domingo, 23 de noviembre de 2025

Un Centenario Memorable. La Encíclica «Quas Primas» y la Fiesta de Cristo Rey - Ernesto Alonso

Un Centenario Memorable
La Encíclica «Quas Primas» y la Fiesta de Cristo Rey 
Ernesto Alonso 


Un centenario memorable tendrá lugar el próximo 11 de diciembre, celebrando la festividad de Jesucristo Rey, que suele conmemorarse el último domingo del año litúrgico, pocas semanas antes de la Navidad. Es una solemnidad instituida por el Papa Pío XI, con la promulgación de la Encíclica Quas Primas (QP), el 11 de diciembre de 1925, en Roma.    

Citamos dos pasajes del documento pontificio que disponen la institución de la fiesta. “(…) juzgamos realizar un acto totalmente conforme a nuestro deber apostólico, si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nosotros, individualmente, y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos, clausuramos este año jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey (n° 3; ver también el n° 15, QP). En otra parte del documento, el Papa expresa: “Y si ahora ordenamos a todos los católicos del mundo el culto universal de Cristo Rey, remediaremos las necesidades de la época actual y ofreceremos una eficaz medicina para la enfermedad que en nuestra época aqueja a la humanidad. Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado ´laicismo´, sus errores y sus criminales propósitos (n° 12; ver los nros., 16 y 17, QP). 

El objetivo de estas líneas es dar cuenta de las razones por las que Pío XI propuso la celebración de la Fiesta de Cristo Rey en relación con la que denomina ´enfermedad de la época´, a saber, el laicismo, y su secuela más grave, la pública apostasía que tanto daño ha infligido a la sociedad moderna (n° 13, QP). Dicho simplemente, la institución de la festividad litúrgica del reinado de Cristo, que esto es decir ´Cristo Rey´, ha de venir a remediar los males individuales y sociales que padece la humanidad a causa de la precitada enfermedad. 

Difícilmente no atraiga nuestra atención el lenguaje vigoroso del Pontífice, cuando se anima a hablar de ´errores´, ´enfermedad´, y aún más, ´criminales propósitos´, predicados todos del laicismo. Una cierta sensación de extrañeza nos invade pues desde hace largas décadas el lenguaje católico se ha adocenado, convirtiendo su tradicional carácter puro, vigoroso y encendido, en una fraseología edulcorada, ramplona, cuando no funesta. 


¿Por qué Cristo es Rey?

Responder esta pregunta exige una mínima reflexión teológica que me animo a asumir esgrimiendo como único título de autoridad el sacramento del Bautismo recibido en los albores de mi vida. 

Jesucristo es la segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, que es el Verbo encarnado, consubstancial con el Padre, según profesión de la fe católica. Cristo, siendo hombre, también es Dios y por lo tanto “posee el poder supremo sobre toda la creación, en virtud de su misma esencia y naturaleza” (…) “por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre la creación universal” (n° 6, QP). Unión hipostática es un término técnico de la teología católica que designa la unión íntima, sustancial, entre la naturaleza humana y la divina, en la Persona Divina del Verbo eterno, que no es otro que el mismo Jesús, nacido en Belén. 

Pero Cristo no solo es rey universal por un derecho de naturaleza, pues por Él han sido creadas todas las cosas, sino también por un derecho de conquista adquirido, es decir, el derecho de la redención. Cristo tiene potestad sobre todos los hombres, sobre toda la creación, en razón de que voluntariamente quiso padecer y morir por nosotros, rescatándonos de nuestro cautiverio a un precio inestimable, que fue el de su cuerpo y sangre. “No somos ya nuestros, porque Cristo nos ha comprado a precio grande. Nuestros mismos cuerpos son miembros de Cristo”, afirma Pío XI en este mismo número de la QP que vengo citando. Hasta aquí, en apretada síntesis, el fundamento de la realeza de Cristo. 


¿Existe alguna relación entre la festividad de Cristo Rey y el laicismo? 

