Esbozo de Gómez Dávila
Martin Pouysségur
El Dr. Pouysségur -Miembro de la Comisión Directiva del Centro Pieper- nos ha hecho llegar un interesante artículo de su autoría sobre Nicolás Gómez Dávila, junto con la autorización para reproducirlo en nuestro Blog. Publicamos aquí, entonces, este "Esbozo" -que fue escrito por Pouysségur en el año 2009 en Mar del Plata-, al mismo tiempo que le agradecemos su empeño por difundir a este talentoso pero todavía desconocido colombiano y sus "incómodos escolios".
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“Cuando se trabaja para agradar a otros, se puede fracasar,
pero las cosas que se hacen para contentarse a uno mismo tienen siempre la chance
de llegar a interesarle a alguien”
Marcel Proust
("En mémoire des Églises assassinées", dans "Pastiches et Mélanges", pág. 108/109, ed. Gallimard, Paris, 1992)
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“La ley es el método más fácil de ejercer la tiranía” (29);
“Cuando resulte necesario limitar la libertad para salvar otros valores, no se debe proceder hipócritamente en nombre de una «verdadera libertad». Se pueden tomar medidas iliberales con una conciencia limpia, porque la libertad no es el valor supremo” (38);
“En el estado moderno las clases con intereses opuestos no son tanto la burguesía y el proletariado como la clase que paga impuestos y la clase que de ellos vive” (45);
“Pedirle al estado lo que sólo debe hacer la sociedad es el error de la izquierda” (53);
“Cuando los elegidos en una elección popular no pertenecen a los estratos intelectuales, morales, sociales más bajos de la nación, podemos asegurar que subrepticios mecanismos antidemocráticos han interferido en el funcionamiento normal del sufragio” (65);
“Ni declaración de derechos humanos, ni proclamación de constituciones, ni apelación a un derecho natural protegen contra la arbitrariedad del estado. Sólo es barrera al despotismo el derecho consuetudinario” (68);
“De la soberanía de la ley sólo se puede hablar donde la función del legislador se reduzca a consultar el consenso consuetudinario a la luz de la ética” (69);
“Soberanía del pueblo no significa consenso popular, sino atropello por una mayoría” (69);
“La ley no es soberana sino donde el pueblo la cree de origen divino” (69);
“Cambiar un gobierno democrático por otro gobierno democrático se reduce a cambiar los beneficiarios del saqueo” (74);
“La ridiculez de un gobernante no impresiona nunca sino a minorías impotentes” (98);
“No entiendo cómo se puede ser izquierdista en el mundo moderno, donde todo el mundo es más o menos de izquierda” (101);
“La prueba que la historia no enseña nada es la supervivencia de los ideales democráticos” (101);
“En la cultura que se compra abundan notas falsas; la única que nunca desafina es la que se hereda” (108);
“El puritanismo es la actitud propia del hombre decente en el mundo actual” (109);
“El pueblo hoy no se siente libre sino cuando se siente autorizado a no respetar nada” (114);
“Donde la acumulación de riqueza no tiene causas políticas sino económicas, los pobres son menos pobres cuando los ricos son más ricos” (117);
“La mayoría de las costumbres propiamente modernas serían delito en una sociedad auténticamente civilizada” (122);
“La izquierda pretende que el culpable del conflicto no es el que codicia los bienes ajenos, sino el que defiende los propios” (123);
“La popularidad de un gobernante, en una democracia, es proporcional a su vulgaridad” (124);
“El estado democrático es la herramienta por medio de la cual las mayorías primero oprimen a las minorías, y después se oprimen a sí mismas” (126);
“El estado impone la instrucción obligatoria y gratuita, «ut hominem stupidum magis etiam infatuet mercede publica» («...para que los dineros públicos vuelvan aún más tonto al hombre estúpido»)” (128);
“Donde no sea consuetudinario, el derecho se convierte fácilmente en simple arma política” (133);
“No es «creatividad» lo que se debe tratar de desarrollar en el alumno, sino pasividad inteligente” (139);
“Las democracias tiranizan preferentemente por medio del poder judicial” (148);
“En el estado moderno ya no existen sino dos partidos: ciudadanos y burocracia” (149);
“La urbe moderna no es una ciudad es una enfermedad” (149);
“Lo importante no es que el hombre crea en la existencia de Dios, lo importante es que Dios exista” (154).
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I. Introducción
Con las frases precedentes que he tomado, a guisa de exergo, de “Sucesivos escolios a un texto implícito” he intentado resumir, de un modo general y un poco burdo, el pensamiento de su autor, el colombiano Nicolás Gómez Dávila, extraordinaria y casi desconocida personalidad objeto de esta monografía que llamó “escolios” -del griego “schólion” (comentario)- a esas frases, mezcla de glosa de textos ajenos y aforismos propios, por ser el fruto de largas lecturas y anotaciones marginales consecuentes a los innumerables textos leídos por su artífice y considerados por éste como “toques cromáticos de una composición «pointilliste»”.
