La Libertad según Romano Guardini
Lic. Gerardo Medina
En memoria de nuestro querido Amigo y Maestro Gerardo Medina,
al cumplirse el primer año de su partida a la Patria Celestial.
La libertad aparece en el discurso guardiniano ante todo como una realidad íntima que se hace evidente en la conciencia.
Si miramos con detenimiento la multiplicidad de cosas que son y se mueven en nuestro ser, desde nuestro ser hacia afuera, y desde fuera hasta nosotros, es posible hacer una primera observación: existe un mundo de movimientos y realidades que nos abarcan, que nos condicionan, que forman parte de nuestro ser. Son para nosotros absolutamente dados, venidos a nosotros, sin que los hallamos convocado. Podemos pensar en un paisaje, una ciudad, un cierto ambiente, etc. Afinando más la mirada, podemos percibir nuestra posición en la historia humana: ella viene y se nos presenta desde afuera, a modo de herencia y recibiéndonos en su seno, condicionándonos, desde ese conjunto llamado cultura, sin que podamos prevenir o calcular. Muy pocos hombres pueden llamarse “hacedores de la historia” y con todo, ellos también se hallaron como herederos de la misma.
Pensemos en nuestras propias funciones corporales y psíquicas, a las que podemos advertir con claridad como dadas y ejerciendo en nosotros una cierta determinación.
Pero, sin embargo en medio de toda esta multiforme realidad, se presentan a nuestra conciencia actos que brotan, desde lo más íntimo, no por fuerza de alguna ley sino simplemente porque queremos ejecutarlos. En ello somos y nos percibimos como autores de nuestro obrar. Esas acciones pertenecen a cada uno y en ellas cada uno se pertenece a sí mismo. Esta percepción hace que cuando el hombre madura se descubra encomendado a su libertad; sabe que sólo él puede responder de sí mismo y siente su existencia como una misión.
Pero demos un paso más. ¿En qué consiste esta serie de actos que llamamos libertad? Podemos observar dos aspectos que se dan simultáneamente y constituyen ese único fenómeno vital del acto libre: por un lado la libertad aparece como una opción entre diversos. Se da cuando “yo cobro conciencia de las diversas posibilidades del obrar; las examino, las sopeso; y luego me decido por una de ellas. El carácter de libertad consiste en que entre las diversas posibilidades, yo elijo la que quiero” [1].
Esto es llamado por Guardini la elección libre o libertad de arbitrio y es comúnmente invocada por los hombres. Por otro lado la libertad se nos manifiesta como expresión libre del ser íntimo. También este aspecto es reclamado vulgarmente mediante las expresiones “quiero ser yo mismo”, “quiero ser auténtico”, “quiero manifestarme tal como soy”... Esto encierra mucho de verdad, aunque por lo común no se comprende bien todo lo que implica. Es la libertad experimentada como manifestación de la esencia. El autor se está refiriendo a la necesidad de consonancia entre la acción y el propio ser; cuando el que actúa dice “yo no puedo obrar de otra manera que así, aquí soy completamente yo mismo”. Porque “ser libre significa que el hombre vive a partir de su núcleo central pero no dominándose por medio de artificios sino en forma naturalmente espontánea” [2]. Ambos polos subjetivos se requieren para garantizar la autenticidad del acto libre.
La libertad de elección y la manifestación libre de nuestra propia esencia están determinadas y acabadas, perfeccionadas por el contenido de valor (polo objetivo del obrar libre). Sin él sólo habremos permanecido en un mero juego de sensaciones psicológicas de libertad. La libertad no es un fin sino un privilegiado medio que nos otorga la soberanía de caminar hacia la felicidad por nuestra propia investigación y decisión. A ello se refiere Guardini al hablar de libertad axiológica, por oposición a libertad psicológica. La libertad psicológica significa ante todo la disposición y la posibilidad de ser libre que posee el ser espiritual [3] y que incluye los fenómenos de la libre elección y la libre manifestación del propio ser. La libertad axiológica se refiere en cambio al contenido del acto libre, a qué cosa está él referido, qué realidad se intenta alcanzar con una determinada decisión. ¿En qué consiste explícitamente este contenido?. El mismo se organiza en diversos campos: las cosas que nos rodean, las personas que nos rodean, los valores, la libertad personal, la libertad moral y la libertad religiosa. Este despliegue de intenciones del obrar humano quiere abarcar la gama de relaciones que implica el vínculo fundamental yo-mundo. “... Tutta l´articolazione fenomenológica e teorética della libertà umana é posta nella condizione di un atto che vive nella tensione di alterità [4]” [5]. “... Tutto ció che è presente dall`interno e dall`esterno strutturale e operativa dell`egoità costituisce la situazione, sicchè la situazione è la condizione ontologica di apertura dell`essere profondo e significante [6]” [7]. El ser articulado en una situación se dirige al yo con un significado axiológico, a modo de solicitud de un determinado comportamiento fecundo.
