VII - Conclusión: Platón y Aristóteles, Discípulos de Sócrates
Xabier Zubiri
¿En qué sentido continúan Platón y Aristóteles a Sócrates? Volvemos con ello al comienzo de estas notas.
En el fondo, es absolutamente secundario averiguar el elenco de problemas y conceptos que Platón recibiera de Sócrates y Aristóteles de Platón. Más aún: es incluso un contrasentido cifrar en ello su discipulado intelectual. Precisamente cuando, a la muerte de Platón, se colocó Speusipo al frente de la Academia, por vínculos de sangre y ortodoxia de escuela, Aristóteles se retiró al Asia Menor, porque entendía que el discipulado intelectual no es asunto de secta ni de familia.
Platón fue socrático en un sentido mucho más hondo, en el mismo en que lo fue Aristóteles. Ambos parten de la misma raíz, de una reflexión sobre las cosas usuales, con objeto de saber lo que el hombre se trae entre manos y lo que él mismo ha de ser en su vida. Esto hace de Platón y Aristóteles los grandes socráticos. Pero, además, el desarrollo de esta reflexión originaria les llevó a reconquistar el saber racional y la política, asentándolos por vez primera sobre la base firme de la reflexión sobre el logos de la vida. Finalmente, terminan ambos plasmando su éthos en una nueva interpretación, de los problemas últimos del universo, al hilo de esta experiencia del hombre, dando así en los grandes problemas de la sabiduría clásica: es la filo-sofía. Estas tres etapas, la experiencia primera de las cosas, el saber racional de ellas y la filosofía, son los tres estadios en que madura una misma reflexión socrática. Es verdad que, en este proceso, Platón y Aristóteles siguen caminos divergentes, como vamos a verlo. Pero es mucho más importante ver que son dos rayos que parten de un mismo centro socrático, e inscribir esas divergencias en el proceso común de maduración de una misma reflexión socrática.
1. Punto de partida: la experiencia primera de tas cosas. Platón y Aristóteles parten de una reflexión sobre las cosas y asuntos de la vida.
Ello les suministra la primera idea de lo que es una cosa, y con ello una visión de la naturaleza. La reflexión socrática les ha llevado por una ruta bien distinta, pero más firme, al descubrimiento de la naturaleza, al problema de los jónicos.
Si el hombre viviera abandonado al momento, la vida sería radicalmente inconsistente, cada acto comenzaría en cero, todo sería ocasional (tykhe), la vida tendría estructura puntiforme. Ya en los animales perfectos hay algo más: la memoria les suministra un primer esquema o armazón, gracias al cual no sólo producen actos, sino que tienen una conducta, un bíos elemental. Pero en el hombre hay todavía más: su conducta va determinada a su vez por un saber lo que hace (tékhne). Ello da a la vida humana su peculiar consistencia y hace de ella un bios en sentido estricto.
Para Platón, lo propio del saber-hacer es saber en "qué" consiste lo que se hace. La primera experiencia que Platón cobra, en el trato con las cosas usuales, es su "qué", su ti. Poseyéndolo, sabe el hombre lo que se trae entre manos, y puede entonces hacer bien las cosas (kalos). El "qué" va, así, íntimamente vinculado y orientado al bien-hacer, al agathón. ¿Qué es este "qué"? No es, por lo pronto, lo que la ciencia tradicional venía inquiriendo, por ejemplo, la diversa proporción en que los cuatro elementos de todo entran en cada cosa. Es algo más modesto y al alcance de todos, adquirido en reflexión socrática. Veo de lejos un bulto, y creo que es un hombre; me acerco, y veo que es un arbolillo. Lo creído en el primer caso y lo visto en el segundo es el conjunto de caracteres o rasgos típicos de cada cosa y lo que la distingue de todas las demás. Así, el ateniense se distingue del persa por su "tipo"; el gobernante, del comerciante, por el "tipo" de actividades a que se dedica. A este cuadro de caracteres es a lo que se llamó, en su sentido más alto, figura, eîdos [10]. Platón cae en la cuenta de que no bastan los ojos para verla. Por esto, los animales no saben lo que son las cosas, al igual que el profano no ve en una fábrica la máquina, sino tan sólo ruedas y hierro. Sólo ve la máquina quien la entiende, es decir, quien sabe manejarla. La figura es, en este sentido, algo que se ve en una visión mental inteligente; por eso, Platón la llamó Idea. El "qué" de las cosas es Idea. La fuerza de ser es la fuerza de consistir; ser es consistir, y aquello en que las cosas consisten es la Idea.
