Josef Pieper
Palabras introductorias
Existen cosas que las creemos conocer desde hace mucho tiempo; y sin embargo es probable que tengamos que ocuparnos de ellas, una y otra vez, para comprenderlas verdaderamente.
Primer vistazo sobre el tema
Frankfurt, finales de mayo de 1948. Con motivo de la conmemoración del centenario de la Asamblea Nacional, fue reconstruida la iglesia de San Pablo, en medio de una ciudad todavía en escombros. La recién creada Asociación de Escritores Alemanes celebró también un “acto conmemorativo” en su luminosa rotonda de piedras arenosas y multicolores. Hasta allí llegamos paseando, en aquella radiante tarde, discutiendo y, hasta cierto punto, con curiosidad; no pocos fumaban tranquilamente cigarrillos, hasta consumirlos por completo, o bien los encendían. Pero luego se dijo: por favor, no fumen; nos encontramos en una iglesia. Mi vecino exclamó sorprendido: Cómo, ¿es esto una iglesia? Yo le di la razón: la forma arquitectónica por sí misma no era, en todo caso, razón suficiente. Después de unos instantes, mi vecino siguió: “y si realmente fuese una iglesia, en realidad, ¿por qué no fumar?”.
Un año más tarde, en Berlín, Treptow. De nuevo, reiteración de la prohibición de fumar: a la entrada del gigantesco parque conmemorativo de los soldados caídos del ejército rojo.
Y, hace poco, en Israel, volvió a suceder lo mismo —de forma discreta, pero tajante—: en el restaurante de nuestro hotel, cuando en la mesa de al lado unos visitantes americanos después de la comida sacaron sus cigarrillos. “But why not?”. En esta ocasión, naturalmente, no por razón del lugar, sino del tiempo; era el viernes por la tarde y la celebración sabática había comenzado.
En todos estos casos, resulta completamente claro que cualquier razón de índole práctica o que representa algún inconveniente —como en el caso de una sala de conferencias— no juega ningún papel; todavía tiene menos importancia pensar en el peligro de incendio, como sucede en los aviones al despegue o al aterrizaje. La prohibición no supone tampoco ningún rechazo general, como si el fumar fuese algo inconveniente por sí mismo. Evidentemente, lo que se pretende es hacer sentir una frontera y apelar a la conciencia de que existe una línea de separación: algo que delimita y ensalza un lugar “especial”, o un período de tiempo, no corriente entre los lugares o tiempos ordinarios.
En quien traspasa el umbral de estos “otros” lugares se espera una conducta que se diferencie de la corriente. Quien entra en una mezquita, o en el recinto amurallado de un templo hindú, se desprende de sus zapatos. Puede que en el último caso la frontera sea tan estricta que, en la parte más íntima del santuario, no se permita la entrada a quien no sea hindú. En la iglesia cristiana los hombres se quitan el sombrero; lo mismo sucede ante las tumbas abiertas, o cuando se interpreta el himno nacional. Por el contrario, el judío cubre su cabeza: no solamente en la sinagoga, sino también siempre que reza; cuando visité en Tiberíades el recinto vallado de la tumba de Moisés Maimónides, el vigilante me reprochó con gesto amenazador: ¡no llevaba sombrero en la cabeza!
En los lugares donde se celebran servicios religiosos, por regla general, predomina el silencio; en todo caso, las llamadas en voz alta y las risas sonoras están prohibidas. A la entrada de la catedral de San Marcos, en Venecia, se impide el paso a todos los turistas cuya indumentaria se separe demasiado de la corriente. También los instrumentos que despiertan la curiosidad pública son vistos con desconfianza en semejantes lugares; en muchas iglesias cristianas, por lo menos durante la celebración de oficios religiosos, no se permite sacar fotografías; no otra cosa ocurre en los templos del hinduismo ortodoxo. Los indios “Pueblo” de Nuevo México, toman animadversión contra el visitante por el mero hecho de acercar su cámara fotográfica a la entrada de sus lugares subterráneos de culto.
Si el visitante —el ajeno y el que no participa— pregunta por la razón de estas normas de conducta, tal vez para él incomprensibles y en algunas ocasiones francamente molestas, recibirá como respuesta (dentro de la multiplicidad de casos concretos) la siguiente: el sentido de todo ello es el testimonio de dignidad y respeto. Respetar ¿a qué? En todo caso algo que existe o merece veneración y honra. Si sigue preguntando sobre la causa concreta de tal veneración, probablemente las respuestas no se puedan ya reducir a un común denominador. En todo caso, al que pregunta se le podrá hacer comprender que se trata de algo que para los hombres resulta “sagrado” (o debe resultarlo), sea en algún caso particular la “majestad de la muerte”, sea la dignidad de la patria, sea el honor de los caídos en la guerra, sea la presencia más palpable de las cosas divinas o incluso del propio Dios. En cualquier caso, todas estas respuestas se basan en el convencimiento de que, en la totalidad del ámbito capaz de ser captado por el hombre, existen unos lugares y unos espacios de tiempo especiales —superiores, que se destacan de los corrientes—, es decir, que merecen una dignidad particular y excepcional.
Esta separación de algo que merece una dignidad excepcional se ve claramente expresada en el significado original de las palabras utilizadas, según se puede comprobar en los diccionarios. “Hagios”, por ejemplo (palabra griega que significa “santo”) lleva consigo la contraposición frente a “koinós” (corriente, común, habitual). El trozo de tierra que pertenece a los dioses, sobre el que se edifica el templo o el altar, se llama “témenos”, lugar especialmente entresacado del resto del terreno. En latín el verbo “sancire”, de donde deriva “sanctus” (santo), significa también algo así como delimitar: “con la palabra «sanctio» los antiguos romanos entendieron originariamente la limitación de los lugares sagrados y su protección contra daños o profanaciones” [1]. Por lo que se refiere a las palabras utilizadas en nuestros días, las informaciones no son nada diferentes. “Sacré” es lo que pertenece a un “ordre des choses séparé” [2]; el “Oxford Dictionary”, entre los significados de “sacred”, incluye: “set apart”. En seguida nos vienen a la mente diversos vocablos: santo, consagrado, sacro; cada una de esas palabras no tiene ningún significado especial, además del indicado. Cuando, por ejemplo, Kant define formalmente el concepto de “santidad” lo conceptúa así: “la adecuación completa de la voluntad... a la ley moral” [3], algo que en principio parece muy preciso. Sin embargo, en otros lugares califica de “santa” a la propia ley moral, con lo cual se coloca claramente contra la propia definición: evidentemente entonces toma la palabra “santa” en un sentido completamente distinto. Este otro sentido corresponde al de las palabras griegas y latinas, es decir, algo entresacado de la continuidad de la indiferencia cotidiana y algo que destaca de la fila; una dignidad claramente separada de lo corriente y que por parte del hombre exige también, con todo derecho, una forma de respeto particular.