I. La relación con las cosas y las relaciones personales
El hombre posee en su estructura ontológica una tendencia de alteridad. El es quien posee auténticamente, por sobre los demás seres, la capacidad para el encuentro de las cosas y del otro. El yo está y se percibe en vínculo con las cosas, las personas, el propio cuerpo, la propia mente, etc. El núcleo interior del yo recibe la impresión de todo lo que le está relacionado, del propio ser, de algo externo, cercano o distante. Y sólo en el encuentro, por el que llega a la intimidad de las cosas, se despliega su ser íntimo. En términos generales “encuentro” significa que una cosa se le ha hecho presente al hombre. Este la observa, considera su forma y percibe su valor. La alteridad es para el hombre la posibilidad de liberar su ser íntimo. Para ser libre el hombre debe salir de sí mismo hacia las cosas y hacia los semejantes. No debe clausurarse en el “yo”. Se cumple en la persona una maravillosa paradoja: “en cuanto se considera a sí misma queda repleto, por decirlo así, el ámbito espiritual en que ha de realizarse el trozo de vida en cuestión, y resulta un estorbo para la propia realización. Pero si se olvida y se vuelve puramente a la cosa, se abre ese ámbito y entonces es cuando empieza a ser ella misma” [8].
El primer movimiento del alma al contacto con lo inmediato consiste en salir hacia la cosa, perdiendo por un momento la conciencia de sí, fijando su atención en el objeto, para finalmente retornar hacia sí, hacia el centro interior. Establece ante todo una relación de percepción y afecto inmediato, afecto de lo próximo, que reviste carácter de natural, y por lo tanto bueno y necesario, sobre todo cuando está referido al encuentro que el hombre experimenta con otros seres humanos, pues es el inicio del conocimiento mutuo y un enriquecimiento vital, el sentimiento espontáneo de la simpatía [9].
En la sociedad de hoy los hombres se hacen cada día más incapaces de comprometer el verdadero afecto espontáneo, porque se va perdiendo el valor que ello encierra y se retiene en la atención sólo la posibilidad de utilizar aquello que se me presenta para sacar alguna ganancia, para subir algún escalón en la marcha hacia el éxito socio-económico-político. Un ejemplo es la pérdida casi completa en muchos casos del sentido humanitario hacia el prójimo que está en dificultades. Este fenómeno se observa frecuentemente en las grandes ciudades donde se ha perdido el sentido del arraigo y de la amistad y dando lugar a la consideración del otro como elemento de una enorme maquinaria que se debe aprender a dominar, sea para subsistir o para usufructuar. El afán de poder y riquezas hace que los individuos organicen sus interrelaciones en un cuadro de sujeción e hipocresía. El afecto que espontáneamente surge ante el contacto con los semejantes es entonces reprimido y suplantado por la intención calculadora. Las personas no son ya auténticas, es decir, no se manifiestan en virtud de su ser íntimo y hasta construyen una falsa imagen de sí mismas con tal de que sea comerciable. A menudo las personas andan con demasiada prisa y pierden el sentido de las cosas dadas en la inmediatez. No se detienen a penetrarlas ni a dejarse llenar por la realidad. Se hará necesario entonces proponer una liberación que devuelva la salud al sentimiento espontáneo.
Uno de los modos en que el ser humano puede trabajar por la liberación del sentimiento espontáneo es a través de la vivencia de la naturaleza. La naturaleza libera al hombre de la carga de artificiosidad que lo rodea habitualmente, de lo inauténtico y adulterado. Pero natural no significa naturoso [10]. En la doctrina realista y cristiana, en la cual la naturaleza se concibe como creación de Dios, cargada de una bondad intrínseca, pero en la que ha de verse también la presencia de elementos destructores y subversivos (cuyo núcleo se encuentra en el pecado del hombre): “lo natural (el mar, la montaña, la primavera) puede hacernos experimentar la amplitud del espacio, la inmensidad de las fuerzas, la ilimitación del conjunto de la vida... Así nos libera de la estrechez e indigencia de la existencia individual; ... pudiendo producir incluso en nosotros el sentimiento del mundo y del todo. Pero también puede conducir a la violencia, la disolución, la embriaguez...” [11].
