
Carta Encíclica sobre la Devoción a la Santísima Virgen María
Papa Pío X
“Mater Poluli fidelis”, la más reciente “Nota” del Dicasterio para la Doctrina de la Fe que comanda el Cardenal Tucho Fernández y que fue firmada por León XIV, recibió un justificado aluvión de críticas, incluso de destacados mariólogos. Uno de ellos, el P. Serafino Lanzetta, sostuvo que «nunca en la historia de la Iglesia el Magisterio ha dicho lo que dice este documento; al contrario, básicamente afirma “exactamente lo opuesto” a lo que los Padres de la Iglesia y los Papas anteriores han enseñado históricamente» [1]. Para corroborar lo dicho por este Fraile Franciscano, nada mejor que leer esta elocuente Encíclica del Santo Papa Pío X donde explica en que consiste la Devoción a la Santísima Virgen María, Inmaculada Madre de Dios, Corredentora y Medianera de todas las Gracias. ¡Que la disfruten!
Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
[1. Recuerdo de la declaración del Dogma de la Inmaculada Concepción]
El paso del tiempo, en el transcurso de unos meses, nos llevará a aquel día venturosísimo en el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pio IX, Pontífice de santísima memoria, ceñido con una numerosísima corona de Cardenales y Obispos, con la autoridad del Magisterio infalible, proclamo y promulgo como cosa Revelada por Dios que la Bienaventurada Virgen María estuvo inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su Concepción [2]. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y de agradecimiento públicos acogieron aquella promulgación los fieles de todo el mundo; verdaderamente nadie recuerda una adhesión semejante tanto a la augusta Madre de Dios como al Vicario de Jesucristo o que tuviera eco tan amplio o que haya sido recibida con unanimidad tan absoluta.
[2. Demostraciones de piedad mariana]
Y ahora, Venerables Hermanos, después de transcurrido medio siglo, la renovación del recuerdo de la Virgen Inmaculada necesariamente hace que resuene en nuestras almas el eco de aquella alegría santa y que se repitan aquellos espectáculos famosos de antaño, expresiones de fe y de amor a la augusta Madre de Dios. Nos impulsa con ardor a alentar todo esto la piedad con la que Nos, durante toda nuestra vida, hemos tratado a la Santísima Virgen, por la gracia extraordinaria de su protección; esperamos con toda seguridad que así será, por el deseo de todos los católicos, que siempre están dispuestos a manifestar una y otra vez a la gran Madre de Dios sus testimonios de amor y de honra.
Además, tenemos que decir que este deseo Nuestro surge sobre todo de que, por una especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse aquellas esperanzas que impulsaron prudentemente a Nuestro antecesor Pio IX y a todos los Obispos del mundo a proclamar solemnemente la definición del dogma de la Concepción Inmaculada de María.
[3. La Virgen nos ayuda siempre]
No son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy esas esperanzas no se han colmado y utilizan las palabras de Jeremías: «Esperábamos la paz y no hubo bien alguno: el tiempo del consuelo y he aquí el temor» [3]. Pero, ¿quién podría no extrañarse de esta clase de poca fe por parte de quienes no miran por dentro o desde la perspectiva de la verdad las obras de Dios? Pues, ¿quién sería capaz de llevar la cuenta del número de los regalos ocultos de gracia que Dios ha volcado durante este tiempo sobre la Iglesia, por la intervención conciliadora de la Virgen? Y si hay quienes pasan esto por alto, ¿qué decir del Concilio Vaticano, celebrado en momento tan acertado?; ¿qué del Magisterio infalible de los Pontífices, proclamado tan oportunamente, contra los errores que surjan en el futuro?; ¿qué, en fin, de la nueva e inaudita oleada de piedad que ya desde hace tiempo hace venir hasta el Vicario de Cristo, para hacerlo objeto de su piedad, a toda clase de fieles desde todas las latitudes? ¿Acaso no es de admirar la prudencia divina con que cada uno de Nuestros dos predecesores, Pio IX y León XIII, sacaron adelante con gran santidad a la Iglesia en un tiempo lleno de tribulaciones, en un Pontificado como nadie había tenido? Además, apenas Pio IX había proclamado que debía creerse con fe católica que María, desde su origen había desconocido el pecado, cuando en la ciudad de Lourdes comenzaron a tener lugar las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de ellas, allí edificó en honor de María Inmaculada un grande y magnifico Santuario; todos los prodigios que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de hoy.