Donde quiera que se tome algo como “santo” en este sentido, se tendrá el convencimiento previo de que el mundo no es homogéneo, ni en el espacio ni en el tiempo. En este punto Mircea Eliade [4] tiene plenamente razón con su interpretación de lo sagrado, si bien por lo demás su concepción general se presenta muy dudosa. Un lugar sagrado es “distinto” al resto de los lugares. Si la Pascua de Resurrección, la Navidad, el sábado y el domingo representan períodos “santos” de tiempo, quiere ello decir que no son “un día como otro cualquiera”. Claro que esto es, en principio, una información negativa. Naturalmente habrá que preguntarse todavía en qué consiste la particularidad, o en qué se funda la limitación de lo “sagrado”, o qué es positivamente.
Analogías
Como es sabido, quien hoy se vea envuelto en las cuestiones planteadas ya desde el principio, no se encuentra en el marco de la tranquilidad académica, sino en el campo de batalla de una tormentosa discusión pública. La palabra “desacralización” ya hace mucho tiempo que ha dejado de ser la designación descriptiva especial para un proceso social: se ha convertido en el nombre de un objetivo programático, relacionado recientemente con argumentos “teológicos”. Así se dice, por ejemplo, que Cristo ha santificado todo el mundo; otros dicen que Cristo nos ha liberado, al mundo y al hombre, precisamente en orden a su verdadera mundanidad y profanidad [5]. Si esto fuese así, si verdaderamente por ese motivo, o bien fuese todo igualmente “santo” o todo del mismo modo “profano”, la diferencia “santo-profano” habría perdido su razón de ser: se habría convertido en algo sin sentido.
Intencionadamente he omitido durante mucho tiempo, la palabra “profano”. En su sentido original me parece que no ofrece la más mínima sombra de desprecio, ya que no significa otra cosa sino lo que está situado “antes” de lo sagrado (fanum), ante su puerta y “afuera”. Ciertamente el uso la ha llevado muy lejos de este significado. Uno no se siente muy ayudado con lo que dice Roger Caillois —desde luego, desde el punto de vista puramente formal, todavía acertado— de que “le sacre” no puede definirse de otra forma sino en oposición a lo profano [6]. Más adelante aclararemos nuestro pensamiento, tanto acerca de lo profano como de lo sagrado, atendiendo a su contenido.
El momento de esta aclaración quisiera retrasarlo todavía un poco, ya que previamente —quizá de un modo excesivamente sumario— quisiera plantear una diferenciación análoga que también hoy se ve puesta programáticamente en duda y se procura atacar. Me refiero, por una parte, a la diferenciación entre poesía y no-poesía; y por otra parte, a la diferenciación entre Filosofía y Ciencia.
Por lo que respecta al primer punto, la “poética no aristotélica” de Bertolt Brecht —según la cual afortunadamente nunca se ha guiado el propio autor— para citar algún ejemplo, se propone, en última instancia, la anulación de la poesía. El fruto de los grandes poemas, el estremecimiento purificador en las formas de ver la dimensión excepcional de la existencia, se denuncia como huida hacia la ilusión: el espectador, según se dice en Brecht, “no debe dejar consumir su cigarrillo”; antes bien, permanecerá críticamente despierto, para la acción política de la transformación del mundo. No existe otra cosa —según esa opinión— que la prosa de la lucha de clases, de la cual nadie tiene derecho a dispensarse, ni siquiera durante una hora. Por naturaleza, la “prosa”, lo expresamente “no-poético”, puede navegar bajo muy diversas banderas: planificación quinquenal, diversión, sensación, empirismo psicológico, etc.
Eso se corresponde, en el campo de la especulación científica —y por otra parte bajo el amparo de una actitud similar— con la negación de la Filosofía. El pensamiento de la totalidad de la realidad y del ser, en sus últimos significados —o sea la confrontación de la Naturaleza y de la totalidad del espíritu del mundo, con sus verdaderas realidades, desde luego insondables— carece, según se dice, de todo sentido. Por el contrario, la única concepción legítima para conocer la realidad se encuentra en la forma de las ciencias exactas, cuyos resultados pueden ser revisados; en el fondo, como ya dijo, adelantándose, Rudolf Carnap, todos los esfuerzos humanos por conocer no son otra cosa sino “Física” [7].
Generalmente, esas tomas de posición no se presentan sin más; hay que sospechar más bien que se trata solamente de la respuesta a una falsa auto-interpretación de lo que es tanto la Poesía como la Filosofía. A la vista, por ejemplo, de la ilusoria idealización del hombre y de la sociedad —que pasa por "poética" entre los imitadores de Schiller—, resulta perfectamente comprensible la reacción del Naturalismo y del Verismo, así como también la de Bertolt Brecht. La insistencia en la raíz experimental de todos los conocimientos humanos tiene, naturalmente, perfecta razón de ser, contra las fantásticas pretensiones de la Filosofía, cuando llega a creerse un “conocimiento de lo absoluto” (Hegel [8]); o bien, como dice Fitche [9], “la anticipación de toda la experiencia”.