Otro modo de realizarse esta libertad en las cosas es cuando nos hallamos frente a una tarea a cumplir. En tal caso, si en vez de mantenernos en esa suerte de vanidosa complacencia de uno mismo, nos decidimos a salir hacia el objeto y hacer bien lo que debemos hacer, experimentamos, siempre paradójicamente, una liberación de la indigencia propia, una manifestación de nuestras energías íntimas que entablan un intercambio con la cosa y entonces, perfeccionando la cosa, nos manifestamos y perfeccionamos nosotros mismos. Sucede eso con el manejo de un instrumento. La persona que no logra el uso adecuado, perfecto, se siente limitada, sin posibilidades de liberar sus movimientos. Quien ha aprendido a hacerlo siente en cambio la liberación de sus acciones. Puede manifestar mucho más lo que quiere a través de ese instrumento, puede arribar a la meta, a la consecución de la obra concebida. Pero para hablar auténticamente de libertad es preciso aclarar que el instrumento debe conservar su propia categoría en el orden de los seres. Muchas veces el hombre, en lugar de experimentar y vivir esta liberación suele declinar hasta el punto de convertirse en un esclavo de los útiles, haciendo consistir en la perfección de la misma su interés último y hasta exclusivo, quedando absorbida en esta preocupación, toda la energía de los actos espirituales [12]. La cosa, el instrumento y yo poseemos un ser que debemos respetar en esta unión.
Análogamente se puede presentar como un ejemplo especial de esta liberación la relación del yo con el propio cuerpo, de tanta importancia por ejemplo para la educación. En ella se ha de considerar todo el sentido de la psicología del juego o de la gimnasia, de la convalescencia y la salud. El dominio del propio cuerpo en cada caso significa una liberación de las ataduras físicas de nuestro organismo que de hecho llegan a impedir muchas veces las experiencias de las cosas espirituales. Y puede extenderse esta analogía al mundo de la inteligencia. Cuando está adiestrada en el uso de sus recursos, posee un movimiento lógico que otorga libertad al pensamiento. Lo mismo puede verse en una voluntad bien educada que produce sus actos con la fuerza y la prontitud necesarias [13]. Todo esto permite la libre manifestación de los movimientos que caracterizan nuestra vida íntima.
El orden exterior, el de las cosas que nos rodean cotidianamente en la casa, en el trabajo, en el estudio... es también un ámbito en el que debatimos la libertad. En algunos hombres el orden brota de su ser íntimo como exigencia inmediata. Perciben el desorden como una molestia, como una atadura que les impide el movimiento. Para otros, el orden no resulta algo espontáneo y perciben toda regla como una coerción porque “para ellos libertad significa la posibilidad de hacer siempre lo que se les antoje” [14]. No perciben el orden como libertad ni mucho menos como valor. Hay algo de verdadero en esta percepción aprisionante: el orden resulta dañoso cuando es mirado como un esquema rígido que obedece a un conjunto de leyes que se presentan como exterior a la persona. Entonces se pierden las formas originales y la fecundidad viva. Se atrofia la libertad con el “orden”. No se es capaz de quebrantar una disposición o una norma cuando lo requiere la vida misma, que entonces se queda sin la abundancia anímica de la libertad y la creatividad, se queda “cuajada en muda necesidad” [15]. Sin embargo, el orden verdadero que proviene del dominio y la conquista (posesión firme) libremente elegidos, resulta a su vez un adecuado hábitat para la libertad. El caos trae confusión y retarda o desvía los impulsos vitales de nuestra interioridad. Las mismas personas cuyo temperamento dificulta el ordenamiento de su entorno, al ir adquiriendo el hábito del orden constatan el hecho como una liberación que los eleva y los coloca en un nivel de disposición superior para la vida16. Ahora bien, la capacidad para el encuentro está en juego de un modo perfecto cuando se trata de dos hombres que se miran recíprocamente. Se da entonces un encuentro mutuo.