Podrán compartirse -o no- los conceptos viscerales de los “escolios”, de incuestionable vigencia actual pese al tiempo transcurrido desde que fueron escritos, pero no cabe la indiferencia frente a los mismos, pues obran como cachetadas para despabilarnos del sopor provocado por la vulgaridad y la mediocridad del sofocante pensamiento único en la que, poco a poco, ha ido cayendo la sociedad en que vivimos y en la que, casi sin darnos cuenta, nos hemos ido hundiendo; aunque Gómez Dávila nos hace tomar conciencia de un remanente de justos en Sodoma.
Eso fue, precisamente, lo que me ocurrió a mí cuando en la sección “Livres amis” (Libros amigos) de la página web del laureado escritor francés Jean Raspail, con cuya amistad me honro, junto con obras concernientes a viajes y exploraciones en regiones lejanas y biografías de personajes históricos afines a los volúmenes publicados por Raspail, al lado del diario de Pedro Sarmiento de Gamboa, de “Los nómades del mar” del antropólogo Joseph Emperaire y de una vida de Ana de Kiev de Jacqueline Dauxois, entre muchos otros, me encontré con dos ejemplares de Nicolás Gómez Dávila -a quien no conocía- y que me llamaron inmediatamente la atención: “Les Horreurs de la démocratie” y “Le Réactionnaire authentique”, ambos con pie de imprenta de Anatolia, Editions du Rocher, Paris, publicados en 2003 y 2005 respectivamente, traducidos del castellano al francés.
Intenté entonces encontrar en Buenos Aires algún libro de este autor que mucho me intrigaba -cuya obra fue calificada por su compatriota Álvaro Mutis de “obra prima del pensamiento occidental”-, pues no era lógica la lectura de un escritor de habla hispana en francés; pero mis esfuerzos fueron estériles, ya que en todas las librerías a las que acudí con ese propósito, que fueron numerosas, ni siquiera habían oído hablar de él, con la excepción de una en la cual un señor que oyó mi demanda me advirtió que sería muy difícil lograrlo incluso en Colombia, pues él había vivido varios años en Bogotá donde Gómez Dávila, salvo en reducidos círculos intelectuales, tampoco era conocido en virtud de una conjura de silencio cuidadosamente urdida entre la izquierda y la “corrección política”, a las que sus ideas molestaban y consideraban peligrosas, llegando a un acuerdo para poner por obra esa conspiración solapada tendiente a borrar de las letras del antiguo virreinato de Nueva Granada a un pensador insobornable, bastando para comprender la molestia la relectura de alguno de los “escolios” antes transcriptos.
No obstante ello a los pocos días, y gracias a Internet, pude tener en mis manos los dos libros mencionados y el ejemplar de “Sucesivos escolios a un texto implícito”, citado al principio, en cuyo prólogo titulado: “Donde se vaticina el destino de un libro inmenso”, Álvaro Mutis pone bien en claro el motivo de las molestias a las que acabo de referirme, al decir que:
“Cabe predecir un tufillo de escándalo cuando nuestros políticos y sus correspondientes cronistas lean algunos de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, que les conciernen muy de cerca y muy de frente. Estos herederos de la tradición liberal y democrática nacida con la reforma protestante, incubada en el siglo de las luces y bautizada con sangre en las jornadas de 1789, estos hombres públicos de una y otra orilla, van a pasar un mal rato o van a gozar plenamente con estos textos, según sea el nivel de saludable escepticismo que hayan logrado preservar en su paso por la política” (pág. 10).
Algo más tarde, como regalo de mi mujer para la Navidad de 2006, recibí desde Colombia las “Obras completas” en cinco tomos precedidas de un estudio sobre Gómez Dávila “El solitario de Dios” del filósofo italiano Franco Volpi, estudioso de la filosofía alemana y profesor en las universidades de Padua, Niza y Laval, recientemente fallecido, editadas en Bogotá en 2005 por Villegas Editores, y en las que está compendiado casi todo el pensamiento del autor, de quien el editor Benjamín Villegas, en el prefacio al citado estudio de Franco Volpi, escribió:
“Desde el momento mismo en que conocí su obra y me rendí ante ella, no he tenido la menor duda en afirmar que Nicolás Gómez Dávila es el pensador más importante que ha producido el país a lo largo de su historia. Pero, no sólo de Colombia; es difícil encontrar, al lado de Nietzche, Schopenhauer, Schlegel, Novalis o Canetti, una producción aforística que se le acerque” (pág. 9); nómina a la cual Franco Volpi agregó Porchia, Varona, Vasconcelos, entre los contemporáneos latinoamericanos, y analogías estilísticas con la gran tradición de moralistas franceses, desde Montaigne y Pascal hasta Rivarol.
Sin embargo, pese al cuasi ditirambo del editor colombiano, es evidente, dada la nula difusión de sus incómodos escritos en Colombia y en América latina en general, que con “don Colacho” -como llamaban su amigos a Gómez Dávila-, también se ha cumplido aquello de que “sólo en su patria y en su casa es menospreciado el profeta” (San Mateo 13, 57). Pero como contrapartida, desde 1976 cuando fue traducido al alemán por el filósofo tomista de esa nacionalidad Dietrich von Hildebrand, su pensamiento se ha ido difundiendo poco a poco en Europa llegándose al extremo, en 1989, cuando el escritor austríaco Gerd-Klaus Kaltenbrünner en un libro sobre la construcción del espíritu y la cultura del viejo continente escribió que ella comenzaba con Hesiodo y… para sorpresa de muchos, terminaba con ¡Gómez Dávila!.