En fechas recientes, se ha emprendido el intento de definir de nuevo tanto la Filosofía como la Poesía, con objeto de salvar su razón de ser. Se dice —por ejemplo— que la Filosofía se distingue en principio de la Ciencia en que aquella no tiene absolutamente nada que ver con la realidad, sino que se ocupa exclusivamente del idioma en el que las Ciencias hablan sobre la realidad. Jean Paul Sartre [10] propone entender el cotidiano idioma “prosaico”, incluso el de los “literatos”, como una utilización de palabras al servicio de algún determinado objetivo. En oposición a ello, “poeta”, podría llamarse aquel que precisamente rechaza el “utilizar” la palabra y el “servirse” de ella, aquel que trata la propia palabra como un objeto y como una cosa llena de sentido por sí misma. Con ello, en mi opinión, resulta erróneamente interpretada la naturaleza tanto de la poesía como de la prosa.
Esto, según creo, guarda analogía con la interpretación de lo “santo” (sacro) y lo “profano”. Todo se convierte en falso en cuanto se pase por alto, o se niegue, ora que tanto la poesía como la prosa son igualmente modos de llevar la realidad al lenguaje, ora que tanto en la Ciencia como en la Filosofía no se realiza otra cosa sino el intento de comprender cognoscitivamente como gran objeto a la “realidad”. Lo mismo sucede, y entonces necesariamente queda soslayado el núcleo de la cuestión, si la diferencia “santo-profano” no se comprende como una contraposición en el seno de una comunidad que abarca a ambos miembros. Por ejemplo, si la realidad fuese de tal modo que —como se afirma basándose en una dudosa interpretación de la visión “mítico-arcaica” del mundo— lo santo y lo profano estuviesen contrapuestos entre sí sea como “dos mundos heterogéneos desde sus bases” (E. Durkheim [11]), sea como “cosmos” y “caos”, sea como lo “real” y lo “irreal” (o “pseudo-real”), sea en suma separados por un abismo (M. Eliade [12]). Pues bien, si no existe ningún tipo de “solidarité du sacré et du profane” (J. P. Audet [13]); si —dicho con otras palabras— el mundo situado “ante” el portal de lo sagrado, por su condición de creado, no puede ser tomado como “bueno” y en cierto modo incluso como “santo”; si fuese cierta la absurda simplificación [14] según la cual la realidad de un lugar “sagrado" debe significar que “fuera” se puede hacer y permitir lo que se quiera; si todo ello fuese así, se tendría que rechazar de hecho (en tanto “se” fuera cristiano) la diferenciación como inaceptable. Y si se diese el caso de que, además y por encima de todo ello, se tuviese que caracterizar primariamente lo “santo” mediante un distanciante desarrollo del esplendor —un rigor hierático, una extrañeza en las formas, etcétera—, entonces el clamor por una “desacralización” sería tan inevitable como comprensible. De esta suerte, no puede sorprender que el jesuíta francés P. Antoine [15] —llevado por la problemática opinión de Mircea Eliade y explotando de modo muy discutible el ejemplo de las catedrales constantemente vacías de pequeñas ciudades—, llegase a la conclusión de que la iglesia (en cuanto edificio) no sería en modo alguno un lugar “sagrado”, sino simplemente un lugar “funcional”. Con tales argumentaciones, no sólo resulta afectado y simplemente negado lo pseudo-sacro (en principio, lo único referido), sino toda la extensión del concepto de lo “sacro”, incluso el legítimo sentido y la propia verdad sacra.
Pero, ¿qué es “en realidad” lo sagrado?
Ya desde el principio hay que aclarar un punto, porque de lo contrario todo el resto de nuestras explicaciones serían forzosamente inexactas. Quien atribuye “santidad” a algo en contraposición a lo profano, como aquí es el caso, ha de querer referirse solamente a la propiedad de una parte de la realidad actual del mundo y no a algo que se corresponde con la esencia de Dios. En este sentido, el significado de la palabra latina y de las que de ella se derivan es mucho más claro que el de la palabra alemana. A pesar de que, naturalmente, Dios y sólo Dios —en sentido extremo y absoluto— es “santo”, nunca se le designa con las palabras “sacer”, “sacré”, “sacréd”, “sacro”. Con ello queda, al mismo tiempo, otra cosa en claro: el terreno de lo no-sacro no debe ser entendido, según la definición, como algo dirigido contra Dios [16]. Así pues, en lo sucesivo, las palabras “santo” y “sacro” no deberán interpretarse como designaciones de la infinita perfección de Dios ni de la cualidad moral de un hombre: lo que significan es más bien que ciertas cosas —tiempos, sitios y actuaciones que se dan empíricamente— tienen una característica peculiar que las hace salirse de lo corriente y en cierto modo están subordinadas a la esfera divina. Por lo demás, en este sentido también un hombre puede ser calificado de “santo”; sin embargo, en este caso no se hace referencia a su intachable moralidad (que quizá realmente se dé), sino a esa particular subordinación a la esfera divina, a su “consagración”.
A partir de esta excepcional subordinación a la esfera sobrehumana, a partir de esta presencia particularmente “patente” de lo divino —que expresamente no se da en todos los lugares ni en todos los tiempos— se puede entender sin más el límite que, en este sentido, separa lo “santo” de lo “profano”. “Profano” significa precisamente lo corriente, aquello a lo que no se puede aplicar este carácter de excepcional; “profano” no significa necesariamente lo mismo que “impío”, si bien —naturalmente— existen cosas marcadamente impías que al mismo tiempo representan un grado sumo de profanidad. En todo caso se puede decir con cierta razón que todo pan es “santo” (porque es creación de Dios, dador de vida, etcétera), o que cada trozo de tierra es “suelo sagrado”; en mi opinión se puede decir esto muy bien, sin que por ello se contradiga que además y a pesar de ello exista de un modo muy singular un “pan sagrado” o en un incomparable sentido un recinto “consagrado”.