Esta relación bipolar, tan particular del hombre, presenta una doble formalidad: “el otro” (relación yo-tu) y “la comunidad”. Ese mundo especialísimo que surge en el encuentro personal es mucho más complejo y delicado que aquel que se establece con las cosas. También aquí cabe hablar de apertura o de cierre del yo, como factores determinantes de la bondad y libertad de las acciones y los vínculos.
Por lo general nos vemos representando un papel, preocupándonos de las impresiones que causamos, de si obtenemos estima o no, de si cuando damos también recibimos... “lo que debería ser un claro mirarse de frente sigue dos orientaciones diversas que se estorban entre sí: se rompe, se atraviesa” [17]. No es difícil para el común de las personas advertir la inautenticidad en el trato que se les brinda y la falta de interés verdadero hacia ellas.
El egoísmo reconcentra al hombre en la visión del yo, pensando encontrar allí las riquezas y la autonomía necesarias para alcanzar la felicidad. Entonces el yo se clausura dentro de las pobres fronteras de su realidad individual. En cambio si el hombre se dirige hacia el otro como tal cual es, para obsequiarle su atención en honor a la dignidad que le reconoce considerándola en su valor único, está en el camino de una liberación especialísima, la del encuentro de los semejantes, en cuyo vínculo se aprende a amar y a amarse, posibilitando esta dignísima apertura nada menos que el ingreso de un ser humano en la propia vida. No se trata ya del enriquecimiento de lo útil o de las esencias de las cosas, sino de una persona con la que intercambio valores espirituales en el ámbito perfecto del amor que libera. Con ello nos liberamos del permanente cálculo de las cosas, del éxito, del progreso para ocuparnos de lo más perfecto. La virtud que describe este movimiento del alma humana se llama Altruismo. Ella debe liberar al yo de las pretensiones egoístas que suelen atentar contra la amistad, la auténtica colaboración laboral, o inclusive contra las formas más intensas del amor [18].
Pero altruismo no significa olvido de sí. Detrás de una apertura excesiva hacia el otro puede esconderse una renuncia a la responsabilidad del propio ser. Al respecto es digno de observar que casi para toda amistad sobreviene un momento en el cual se amenaza la libertad de alguno. Así sucede cuando entre amigos o en los grupos conformados se comienza a exigir una fidelidad exagerada y las personas terminan asimilando todo su comportamiento al del otro hasta llegar en muchos casos a la imitación más burda (especialmente de las modalidades manifestadas por el líder). Se observa mucho este fenómeno en ámbitos políticos [19].
Esa salida necesaria hacia el otro de la que hemos hablado no se contradice con la dimensión correctamente entendida de la soledad. Ella también es libertad. ¿No podríamos decir acaso que ser persona significa propiamente un grado muy elevado de soledad? En ella el hombre torna a sí, se mantiene firme en sí mismo, se prueba y responde, se toma a sí mismo como propia misión. Es el retorno de la mirada en busca de comunicación consigo mismo, de ejercer el autoseñorío, la restauración de la unidad psíquica. Por este motivo el ser humano despierta la conciencia de su persona, de centro vital de su mundo. Ello le obliga a ascender por los caminos del espíritu que es interioridad, y lo enfrenta con la verdad [20].
II. Los valores: ante todo la verdad
El verdadero dominio y la verdadera libertad hunden sus raíces en la obediencia al ser de las cosas y solamente así el ser le reconoce y se le entrega al hombre. Es necesario que éste reconozca el estatuto ontológico de cada cosa si no quiere perderlas (o lo que es más grave, volverlas en su contra).
Ahora bien, la esencia de las cosas está en el hombre principalmente como verdad: en su inteligencia.
El espíritu humano es capaz de iluminar en el interior de los seres, a pesar de la multiplicidad y del complicado devenir de los acontecimientos.