Por esto, el pensamiento de Platón se ve lanzado desde las cosas hacia aquello en que consisten: hacia la Idea. Las cosas tienen consistencia en ella, pero la Idea es consistente. Con lo cual se la toma como una segunda cosa junto a la primera, resultando de ello que las cosas en que pensamos no son, en rigor, las mismas con que vivimos.
Aristóteles fue, tal vez, más radicalmente socrático. En el saber-hacer Platón aprendió "qué" son las cosas, y fue por esto, para él, una experiencia de la consistencia de ellas. En cambio, el hacer mismo ha llevado a Aristóteles a una experiencia de las cosas mismas. Porque, aunque el tener que hacerlas sea una simple condición humana, el cómo hacerlas ya no depende tan sólo del hacer mismo, sino de la índole efectiva de las cosas que se hacen. Por esto es una experiencia de lo que las cosas son de suyo. Si el saber fuera independiente del hacer, nunca hubiéramos salido de Platón: ser sería consistencia. Pero, para Aristóteles, el saber y el hacer son dos dimensiones de un fenómeno único: la tékhne. Por esto, en él se manifiesta el ser como realidad. Y esto le lleva por distintos derroteros.
¿Qué es, en efecto, realidad? Si estamos haciendo algo, por ejemplo, una silla, ésta será real cuando esté terminada, cuando esté a punto para salir del taller. Tener realidad es, pues, en primer lugar, tener sustantividad, sistere extra causas, existir. Y ¿qué es esta realidad sustantiva? La madera con que laboro la silla no es silla más que cuando sirve plenamente para su cometido, por ejemplo, para sentarse. Realidad es, en este sentido, estar actuando como tal, actualidad.
Pero actualidad, ¿de qué? De todos los caracteres de la silla, de su figura, de su eîdos. Y cuando esta figura es actual en la madera, ésta adquiere la sustantividad de la silla. La actualidad de la figura o forma es el fundamento de la sustantividad. En esta implicación entre los dos sentidos de la realidad, entre actualidad y sustantividad, obvia para Aristóteles y tan grave en consecuencias, se encierra el primer momento de su experiencia de las cosas. Es ella la que ha fijado imperturbablemente el sentido del ser en la historia entera del pensamiento europeo.
La figura no es entonces primariamente consistencia. Platón olvidó que aquello en que las cosas consisten es, antes que nada, aquello que ellas son. ¿En qué sentido? En cierto modo, la realidad de la silla es la madera. Pero, en rigor, la madera es tan sólo material para su fabricación, algo "destinado a", algo "de que" va a hacerse la silla. No tiene ni sustantividad ni actualidad, es decir, no tiene realidad más que por ese "a" y "de" a que va destinado. En sí misma no es sino una pura disponibilidad, posibilidad. Su realidad procede del otro término. Materia y forma no son dos cosas, ni unidas ni separadas, no son dos elementos, sino dos principios, arkhaí, de una sola cosa. La realidad será entonces sustantivación y actualización de posibilidades; la forma es configuración; y las cosas reales, emergencias de sus internos principios, ousíai, sustancias. Las cosas en que pensamos son las mismas con que vivimos. La firmeza de la vida se apoya en la sustancia de las cosas. Lo demás es pura plausibilidad. Por vez primera las cosas usuales de la vida han entrado plenamente en la filosofía. En una palabra: para Aristóteles, ser no es consistir, sino subsistir.
Ambas experiencias de las cosas se han adquirido por una reflexión sobre el trato usual con ellas: El eîdos del martillo, lo que el martillo es, se percibe clavando; el de la silla, sentándose. La interna índole de la realidad transparece al meditar en su manejo. Es entonces cuando las prágmata, las cosas, en el sentido de cosas de la vida, adquieren el rango de cosas naturales, ónta. Porque si lo que hacemos es artificial, el hacer mismo es natural, es la Naturaleza puesta al descubierto en nosotros.
Según se entienda el saber-hacer, así se entenderán también las cosas y la Naturaleza.