En el reducido espacio de una nota periodística, poco podemos extendernos en consideraciones que vayan más allá de una sencilla catequesis e ingresen por derecho propio en la filosofía, en la historia y en las prácticas políticas, sociales y culturales de las últimas tres centurias. No lo haremos. Dedicaremos un escueto resumen a dichas consideraciones, cuyo propósito es ofrecer un bosquejo del laicismo tal como lo entiende y denomina Pío XI. 

No encontramos en las páginas de la QP una definición precisa del laicismo que reciamente denuncia el Pontífice; sin embargo, sí puede recogerse, con provecho, una descripción de las etapas sucesivas que originaron y cuajaron en muchos de los males que hoy padecemos. De las que enumera Pío XI, retengo una negación que ha forjado la ideología del laicismo y que entre nosotros ha tenido una larga progenie. “Se negó a la Iglesia el derecho que esta tiene, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, de promulgar leyes y de regir a los pueblos para conducirlos a la felicidad eterna” (n° 12, QP). 

Para nosotros, argentinos, el laicismo es sinónimo de educación común, gratuita, obligatoria, gradual y laica, con enseñanza religiosa antes o después de los horarios de clase; en suma, la ley 1420, sancionada el 8 de julio de 1884. Lo que vino después es lo que hoy vemos paladinamente: se acabó la Religión en las escuelas, de suerte que los niños salen del sistema estatal de enseñanza con un ateísmo práctico, imperturbable y a prueba de balas, a menos que ocurra un milagro en sus vidas. 

      El laicismo no es sino un fruto del liberalismo doctrinario en uno de sus puntos centrales, la marginación del catolicismo, y de la Iglesia, de los asuntos públicos, reduciendo su influencia al ámbito de la conciencia privada, individual, y a la liturgia dominical. “El liberalismo arruinó la educación argentina”; “el liberalismo esterilizó la inteligencia argentina”; “el liberalismo mutiló a la Nación de su territorio natural histórico”; “el liberalismo empequeñeció a la Iglesia argentina”, proclama el P. Leonardo Castellani, enumerando cuatro de los diez crímenes del liberalismo en la Argentina
      
      Precisamente, el reinado de Cristo no es solo espiritual, aunque principalmente lo sea, sino también temporal. “Incurriría en un grave error el que negase a la humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las realidades sociales y políticas del hombre, ya que Cristo como hombre ha recibido de su Padre un derecho absoluto sobre toda la creación, de tal manera que toda ella está sometida a su voluntad”, afirma Pío XI (n° 8, QP). 
      
      No hay que escandalizarse por la expresión reinado temporal de Cristo, que no está sugiriendo un retorno anacrónico a los antiguos Estados Pontificios. Quiere decirse que no solo en las conciencias individuales ha de reinar Cristo; también ha de ejercer ese derecho sobre las sociedades, estados y naciones. Y aún de aquellas que no participen de la fe cristiana, de suerte tal que bajo la potestad de Cristo se encuentre todo el género humano. “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, exclamó el dulce Nazareno (Mateo 28, 18). 
      
      Para remediar el divorcio entre vida privada y pública, entre fe dominical y laicismo semanal; para iluminar desde la fe católica, mayoritaria en nuestro pueblo y verdadera por derecho propio, los saberes y prácticas de la vida humana, a saber, la regulación de la educación, la creación artística, las políticas de salud, la vida económica, la praxis política, y tan ingentes y variadas actividades humanas; en una palabra, para reunir lo que Dios había unido y el hombre desunió, para ese ennoblecido fin, la Iglesia romana, por mediación de Pío XI y la Quas Primas propuso la festividad de Jesucristo, Rey universal. 


¿Cuál es la utilidad de esta fiesta litúrgica? 

Una festividad litúrgica, como es la de la soberanía real de Cristo, siempre y cuando luzca bella, proporcionada y solemne y no sea un carnaval frenético y estridente, es una obra docente más eficaz que cualquier acto del magisterio eclesiástico, por más sólido que sea, pues enseña a todos los fieles, sean ellos instruidos o sencillos; se renueva cada año y perpetuamente; por último, es capaz de penetrar no solo en la inteligencia, sino también en el corazón y en los sentidos del hombre entero (n° 10, QP). 
      