En medio de las oscuridades del mundo el alma se abre paso distinguiendo, leyendo las esencias, corrigiendo lo que se tenía por válido y no lo es. La verdad libera al hombre del error, de la oscuridad, del sin sentido y de la complicada trama del existir concreto. El ser humano es la síntesis de dos mundos muy distintos: uno el de las cosas espirituales, simples y luminosas en sí mismas, y otro el de la oscuridad de la materia que resulta para el hombre nada menos que el punto de partida del proceso y posee, por todas las falencias que el hombre lleva en sí, un poder muy grande que lo atrae y mantiene en sus dominios. El mundo concreto es el ámbito donde se desenvuelve la existencia del hombre. Los caminos de la Verdad lo levantan y lo religan con el origen y con el fin, con aquello que da sentido a lo cotidiano. Es allí donde la Verdad debe mostrarse liberadora, siempre y cuando se comprenda esta profunda exigencia ética: la voluntad de seguir la verdad, de obedecerla y hasta de sacrificarse por ella. ¿Por qué? Porque la verdad “tiene su sentido puramente en sí misma, en su valor y sublimidad internos” [21]. Esto la distingue del valor de lo útil. La verdad libera al ser humano del hastío de lo meramente útil, lo dispone hacia el fin último. Toda la vida humana está orientada hacia “algo que no le sirve sino más bien ante lo que ella tiene que postrarse; postrarse, no por su poder o provecho sino por su alteza” [22].
Existe todo un camino de liberación en la búsqueda y en la afirmación vital de la verdad como valor absoluto en general y allí donde la propia situación de la vida encuentra al hombre (por ejemplo en el mundo del derecho consistirá en la sublimación de lo justo como tal, en el mundo del arte en la sublimación de la belleza como tal, en el de la biología en la sublimación de la vida y su dignidad, etc.)
a) Libertad moral
La experiencia nos atestigua una característica peculiar de muchos de nuestros actos: el ser realizado por “deber”. Pero el deber no es una necesidad extrínseca que se impone ciegamente: el deber es exigencia pero que proviene del orden intrínseco de la realidad y del ser íntimo del hombre. Ese orden constituye para nuestro espíritu el bien que nos atrae y que en último análisis representa el fin al que tiende nuestra auténtica intimidad. El deber no es nada más que el reclamo del ser de las cosas (especialmente de nosotros mismos) proclamado como ley para retenerlo en nuestra atención [23].
Al igual que la Verdad, el Bien es algo absoluto que tiene valor en sí y obliga por sí mismo. Posee carácter supremo, incondicional, definitivo que se justifica a sí mismo. Pero es al mismo tiempo lo más íntimo a nosotros mismos. Si la libertad posee el sentido de la manifestación del yo íntimo, entonces el bien es la puesta en acto de mi propio ser. Por ello mismo hacer el bien o cumplir el deber no sólo significan acatar una ley sino además dar vida, hacer que surja la perfección que está reclamando mi existencia, que brote desde el interior del corazón y se manifieste. Por esta razón Guardini considera esta tarea una creación auténtica [24], de algo que debe ser. El Bien nos atrae como algo supremo pero al mismo tiempo como algo propio, la propia perfección. La luz interior de la conciencia nos vincula con ese Bien en medio de la trama de compromisos que determina cada situación de mi vida: “C`é in me qualcosa che por sua natura risponde al bene come l`occhio alla luce: la coscienza [25]” [26].
Mi conciencia me atestigua que debo actuar el bien y que una vez que he actuado soy yo mismo quien ha de responder por los efectos de mi acción [27]. No se trata de una respuesta construida a base de “motivos”, sino de aquella en la cual el yo es el último y verdadero motivo; la respuesta debe necesariamente decir: “porque así lo quise” [28]. El mundo sale a nuestro encuentro para que con nuestra acción moral lo terminemos y ésta terminación consiste en que demos forma al bien en cada situación.
La experiencia de la libertad moral se da cuando captamos el Bien como algo interior, al ser y al sí mismo íntimo que busca abrirse paso. Mientras que el “yo” emerge por encima de los estratos configurantes de su realidad biopsíquica (el “sí mismo elemental”) y se enseñorea mediante esta distancia propia del espíritu, se instaura la posibilidad de apertura al mundo y de la manifestación de su ser más interior y propio (el “sí mismo íntimo”), total.
Al realizar el bien la persona siente la victoria y el dominio sobre todo tipo de impedimento (sobre todo los internos). Se produce un hondo reposo espiritual: la conciencia de estar en el orden, en la verdad, en el bien [29].