En el saber-hacer, Platón ve tan sólo el "qué", y, por tanto, el artífice que plasma la materia con los ojos fijos en la idea que quiere realizar. Esto le lleva a una interpretación de la Naturaleza más obvia, pero más compleja que la de los jónicos, gracias a un descubrimiento sólo equiparable al de Parménides y Heráclito. En el nacimiento de algo no sólo viene un ser a la vida, sino que este ser es del mismo tipo que sus progenitores, hombre, león, ave. El impulso generador cobra su fuerza en la vida de los progenitores, pero con "vistas a" una especie determinada. En la fuerza para ser hay una como presencia de la especie. Por esto, venir a la vida no es sólo nacimiento, phyein, sino generación, gignesthai, en el sentido estricto del vocablo, algo en virtud de lo cual el nacido tiene genealogía. La idea no sólo es consistente, sino que es género, génos, de las cosas. La Naturaleza lleva en su fuerza una Idea, tiene puesta siempre su mira en ella. La fuerza del género es de índole completamente distinta a la del simple impulso nascente, pero no menos real. Ambas son dimensiones de una fuerza única que, por esto, Platón llamó éros, amor. Algo que lleva fuera de sí a producir a alguien de especie determinada. En lugar de la fisiología jónica, tendremos una genealogía. Una vez producida, cada cosa consiste en una serie de operaciones realizadas "con vista" al tipo ideal, que está por encima de ellase
Para Aristóteles, en cambio, la tékhne es un hacer en que el artífice se saca las ideas de sí mismo. La Naturaleza lleva una idea, pero no como algo externo en quien tiene puestas sus "miras", sino como principio interno. Generación es autoconformación, algo que lleva, no fuera de sí sino a realizarse a sí mismo, morfogenia. En lugar de fisiología, no tenemos genealogía, sin morfología. Una vez producida, la naturaleza de cada cosa consiste en aquel principio interno a ella de que emergen sus propias operaciones; la forma no es sólo principio de ser, sino también principio de operación, naturaleza.
Bien que en direcciones distintas, en Platón y en Aristóteles, el eîdos, la figura de la vida usual, es la que hace de las cosas primeramente, khrémata, cosas usuales, y después cosas naturales, ónta. Con lo cual han vuelto a encontrarse con la antigua sabiduría jónica, pero asentándola sobre las bases firmes y controlables de la reflexión socrática.
2. La expresión de esta experiencia: el saber racional y la politica. El hombre, además de hacer cosas, habla de ellas. Y así como ha de saber lo que hace, ha de saber también lo que dice. La firmeza del logos no procede de la fuerza del que habla, sino de las cosas sobre que habla. Por esto, en lugar de opiniones firmes o vacilantes, como Protágoras, tendremos razones, lógoi, verdaderas o falsas. La experiencia del hablar socrático ha llevado inexorablemente a Platón y a Aristóteles a precisar la estructura de las cosas, no sólo como objetos que se usan khrémata, o que están ahí, en el universo, ónta, sino también como objetos que se expresan, como legómena. ¿Cómo han de ser las cosas para que sean expresables? ¿Qué hay en ellas que exija explicarlas? La respuesta a estas preguntas ya no será Retórica, sino Lógica, y el saber no será cultura, sino ciencia.
El logos no hace sino expresar lo que las cosas son. Y lo más obvio que observamós es que de una misma cosa podemos decir muchas y, a su vez, podemos aplicar una misma a varias. Como objeto del logos, las cosas tendrán que ser unas y múltiples. Esto permite expresarlas, esto exige explicarlas. Todo el problema estribará en la interpretación de este complejo.