Testigos de tantos y tan grandes beneficios que Dios, mediante la imploración benigna de la Virgen, nos ha conferido en el transcurso de estos cincuenta años, ¿cómo no vamos a tener la esperanza de que nuestra salvación está más cercana que cuando creímos?; quizá más, porque por experiencia sabemos que es propio de la divina Providencia no distanciar demasiado los males peores de la liberación de los mismos. «Está a punto de llegar su hora, y sus días no se harán esperar. Pues el Señor se compadecerá de Jacob, escogerá todavía a Israel» [4]; para que la esperanza se siga manteniendo, dentro de poco clamaremos: «Trituró el Señor el báculo de los impíos. Se apaciguo y enmudeció toda la tierra, se alegró y exultó» [5].
[4. Razón principal: la restauración de todas las cosas en Cristo]
La razón principalísima por la que el quincuagésimo aniversario de la proclamación de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios debe provocar un singular fervor en el pueblo cristiano, radica para Nos sobre todo en lo que ya Nos propusimos en la anterior Carta Encíclica a saber: en la restauración de todas las cosas en Cristo. Pues ¿quién no ha experimentado que no hay un camino más seguro y más expedito para unir a todos con Cristo que el que pasa a través de María, y que por ese camino podemos lograr la perfecta adopción de hijos, hasta llegar a ser santos e inmaculados en la presencia de Dios? En efecto, si verdaderamente a María le fue dicho: «Bienaventurada tu que has creído, porque se cumplirá todo lo que el Señor te ha dicho» [6], de manera que verdaderamente concibió y pario al Hijo de Dios; si realmente recibió en su vientre a aquel que es la Verdad por naturaleza, de manera que «engendrado en un nuevo orden, con un nuevo nacimiento se hizo invisible en sus categorías, visible en las nuestras» [7]; puesto que el Hijo de Dios hecho hombre es autor y consumador de nuestra fe, es de todo punto necesario reconocer como participe y como guardiana de los Divinos misterios a su Santísima Madre en la cual, como el fundamento más noble después de Cristo, se apoya el edificio de la fe de todos los siglos.
[5. María es el camino más seguro hacia Cristo]
¿Es que acaso no habría podido Dios proporcionarnos al Restaurador del género humano y al Fundador de la fe por otro camino distinto de la Virgen? Sin embargo, puesto que pareció a la Divina Providencia oportuno que recibiéramos al Dios-Hombre a través de María, que lo engendro en su vientre fecundada por el Espíritu Santo, a nosotros no nos resta sino recibir a Cristo de manos de María. De ahí que claramente en las Sagradas Escrituras, cuantas veces se nos anuncia la gracia futura, se une al Salvador del mundo su Santísima Madre. Surgirá el cordero dominador de la tierra, pero de la piedra del desierto; surgirá una flor, pero de la raíz de Jesé. Adán miraba a María aplastando la cabeza de la serpiente y contuvo las lágrimas que le provocaba la maldición. En ella pensó Noé, recluido en el arca acogedora; en Ella Abraham cuando se le impidió la muerte de su hijo; en Ella Jacob cuando veía la escala y los ángeles que subían y bajaban; en Ella Moisés admirado por la zarza que ardía y no se consumía; en Ella David cuando danzaba y cantaba mientras conducía el arca de Dios; en Ella Elías mientras miraba a la nubecilla que subía del mar. Por último, encontramos en María, después de Cristo, el cumplimiento de la ley y la realización de los símbolos y de las profecías.
Pero nadie dudara que, a través de la Virgen, y por ella en grado sumo, se nos da un camino para conocer a Cristo, simplemente con pensar que ella fue la única con la que Jesús, como conviene a un hijo con su madre, estuvo unido durante treinta años por una relación familiar y un trato íntimo. Los admirables misterios del nacimiento y la infancia de Cristo, y, sobre todo, el misterio de la Encarnación que es el inicio y el fundamento de la fe ¿a quién le fueron más patentes que a la Madre? La cual ciertamente, no solo conservaba ponderando en su corazón los sucesos de Belén y los de Jerusalén en el templo del Señor, sino que, participando de las decisiones y los misteriosos designios de Cristo, debe decirse que vivió la misma vida que su Hijo. Así pues, nadie conoció a Cristo tan íntimamente como Ella; nadie puede ser mejor guía y maestro que Ella para conocer a Jesús.
De aquí que, como ya hemos apuntado, nadie sea más eficaz para unir a los hombres con Cristo que esta Virgen. Pues si, según la palabra de Cristo, «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero y al que tu enviaste, Jesucristo» [8], una vez recibida por medio de María la noticia salvadora de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo.
[6. La Santísima Virgen María es Madre nuestra]
¡Cuántos dones excelsos y por cuantos motivos desea esta Santísima Madre proporcionárnoslos, con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuan grandes logros seguirán a nuestra esperanza!
¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, también es Madre nuestra. Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el Salvador del género humano, y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto Restaurador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quienes creen en Cristo. «Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo» [9]. Por consiguiente, la Virgen no concibió tan solo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para que, a través de la naturaleza tomada de ella, se convirtiera en Salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: «Hoy os ha nacido el Salvador; que es Cristo Señor» [10]. Por tanto, en ese uno y mismo seno de su castísima Madre, Cristo tomo carne, y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en Él. De manera que cuando María tenía en su vientre al Salvador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, «somos miembros de su cuerpo, participes de su carne y de sus huesos» [11], hemos salido del vientre de María, como partes del cuerpo que permanece unido a la Cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. Madre en espíritu... «pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos nosotros» [12].
En efecto, si la Bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurara con todas sus fuerzas que Cristo, «Cabeza del cuerpo de la Iglesia» [13], infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos «para que por Él tengamos vida» [14]?
[7. Unión de deseos y dolores entre Cristo y su Santísima Madre: María Corredentora]
A todo esto hay que añadir, en alabanzas de la santísima Madre de Dios, no solamente el haber proporcionado, al Dios Unigénito «que iba a nacer con miembros humanos, la materia de su carne» [15] con la que se lograría una Hostia admirable para la Salvación de los hombres; sino también el papel de custodiar y alimentar esa Hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el Ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la vida y de los trabajos de la Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras del Profeta: «mi vida transcurrió en dolor y entre gemidos mis años» [16]. Efectivamente cuando llego la última hora del Hijo, estaba en pie junto a la Cruz de Jesús, su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino «gozándose de que su Unigénito se inmolara para la Salvación del género humano, y tanto se compadeció que, si hubiera sido posible, ella misma habría soportado gustosísima todos los tormentos que padeció su Hijo» [17].
Y por esta comunión de voluntad y de dolores entre María y Cristo, ella «mereció convertirse con toda dignidad en reparadora del mundo perdido» [18], y por tanto en dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su sangre.
Cierto que no queremos negar que la distribución de estos bienes corresponde por exclusivo y propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir de su muerte, y Él por su propio poder es el mediador entre Dios y los hombres. Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos hablado, de dolores y bienes de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen augusta ser «poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su Hijo Unigénito» [19]. Así pues, la fuente es Cristo y «de su plenitud todos hemos recibido» [20]; por quien «todo el cuerpo místico, trabado y unido por todos los ligamentos que lo nutren, va obrando su crecimiento en orden a su perfección en la caridad» [21]. A su vez María, como señala Bernardo, es el «acueducto» [22]; o también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la Cabeza y la Cabeza envía al cuerpo la fuerza y las ideas. «Pues ella es el cuello de nuestra Cabeza, a través del cual se transmiten a su cuerpo místico todos los dones espirituales» [23].
Así pues, es evidente que lejos de nosotros está el atribuir a la Madre de Dios el poder de producir eficazmente la gracia sobrenatural, que es exclusivamente de Dios. Ella, sin embargo, al aventajar a todos en santidad y en unión con Cristo y al ser llamada por Cristo a la obra de la salvación de los hombres, nos merece de congruo, como dicen los teólogos, lo que Cristo mereció de condigno y es Ella ministro principal en la concesión de gracias. «Cristo está sentado a la derecha de la majestad en los cielos» [24]; María a su vez esta como Reina a su derecha, «refugio segurísimo de todos los que están en peligro y fidelísima auxiliadora, de modo que nada hay que temer y por nada desesperar con ella como guía, bajo su auspicio, con ella como propiciadora y protectora» [25].
Con estos presupuestos, volvemos a nuestro propósito: ¿a quién le parecerá que no tenemos derecho a afirmar que María, que desde la casa de Nazaret hasta el lugar de la Calavera estuvo acompañando a Jesús, que conoció los secretos de su Corazón como nadie y que administra los tesoros de sus Méritos con derecho, por así decir, materno, es el mayor y el más seguro apoyo para conocer y amar a Cristo? Esto es comprobable por la dolorosa situación de quienes, engañados por el demonio o por doctrinas falsas, pretenden poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados infelices! Traman prescindir de la Virgen con el pretexto de Cristo, e ignoran que no es posible encontrar al Hijo sino con María, su Madre.
[8. La devoción a la Virgen nos tiene que acercar a Jesús]
Siendo esto así, Venerables Hermanos, queremos detener nuestra mirada en las Solemnidades que se preparan en todas partes en honor de Santa María, Inmaculada desde su origen, y ciertamente ningún honor es más deseado por María, ninguno más agradable que el que nosotros conozcamos bien a Jesús y le amemos. Haya por tanto celebraciones de los fieles en los Templos, celébrense pomposas Solemnidades, haya regocijos en las ciudades; todos estos medios contribuyen no poco a encender la piedad. Pero si a ellos no se une el obsequio de la voluntad, tendremos simplemente formas que no serán más que un simulacro de religión, y al verlas, la Virgen, como justa reprensión, empleara con nosotros las palabras de Cristo: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» [26].