“Esta libertad se hace tanto mayor cuanto más plenamente reconoce el hombre las exigencias de lo bueno, cuanto más profundamente las afirma en sus sentimientos: y su obrar se hace virtud cuando más puramente camina hacia el ser” [30].
b) Libertad religiosa
Este tema excede la pretensión del presente trabajo. Bastará la manifestación de la posición fundamental de Guardini al respecto. El hombre ha quedado quebrantado en lo más íntimo a raíz de su radical desobediencia al Creador. La libertad religiosa no consiste en otra cosa que en una restauración del ser humano operada por el poder de Dios: “Salvación significa liberación de la cárcel de la existencia, de su inautenticidad y fugacidad, de su mentira y sufrimiento, de su invalidez y de su culpa” [31]. Pero esta libertad no consiste sólo en una salida del hombre del pecado, sino en un fin más alto, al cual lo lleva Dios por el poder de la Gracia: la participación de la vida íntima de Dios. Por esta libertad el hombre se hace eterno, se libera inclusive de los límites que su condición de creatura le imponía [32].
III. Lo fáctico, lo necesario y el destino
La realidad que experimentamos nos muestra un conjunto de inmutabilidades que rodean a nuestros actos libres y los condicionan. Constituye todo aquello sobre lo cual el hombre no puede ejercer su dominio. La vida experimenta dos tipos de inmutabilidades fundamentales: lo fáctico y lo necesario. La necesidad es el carácter por el cuál decimos que algo debe ser en virtud de una ley (“... las leyes matemáticas, las físicas y químicas, las biológicas, las psicológicas, las históricas, las culturales, las lógicas y metafísicas”) [33]. Las leyes son necesarias porque establecen el orden de lo creado. Sin ellas queda sólo el caos, el sin sentido, el absurdo. Lo fáctico, en cambio es el conjunto de hechos que no sucedieron por necesidad de ninguna ley pero que en virtud de haber ya ocurrido son para la persona que se relaciona con ellos un inmutable que la condiciona (por ejemplo el haber nacido en un determinado país o en una época determinada). “En este sentido, toda nuestra existencia descansa en hechos. Constantemente surgen a nuestro alrededor nuevos hechos, que tienen importancia para nosotros. Constantemente nosotros mismos producimos nuevos hechos con lo cual implantamos inmutabilidades en nuestra vida y en la vida de los demás” [34]. La historia individual o biografía como la historia de los pueblos y de la humanidad entera, en lo que tienen ya de realizadas están condicionándome inevitablemente por doquier.
A la libertad se le ofrece la tarea de dominar lo existente contando con las leyes y los hechos, de asumir e informar lo dado: (el hombre) “debe reconocer siempre lo nuevo, que tiene tal aptitud particular, tales energías y deficiencias, tales posibilidades o tales límites. Es una exigencia muy ardua tener que ser el que se es... mientras el ideal trasciende de continuo al propio ser” [35].
Y yendo más hondo podemos observar que hay muchos hechos en nuestra vida que nos desconciertan, se nos presentan como fuera de nuestro control y sus causas profundas nos resultan desconocidas. Decimos que ellos suceden por “acaso”, azar o “fortuna”. En el caso de las desgracias, estas experiencias han llevado al hombre a desarrollar la conciencia de una culpa original que acarreó la pérdida de sentido de la existencia, e inclusive a la admisión de poderes malignos actuantes en la historia. Tenemos la sensación de que una realidad superior nos gobierna, nos impone un “destino”. La realidad toda puede presentársenos como destino, como un todo ramificado de causalidades que ejecutan designios en mí, sin consultarme. En el propio ser del hombre se hallan lo necesario, los hechos y el acaso. Debe obedecer a su ser más íntimo, a la energía de su forma vital. La psicología enseña que los influjos de dicha forma son tan constantes y seguros que se la puede considerar como una especie de destino interno. “Es la entelequia de mi ser individual, pero en parte también la de las distintas totalidades en que yo me hallo: familia, amistad, grupo de trabajos, condición social, pueblo, estado, Iglesia, mundo” [36].
Toda esta realidad que constituye como un destino para el hombre fue reiterativamente percibida en la historia humana como una fuerza numinosa personalizada. Siempre que las personas ante un acontecimiento fuerte y extraño se preguntan “¿por qué yo?”, “¿por qué a mí?”, se presiente que el destino “quiere algo de mí”. La experiencia del destino puede ser de dicha o de desdicha [37].
En el primer caso la vida transcurre con un sentimiento de profunda unidad entre lo consciente y lo inconsciente, entre el querer personal y el sentido de las cosas, como si los poderes superiores concurrieran a sus logros. Este estado se rompe cuando el hombre pierde la confianza del ánimo o se vuelve soberbio y petulante. Entonces todo comienza a aparecer con el tono de la desventura y se camina con el peso de la desdicha, se siente la presión del existir.