Aquí se han nombrado ya algunas de las condiciones que se deben cumplir para entender tanto lo sagrado como la limitación que inmediatamente hay que esperar que lo separe de lo corriente. Evidentemente, estas condiciones no se cumplen, si se niega de forma simplista la realidad de toda esfera divina sobrehumana. Si alguien quisiera poner en tela de juicio que existen determinados lugares y tiempos, hombres y actuaciones excepcionales (o, como dice Karl Barth, que la presencia de Dios se hace “palpable” y “localizable”), ese tal sería ciego para el fenómeno del que aquí hablamos. Probablemente esa ceguera —difícil de curar— se presenta cuando se ensalza la “desacralización” como programa, sean cuales fueren sus argumentos.
Sin embargo, en primer lugar, hay que aclarar este fenómeno de lo sagrado.
Actio sacra
En el lenguaje corriente hablamos de “lugares sagrados”, “tiempo sagrado”, “acciones sagradas”, “símbolos sagrados”, etcétera. Hay que preguntarse si las circunstancias que concurren en esta lista, que se podría ampliar considerablemente, son con exactitud de la misma índole. ¿O es que existe aquí algo primario y algo secundario, algo original y algo derivado? En mi opinión, a esta pregunta hay que responder con una clara afirmación. Dentro del terreno de la sacralidad, la “acción sagrada” merece, evidentemente, la primacía y la más alta representatividad. Esto se expresa ya en la antigua frase: “Santo, sacro, significa algo en virtud de su ordenación al culto divino, ad cultura divinum” [17], frase que se confirma tanto mediante la Etnología y la Filosofía de la Religión como mediante la interpretación teológica del Antiguo Testamento [18].
Si existe una presencia especial de lo divino en el mundo histórico del hombre, tal presencia se alcanza —esta es mi opinión—, de la manera más palmaria en la “acción sagrada”; y sólo en virtud de su subordinación a esta acción pueden denominarse también “santos” los tiempos, los instrumentos, las personas.
En nuestra sociedad civilizada de la Europa occidental, debe seguir siendo difícil encontrar a alguno que simplemente no conozca, ni aproximadamente, cómo se presenta un servicio religioso litúrgico: es decir, eso que el Concilio Vaticano II [19], llama una “acción sagrada en el sentido más elevado”, actio sacra praecellenter. Por ejemplo, todos están acostumbrados a que la “acción sagrada” no se lleve simplemente a cabo: ni se realiza, ni se desarrolla, sino que se “celebra”. La palabra “celebrare”, como se ha explicado recientemente, “desde los más antiguos tiempos de la latinidad clásica hasta el lenguaje litúrgico cristiano” significa siempre lo mismo: es decir, la consumación de un acto solemne por la comunidad, de forma no corriente [20]. Por lo demás, “acción sagrada” —a diferencia de un acto de oración puramente interior, del amor a Dios y de la fe— es un acontecer corporal que se presenta bajo formas visibles, en el lenguaje perceptible de las invocaciones y de las respuestas, en las acciones corporales y en los gestos simbólicos, en la particularidad de la indumentaria y de los instrumentos, en los anuncios y en los cánticos, pero también en el silencio en común. Con ello, el acto litúrgico se corresponde análogamente con el acto “de lectura” del espectador que participa en su realización [21].
En todo caso, la pregunta con que se enfrenta el observador (cuando recapacita a la vista, por ejemplo, de una solemne ceremonia coral en la abadía de María Laach) es ésta: a no dudar, en realidad esto es más impresionante que un auto sacramental representado con el máxime arte, o que un drama religioso grandiosamente escenificado; pero en el fondo, ¿no es precisamente esto, un gran espectáculo, una ceremonia vacía, un “teatro”? Resulta llamativo que también Tomás de Aquino haya formulado una objeción semejante contra la misma postura: se pregunta si lo que tiene de teatral la acción simbólica no sería incompatible con la “respetabilidad” del servicio religioso. Él mismo ofrece la respuesta: realmente la poesía y el culto tienen de común el representar en imágenes capaces de ser percibidas por los sentidos, lo que no resulta fácilmente comprensible para la “ratio” [22]. No obstante, la objeción moderna se refiere a algo completamente diferente: no pregunta por el “significado” de la acción sagrada, sino por su contenido de realidad. Dicho en pocas palabras, se pone en duda cómo algo real en sentido drástico y palpable —efectivo— sea aportado por tal acción sagrada: pone en tela de juicio que algo como la presencia de lo divino tenga lugar realmente en la consumación de las acciones sagradas. Dicho de otra forma: niega su carácter sacramental. Y con ello, en realidad, están planteadas todas las restantes cuestiones decisivas.
Naturalmente, no se puede decir nada como no sea fundándose en la fe, respecto a si existe la cualidad del sacramento con una pre-eminencia concreta —perceptible por los sentidos—, y si en definitiva existe algo así como un “sacramento” o todo cuanto alrededor de él gira. Sin embargo, quizá se pueda exigir algo, incluso a los no creyentes: el tomar conocimiento de lo que, según el entendimiento cristiano —quizás aquí debiera decirse según el entendimiento católico—, significa la categoría “sacramento”. Lo que tal categoría significa es que en ese caso concreto y particular, los “símbolos” (que se realizan mediante una actuación corporal y mediante la pronunciación de palabras audibles) no sólo significan algo, sino que en su consumación se realiza exactamente la realidad objetiva de lo que significan: ora el borrar y perdonar las culpas, ora el alimentarse con el verdadero cuerpo del Señor; pero nunca en virtud de la actuación humana y de ningún modo a partir de la potencia del símbolo objetivo, sino mediante la fuerza de Dios, que en verdad constituye la única actuación en el suceso sacramental. (Ya me parece oír un grito: “¡Magia!”. Sin embargo, quisiera por el momento dejar reposar un instante este tema).