Fue Platón el primero en insistir en que esas muchas notas no están arbitrariamente volcadas sobre las cosas. El hombre, por ejemplo, es un viviente, pero no vegetal, sino animal; y animal no irracional, sino racional. La unidad del "qué" se obtiene recortando, por así decirlo, dentro de un supremo "qué", una figura más limitada, y, dentro de ésta, otra, hasta llegar a una que no convenga sino a cosa de que se trate, a su eîdos, o figura propia. Mientras esto no acontezca, los diversos elementos del "qué" se extienden idénticamente sobre las muchas cosas. El "qué" propio de cada cual será, pues, el resultado final de la precisión de una realidad más vasta, dentro de la cual se mantienen unidas y separadas las diversas notas en un sistema perfectamente definido. Como el ser de las cosas es su "qué", su consistencia, resultará que la unión y separación del juicio será, eo ipso, cuando éste sea verdadero, el ser y el no ser de las cosas mismas. En esta identidad, procedente de una concepción del ser como consistencia, reside toda la interpretación platónica de las cosas como objeto del logos. Y ello implica que en la realidad no sólo existe una fuerza de ser, sino también una no menos real fuerza de no ser. Es la primera vez que en la filosofía aparece el problema del no ser como algo no simplemente desechado, según acontecía en Parménides, sino positivamente recogido bajo la forma de negación. Platón tuvo conciencia de lo tremendo de su innovación. No dudó en calificarla de parricidio, refiriéndose a Parménides. El "qué" de las cosas constituye así un mundo inteligible, un kosmos noetós, con estructura dialéctica. Por esto, la mente no puede parar en ninguna de sus notas sin verse llevada a las demás por la fuerza del ser y del no ser: necesita discurrir. Por esto es necesario y posible el saber racional de las cosas, y por esto es posible dialogar.
Para Aristóteles, en cambio, el ser no es consistencia, sino subsistencia. El "qué" no es toda la realidad, sino tan sólo el "qué" de ella. El logos, por esto, no contiene simplemente a la realidad, sino que se refiere a ella, desdoblándola en la cosa que es y lo que la cosa es. En este desdoblamiento y en la consiguiente articulación de sus miembros tendrá que apoyarse Aristóteles para interpretar las cosas como objeto del logos.
Las muchas notas del eîdos, de la figura, son algo que la cosa no solamente tiene así, sin más sino que las tiene porque es ya lo que es. No se es hombre porque se es animal racional, sino que se es animal racional porque se es hombre. El eîdos, la forma de las cosas, es una unidad interna, una especie de foco central de cada cosa, que plasma su propia materia en una serie de propiedades cuyo cuadro externo es la figura de aquélla. Es una unidad originaria, que se despliega en las muchas propiedades. Por eso, el eîdos no es sólo la forma de las cosas, sino también su esencia. El logos toma por separado cada una de estas notas para unirlas con la cópula en una unidad derivada, que llamamos definición. Esta es la estructura de las cosas, en tanto que objeto del logos; y con la distinción entre el "es" del juicio y el "es" de las cosas, abre Aristóteles, frente a Platón, el campo autónomo de la Lógica. Esta triple dimensión de la forma como conformadora de las cosas, constitutiva de sus propiedades y principio de sus operaciones, permite que sea una misma la cosa de que vivimos, la cosa en que pensamos y la cosa que está y actúa en el mundo. Para Aristóteles, ser no sólo es subsistir, sino subsistir esencialmente.
Para Platón, el sofista es el hombre que no va movido por más fuerza que la del no ser: por esto carece de contenido; su mente se dispersa en el flujo amorfo de las palabras y de las opiniones. Para Aristóteles, el sofista es el hombre para quien nada hay de esencial, para quien nada posee un contenido propio, y, por tanto, cuanto diga de las cosas es un puro acaso, una fugaz coincidencia. La convivencia y el diálogo entre los hombres sólo son posibles apoyando la mente en estructuras esenciales. Lo demás es radical insustancialidad. Y sólo fundada en la sustancia de los asuntos (prágmata) es posible una polis, firme y estable, una vida pública justa.
Aristóteles y Platón han vuelto a encontrar la necesidad de la ciencia racional y de la política de su tiempo, momentáneamente puestas en suspenso por la reflexión socrática; una suspensión cuyo sentido ahora comprendemos claramente: era menester volver a apoyar el razonamiento y el diálogo en la sustancia de las cosas, próxima a desvanecerse en Atenas. La ironia socrática salvó así a la ciencia y a la política.