Desde aquel entonces, los libros de Gómez Dávila fueron siendo traducidos a muchos otros idiomas, inclusive al polaco, lo que dio lugar a un seminario internacional sobre su obra celebrado el 4 de junio de 2007 en la Universidad Nicolás Copérnico de Torun, Polonia.
Pero fue precisamente en Alemania y en Italia, gracias a Franco Volpi, donde la obra de Gómez Dávila ha sido, en particular, estudiada y traducida, y donde escuelas de pensamiento y filósofos de la talla de Ernst Jünger y Karsten Dose la ponderaron sin reservas, luego de descubrir en ella la cristalización más refinada de sus tesis.
II. Biografía
Nicolás Gómez Dávila -a quien el crítico literario peruano radicado en Estados Unidos José Miguel Oviedo, “trustee professor” en la Universidad de Pennsylvania, incluyó en su antología “Breve historia del ensayo hispanoamericano” calificándolo de “ilustre desconocido”- nació el 18 de mayo de 1913 en Cajicá, departamento de Cundinamarca, municipio situado a 39 kilómetros de Bogotá, en el seno de una familia de clase alta, y murió en esta última ciudad el 17 de mayo de 1994, poco tiempo después de haber alcanzado algo que nunca deseó ni le interesó tener: el reconocimiento internacional a su ingenio, gracias a las traducciones a las que acabo de aludir.
Como escribiera Franco Volpi en el estudio citado más arriba, su biografía podría resumirse en tres palabras: “Nació, escribió, murió”, aunque en el interín una serie de circunstancias marcaron su vida; así, en el designio de sus padres de llevarlo a Francia para recibir una educación humanística cristiana en un colegio benedictino, pasando sus vacaciones en Inglaterra donde aprovechó para perfeccionar su inglés, sufrió una alteración parcial por causa de una enfermedad nunca diagnosticada que lo obligó a guardar reposo en su casa parisina durante casi dos años, quedando su formación en manos de preceptores privados franceses que profesaban lenguas antiguas y filosofía, consiguiendo así y allí, como es obvio, un impecable dominio del francés, del griego y del latín, persuadiéndose, como escribiera años después, que: “El que no aprendió latín y griego vive convencido, aunque lo niegue, de ser sólo semiculto”.
Luego de regresar a Colombia y casarse a los veintitrés años con María Emilia Nieto, con la que tuvo tres hijos, un accidente de polo en el que se fracturó las caderas lo dejó seriamente impedido constriñéndolo, de allí en más, a quedarse la mayor parte del tiempo leyendo en su casa de Bogotá. Allí llegó a reunir, con la ayuda del librero de origen vienés Hans Ungar -un mito de las librerías en Colombia-, una biblioteca de 30.000 volúmenes que acaba de adquirir el Banco de la República de ese país, de los cuales, a medida que los leía iba tomando notas y destilando glosas y aforismos, publicados, casi en la clandestinidad, a impulso de amigos y parientes, bajo el singular y enigmático título: “Escolios a un texto implícito”, “texto” que nadie develó a ciencia cierta cuál pudo haber sido, pues no era sino la síntesis de todas esas ingentes lecturas.
Sin embargo, no se detuvo allí su búsqueda del “don de lenguas” para mejor comprensión de sus lecturas y percepción de esa música que, de acuerdo con palabras de Enrique Larreta -en su soneto “La Pampa”- “alguien llamó callada”. Para Gómez Dávila: “La idea de traducir un poema es la última que se le debe ocurrir al que lo admira”, y al español nativo, al griego y al latín, al francés, al inglés, al alemán y al italiano, se sumaron el ruso -Dostoïevsky, Konstantin N. Leontiev, Rozanov, Berdiaev, Soloviev, etc.- y hasta el danés, para poder adentrarse en los arcanos de Kierkegaard.
El regreso a su tierra fue definitivo, con excepción de un largo viaje en automóvil por el viejo continente que hizo en compañía de su mujer a poco de terminada la Segunda Guerra Mundial, reflejado en patéticas palabras: “Viajar por Europa es visitar una casa para que los criados nos muestren las salas vacías donde hubo fiestas maravillosas”. Forma gráfica de decir que, para quien se proclamaba abiertamente “católico, reaccionario y retardatario”, los europeos -víctimas de la explosión demográfica, la democracia que pretende sustituir la voluntad de Dios por la voluntad del número y la revolución industrial- estaban en vías de extinción y que las salas donde hubo fiestas maravillosas se habían vaciado.
A lo cual, con su causticidad habitual, agregó que: “Los monumentos levantados en los últimos doscientos años no los visitan con admiración sino tontos”.