Antes debe despejarse otra falta de claridad que se interpone en el camino. Naturalmente, se da por descontado que ya la simple idea de “sacramento” constituye algo por sí sólo extraordinario; y no se puede tratar de persuadir a nadie de que lo acepte. Pero donde debe reinar la claridad más absoluta es en lo siguiente: si la actuación sagrada, sobre todo la celebración eucarística cristiana, no fuera sacramento en este sentido —es decir, no encontrara en su consumación realmente la presencia auténtica y excepcional de lo divino—, entonces en realidad carecería de sentido cualquier palabra sobre lo sagrado. Y todas las formas en que se manifiesta, en primer lugar las modalidades litúrgicas del culto, no serían sino un fragmento de folklore piadoso, posiblemente respetable: algo que quizá haya que conservar por motivos estéticos, sin realidad perdurable, algo que con toda razón tendría que sucumbir ante el implacable avance de la Historia. Y en cualquier programática de “desacralización”, sobre todo en la que se fundamenta teológicamente, estoy convencido de que las últimas raíces del pensamiento no son otras sino esas negaciones de la sacramentalidad: tal opinión consistiría en creer que quizá la llamada “acción sagrada” en realidad no sería más que una actuación puramente humana, en la que —objetivamente y de modo “independiente de la conciencia”— no pasaría absolutamente nada, por lo menos en cuanto respecta a la presencia real de la Divinidad. La irremediable consecuencia de todo ello está suficientemente clara. No sólo se convierte en carente de sentido el considerar la Iglesia (el edificio) como algo distinto a lo que Harvey Cox llama “un lugar humano”: además y por encima de todo habría dejado de existir el más mínimo motivo para considerar al sacerdote como una persona sacra, como “consagrada”. Creo que no me dejaría persuadir fácilmente de que la causa más profunda (y quizá la única) de la tan traída y llevada “crisis” actual de la formación del “sacerdote” sea algo distinto a tal negación: esto es, la incapacidad (condicionada por factores de diversa índole) de reconocer o aceptar la dependencia existente entre el acto sacramental-consagratorio del sacerdote y la actualización de Dios en el misterio del sacrificio eucarístico. Ello acarrea la consecuencia, completamente inevitable, de que ahora se quiera definir “de nuevo” la función específica del sacerdote y de que se tenga que buscar su genuina misión en algo distinto: en el “servicio a la palabra”, en la “unión de la comunidad”, en el trabajo social; o bien, simplemente, en la revolución.
Por otra parte, para quien vea claramente, en la consumación de la acción sagrada —dicho más concretamente, en la celebración del misterio eucarístico: insinuado, anhelado y prefigurado en todos los cultos de la humanidad—, tiene lugar realmente lo más excepcional en el sentido más absoluto: la realidad corporal de Dios entre los hombres. Para quien esto sea evidente, resultará perfectamente claro, al instante, la frontera entre la religión y los acontecimientos de la vida corriente. Un rapi, huidizo y oculto, respecto del aquí y ahora: así es cómo la propia Iglesia formula [23], ante el hombre, el sentido de esta presencia divina. Esto no involucra el sentido de que lo actual sea menospreciado: no se nos obliga ni a que lo ignoremos, ni a que lo olvidemos, pero lo debemos atravesar y superar. Por lo demás, es perfectamente válido lo que los Padres de la Iglesia griegos dijeron de las solemnidades del culto y en cierto sentido también de las actuaciones sagradas: “no tienen lugar en el estado situado todavía sobre la Tierra” [24]. En todo caso, en esta Tierra dará comienzo el verdadero beneficio y la vida definitivamente bienaventurada ante la mesa de Dios, una auténtica “inchoatio vitae aeternae”. Tanto si la comunidad del culto se entiende cual “parochia” (paroíkia) —es decir, “aglutinación”— como si se entiende cual ciudadanía del reino venidero, tanto en un caso como en otro, se separa de las formas normales y corrientes de la vida comunitaria civil. La celebración litúrgica puede que tenga lugar en alguna iglesia provisional de un suburbio, o en la sala de baile de una aldea de la diáspora, o en la catedral cuyas preciosas naves con vidrieras simbolizan la Jerusalén celestial, o en campos de concentración mientras un muro viviente de cuerpos delimitan el espacio durante unos minutos contra la acción de los verdugos... Una cosa es común a todos esos lugares: tanto con pobreza como con esplendor y majestuosidad, se diferencian de los lugares de la vida cotidiana, se elevan sobre su miseria mortal y sobre su engañadora belleza o su confort. Nada es más evidente para el hombre que comportarse, en el interior de los recintos acotados a ese tenor, de “manera distinta” que en los otros lugares: por ejemplo, distinta que en el campo de deportes o el mercado. Se habla un lenguaje que es del mismo modo humano, siendo sin embargo “diferente”: esto es, diferente en el hábito de hablar y en el tono, en el gesto y en el vocabulario.
En contra de todo esto se pronuncian, como es sabido, los propagandistas de la “desacralización”. Defienden la celebración eucarística sin lenguaje sacro (“lenguaje” en todos los sentidos imaginables), llevándola a cabo como cualquier otra comida en común de cualquier vivienda: los “dirigentes” podrían saludar a los participantes, o hablar a sus amigos sobre sus opiniones, y los desconocidos entre sí debieran ser presentados; y así sucesivamente. Todo ello se puede hacer de modo “solemne”, pero no en absoluto de modo “sacro”. Es sabido que algunas de tales proposiciones se han llevado a la práctica. Se toma como particularmente avanzado el que el sacerdote, al principio de la misa, salude a los fieles con el saludo de bienvenida corrientemente utilizado en la vida diaria; o que al final, en vez de despedirse como la Iglesia lo recomienda con las palabras: “Podéis ir en paz”, lo haga desde el altar igual que una locutora de televisión: os deseo “que terminéis de pasar una feliz velada”. Con toda energía, y a cualquier precio, la acción sagrada deberá introducirse en el curso de la vida diaria práctica, sin delimitaciones “dificultadoras”; y de esa forma, según se dice, llegaríase a “humanizarla”.