3. La raíz de esta experiencia: la filo-sofía. Pero esto mismo que le forzó a salvarla le llevó a superarla. Hasta entonces, Grecia había tenido Sabios que, al pasear por el universo su mente pensante, obtuvieron esa espléndida visión que se llamó Sofía. Esta visión se plasmó en ciencia racional y en Retórica. Y ambas, según vimos, estuvieron a punto de perecer, precisamente porque fueron soltando las amarras de la mente pensante. Al volver a ella y ponerla en marcha, renació la posibilidad de la ciencia y del diálogo objetivo; pero al propio tiempo cambió también, en cierto modo, la idea misma de la mente y, por tanto, de la Sabiduría. La Sabiduría ya no será una simple "visión" del universo, será inteligencia racional, episteme. Pero no una intelección cualquiera. Mientras la ciencia natural y política parte de unos supuesto con que entiende las cosas, la Sabiduría hunde sus miradas en la raíz misma de estos supuestos, de estos principios, y desde ellos asiste a su constitución y expansión en las cosas; porque no se trata tan sólo de principios del conocimiento, sino, sobre todo, de los principios mismos de la realidad. La Sabiduría no es sólo episteme, ni solamente nous, sino lo uno y lo otro, o, como dice Aristóteles, inteligencia, con ciencia, episteme kais noš. La mente ya no es simple visión, sino inteligencia de los principios, y la Sabiduría, intelección radical. Sin esto, el Sabio hubiera sido una especie de místico o lírico de la inteligencia: jamás hubiera logrado el rigor del saber. Por su parte, el científico jamás hubiera sido más que un razonador, y el político un orador. Con ambas cosas, eso divino que hay en el hombre ya no será Sabiduría efectiva, sínoe un esfuerzo por lograrla: filo-sofía, preocupación por la Sabiduría. Por esto, el filósofo no es un dios, sino un hombre (Sym., 203e), y la filosofía una fuerza o "virtud" humana, la virtud intelectual en cuanto tal.
La mente, pues, desde ahora, irá disparada no a los elementos, sino a los principios de las cosas. ¿Qué principios? Los principios supremos de las cosas, últimos para nosotros, primeros para ellas, tá prota, decía Aristóteles. Y precisamente por esto, esta intelección de los principios supremos abarca el todo de cuanto hay, no por un pedante recorrido enciclopédico al estilo de los sofistas, sino en su unidad radical. En los principios supremos están principalmente todas las cosas; precisamente por eso son supremos. Aristóteles dice, por ello, que la Sabiduría es, en este sentido, el conocimiento de lo más universal. Este hábito, héxis, de los principios es lo que hace posible una ciencia verdadera y una vida buena Ciencia y Política son "virtud".
Al precisar la índole de esta ultimidad, es cuando vuelven a diverger Platón y Aristóteles. El camino que conduce a los principios supremos está trazado por aquello en que todo conviene. ¿Qué es esto en que todo conviene? ¿En qué consiste eso que llamamos "todo"? Parece que recaemos entonces en la Sabiduría antigua: el Todo era la Naturaleza. Pero Platón había descubierto ya que en el nacer hay una genealogía. El ser, como consistencia, es genitivo, pero no generador. Esta confusión hace que todo el saber antiguo merezca llamarse Mitología, para Platón. Los principios comunes de las cosas serían entonces sus últimos géneros, entre ellos el ser y el no ser. Pero, ¿es esto lo último de las cosas? Para Platón, no. Precisamente porque el ser es genitivo, porque hace que las cosas consistan en esto o en lo otro, su "hacer", digámoslo así, ha de tener puesta la mirada no sólo en lo que hace, sino en hacerlo "bien" Si aquello que hace está por bajo del ser, el "bien", el agathón, de su hacer está allende el ser. Lo último de las cosas no es el ser; el ser no se basta; hay algo allende el ser, raíz suprema del universo, por la que éste es un Todo.
Para Aristóteles, ser no es consistir, sino subsistir. Con lo cual, eso que Platón llamó el ser ya no es género, sino que, en cada caso, no tiene más contenido que el que cada cosa le otorga. El ser se basta. Y, sin embargo, cuando contemplamos todo lo que hay, ese todo es tal, precisamente, porque cada cosa "es". El "es", que es lo más íntimo de cada cosa, resulta ser, a su vez, lo que encuentro de común en todas ellas al entenderlas con mi mente. Lo último es, pues, para Aristóteles, el ser. Y los principios serán supremos cuando sean principios de "ser" ¿Qué es este "ser"? ¿Cuáles estos principios? La totalidad del mundo deja flotando, ante los ojos del filósofo, este "es" como problema, el "es" descubierto por Parménides y Heráclito, pero equivocadamente sustantivados por ellos, lo mismo que por el propio Platón.