Tomó conciencia así, siguiendo el pensamiento de Vassili Rozanov (1856-1919), y reflejado a lo largo de muchos “escolios”, que: “No hay ninguna duda que la razón profunda de todo lo que pasa actualmente reside en el vacío colosal dejado por el cristianismo difunto en la humanidad europea (rusa incluida); todo se desmorona en el vacío del alma, privada de su contenido antiguo”.
A ese pensamiento añadió, a la sazón, el de Nicolai Berdiaev, para quien: “El cristianismo vuelve al estado en que se encontraba antes de la aparición de Constantino, debe emprender de nuevo la conquista del mundo”, lo que le hace razonar a Brussell que: “leyendo hoy la obra de Nicolás Gómez Dávila, podría ser bien que nos encontráramos con el primer brote de esta idea”, de lo que es prueba significativamente elocuente el “escolio”: “¿Por qué no imaginar posible, después de varios siglos de hegemonía soviética, la conversión de un nuevo Constantino?”, premonición que no llegó a varios siglos, aunque la hegemonía actual no es la soviética sino la del pensamiento único políticamente correcto y anticristiano, haciéndose esperar todavía la llegada de un gobernante católico, con una sola ley y una sola religión, como el hijo de Santa Elena, para conquistar el mundo.
Con semejante forma de pensar era evidente que no podía tomar parte activa en la vida cultural y política de Colombia, patria de nacimiento que para él no existía, afirmando que “lo único que tenía en común con sus compatriotas era el pasaporte”. No se dejó seducir tampoco por el canto de sirenas del “establishment” colombiano que, no obstante, lo tentó varias veces con el ofrecimiento de embajadas en diversas capitales europeas, acorde con los pergaminos de su obra –una obra cuya publicación lamentablemente se realizó de una manera casi oculta y no favoreció su divulgación, como bien lo señaló Franco Volpi-. Es también significativo el brillo por su ausencia, en la inmensa biblioteca de “don Colacho”, de los libros de su coterráneo Gabriel García Márquez, premio Nobel de literatura 1982 -quien paradójicamente habría dicho (en privado), refiriéndose a Gómez Dávila, que “si yo no fuera de izquierda, pensaría en todo y de todo como él”-, y de otros escritores latinoamericanos muy en boga en su momento (Cortázar, Carlos Fuentes, Roa Bastos, Rulfo, Sábato, Vargas Llosa, etc.), salvo las más que justificadas excepciones de Borges, Alejo Carpentier, Álvaro Mutis, Octavio Paz y Orlando Téllez. También fue tajante la mordacidad de su juicio sobre la literatura norteamericana al afirmar “que deja de ser literatura cuando comienza a ser americana”.
Así fue transcurriendo la vida sedentaria de este hombre singular, que estaba fuera de nuestro tiempo, ajeno al “pensamiento único” (“El moderno cree vivir en un pluralismo de opiniones, cuando lo que hoy impera es una unanimidad asfixiante”) y a la desinformación periodística -televisiva, radial y escrita-, ya que “Las noticias son el substituto de las verdades”. Leyendo incansablemente a todo rumbo, pues “la literatura toda es contemporánea para el lector que sabe leer”, y pensando, “ocupación tan deliciosa que nos hace soportar la mediocridad de nuestros pensamientos”, estaba vinculado, sin embargo, con la realidad por medio de sus amigos y seguidores -Francisco Pisano de Brigard, Douglas Botero, Alberto Lleras Camargo, Hernando Téllez, Abelardo Forero Benavídez, Álvaro Mutis y otros escritores, periodistas, miembros de la Universidad de los Andes, a cuya fundación contribuyó-, que lo visitaban puntualmente todos los domingos y a quienes, con timidez, leía sus escolios hasta que lo sorprendió la muerte el 17 de mayo de 1994, en la biblioteca de su casa, donde había pedido ser llevado después de recibir los santos sacramentos.
III. Influencias en su Obra
“Las influencias no enriquecen sino a los espíritus originales”
Nicolás Gómez Dávila
Se han tejido muchas hipótesis sobre las influencias ejercidas por diversos autores en las ideas de Gómez Dávila, que tenía el impudor de proclamarse, orgullosamente como se ha visto, “católico, reaccionario y retardatario”: desde Konstantin Leontiev (1831-1891) -célebre por sus feroces ataques al “europeo medio” en tanto que paradigma e instrumento de la destrucción universal y, según Samuel Brussell, “el astro mayor de la genealogía del pensamiento de Gómez Dávila” - y los otros pensadores rusos antes mencionados, hasta Joseph de Maistre, Donoso Cortés, Edmund Burke, Louis de Bonald, Antoine de Rivarol, así como Barrès y Charles Maurras, que lo acompañaron desde su juventud parisién.
Y es indudable que la ejercieron, siendo el rasgo común a todos ellos la creencia en Dios -en algunos casos (Barrès y Maurras) tardía- y el convencimiento de ser la descristianización de Europa el objetivo precipuo de los inspiradores de la revolución “satánica” a la que se sigue torpemente llamando “francesa”, pese a ser “la más cosmopolita de las revoluciones”, bajo la siniestra consigna de Voltaire “ecrasez l’infâme!” (aplasten a la infame) en directa alusión a la Iglesia católica, apostólica y romana. Tarea ésta que todavía no se ha logrado consumar y que sigue más activa que nunca, como puede advertirse a diario en todas partes.