[9. Obediencia a los preceptos del Hijo de María]
En definitiva, es auténtica la piedad hacia la Madre de Dios cuando nace de la voluntad; y en este punto no tiene valor ni utilidad alguna la acción corporal, si está separada de la actitud del espíritu. Actitud que necesariamente se refiere a la obediencia rendida a los Mandamientos del Hijo Divino de María. Pues si solo es amor verdadero el que es capaz de unir las voluntades, es conveniente que nuestra voluntad y la de su Santísima Madre se unan en el servicio a Cristo Señor. Lo que la Virgen prudentísima decía a los siervos en las Bodas de Cana, eso mismo nos dice a nosotros: «Haced lo que Él os diga» [27], y lo que Cristo dice es: «Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos» [28].
Por eso, cada uno debe estar persuadido de que, si la devoción que declara hacia la Santísima Virgen no le aparta del pecado, o no le inspira el propósito firme de enmendarse de las malas costumbres, su devoción es artificial y falsa, puesto que carece de su fruto natural y propio.
[10. El dogma de la Concepción Inmaculada confirma esa obediencia]
Si alguno pareciera necesitar confirmación de todo esto, puede fácilmente encontrarla en el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Pues, dejando a un lado la Tradición católica, que es fuente de verdad como la Sagrada Escritura, ¿de dónde surge la persuasión de que la Inmaculada Concepción de la Virgen estaba tan de acuerdo con el sentido cristiano, que podía tenerse como depositada e innata en las almas de los fieles? «Rechazamos –así explicó brillantemente Dionisio el Cartujano las causas de esta persuasión–, rechazamos creer que la mujer que había de pisar la cabeza de la serpiente, haya sido pisada por ella en algún momento y que la Madre del Señor haya sido hija del diablo» [29]. Es evidente que no podía caber en la mente del pueblo cristiano que la carne de Cristo, santa, impoluta e inocente hubiera sido oscurecida en el vientre de la Virgen por una carne en la que, aunque sólo fuera por un instante, hubiera estado introducido el pecado. Y esto ¿por qué, sino porque el pecado y Dios están separados por una oposición infinita? De ahí que con razón por todas partes los pueblos católicos han estado siempre persuadidos de que el Hijo de Dios, con vistas a que, asumiendo la naturaleza humana, nos iba a lavar de nuestros pecados con su sangre, por singular gracia y privilegio preservó inmune a su Madre la Virgen de toda mancha de pecado original, ya desde el primer instante de su Concepción.
Y Dios aborrece tanto cualquier pecado, que no solo no consintió que la futura Madre de su Hijo no sólo estuviese limpia de toda mancha voluntaria, sino que, por privilegio singularísimo, atendiendo a los méritos de Cristo, incluso la libró de la mancha con la que estamos marcados, como por una mala herencia, todos los hijos de Adán. ¿Quién puede dudar de que el primer deber que se propone a quien pretenda obsequiar a María es la enmienda de sus costumbres viciosas y corrompidas, y el dominio de los deseos que impulsan a lo prohibido?
[11. Imitación de los ejemplos de María]
Y, por otra parte, si uno quiere –nadie debe dejar de quererlo– que su devoción a la Virgen sea justa y consecuente, es necesario avanzar más y procurar con esfuerzo imitar su ejemplo.
Es Ley Divina que quienes desean lograr la eterna bienaventuranza experimenten en sí mismos, por imitación de Cristo, Su paciencia y Su santidad. Porque «a los que de antes conoció, a esos los predestino a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» [30]. Pero puesto que nuestra debilidad es tal que fácilmente nos asustamos ante la grandeza de tan gran modelo, el poder Providente de Dios nos ha propuesto otro modelo que, estando todo lo cercano a Cristo que permite la naturaleza humana, se adapta con más propiedad a nuestra limitación. Y ese modelo no es otro que la Madre de Dios. «María fue tal –dice a este respecto San Ambrosio– que su vida es modelo para todos». De lo cual él mismo deduce correctamente: «Así pues, sea para vosotros la vida de María Santísima, como el modelo de la virginidad. En ella, como en un espejo, resplandece la imagen de la castidad y el modelo de la virtud» [31].
[12. La fe, la esperanza y la caridad de la Santísima Virgen]
Y aunque es conveniente que los hijos no pasen por alto nada digno de alabanza de su Santísima Madre sin imitarlo, deseamos que los fieles imiten sobre todas, aquellas virtudes Suyas que son las principales, que dan nervio y vigor a la sabiduría cristiana: nos referimos a la fe, a la esperanza y a la caridad con Dios y con los hombres. Aunque ningún instante de la vida de la Virgen careció del resplandor de estas virtudes, sin embargo, sobresalieron en ese momento cuando asistió a su Hijo en la Agonía.