Para ambos, la Sabiduría es algo que se busca, lo mismo que buscaba Sócrates, tal vez sin saber demasiado lo que buscaba. No es algo que las cosas depositan en el hombre sin más que por usarlas en el trato corriente, ni entenderlas en la ciencia; es algo que se conquista por un impulso que arrastra al hombre desde la vida corriente y científica a los principios últimos. A este impulso llamaron Platón y Aristóteles "deseo" (órexis), deseo de saber lo último de todo (eidénai, Met., 983 a25). De aquí que esta vida teorética en que se realiza la Sofía se torne a partir de Platón y de Aristóteles en una forma intelectual de vida religiosa. En un principio, limitada seguramente a los intelectuales. Pero después invadió la vida pública y constituyó la base del sincretismo entre la especulación teológica y las religiones de misterios, y participó más tarde en algunas formas de la gnosis. Nacida de la sabiduría religiosa, y mantenida en contacto constante, o por lo menos en hermandad con ella, la Sofía griega acabó por absorber a la religión misma.
Pero Platón y Aristóteles no entienden de igual manera el ímpetu creador de la Sofía.
Para Platón, aquel deseo es un éros, un arrebato que nos saca fuera de nosotros mismos y nos transporta allende el ser. La filosofía tiene su principio de verdad en este arrebato, y nos lleva al abismo insondable de una verdad que está más allá del ser. En cierto sentido, la Sabiduría no se ama por sí misma.
Para Aristóteles, la filosofía no tiene más principio de verdad que lo que somos nosotros; si se quiere, un deseo que nos lleva a ser plenamente nosotros mismos en la posesión de la inteligencia. La Sabiduría se ama por sí misma.
En realidad, cruza por el mundo socrático un atroz estremecimiento: ¿es lo último de las cosas su ser? La raíz de lo que llamamos cosa, ¿es "anhelo", o bien, "plenitud"; es éros, o bien, enérgeia? Sí se quiere continuar hablando de amor o de deseo, ¿es el amor un "arrebato" (manía), o, más bien, "efusión" (agápe)? Vemos asomar por aquí todo el drama ulterior de la filosofía europea. En estas interrogantes se encierra, desde luego, la cuestión radical de la filosofía. Y, como tal, algo que sólo se ve en su término. Los distintos cauces por los que la Sabiduría ha discurrido son otras tantas formas que ha adoptado, al querer penetrar, cada vez más adentro, en lo último de las cosas. Por esto, tal vez, ante la filosofía, no tenga sentido preguntarse qué es, así, en abstracto, cuál es su definición, porque la filosofía es el problema de la forma intelectual de Sabiduría. La filosofía es, por esto, siempre y sólo aquello que ha llegado a ser. No cabe otra definición. La filosofía no está caracterizada primariamente por el conocimiento que logra, sino por el principio que la mueve, en el cual existe, y en cuyo movimiento intelectual se despliega y consiste. La filosofía, como conocimiento, es simplemente el contenido de la vida intelectual, de un bíos theoretikós, de un esfuerzo por entender lo último de las cosas. El ethos socrático ha conducido al bíos de la inteligencia. Y en ella se asienta la adquisición de la verdad y la realización del bien. Esa fue su obra. Al ponerla en marcha, al asentar la inteligencia sobre la base firme de las cosas que están a su alcance, llegó a encontrar nuevamente los grandes temas de la Sabiduría tradicional. Sólo entonces tuvo esta especulación sentido efectivo para el hombre; no logró tenerlo cuando pretendió seguir el camino inverso. Al propio tiempo, Platón y Aristóteles nos han dado con ello la primera lección magistral de Historia de la Filosofía, una lección realmente socrática. La Historia de la Filosofía no es cultura ni erudición filosófica. Es encontrarse con los demás filósofos en las cosas sobre que se filosofa.
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[10] Pero estos rasgos han de tomarse, no sólo en si mismos, sino en cuanto reflejan los rasgos constitutivos de las cosas perfectas. Así en el buen gobernante, además de sus cualidades intelectuales, se presentan "reflejadas" en éstas las cualidades del perfecto gobernante. En el mal gobernante se reflejan también, pero en forma privativa. Véase la página 39.
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[Publicación original: "Sócrates y la Sabiduria Griega". Escorial 2 (1940) 187-226; 3 (1941) 51-78. Edición digital preparada por la Fundación Xavier Zubiri]
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