La frase de Berdiaev sobre Konstantin Leontiev, diciendo que ese “soi-disant” reaccionario era mil veces más audaz que todos los “progresistas” y los “revolucionarios” de su país, podría muy bien ser aplicada a Nicolás Gómez Dávila, quien tampoco escapó al ascendiente del ruso relativo a otros aspectos de su vida que seguramente lo impresionaron, en especial la atracción por la vida monástica, reflejada en el “escolio”: “Más que la inmoralidad del mundo actual, es su fealdad creciente lo que hace soñar en un claustro”.
A este último respecto, no deben perderse de vista los avatares de la azarosa vida del filósofo “eurasiano”: nacido en Koudinovo, Rusia central, el 12 de enero de 1831, dentro de una familia campesina de la pequeña nobleza, no lejos de los dominios de Tourgueniev y de Tolstoï y del Monasterio de Optyna Poustyne, que sin haber terminado la carrera de medicina recibe no obstante su diploma a condición de partir como médico militar a la guerra de Crimea (1854-1856) y a cuyo regreso, luego de ejercer por corto tiempo la medicina en forma privada, se consagra exclusivamente a la literatura, manteniéndose ajeno a las ideas liberales y democráticas inspiradoras de las políticas del zar Alejandro II. Pese a todo esto, acepta diversos puestos diplomáticos y es en el ejercicio de uno de ellos -cónsul de Rusia en Salónica- que recibe la cura milagrosa del cólera que allí contrajo, atribuida por él a un ícono de la “Theotokos” (Santísima Virgen). Esto, sumado a la pérdida parcial y progresiva de razón de su mujer -vuelta a la niñez-, lo impulsan después de la quema de sus manuscritos, a formular votos de volverse monje, deseo que se cumple al final de su vida por indicación de su director espiritual, recibiendo la tonsura con el nombre de Clemente -en homenaje al padre Clemente Zedergolm, un protestante convertido a la ortodoxia del que se había hecho muy amigo en Optyna Poustyne-, tres meses antes de morir, el 12 de noviembre de 1891, y después de haber comulgado.
A) Ideas Religiosas
Lo dicho en los párrafos anteriores ha quedado en evidencia, entre otros valiosos antecedentes testimoniales, en el relato de la visita que el escritor alemán Martin Mosebach -ganador del premio Gerg Bechner 2007, el galardón literario más importante de su país-, hizo a Gómez Dávila poco antes de la muerte de éste, brindando pistas interesantes, aunque parciales, sobre las ideas del bogotano al calificar los escolios como: “los pensamientos de un europeo que desde la colonia se dirige al continente materno, considerando su patria como el ejemplo más desdichado de una colonia, a saber, la que se abandona a su libertad y cuya existencia niega”. El escoliasta llegó a confiarle durante esa entrevista que: “el problema fundamental de toda antigua colonia, el que plantean la servidumbre intelectual, la insignificancia de la tradición, la cultura subalterna, inauténtica, la imitación obligada y vergonzosa, yo la he, en lo que me concierne, resuelto de una manera extrañamente simple: he tomado por patria el catolicismo”. Pero no se trataba, dejémoslo claro, del cambio de la patria de nacimiento -que no lo satisfacía-, por una patria de elección, real, imaginaria o virtual, sino de la colocación de Dios como centro, principio y fin de su vida interior.
En sentido similar a aquel respecto se pronunció Franco Volpi cuando hizo hincapié en la “boutade” de su biografiado: “Más que cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo” aunque, a renglón seguido, reconoce que, por encima de filosofía, arte y religión, “existe para don Nicolás un Absoluto que se impone con evidencia incontrovertible: «La única cosa de la que nunca he dudado: la existencia de Dios» (Notas, 112)”.
Es evidente que, en esos puntos de vista, no se ha alcanzado a comprender en su totalidad el real significado de Dios en el pensamiento del bibliófilo colombiano -para quien sus convicciones, según propia confesión, eran: “las mismas que las de la anciana que reza en el rincón de una iglesia”-, y que fuera expresado en numerosos escolios:
- “Dios no debe ser objeto de especulación sino de oración” (55);
- “Dios es lo infinitamente cercano y lo infinitamente lejano; de Él no debe hablarse como si estuviese a mediana distancia” (55);
- “El que no busca a Dios en el fondo de su alma, no encuentra allí sino fango” (55);
- “No es porque Dios sabe todo por lo que debemos tener confianza, sino porque es misericordioso” (65);
- “El pensamiento puede eludir la idea de Dios mientras se limite a meditar problemas subalternos” (66);
- “El hombre solamente es importante si un Dios ha muerto por él” (67);
- “No viviría ni una fracción de segundo si dejara de sentir el amparo de la existencia de Dios” (78);
- “Si el ser depende, como enseña el cristianismo, de un acto libre de Dios, una filosofía cristiana debe ser una filosofía que constata, no una filosofía que explica” (78);
- “Aun cuando estén llenos de amenazas, no logro ver en los Evangelios sino promesas” (81);
- “Si no es de Dios que hablamos, no es sensato hablar de nada seriamente” (83);
- “La prueba ontológica no demuestra que Dios exista, sino que tenemos necesariamente que afirmar la existencia de Dios” (105);
- “Lo que importa en el cristianismo es su verdad, no los servicios que pueda prestar al mundo profano. El apologista vulgar lo olvida” (112);
- “El verdadero cristiano no debe resignarse a lo inevitable: debe confiar en la impertinencia de una oración reiterada” (116);
- “Sólo la visión teocéntrica no acaba reduciendo al hombre a una absoluta insignificancia” (119);
- “Basta negar la divinidad de Cristo para convertir al cristianismo en cabeza de todos los errores modernos” (127);
- “Lo que aleja de Dios no es el pecado sino el empeño en disimularlo” (129);
- etc., etc., etc. (los números corresponden a las páginas de “Sucesivos escolios a un texto implícito”, varias veces citado).