Jesús es conducido a la Cruz y se le reprocha entre maldiciones que se ha «hecho Hijo de Dios» [32]. Pero ella reconoce y rinde culto constantemente en Él a la Divinidad. Deposita en el sepulcro al cuerpo muerto y sin embargo no duda de que Resucitara. La caridad inconmovible con la que vibra respecto a Dios la convierte en participe y compañera de los padecimientos de Cristo. Y con Él, como olvidada de su dolor, pide perdón para sus verdugos, aunque éstos obstinadamente gritan: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» [33].
[13. El dogma de la Concepción Inmaculada ayuda a conservar y aumentar las virtudes]
Mas, para que no parezca que hemos dejado el análisis de la Concepción Inmaculada de la Virgen, que es la razón de Nuestra carta, ¡qué gran ayuda y qué apropiada la de este dogma para mantener y cultivar fielmente estas mismas virtudes!
Efectivamente, ¿qué fundamentos ponen los enemigos de la fe que esparcen tantos errores por doquier, con los que la fe misma queda vacilante en muchos? Niegan que el hombre haya incurrido jamás en culpa, con lo cual tildan de fábula el pecado original y los daños que de él se siguieron, esto es, la corrupción del género humano desde su mismo principio, la consiguiente ruina de toda la humana progenie, los males que se introdujeron entre los hombres y la imperiosa necesidad de un Reparador. Con estos presupuestos, es fácil imaginar que no hay ningún lugar para Cristo ni para la Iglesia ni para la gracia ni para ningún orden que trascienda a la naturaleza; y, en suma, que todo el edificio de la fe se destruye hasta en sus mismos fundamentos.
Pero si las gentes creen y confiesan que la Virgen María, desde el primer momento de su Concepción, estuvo inmune de todo pecado, entonces también es necesario que admitan el pecado original, la redención de los hombres llevada a cabo por Cristo, el Evangelio, la Iglesia y, en fin, la misma ley de la Reparación. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo y queda al cristianismo la gloria de custodiar y defender a la verdad.
A esto se añade la actividad común a todos los enemigos de la fe, sobre todo en este momento, para desarraigar más fácilmente la fe de las almas: rechazan, y proclaman que debe rechazarse, la obediencia reverente a la autoridad no solo de la Iglesia sino de cualquier poder civil. De aquí surge el anarquismo: nada más funesto y más nocivo tanto para el orden natural como para el sobrenatural. Por supuesto este azote, funestísimo tanto para la sociedad civil como para la cristiandad, tiene su medicina en el dogma de la Inmaculada Concepción de María, por el cual todos nos vemos obligados a reconocer en la Iglesia una potestad que tiene que someterse, no sólo la voluntad, sino también el entendimiento, ya que precisamente por esta sujeción del entendimiento el pueblo cristiano canta a la Madre de Dios: «Toda hermosa eres María y no hay en ti pecado original» [34]. Y de esta manera queda de nuevo bien comprobada la justicia con que la Iglesia atribuye a la Santísima Virgen haber destruido Ella sola todas las herejías en el universo mundo.
[14. Por la Concepción Inmaculada se confirma la Fe, se excitan la esperanza y la caridad]
Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que «la garantía de lo que se espera» [35], cualquiera comprenderá fácilmente que con la Concepción Inmaculada de la Virgen se confirma la fe y, al mismo tiempo, se alienta nuestra esperanza; y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de que iba a ser la Madre de Cristo; y fue Madre de Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.
Dejando a un lado ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos amemos unos a otros como Él nos amó?
Así describe el Apóstol Juan la visión que le fue enviada por Dios: «una señal grande apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» [36]. Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin dejar de serlo, dio a luz al que es nuestra Cabeza. Y prosigue el Apóstol: «y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir» [37]. Así pues, Juan vio a la Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nuestro, porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aun engendrados para la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los trabajos de la parturienta indican interés y amor; con ellos la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua oración que llegue a la plenitud el número de los elegidos.
