a un mayor número de personas. Asistimos así a la expansión de una religión de la complacencia, e incluso de un utilitarismo individualista, porque la inquietud de complacer a los otros no apaga la inquietud de complacerse a sí mismo.
2. Para agradar, los casuistas deben estar a la moda, y atentos a las novedades. Los Padres de la Iglesia de las generaciones precedentes y los grandes teólogos del pasado, incluso del pasado reciente, son presentados como inadaptados a la situación actual de la Iglesia; ellos estarían superados. Para esos casuistas, la tradición de la Iglesia debe ser, por decirlo así, filtrada y sometida a un cuestionamiento de fondo. Nosotros, aseguran gravemente los neocasuistas, sabemos lo que debe hacer la Iglesia hoy en día para agradar a todo el mundo (cf. Jn 9). El deseo de agradar apunta especialmente a los ganadores. La nueva moral social y política debe tratar con cuidado a esa gente. Ellos tienen un tren de vida para proteger e incluso para mejorar. Ellos deben mantener su rango. ¡Y peor para los pobres que no tienen las mismas obligaciones mundanas! Habrá ciertamente que agradar también a los pobres, pero hay que reconocer que ellos son menos «interesantes» que la gente influyente. ¡No todo el mundo puede ser ganador!
La moral de los casuistas se parece en resumidas cuentas a una gnosis destilada en círculos selectos y a un saber, por así decirlo, esotérico. Ella se dirige a una minoría de gente que no sienten en modo alguno la necesidad de ser salvados por la Cruz de Jesús. El pelagianismo raramente estuvo tan floreciente.
3. La moral tradicional de la Iglesia reconoce desde siempre que hay actos objetivamente malos. Esta misma teología moral reconoce también, y desde hace mucho tiempo, la importancia de las circunstancias. Ello significa que en la calificación de un acto, hay que tener en cuenta las circunstancias en que el acto fue cometido y los niveles de responsabilidad: es lo que los moralistas llaman la imputabilidad. Los casuistas de hoy proceden a la manera de sus fundadores: minimizan la importancia de la moral tradicional e hipertrofian el rol de las circunstancias. Y así, la conciencia es llevada a equivocarse porque se deja desviar por el deseo de agradar.
Así como se lo puede constatar en los medios, los casuistas son con frecuencia fascinados por un mundo destinado a desaparecer. Olvidan con demasiada frecuencia que, con Jesús, un mundo nuevo ya comenzó. Recordemos este punto central de la historia humana: «El mundo de antes pasó y una realidad nueva ya está» (Ap 21, 5). Escuchemos de nuevo a San Pablo: «Tienen que ser renovados por la transformación espiritual de la inteligencia de ustedes y revestirse del hombre nuevo creado a imagen de Dios en la justicia y la santidad que vienen de la verdad» (Ef 4, 2-3 s.).
4. La acción de los casuistas de hoy afecta no solamente la enseñanza moral de la Iglesia. Esta acción afecta igualmente toda la teología dogmática y particularmente la cuestión del magisterio. Ese punto es con frecuencia demasiado poco subrayado. La unidad de la Iglesia está en peligro allí donde se sugieren proyectos orientados, a veces demagógicos de descentralización, ampliamente inspirados por la Reforma luterana. ¡Antes depender de los príncipes de este mundo que afirmar la unidad en torno al Buen Pastor! La santidad de la Iglesia está en peligro allí donde los casuistas explotan la debilidad de los hombres y predican una devoción fácil y olvidadiza de la Cruz. La catolicidad está en peligro allí donde la Iglesia se aventura en el camino de Babel y subestima la efusión del Espíritu Santo, el don de lenguas. ¿No es él, el Espíritu, quien reúne la diversidad de los que une la misma fe en Jesús Hijo de Dios? La apostolicidad de la Iglesia está en peligro allí donde, en nombre de la exención mal comprendida, una comunidad, un «partido», son eximidos de la jurisdicción del obispo y son considerados que dependen directamente del Papa. Muchos neo-casuistas están exentos. ¿Cómo dudar que esta exención fragiliza al colegio episcopal entero?
Créditos bibliográficos
- CARIOU, Pierre, Pascal et la casuistique, obra ineludible, Paris, PUF, Collection Questions, 1993.
- JEAN-PAUL II, Encyclique Veritatis Splendor, Cité du Vatican, 1993.
- Nouveau Testament, TOB, plusieurs éditions.
- PASCAL, Les Provinciales, texto establecido por Jacques Chevalier, Paris, La Pléiade, 1954.
- PASCAL, Les Provinciales, texto establecido por Jean Steinmann, Paris, Armand Colin, 1962.
- PASCAL, Les Provinciales, Prefacio de Robert Kanters, Lausanne, Éd. Rencontre, 1967.
- WIKIPEDIA: muy buenos documentos, como Pascal, Casuística, Provinciales.
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Para leer más de Mons. Michel Schooyans:
http://www.michel-schooyans.org/es/
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