Por lo tanto, la consideración de la religión desde esa perspectiva hace que, para Gómez Dávila, la creencia en Dios sea un acto filosófico y la filosofía inescindible de la fe, prueba de lo cual es el escolio:
- “Lo único que el Yo puede probar es que exista; lo único que puede refutar es que sea Dios. Cogito, ergo sum. Cogito, ergo non sum Deus. Sé que soy, y si no sé qué soy, sé que no soy. En la segunda de las únicas verdades irrefutables, el mundo moderno tropieza con una refutación letal”.
- “Lo difícil no es creer en Dios, sino creer que le importemos”.
Pero, además, cuando dice adoptar como patria el catolicismo, esa adopción no es pasiva, teniendo tal expresión un alcance mucho más amplio que “Iglesia católica”, con respecto a cuya pérdida de sacralidad en aras de soluciones humanas no ahorra tampoco críticas al escribir que:
- “El sacrificio de la misa es hoy el suplicio de la liturgia”;
- “La religión no se originó en la urgencia de asegurar la solidaridad social, ni las catedrales fueron construidas para fomentar el turismo”;
- “En su afán pueril y vano de seducir al pueblo, el clero moderno concede a los programas socialistas la función de esquemas realizadores de las Bienaventuranzas.
“El truco consiste en reducir a una estructura colectiva y externa al individuo, un comportamiento ético que si no es individual e interno no es nada.
“El clero moderno predica, en otros términos, que hay una reforma social capaz de borrar las consecuencias del pecado.
“De lo que se puede deducir la inutilidad de la redención por Cristo”;
- “Ocuparse intensamente de la condición del prójimo le permite al cristiano disimularse sus dudas sobre la divinidad de Cristo y la existencia de Dios. La caridad puede ser la forma más sutil de la apostasía”;
- “Colocar al «prójimo» en el lugar de Dios ha sido el propósito del protestantismo liberal del siglo pasado y del progresismo católico postconciliar”.
Cabiendo concluir que, como bien lo señalara Ayuso, “Nicolás Gómez Dávila es un reaccionario que reacciona contra el mundo moderno (entendido no cronológica sino axiológicamente), contra la revolución que éste ha introducido, al tiempo que conserva lo que éste no ha deshecho (todavía) del orden natural e histórico de la civilización cristiana y cuida con mimo las tradiciones que vienen de ésta. Reacción, conservación y tradición se reúnen en un surco que es el de la Iglesia católica y la civilización que fecundó”.
B) Ideas Políticas
Si bien Francia -a la que llegó niño con dos cajas de libros, entre los cuales un ejemplar de la “Ilíada” y una biografía de Carlomagno como parte de su equipaje- aparece, en todo caso, como el país formador de sus años jóvenes, llegando a reconocer en su madurez que ese país “lo había hecho” (“c’est la France qui m’a fait”), tal formación no se circunscribió a las ideas de ese origen, cuya importancia en tal sentido es incuestionable. Fue también el aprendizaje del alemán para poder leer de primera mano a Goethe, Kant, Hegel, Nietzsche, Burckhardt y Heidegger, el que le abrió las puertas para llegar a Justus Möser (1720-1794), jurista e historiador alemán autodidacta, hoy casi desconocido y versado en el análisis social, a quien Gómez Dávila confirió el más alto calificativo que él hubiera podido discernir: “el primer reaccionario de la historia moderna”, y cuyas huellas se perciben a lo largo de los “Escolios”. Su brega por “el desarrollo natural y orgánico del estado en lugar de las leyes arbitrarias impuestas por los soberanos” (de cualquier índole, no sólo del absolutismo barroco), se percibe en la reiterada defensa que hace Gómez Dávila del derecho consuetudinario como “barrera al despotismo”.