El concepto que, en el fondo, rige todo esto —dejando completamente a un lado su vergonzosa mezquindad y primitivismo—, se apoya en un conocimiento erróneo y escaso del auténtico hombre. Para el hombre resulta antinatural quedarse limitado a lo simplemente “humano” e incluso, y según palabras de Pascal, el hombre se siente impulsado a sobrepasar infinitamente al hombre. El ámbito auténticamente humano abarca todavía otros parajes muy distintos; y su atmósfera no es precisamente la de la habitación donde vive. En este ámbito, las circunstancias de la vida civil y privada de mi vecino son de un interés mucho menor que la realidad de que tanto él como yo somos personas existentes para la muerte, creadas—caídas—redimidas. Y además, retornando a nuestro tema, capaces por igual de recibir en la mesa de Dios el Pan de la Vida. Por lo que respecta a la contraposición “solemne-sacro”, yo quisiera enunciar la frase en sentido contrario. “Solemnidad”: tal es la pura subjetividad; siempre y cuando, en la actuación “sacra”, la extraordinariedad de la forma grande y supraindividual vaya unida con esa desapasionada sobriedad mediante la cual se procura aislar el trato con la realidad.
La cuestión en la que se centra el máximo interés es ésta: ¿Se trata de una “considerabilidad”, según dice Nietzsche, o de una realidad? En esta cuestión se deciden todas las restantes y también sus consecuencias.
La frontera que separa lo sacro de lo no-sacro no significa únicamente diferencia en el “lenguaje” y en las reglas de comportamiento; al mismo tiempo es también armario, muro, valla. Quien viene desde afuera no solamente tiene que atravesar una puerta o cruzar una línea de demarcación. Además, nadie que no “pertenezca a ello” puede participar plenamente en la actuación sagrada. Desde luego, ésa es una frase que con demasiada facilidad se presta a una interpretación falsa, a pesar de que su validez resulta evidente en todas las comunidades de culto. La cristiandad primitiva, como sabemos, expulsaba a los “catecúmenos” —aquellos que se preparaban para el bautismo—, fuera del recinto eclesial, antes del comienzo de la celebración del Misterio; y la propia celebración estaba protegida por una disciplina de silencio. ¡Y a pesar de ello los participantes no se consideraban como un círculo cerrado! Por el contrario, cualquiera tenía acceso; y por otra parte, el motivo no era otro sino el de la consagración. En principio, no se ha cambiado nada al respecto hasta nuestros días, si bien puede preguntarse si —por ejemplo— la permisión oficial de todos los instrumentos a los públicos curiosos significa una transgresión o, en todo caso, ha predispuesto a ella.
Aquí vuelve a tratarse del valor real que se reconoce en la acción sacra. Si solamente se trata de una comida organizada por los hombres —aunque sea con un motivo “religioso”—, en realidad no existe ninguna razón moral que impida a cualquiera poder participar en ella, siempre y cuando no “moleste”. Pero si en la consumación de la acción sagrada se realiza realmente la presencia corporal de Dios y los celebrantes reciben en el pan sagrado el “cuerpo del Señor que se os ha dado para vosotros”, entonces la cosa toma de raíz otro aspecto, y ello por dos razones. En primer lugar el individuo, en cuanto en esta ocasión por única vez se somete a la “vergüenza divina” y da nombre sin reparo o valora como es debido las propias raíces ocultas de su vida, se encuentra en una situación de falta extraordinaria de defensas que no es tolerada por ningún observador que permanezca ajeno. En segundo lugar y sobre todo, sería un acto rayano en la blasfemia el autorizar expresamente a la celebración del Misterio a alguien que, en cierto modo, no acepta lo que significa según la más profunda convicción de los participantes: a alguien que quizá no vea en él sino un caso más o menos interesante de magia práctica.
¿Magia?
No obstante, todo eso de lo que aquí se habla (Dios debe hacerse presente en la consumación de un acto llevado a cabo por los hombres, mediante la comida del “pan sagrado” acontece una unión real con Cristo en el que se ha hecho hombre el Verbo divino, y así sucesivamente), ¿no es en realidad simplemente un acto de magia? Esta pregunta sólo puede discutirse con provecho si previamente se está de acuerdo en lo que la expresión “magia” significa con exactitud. En todo caso, hay algo que desde un principio resulta claro para todo el mundo: se trata de una designación represiva: es un nombre que lleva consigo, de inmediato, una represión; en todos los casos, “magia” es algo que no debe tener lugar.
Una primera definición corrientemente utilizada es la siguiente: magia es el intento de poner a disposición de objetivos humanos poderes suprahumanos, y de usarlos mediante determinadas acciones. La magia, de esta forma entendida, es algo que se contrapone al acto religioso: religión es adoración, entrega, servicio; magia, por el contrario, es en el fondo un intento de adquisición de poder. Con ello, desde luego, queda otra cosa en claro: la magia no es en modo alguno simplemente un objetivo de la etnología, sino una perversión de la actitud del hombre hacia Dios que puede presentarse en cualquier tiempo; y además probablemente, ante una actuación concreta exterior, apenas pueda reconocerse si es “religiosa” o “mágica”.
Alguien pudiera plantearse la siguiente pregunta respecto a la categoría de “sacramento”: la misma Iglesia (católica) ¿no entiende la acción religiosa de tal forma que la presencia particular no se da precisamente en virtud de la entrega religiosa del sacerdote (“ex opere operantis”), sino “ex opere operato”, es decir, en virtud de la propia consumación de hecho? Y esto, de acuerdo con la definición, ¿no es magia? Con ello se ha planteado una relación muy complicada, extraordinariamente importante y de la que aquí no se puede tratar. En lugar de ello, vamos a ocuparnos de cuatro breves tesis que intentan resumir la respuesta de la tradicional Teología de los Sacramentos. Primera: El que los sacramentos actúen lo que significan, no tiene su origen en una acción humana, sea ésta “religiosa o no”, sino únicamente en un acto dispuesto libremente por Dios. Segunda: Actuante “ex opere operato” no significa que la consumación sacramental no sea, al mismo tiempo, auténticamente humana; es decir, un acto consciente y efectuado libremente, completando además —por lo menos con la intención— lo que con el sacramento se significa. Tercera: Quien en realidad actúa en el sacramento es el propio Cristo, quien de hecho no ha querido ligar el don que ha transmitido a los hombres a la casual disposición de sus comisionados. Cuarta: El fruto del sacramento jamás se participa a quien lo recibe de forma “automática”, sino sólo cuando éste se entrega a él con fe.