Ambas formas de percibir el destino están presentes en el hombre como posibilidades de su lucha cotidiana por vivir. “Vivir quiere decir que el hombre penetra con su iniciativa y configura, según la forma de su ser, la substancia de la realidad”... “la substancia del ser empero tiene ya una forma con sentido y situación propios” [38]... que corresponde al hombre reafirmar.
Entre las conquistas de la iniciativa humana por un lado y la aceptación y afirmación de los límites y de las realidades por otro, se va formando el carácter de la persona... “a fuerza de valor, sabiduría y paciencia” [39].
El destino y la libertad son dos polos que entretejen juntos la trama vital del hombre. Ni uno ni otro por separado pueden reclamar un espacio absoluto para explicar al hombre. Es lo original del hombre esta tensión bipolar. Sólo él “puede sentir la dureza de los hechos y levantarse contra ellos” [40].
En el fondo de esta visión guardiniana gravita la sublime doctrina del Dios Providente de la Fe Cristiana. Él es la última explicación de todo lo que en nuestras vidas acontece, y aunque nos cueste comprenderlo, aunque permanezcamos ignorantes del sentido de los hechos, sabemos que es el Creador, el dueño de la historia que cuida los lirios del campo y alimenta los pájaros del cielo y con mucha más razón se ocupa de proveer a cada hombre y a la historia entera del mejor de los sentidos. Ello no nos saca de la ignorancia, es cierto, pero nos refiere al auténtico misterio y nos pone ante la más profunda exigencia ética (que se hace religiosa): la de aceptar el ser y conformar la libertad en la Esperanza de alcanzar a quien sólo es el Bien, la Verdad y el Ser, Supremo Viviente.
Notas:
[1] Guardini, Romano, «Cristianismo y Sociedad», Salamanca 1982, págs. 75-76.
[2] Guardini, Romano, «Sentido de la Iglesia», Buenos Aires, 1993, pág. 76, donde está desarrollada esta idea desde el plano teológico, mirando la expresión del propio ser como cumplimiento de una vocación, de un llamado de Dios a cada hombre, a través de la idea con la que Dios conoce a todos.
[3] Las capacidades, el hábito, los mecanismos, sobre los cuales valdrían intensas reflexiones de orden psicológico que ahora no podemos abordar.
[4] [NdE: “… Toda la articulación fenomenológica y teorética de la libertad humana está puesta en la condición de un acto que vive en la tensión de alteridad”].
[5] Babolin, Albino, «Romano Guardini Filósofo dell` alterità. Situazione umana ed esperienza Religiosa», Bologna 1969, pág. 7, ofrece como marco de reflexión la temática guardiniana de la relación de alteridad que guarda el hombre respecto al ser.
[6] [NdE: “… Todo aquello que está presente al interior y al exterior estructural y operativo de la yoidad constituye la situación, por lo que la situación es la condición ontológica de apertura del ser profundo y significante”].
[7] Ibidem, 30.
[8] Guardini, Romano, «Una ética para nuestro tiempo. Reflexiones sobre formas de vida Cristiana», Madrid 1965, pág. 148.
[9] Tema de influjo Schelleriano, pero antes y ante todo vinculado a la phylia griega a la que Aristóteles dedica dos libros de la «Ética a Nicómaco».
[10] Según me parece, Guardini quiere evitar el sentido de la palabra naturaleza que evoca las mentes de la ilustración. La palabra “naturoso” aparece en la traducción de la obra «Libertad, Gracia y Destino», San Sebastián 1954, pág. 29.
[11] Ibidem, 30.
[12] La relación entre el hombre y el instrumento y su alteración en la civilización tecnológica está planteada por Guardini en escritos de su madurez como “la cultura como obra y riesgo” y “el hombre incompleto y el poder”. Vid. Guardini, Romano, «Preocupación por el hombre», Madrid 1965.
[13] Puede entenderse así la liberación producida por la virtud moral.
[14] Guardini, Romano, «Una ética para nuestro tiempo», Op. Cit. 15.
[15] Ibidem, 17.
[16] Por ejemplo el aprendizaje de algunas artes durante los años de educación juvenil.
[17] Guardini, Romano, «Una ética para nuestro tiempo», Op. Cit. 148.
[18] Todo altruismo humano es, según Guardini, un reflejo lejano del altruismo soberano de Dios que se anonadó a sí mismo hasta hacerse uno de nosotros. La relación de egoísmo o altruismo del hombre hacia Dios determina la posibilidad de una esclavitud o una libertad definitiva y perfecta.