Pero, a poco que se analice el pensamiento del poeta-filósofo de Osnabrück -ciudad de Baja Sajonia, fundada por Carlomagno en 780-, a quien Gómez Dávila dirigió la ponderación de atribuirle la primogenitura de la reacción en la historia moderna, se comprueba su parentesco con diversas fuentes filosófico-políticas de origen francés anteriores a la catástrofe revolucionaria de 1789 y con quienes, como Maurras, siguiendo en ello a Maistre y a Bonald, aspiraba a una suerte de “naturalismo” para el cual la ley, ante todo, emerge de la misma organización (biológica) de la naturaleza según los lugares, los tiempos y los Estados; en otras palabras: “la ley… apareció como una relación que fluye de la misma naturaleza de las cosas”.
En Joseph de Maistre se encuentran, sin duda alguna, las fuentes de la afición de Gómez Dávila por el derecho consuetudinario como vallado infranqueable al despotismo, lo que se filtra en gran parte de sus “escolios”, como cuando, aludiendo a la monarquía francesa, escribió:
“Si un hombre de buena fe, no teniendo para sí otra cosa que el buen sentido y la rectitud, preguntara qué era la antigua constitución francesa, podría contestársele resueltamente: «Es lo que usted siente, cuando usted está en Francia, una mezcla de libertad y de autoridad, de leyes y de opiniones, lo que hacía creer al extranjero, súbdito de una monarquía y viajando por Francia, que él estaba viviendo allí bajo otro gobierno que el suyo».
“Pero si uno quiere profundizar la cuestión se encontrará, en los monumentos de derecho público francés, caracteres y leyes que elevan a Francia por encima de todas las monarquías conocidas.
“Un carácter particular de esta monarquía, es la posesión de cierto elemento teocrático que le es particular y que le ha dado mil cuatrocientos años de duración: nada hay tan nacional como este elemento. Los Obispos, sucesores de los Druidas en esta relación, no han hecho más que perfeccionarla”.
Por otra parte, Maistre puso bien en evidencia que, si bien los reyes tenían grandes prerrogativas, lo que las leyes fundamentales del reino habían colocado en el otro platillo de la balanza era la imposibilidad de violar las leyes del reino, a diferencia de las leyes de circunstancias o no constitucionales llamadas “leyes del rey”, no pudiendo ser sancionadas más que en una asamblea general de todo el reino, con el común acuerdo de los tres estados, tres órdenes, tres cámaras, tres deliberaciones. Siendo así que la Nación está representada, el príncipe no puede derogar estas leyes; y si osa tocarlas, todo lo que haga podrá ser casado por su sucesor, y la necesidad del consentimiento de la Nación al establecimiento de impuestos, es una verdad incontestable, reconocida por los reyes.
En este sentido es importante destacar que, contrariamente a lo difundido por una propaganda interesada, el “absolutismo” de los monarcas franceses no era nada comparado con el poder que detentan hoy los actuales presidentes demócratas, salidos del sufragio universal, pues en Francia durante el execrado Antiguo Régimen, escribió también Maistre: “Todas las influencias estaban muy bien balanceadas, y todo el mundo estaba en su lugar”, señalando (en la nota 3 del mismo capítulo VIII, “De la ancienne constitution francaise”), que: “entre el verano de 1791 y 1792, los magistrados de los antiguos parlamentos se habían reunido del otro lado del Rin para poner a punto una memoria sobre las leyes fundamentales de la monarquía francesa. En octubre de 1792, esta memoria fue remitida al conde de Provenza (futuro Luis XVIII) que la tuvo en secreto por consejo de Monsieur (su hermano, el futuro Carlos X). Después de una nueva reunión de los redactores, en septiembre de 1793, que permitió completarla, fue publicada, a pesar de las vivas reticencias de los príncipes, bajo el título: “Desarrollo de los principios fundamentales de la monarquía francesa” (Neuchâtel, 1795)”.
Si no fuera por la íntima coincidencia de Gómez Dávila con las ideas de Maistre, sería imposible ni siquiera haber concebido el escolio:
“La separación de los poderes es la condición de la libertad. No la separación formal y frágil de poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial; sino la separación de tres poderes estructurados, concretos y fuertes: el poder monárquico, el poder aristocrático y el poder popular”.
Y en cuanto al polimorfo Barrès -comulgante con varias corrientes diversas de pensamiento signadas por una serie de circunstancias en la visagra entre los siglos XIX y XX-, no veo la coincidencia con la “frecuencia de onda” de Gómez Dávila; pues, aunque seguramente impresionado por sus méritos literarios de incuestionable valía y por su sentido del orden y de la belleza, se nos hace difícil concebir la asimilación por aquél de la frase del autor de "La Coline inspirée", recogida por Henri Massis: “Sin la Revolución, ¡no hubiera podido ser lo que soy!” .
Por otra parte -al contrario del pensador colombiano que nunca había dejado de sentir la presencia de Dios-, el “príncipe de la juventud”, de la misma forma que respetaba la bellas razones de Maurras para adherir a la monarquía, sin sumarse nunca a ellas, y concretaba su regreso tardío al catolicismo después de una misa de gallo en Luxor en 1907, se aproxima muchísimo a la religiosidad postrera de aquél, volviendo a la fe católica al final de su vida, después de haber recorrido un largo camino metafísico pues, maguer la desafortunada confesión revolucionaria que entraña una contradicción, “Barrès deseaba ser hijo de la Iglesia y se consideraba como tal, al menos en cierta manera”, según palabras de Massis.