Con todo esto, hay que admitir que se afirman cosas “increíbles”; y yo las rechazaría si no estuviesen garantizadas por la “palabra de Dios”. En todo caso, siempre que sea válida la anterior definición, resulta claro que no tienen nada que ver con la magia.
De todas formas, esto no significa que el abuso mágico y las interpretaciones erróneas queden descartadas. Todo lo contrario. El carácter real de lo que sucede en los sacramentos —lo cual, en definitiva, es lo único que los legitima—, posiblemente facilite también una falsa objetivización mediante la cual se aísle algo perceptible por los sentidos (el rito, el edificio, el espacio de tiempo empleado): no sólo frente al acto humano vivo, sino también frente a la propia realidad de Dios. Por otra parte, jamás ha afirmado ninguna Teología de los Sacramentos que Dios haya unido su actuación en la liturgia celebrada por nosotros, a un lugar o a un tiempo sagrados. Esto de ningún modo significa que nosotros no estemos unidos a ellos.
Pero estamos ocupándonos todavía del tema “magia”. Existe un segundo concepto, completamente diferente, según el cual con este nombre se entiende todo poder “sobrehumano” que actúa sobre el mundo de los hombres y también todos los efectos o sucesos “que no tienen su origen en las causas corrientes”. Algo parecido puede leerse en el magnífico “Wörterbuch der philosophischen Begriffe” [25] de Johannes Hoffmeister. Naturalmente, que entonces todo lo que aquí exponemos queda asignado al terreno de la magia. Pero como en esta definición sigue en pie el acento de valoración negativa de la palabra, con la utilización del nombre se emite al mismo tiempo una clara negación: en esta ocasión no se dice que algo así “no debiera ser”, sino más bien que algo está tomándose como “real” siguiendo un primitivo concepto de la realidad, pero que de hecho no lo es. El que, por ejemplo, según expresa Rudolf Bultmann [26] “existió una persona divina sobre la Tierra (que se valoró) como un hombre”, o el que “una comida... ha de proporcionar fuerza espiritual”, todo ello (llámese ahora “mágico”, “mítico” o “arcaico”) se incluye en la larga lista de los conceptos “superados”. Ni una sola vez, se dice, el que reza debe traspasar “verticalmente” el círculo que encierra el mundo humano. Lo cual es evidentemente falso. De lo contrario sólo una discusión ético-política, sobre la guerra del Vietnam o sobre la “justicia de clases”, tendría derecho a ser considerada como una “oración sin magia”. Se ve que quien simplemente acepta esta definición de magia ya ha negado casi la realidad, o simplemente ignora el fundamento no solamente de toda la concepción de la sacralidad, sino de toda la interpretación cristiana del mundo.
Riqueza y pobreza del hombre
En el caso de la desacralización, tanto si con ello se hace referencia a un hecho como si se refiere a un principio, están en juego “herejías” no solamente teológicas, sino también filosóficas y casi antropológicas.
Quien, por ejemplo, no admita que el hombre es un ser en el que existe algo “puramente espiritual” y que además crea que tampoco existe algo “puramente corporal”, con muchísimas probabilidades no estará en condiciones de aceptar y consumar plenamente esa “estructura de formas visibles y perceptibles por los sentidos” que llamamos acción sacra [27]. “Anima forma corporis”, esta vieja frase —en la historia del cristianismo reiteradas veces olvidada o incluso convertida en extraña, pero confirmada a diario por la investigación empírica del hombre actuante— ha sido designada con toda razón, por Romano Guardini, como el fundamento de toda formación litúrgica [28]. De hecho, se trata de una especie de palabra clave. Según que uno la “sepa” o no, permanecerá para él abierto o cerrado el acceso al mundo de los sacramentos.
A partir de esa frase, por ejemplo, se comprende la forma estricta establecida para el “lenguaje” sacro (ornamentos, signos y palabras). Este carácter fijo no está condicionado sólo por la circunstancia de ser comunitaria la acción sacra, a pesar de que si se tiene en cuenta se comprenderá que la improvisación libre sólo es posible en contadas excepciones. Esta fijeza guarda más bien relación con aquel principio de la no-arbitrariedad que protege a la poesía acabada de la modificación caprichosa. Naturalmente, la doble verdad de la “anima forma corporis” se puede transgredir de dos formas, mediante un exagerado espiritualismo o mediante la postura contraria que pudiera designarse con el nombre de “corporalismo”. En el primer caso, el acto espiritual se toma como lo único decisivo; y como consecuencia, la forma de expresarlo queda como algo “externo” y por lo tanto indiferente. En el segundo caso sucede lo mismo, si bien por un motivo completamente distinto, respecto a la radical arbitrariedad de la forma hablada; las formas pre-establecidas se toman como una coacción intolerable frente a la cual se valora como “natural” el seguir el ritmo de la corriente. Resulta intranquilizador que ambas formas de la negación produzcan casi el mismo efecto. Ni la tesis espiritualista, ni la atea, se dan cuenta de la excepcional oportunidad que representa para el individuo precisamente esta exigencia de superarse, por encima del limitado yo, en cuanto se derrama en la objetividad de las grandes formas.
Ante quien pone en duda la frase “anima forma corporis”, ha de resultar forzosamente extraño un concepto fundamental para toda sacralidad: nunca le resultará comprensible lo que es un símbolo. No podrá entender cómo es eso de que para el hombre resulte natural realizar una actuación que no tenga por qué poseer una finalidad, sino que se hace para querer simbolizar algo una y otra vez; bien sea encender una vela (no para iluminar el local, sino para hacer resaltar la solemnidad del momento), o el pensamiento en una persona querida muerta, o también la adoración y el agradecimiento.