Deseamos ardientemente que todos cuantos se llaman cristianos se esfuercen por lograr esta misma caridad, sobre todo aprovechando de estas Solemnes Celebraciones de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. ¡Con qué acritud, con qué violencia se combate a Cristo y a la santísima religión por Él fundada! Se está poniendo a muchos en peligro de que se aparten de la fe, arrastrados por errores que les engañan: «Así pues, quien piensa que se mantiene en pie, mire no caiga» [38], y al mismo tiempo pidan todos a Dios con ruegos y peticiones humildes que, por la intercesión de la Madre, vuelvan los que se han apartado de la verdad. Sabemos por experiencia que tal oración, nacida de la caridad y apoyada por la imploración a la Virgen santa, nunca ha sido inútil. Ciertamente en ningún momento, ni siquiera en el futuro, se dejará de atacar a la Iglesia: pues «es preciso que haya herejías a fin de que se destaquen entre nosotros los que son de virtud probada» [39]. Pero nunca dejara la Virgen en persona de asistir a nuestros problemas, por difíciles que sean, y de proseguir la lucha que comenzó a mantener ya desde su Concepción, de manera que se pueda repetir cada día: «Hoy ella ha pisado la cabeza de la serpiente antigua» [40].
[15. Indulgencia del Jubileo]
Para que los bienes de las gracias celestiales, más abundantes que de ordinario, nos ayuden a unir la imitación de la Santísima Virgen con los honores que le tributaremos con mayor generosidad a lo largo de todo este año; y para lograr así más fácilmente el propósito de instaurar todas las cosas en Cristo, siguiendo el ejemplo de nuestros Antecesores al comienzo de sus Pontificados, hemos decidido impartir al orbe católico una indulgencia extraordinaria, a modo de Jubileo.
Por lo cual, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y en la autoridad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, por la potestad de atar y desatar que a Nos, aunque indignos, nos ha conferido el Señor, concedemos e impartimos indulgencia plenísima de todos los pecados: a todos y cada uno de los fieles cristianos de uno y otro sexo que viven en esta Nuestra ciudad o vengan a ella y que visiten por tres veces una de las cuatro Basílicas patriarcales desde el Primer Domingo de Cuaresma, es decir desde el día 21 de febrero, hasta el día 2 de junio inclusive, solemnidad del Sanctissimum Corpus Christi, con tal que allí durante un rato dirijan su piadosa oración a Dios por la libertad y exaltación de la Santa Iglesia Católica y de esta Sede Apostólica, por la extirpación de las herejías y la conversión de todos los que están en el error, por la concordia de los Príncipes cristianos y por la paz y la unidad de todo el pueblo fiel; y que, por una vez, dentro del tiempo antedicho, ayunen, utilizando solo los alimentos apropiados, fuera de los días no comprendidos en el indulto de la Cuaresma; y que una vez confesados sus pecados, reciban el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Lo mismo concedemos a todos los que viven en cualquier parte, fuera de la citada Urbe, y visiten por tres veces la Iglesia Catedral, si allí existe, la parroquial o, si falta la parroquial, la iglesia principal dentro del plazo antedicho o en el plazo de tres meses –aunque no sean seguidos– a designar por el criterio de los Ordinarios teniendo en cuenta la comodidad de los fieles y siempre antes del 8 de diciembre, con tal de que cumplan con devoción los requisitos antes enumerados. Admitimos además que esta indulgencia, que debe lucrarse solamente una vez, pueda aplicarse a modo de sufragio y sea válida para las almas que unidas a Dios por la caridad salgan de esta vida.
Concedemos también que puedan conseguir la misma indulgencia los navegantes y los viajeros en cuanto lleguen a sus domicilios siempre que cumplan las obras arriba citadas.
Y damos potestad a los confesores aprobados de hecho por los propios Ordinarios para que puedan conmutar las antedichas obras por Nos prescritas por otras obras piadosas a los regulares de uno y otro sexo y a todos aquellos otros que no puedan ponerlas en práctica, también con la facultad de dispensar de la comunión a los niños que todavía no hayan sido admitidos a recibirla.
Además concedemos a todos y cada uno de los fieles cristianos, tanto laicos como eclesiásticos seculares o regulares de cualquier Orden o Instituto, aunque deba ser nombrado de un modo especial, licencia y facultad para que a este efecto puedan escoger a cualquier presbítero tanto regular como secular de entre los aprobados de hecho (de esta facultad también pueden hacer uso las monjas novicias y otras mujeres que vivan dentro del claustro, con tal que el confesor esté aprobado para las monjas) por el cual, durante el tiempo prefijado, unos y otras, hecha con él confesión con propósito de ganar este jubileo y cumplir todas las demás obras necesarias para lucrarlo, por esta sola vez y únicamente en el fuero de la conciencia, puedan ser absueltos de toda excomunión, suspensión o cualquier otra sentencia y censura eclesiástica, pronunciada o impuesta en cualquiera causa por ley o juez, aun las reservadas a los Ordinarios y a Nos o la Sede Apostólica, y aun en los casos reservados de modo especial a quienquiera que sea, al Sumo Pontífice y a la Sede Apostólica; y puedan ser también absueltos de todo pecado y exceso, aun los reservados a los mismos Ordinarios y a Nos y a la Sede Apostólica, imponiéndoseles primero una saludable penitencia y cuanto en derecho se les deba imponer, y si se tratase de herejía, después de haber abjurado y retractado los errores, según derecho; y además puedan los dichos sacerdotes conmutar por otras obras piadosas o saludables cualesquiera votos, aun los hechos con juramento y reservados a la Sede Apostólica (exceptuando los de castidad, religión y obligaciones aceptadas por tercero) y, dispensar a los penitentes, aun los regulares, constituidos en Orden Sacro, de toda oculta irregularidad para el ejercicio de las mismas Ordenes y consecución de los superiores, solamente cuando esté contraída por violación de censuras.