Sería necesario profundizar la investigación recomendada por Volpi, sobre la influencia de Maurras y Barrès en Gómez Dávila, pero ello escapa a los estrechos límites de este “esbozo”, que no tiene otro objeto que hacer conocer, a grandes rasgos, su vida, su obra y sus ideas.
IV. Colofón
“Cuando uno representa una causa (casi) perdida, hay que tocar la trompeta, montar a caballo e intentar la última salida, sin lo cual se muere de vejez triste en el fondo de la fortaleza olvidada que nadie asedia más porque la vida se ha ido a otra parte”
Jean Raspail
Cuando el escoliasta objeto de este estudio dice que “Francia lo ha hecho”, esa Francia no es la de los “derechos del hombre” (de los cuales “lo inaceptable es el nombre”), la del culto a la trinidad masónica de la libertad, la igualdad y la fraternidad, vacía de contenido; ni tampoco la de la Ilustración, la del terror, la de la diosa Razón, la de la Constitución civil del clero, la del genocidio -verdadero, no ficticio, como otros pretendidos “genocidios” posteriores- de la Vendée, donde cerca de seiscientos mil inocentes, la mayor parte campesinos harapientos comandados por jóvenes nobles, fueron masacrados por tropas avezadas, así como sus familias, sin distinción de sexo ni edad, y sus casas arrasadas por haberse atrevido a hacer frente al satanismo de la Convención bajo consignas tales como “¡Viva Dios! ¡Viva la Religión! ¡Viva el Rey!”; ni tampoco la de la desafectación definitiva del culto de la iglesia de Santa Genoveva (patrona de Paris), transformada en el Panteón donde ya estaban Voltaire, Rousseau y otras “maravillas” para, en 1885, albergar los despojos de Víctor Hugo; ni la de la decapitación de sacerdotes y nobles sin otro cargo que el hecho de serlo, horrores todos que Gómez Dávila resume, como remate de su suma, en un dramático escolio:
“La ejecución de Luis XVI pertenece menos a la historia política de Francia que a la historia religiosa de Occidente. Los regicidas consagraban una nueva alianza en la sangre de una inmolación sacrílega”.
No, la Francia que “lo había hecho”, pese a que los años en los que vivió en ella fueron los de la siniestra Tercera República, la del 14 de julio como fiesta nacional, la del laicismo y otras lindezas, fue la llamada “fille ainée de l’Église” (hija mayor de la Iglesia), la de las tres “C” (las Cruzadas, las Catedrales y las Canciones de gesta), cantada por Henry Bordeaux en “Un precursor, Vida, muerte y supervivencia de San Luis Rey de Francia”, paradigma (como se usa decir ahora) y arquetipo de todo gobernante; la de la consagración de los reyes en Reims, a partir del bautismo de Clovis (o Clodoveo), etc. En esto influyó, indudablemente, el aislamiento provocado por su mala salud, que lo condenó a recibir enseñanza privada en su casa.
Por el contrario, en todas las acérrimas críticas de Gómez Dávila a la democracia y a los gobiernos nacidos a su sombra, pueden advertirse, sin mucho esfuerzo, las ideas de la contrarrevolución que se han considerado someramente más arriba, y en especial las de Maurras cuando, consecuente con su rotunda adveración recogida en el prólogo de la “Encuesta sobre la monarquía”: “La democracia es el mal, la democracia es la muerte, corrompe todo lo que toca”, escribiera que: “Hay que renunciar a los principios de la democracia moderna donde día a día se aguarda ver agravadas las consecuencias de su institución”.
Todo lo escrito en los “escolios” fue con la íntima convicción de la necesidad de dar pelea, cualquiera fuera el resultado: “Siempre hay Termópilas donde morir”; pues “Ser reaccionario es haber comprendido que a una verdad no se debe renunciar simplemente porque no tiene posibilidades de triunfar”.
Las palabras transcriptas como epígrafe de este postrer capítulo resumen de manera cabal la actitud de Nicolás Gómez Dávila frente a una realidad que le disgustaba hasta el asco. Y para luchar contra ella, dada su condición de inválido, no tenía otras armas que las que Dios -a quien aconsejaba rezar con “impertinencia”-, había puesto a su alcance en el confinamiento de su biblioteca bogotana, transformadas, merced a una inteligencia fuera de lo común, en “escolios” más poderosos que el fierro y que las balas, brotados de un hontanar de sabiduría inagotable y legados a la posteridad. Los que los hemos conocido, en mi caso por obra de la Divina Providencia, no hay día en el que no los citemos por mil y una razones, lo que demuestra claramente su vigencia, convirtiéndose así su obra, como escribiera Franco Volpi, “en nuestro libro de cabecera” que debemos transmitir a los que nos siguen, como en una carrera de postas, esperando la llegada de un nuevo Constantino.
[Mar del Plata - 10 diciembre 2009]
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¡Fabuloso! Conocía a Martín... no sabía de este artículo. ¡Felicitaciones Centro Pieper! Martín los quería mucho y siempre nos recomendaba ir a sus Cursos. Enr
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