Lo que intencionadamente es “no provechoso” trae a la memoria otro elemento de la acción simbólica: el elemento del exceso, de la falta de cálculo y de la casi dilapidación. El primer trago de vino del cántaro no se “aprovecha”, no se bebe, sino que se “despilfarra” y se arroja al mar o al suelo, como ofrenda a los dioses. No se edifica un lugar de reunión con vistas funcionales, sino que se construye una catedral. Y las campanas de “Nótre-Dame”, naturalmente, no han servido nunca para dar noticias: por lo menos, tal finalidad no es la primaria (de lo contrario, la difusión de los relojes de pulsera las hubieran hecho superfluas); no, desde tiempo inmemorial —y así sigue siendo en la actualidad— son una forma del júbilo sin palabras; tratándose de un exceso y de un despilfarro.
El argumento contrario, que habla de sencillez y de pobreza, ¿no tiene también razón? Sin titubear contesto afirmativamente a esta pregunta: sí, el argumento tiene naturalmente razón. Sin embargo, no creo que la tensión existente entre austeridad y despliegue de esplendor jamás se pueda simplificar, merced a una armonía sin problemas. Por otra parte, un despliegue de esplendor no tiene por qué ser necesariamente lo mismo que un lujo material, aunque tampoco lo excluye. Pero de ningún modo los derroches de que aquí se habla se refieren a una ostentación de dinero y posesiones: son la manifestación espontánea de la riqueza personal. Esta riqueza consiste en el reino que significa la auténtica presencia de Dios entre los hombres. Con ello, para terminar, se cita por su nombre el núcleo de la contradicción: sin él, todo lo “sacro” se convierte en espectáculo o rutina —puro “teatro”— o una farsa que quizá siga siendo impresionante, pero en el fondo ajena a la realidad.
Al mismo tiempo se presenta la imagen de la extraordinaria pobreza humana, no la indigencia material, sino la miseria existencial. Sería desconsolador vivir en un mundo en el que sólo hubiese cosas disponibles y utilizables, pero nada que proporcione alegría olvidándose de su finalidad: sólo ciencias-especializadas, pero ningún pensamiento filosófico total de la vida; sólo investigación, pero ninguna recapacitación; sólo entretenimiento y rutina prefabricada, pero no poesía y música a lo grande; entonces cabría pensar lisa y llanamente que uno está encerrado en un recinto existencial desacralizado, al ser nada más que “mundo mundano”. Faltaría la posibilidad de repetir aquí y ahora la actualidad histórica de otro tiempo, en un recinto que por cierto ha sido destinado para nosotros: pero no solamente al modo de la reflexión filosófica y no solamente como conmoción estética, sino “realiter” en la misma consumación de la vida.
Notas:
[1] G. Laczkowski, artículo “Heilig”. En: “Die Religion in Geschichte und Gegenwart”; 3ª edición; tomo 3º, columna 146.
[2] A. Lalande, “Vocabulaire technique et critique de la Philosophie”. Paris 1962, página 397.
[3] “Kritik der praktischen Vernunf”. Editada por K. Vorländer. Leipzig 1920, página 156.
[4] “Das Heilige und das Profane”. Hamburg 1967, páginas 13, 40.
[5] Véase: Eduard Syndicus, “Entsakralisierung. Ein Literaturbericht” en “Theologie und Philosophie”; año 42 (1967), página 577.
[6] R. Caillois, “L'homme et le sacré”. París 1950, página 11.
[7] Véase también al respecto el manifiesto del “Círculo de Viena”: “Wissen-schaftliche Weltauffassung”, Wien 1929.
[8] Cartas de y a Hegel. Editor Hoffmeister, tomo 2º, Hamburg 1953, página 216.
[9] “Erste Einleitung in die Wissenschaftslehre”. Editado por Fritz Medicus. Leipzig 1944, página 31.
[10] “Was ist Literatur?” Hamburg 1958, páginas 11 y siguientes.
[11] Lalande, “Vocabulaire”. Página 937.
[12] “Das Heilige und das Profane”. Páginas 10, 13, 18.
[13] J. P. Audet, “Le sacré et le profane”. Nouvelle Revue Theologique. Año 79 (1957).
[14] Véase Herbert Kuhn, “Tun was Jesus getan hat”. Deutsches Allgemeines Sonntagsblatt (Hamburg) del 24-12-1967.
[15] Pierre Antoine, “L'église est-elle un lieu sacré?”. Études, tomo 326 (1967).
[16] Así Karl Rahner tiene perfecta razón cuando dice: “Si lo 'sacro' está constituido en última instancia por la gracia de Dios, entonces —en este sentido extremo— no hay ningún terreno sagrado que se pueda separar como templum sagrado frente a un mundo ateo, como si sólo allí, pero no aquí, el santo Dios gobernase la vida eterna”. En: “Welt-priester nach dem Konzil”. München 1969, página 99.
[17] Tomás de Aquino, “Summa theologica”, II-II, q. 99, a 1, c.
[18] Véase “Kittels Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament”, tomo 1, páginas 106, 112.
[19] Constitución sobre la Sagrada Liturgia “Sacrosanctum Concilium”, c. I, n. 7.
[20] Benedicta Droste, “«Celebrare» en el lenguaje de la liturgia romana”. München 1963, página 196.
[21] R. Guardini, “Der Kultakt und die gegenwartige Aufgabe der Liturgie”. En: “Liturgie und liturgische Bildung”. Würzburg 1966, página 12.
[22] “Summa theologica”, I-II, q. 101, a. 2, dif. 2 y ad 2.
[23] Prefacio de Navidad del Missale Romanum.
[24] Véase J. Pieper, “Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes”. München 1964, páginas 67 y siguientes.
[25] Hamburg 1955. Pág. 390.
[26] “Nuevo testamento y mitología”. En: “Kerygma und Mythos”. Publicado bajo la dirección de H.-W. Bartsch. Hamburg-Bergsted 1967, pgs. 15, 19.
[27] J. A. Jungmann, “Sinn und Probleme des Kultes!”. En: “Der Kult und der heutige Mensch” (publicado bajo la dirección de M. Schmaus y K. Forster). München 1961, página 5.
[28] “Liturgie und liturgische Bildung”, páginas 38 y siguientes.
Fuente: Mikael, Revista del Seminario de Paraná (Argentina),
Año 1 – Número 2, Segundo Cuatrimestre de 1973, págs. 34-54.
muchas gracias por el articulo!
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