No pretendemos por la presente dispensar de cualquier otra irregularidad por delito o por defecto, publica u oculta o de otra incapacidad o inhabilidad, cualquiera que haya sido el modo de contraerla; ni tampoco derogar la constitución y subsiguientes declaraciones publicadas por Benedicto XIV y que empieza: Sacramentum poenitentiae. Ni, por último, puede ni debe esta carta favorecer en modo alguno a aquellos que nominalmente por Nos y la Sede Apostólica o por algún Prelado, o por un Juez eclesiástico hayan sido excomulgados, suspendidos, declarados en entredicho o hayan caído en otras sentencias o censuras o hayan sido denunciados, a no ser que hayan satisfecho dentro del tiempo fijado y, cuando sea preciso, se hayan puesto de acuerdo con la otra parte.
A todo esto, Nos es grato añadir que deseamos y concedemos que permanezca, también en este tiempo de Jubileo, íntegro para cualquiera el privilegio de lucrar todas las indulgencias, sin exceptuar las plenarias, que han sido concedidas por Nos o por Nuestros Antecesores.
Y ponemos fin, Venerables Hermanos, a las presentes Letras manifestando de nuevo la gran esperanza que verdaderamente abrigamos de que por la gracia extraordinaria de este jubileo que Nos concedemos, bajo los auspicios de la Inmaculada Virgen María, muchísimos de los que míseramente están separados de Jesucristo vuelvan a Él, y que el amor de la virtud y el fervor de la piedad florezcan nuevamente en el pueblo cristiano. Cincuenta años ha, cuando Pío IX definió y proclamó dogma de fe el misterio de la Concepción Inmaculada de la Santísima Madre de Dios, viose, como ya hemos dicho, que un tesoro increíble de gracias celestiales se derramaba sobre la tierra, y aumentada en todos la confianza en la virginal Madre de Dios, creció mucho la antigua religión de los pueblos, ¿impide algo que Nos prometamos para el porvenir cosas todavía mayores? Cierto es que nos encontramos en tiempo tan funesto, que podamos aplicarnos aquella lamentación del Profeta: «No hay verdad, no hay misericordia, no hay conocimiento de Dios en la tierra. La maldición y la mentira, y el homicidio, y el robo, y el adulterio lo han inundado todo» [41]. Pero, sin embargo, en medio de este diluvio de males, a modo de iris se nos presenta ante los ojos la Virgen Santísima, como árbitro de paz entre Dios y los hombres. «Pondré mi arco en las nubes, y será señal de alianza entre Mí y entre la tierra» [42]. Aunque la tormenta se desencadene y se entenebrezca el cielo, no tiemble nadie. Viendo a María, Dios se aplacará y perdonará. «Mi arco estará en las nubes, y viéndole, me acordaré de la alianza sempiterna» [43]. «Y ya no habrá más aguas del diluvio que destruyan todos los vivientes» [44]. Ciertísimamente, si confiamos como es debido en María Santísima, sobre todo ahora que con más ardorosa piedad celebramos su Concepción Inmaculada, aun en estos tiempos conoceremos que es aquella misma Virgen potentísima «que con su planta virginal quebrantó la cabeza de la serpiente» [45].
En prenda, Venerables Hermanos, de estas gracias, a vosotros y a vuestro pueblo concedemos con toda caridad en el Señor la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en San Pedro, a 2 de Febrero del año 1904, primero de Nuestro Pontificado.
PIO PAPA X
_______
Notas:
[1] El P. Lanzetta es miembro de los Franciscanos Marianos en el Reino Unido. Estas declaraciones fueron tomadas del artículo “Mariólogos critican «Nota» del Vaticano contra María Corredentora”, publicado en la página web de la “Agencia Católica de Noticias” que puede ver aquí: https://acnmex.com/mariologos-critican-nota-del-vaticano-contra-maria-corredentora/.
[2] [Nota del Centro Pieper: los “resaltados” son nuestros].
[3] Jeremías 8, 15.