[19] Se puede leer el desarrollo de esta idea en la obra de Guardini «Cartas sobre autoformación», Op. Cit. 96-97.
[20] La dificultad consiste en que al penetrar en sí, el hombre debe luchar contra una serie de tensiones interiores, especialmente los apremios de la conciencia moral, la sensación de vacío, etc. “En lo más profundo de la habitación de la propia interioridad, el hombre ha de referirse a Alguien que está más adentro que toda interioridad, habitándola y sosteniéndola. La soledad sólo es realización auténtica si abro un espacio de adoración y entonces establezco la morada donde desde dentro me sostiene la mano de Dios”: Guardini, Romano, «Libertad, Gracia y Destino», Op. Cit. 39-41.
[21] Guardini, Romano, «Libertad, Gracia y Destino», Op. Cit. 35.
[22] Ibidem, 35.
[23] Contra la concepción kantiana del deber puede consultarse en modo especial su obra «La Fe en nuestro tiempo», Op. Cit. 133-167. El problema de Kant no es sólo de orden filosófico sino más bien gravemente teológico. Reducir la moral a la ley moral y ésta, a su vez, a una ley del sujeto en cuanto tal (moral autónoma) es olvidar el orden natural. Pero Kant va más allá al considerar a Dios como “otro” y por lo tanto extraño a la moral, doctrina que Guardini califica de “sorprendente superficialidad religiosa”. En efecto, Dios no es “otro!”... “Dios no puede ser encuadrado en una categoría de ese tipo. Naturalmente Dios no es yo. Entre Él y yo se abre un abismo infinito. Pero Dios es el creador en el cual tengo el fundamento de mi ser y de mi existir...”: Ibidem, 166-167.
[24] Ibidem, 140.
[25] [NdE: “Hay algo en mí que por su naturaleza responde al bien como el ojo a la luz: la consciencia”].
[26] Babolin, Albino, «Romano Guardini Filósofo dell` alterità. Situazione umana ed esperienza Religiosa», Op. Cit. 16.
[27] La auténtica respuesta debe darla el hombre ante Dios. “La responsabilidad está esencialmente referida a Dios”: Guardini, «Libertad, Gracia y Destino», Op. Cit. 19.
[28] Para Guardini la conciencia del deber y la conciencia de la responsabilidad son dos hechos sobresalientes que, a modo de síntomas, manifiestan la existencia de actos libres.
[29] El sentido de la justicia exige desde la razón del hombre que los actos buenos sean recompensados y los malos castigados. Vid.: Guardini, Romano, «Libertad, Gracia y Destino», Op. Cit. 159.
[30] Ibidem, 47.
[31] Ibidem, 54. Y en 55 se halla una advertencia similar a la que hizo para la libertad moral, es decir, de los motivos e impulsos que pueden deformar lo religioso, incluso de movimientos perversos, destrozando la verdadera libertad (atractivos psicológicos, patologías, paranoia, epilepsia).
[32] Un amplio y profundo tratamiento del tema puede estudiarse mediante la obra de Guardini «Religión y Revelación», Madrid 1964. Puede verse también su obra «Libertad, Gracia y Destino», págs. 49 a 55, donde el autor compara las respuestas inmanentistas de la modernidad sobre este tema con la respuesta de la Revelación, del Dios trascendente.
[33] Guardini, Romano, «Cristianismo y Sociedad», Op. Cit. 90.
[34] Ibidem, 90.
[35] Guardini, Romano, «Libertad, Gracia y Destino», Op. Cit. 152.
[36] Ibidem, 161.
[37] Ya en la conciencia de la humanidad se ha ido conformando este centro misterioso, origen de nuestro destino, bajo la concepción de un orden y una sabiduría definitivamente valederos por un lado y la de lo satánico o absurdo por el otro.
[38] Guardini, Romano, «Libertad, Gracia y Destino», Op. Cit. 170.
[39] Ibidem, 171.
[40] Ibidem, 168.
Fuente: “EPIMÉLEIA, Revista de Estudios sobre la Tradición”, Año V, Nº 9, 1º Semestre de 1996, págs. 93-108.
Publicación del Centro de Investigaciones en Filosofía e Historia de las Religiones - Departamento de Filosofía - Universidad Argentina John F. Kennedy.
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