      Una cosa es la eficacia de la liturgia y otra es la utilidad de esta fiesta de Jesucristo Rey, tal como bien distingue dichas dimensiones el Pontífice romano. Por utilidad, Pío XI entiende “los bienes que, para la Iglesia, los Estados y cada uno de los fieles esperamos de este culto público a Cristo Rey” (n° 18). 
      
      En sucesivos tres puntos (nros., 19, 20 y 21, QP) explicita Pío XI la utilidad de la fiesta de Cristo Rey. El culto a Cristo Rey debe traer a la memoria de los hombres que la Iglesia tiene el derecho y el deber de enseñar, conducir y gobernar a todo el género humano hacia la bienaventuranza eterna, y que, para tal misión, es ella independiente del poder civil y de toda voluntad extraña, o peor, hostil a su fin propio. También, la fiesta ha de recordar a las autoridades que el deber del culto público y de lealtad a Cristo no obliga solo a los particulares, sino que se extiende igualmente a los gobernantes en la medida en que “la realeza de Cristo exige que todo el Estado se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en la administración de la justicia y, finalmente, en la formación de las almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de las costumbres” (n° 20, QP). Rematando esta triple consideración, del contenido substancial de esta festividad, los fieles obtendrán fuerza para formar sus inteligencias en la verdad, alimentar sus corazones con el amor y guardar sus cuerpos con la virtud a fin de que sirvan para la santificación del alma y, de esta suerte, puedan “alcanzar con mucha mayor facilidad las cimas más altas de la perfección” (n° 21, QP). 


¿Y si la Iglesia se olvida de Cristo Rey? 

Es lo que sucedió con la jerarquía eclesiástica en la provincia de Santa Fe, con ocasión de la reforma del artículo 3 de la Constitución vigente hasta el pasado 5 de septiembre. La vieja formulación rezaba así: “la religión de la provincia es la católica, apostólica y romana, a la que prestará su protección más decidida, sin perjuicio de la libertad religiosa que gozan sus habitantes”. 

      En diciembre del año pasado, el Arzobispado de Santa Fe, con su Arzobispo Mons. Sergio Fenoy, y su Obispo auxiliar, Mons. Matías Vecino, juzgó que “semejante párrafo es inadmisible desde todo punto de vista”. Negación de la justa autonomía y cooperación entre el orden temporal y el religioso; confusión de ambos órdenes que no solo es anacrónica sino errónea; fueron las razones que argumentó el Arzobispado para concluir que “la Provincia no es, ni puede ser de ninguna manera «católica»”. Claro, la confesionalidad (sacralidad) del Estado es tan deplorable como la neutralidad (laicidad), pues si es abusiva “una presencia indebida de la Iglesia”, también lo será “una presencia indebida del Estado”. Unos genuinos equilibristas nuestros obispos de Santa Fe de la Vera Cruz. 
      
      El 1 de septiembre de este año, Eduardo Martín, el Arzobispo de Rosario, pareció poner un freno a tanto pluralismo y tanta laicidad. Pareció, nomás. En declaraciones a diversos medios dijo que “no queremos que haya una religión oficial, en eso estamos de acuerdo, pero que desaparezca no nos parece justo dado la incidencia cultural, educativa e histórica de la Iglesia Católica”. Agregó, con retórica tipo «espíritu del Concilio», “ofrecemos que aparezca –la Iglesia Católica– en el texto de la nueva Constitución como reconocer sin excluir, nombrar sin imponer e incluir sin discriminar; no tenemos pretensiones de privilegio, es un carácter simbólico”. El texto reformado consagra los principios de autonomía, igualdad, no discriminación, cooperación y neutralidad, en las relaciones entre las iglesias, cultos y el Estado. Laicismo de buenos modales y “todas las religiones son iguales”; total, lo más importante es la asistencia social que todas hacen. Satisfecha, entonces, la «Iglesia que peregrina en Santa Fe». 
      
      Más feliz aún, la Masonería Argentina porque obtuvo tres conquistas: primero, separar la Religión del Estado; segundo, consagrar la nomenclatura de «iglesias» para todas las religiones –no hay una sola iglesia, sino que hay iglesias-; tercero, poner a todas en un plano de igualdad. Preguntamos: ¿abolida, entonces, la Quas Primas, «Monsignori»? 





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