[4] Isaías 14, 1.
[5] Isaías 14, 5 y 7.
[6] Lucas 1, 45
[7] San León Magno, Sermo 2º, De nativ. Domini, cap. II (Migne PL. 54 [serm. 22 alias 21] col. 195-A).
[8] Juan 17, 3.
[9] Romanos 12, 5.
[10] Lucas 2, 11.
[11] Efesios 5, 30.
[12] San Agustín, lib. de S. Virginitate, c. 6, 6 (Corp. Ser. E. L. 41, pág. 240; Migne PL. 40, 399).
[13] Colosenses 1, 18.
[14] I Juan 4, 9.
[15] San Beda el Venerable, 1. IV, in Luc. 11.
[16] Ps. 30, 11.
[17] San Buenaventura, II Sent. d. 48, ad Litt. dub. 4.
[18] Eadmer, De excellentia Virg. Mariae, cap. 9 (Migne PL. 159, col. 573-C).
[19] Pío IX, Bula Inefabilis Deus, 8-XII-1854.
[20] Juan 1, 16.
[21] Efesios 4, 16.
[22] Serm. de temp. in Nativit. B. Virg., De Aquaeductu, n. 4 (Migne PL. 183, 440-A).
[23] San Bernardino, Serm. Quadrag., De Evang. aeterno, serm. 10, a. 3, c. 3.
[24] Hebreos 1, 3.
[25] Pío IX, Bula Inefabilis Deus, 8-XII-1854.
[26] Mateo 15, 8.
[27] Juan 2, 5.
[28] Mateo 19, 17.
[29] 5 Sent., d. 3. q. 1. (Dionisio, nació en Rykkel, Bélgica, 1402; murió en Roermond, Holanda, 12-III-1471).
[30] Romanos 8, 29.
[31] De Virginitate, lib. 2, c. 11 (Migne PL. 16 col. 221-223).
[32] Juan 19, 7.
[33] Mateo 27, 25.
[34] Gradual de la Misa de la Inmaculada Concepción.
[35] Hebreos 11, 1.
[36] Apocalipsis 12, 1
[37] Apocalipsis 12, 2.
[38] I Corintios 10, 12.
[39] I Corintios 11, 19.
[40] Oficio de la Inmaculada Concepción, II vesp. ad Magnificat.
[41] Oseas 4, 1 y 2.
[42] Génesis 9, 16.
[43] Génesis 9, 13.
[44] Génesis 9, 15.
[45] Oficio de la Inmaculada Concepción.
Fuentes:
y
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Si la Corredención de María Santísima es ya verdadero "Magisterio ordinario", el Tucho también le debe respetuoso obsequio, agravado por la responsabilidad del cargo que "okupa", y no debería haber dicho nada contra esta verdad...
ResponderEliminarUna "Nota" del DDF podría acaso negar válidamente una verdad enseñada magisterialmente ???
ResponderEliminarAcaso Ad Diem Illum no es de mayor jerarquía??? Acaso no fue confirmado por las declaraciones archiconocidas de los Papas posteriores ???
ResponderEliminarPero estos tipos juegan a ser Napoleón, a absolutizar su propia palabra y a comenzar siempre de cero, como si todo lo escrito antes, del grado que fuere, no tuviese ningún valor y quedase automáticamente "superado" por el autodenominado "magisterio vivo" (todo lo anterior estaría "muerto"? O asesinado por un papelucho posterior?), así como un Iphone "superó" a un Nokia 1100... Tucho es retrucho
ResponderEliminarEsta gente al menos Tucho Fernández, y en cierto sentido Francisco (de León 14 me abstengo por ahora) no cree en la Redención, ni que María sea corredentora ni que Cristo sea Redentor, lo que exige supuestos que no entran en su categorías:
ResponderEliminarA) Qué existe el pecado
B) Qué el pecado es un asunto grave q merece castigo (infierno)
C) Que el infierno existe
D) Y que el perdón de la pena (infierno) reclama un redentor.
No creen en esas cosas. Lo han sugerido en infinidad de casos.
No creen que haya infierno
Ni que algunos se condenen
Ni que el pecado sea algo extraordinariamente grave (salvo, podría ser, algún pecado social y sus ejecutores, supongo)
Todos todos todos
Menos los indietrichi
Lo único q les preocupa de un asunto q los tiene sin cuidado (la Redención) es q este tema de María haga ruido en ese ecumenismo 2030 donde la confluencia con los protestantes en extinción (los de las viejas Iglesias) luce como importante
ResponderEliminarEn un análisis antropológico despojado de toda pretensión escatológica, buena parte de nuestra jerarquía se conforma con ser parte de la ONU y organizaciones por el estilo (que les den bola)