Secularización y Secularismo frente al Tercer Milenio
Dr. Rodolfo Julio Mendoza
Rodolfo J. Mendoza (1941–2012) fue un destacado intelectual argentino, alumno en la Universidad Nacional de Cuyo del Prof. Rubén Calderón Bouchet, en quien halló el maestro que lo llevó al cultivo de la filosofía inspirada en Santo Tomás de Aquino. Licenciado en Ciencias Políticas y Sociales por esa Universidad, obtuvo también allí el Doctorado en Ciencias Políticas en el año 2001, con una tesis sobre la secularización y la modernidad en Augusto Del Noce. Esta intervención del Dr. Mendoza, que publicamos ahora en nuestro Blog del Centro Pieper, fue enviada al IV Congreso Internacional de la S.I.T.A. celebrado en Barcelona (España) en Septiembre de 1997 y fue publicada formalmente en sus Actas bajo la Dirección del P. Abelardo Lobato.
Nos encontramos con dos vocablos que señalan el inicio y el término final de un proceso que se cumple en todos los ámbitos que integran los restos históricos de lo que ha sido un orden cristiano de la existencia: la cultura cristiana, o más estrictamente aún, la cultura latino cristiana occidental.
Efectuando una sucinta incursión en el lenguaje común, advertimos una elemental pero sugestiva orientación. Se trata de dos palabras básicamente enraizadas en una trama de índole religiosa, eclesiástica y teológica.
Ya se trate de personas, instituciones o cosas, se alude a una mutación consecuente al tránsito de lo que antes era sagrado, «religioso» y/o eclesiástico hacia algo que empieza a ser laico, profano y mundano.
Esa primera determinación general, nos exige algunas acotaciones. Seguimos en este paso las observaciones efectuadas por dos notables estudiosos del tema [1].
Una definición inicial de secularización podría ser:
«aquel proceso mediante el cual los valores del hombre –en el ámbito de una cultura– se vuelven cada vez más autónomos con relación a la esfera sagrada, y sus intereses se dirigen de modo creciente hacia la esfera de lo secular, mundano, profano».
Por lo mismo, la secularización es la progresiva reducción y, en el límite, la eliminación de la esfera sagrada por parte de la profana.
En nuestra época los hombres toman decisiones y adoptan actitudes con creciente prescindencia de todo referente sacro o religioso.
Pero debemos destacar que en los primeros tiempos de la Edad Moderna y, más aún, en la «antigüedad tardía» [2] y en el medioevo de nuestra cultura cristiana, nos encontramos con un sentido de secularización y de secular en el que no está presente la carga semántica negativa, mundanizante e inmanentista. Esta última es la que finalmente concluirá por imponerse en nuestro acontecer cultural.
En aquel sentido lo secular vino a contraponerse a lo eclesiástico y, por haberse prácticamente identificado este último con lo sagrado, se llegó a establecer una equivalencia entre secular y profano.
Del adjetivo secular, tomado en esa perspectiva contrastante, deriva el sustantivo secularización.
Conviene destacar asimismo que la problemática filosófica y teológica surgida del concepto de secularización, encierra una valoración sobre el lugar y la relevancia de la Iglesia y el cristianismo en relación con el mundo.
Históricamente hablando, la voz secularización deriva de la expresión latina «saeculum» y, con mayor propiedad aún de «hoc saeculum» (este siglo), en la versión Vulgata del Nuevo Testamento. Gianfranco Morra en su intento de definir el término menciona varios textos Neotestamentarios que no dejan lugar a dudas sobre el significado de «saeculum», y «hoc saeculum» en estas fuentes bíblicas [3].
Para los primeros cristianos, «siglo» o «este siglo» es la etapa presente de la historia en cuanto distinta de la definitiva y eterna.
Illanes Maestre se pregunta: «¿qué valor y alcance debe concederse a ese proceso histórico, en virtud del cual las instituciones cívicas afirman su autonomía frente a las autoridades eclesiásticas, y que encierra un juicio especial acerca de la Edad Media y la Moderna?» [4].
En una brillante síntesis, cuyos trazos fundamentales seguimos, el teólogo de Navarra distingue tres posiciones, de las que a su vez surgen otras tantas definiciones:
a) El «proceso de reducción a una dimensión meramente intrahistórica, mundana y secular de las aspiraciones trascendentes del hombre» [5]. El sentido último de tal proceso es la reivindicación de la autonomía de la mente humana frente a la autoridad de la Iglesia y por fin, frente a Dios.
b) «Proceso de formación y desarrollo de una mentalidad caracterizada por la tendencia a juzgar del mundo y de las cosas desde fines puramente humanos y temporales (seculares), prescindiendo de toda perspectiva teologal» [6]. Nos hallamos al inicio de una crisis o, en el sentido fuerte de la expresión, resquebrajamiento de la actitud religiosa que encierra potencialmente la desvinculación entre religión y política, al decir de Illanes. Creemos, por nuestra parte, que esa ruptura se da en su dimensión más honda entre religión y cultura, incluyendo la política como una de sus partes. Se afirma al carácter puramente profano del acontecer histórico y se pierde en la práctica la experiencia y la conciencia espontánea de lo divino, del misterio y del símbolo. En su lugar se instala la exaltación del conocimiento científico como poder, y un naturalismo basado en una interpretación matematicista del Universo [7].
c) «Proceso que conduce a una toma de conciencia de la autonomía de las realidades terrenas en el interior de una visión teologal de la existencia». En este último sentido, secular o profano no connota ningún significado de carácter mundanizante o inmanentista. Se trata del reconocimiento de la especificidad de las cosas del siglo; de la temporalidad como ámbito de la realización de la criatura de acuerdo a los principios que dotan de cierta autonomía propia a las realidades terrenales [8].
A diferencia de la interpretación luterana y barthiana que llevan al paroxismo la distinción entre Dios y la creación, el Catolicismo ha sostenido siempre el vínculo armonioso entre el orden natural y el sobrenatural de la existencia.
El proverbio teológico del Doctor Angélico «la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona» (S.Th., Ia, q.l a.8, ad 2) esclarece el problema de las relaciones entre la Iglesia y la sociedad política, entre la historia del Reino de Dios y la historia profana. La sociedad humana recibe de la Gracia luz y vigor para desplegar sus actividades específicas.
Finalmente estimamos necesario recordar que el concepto cristiano de lo profano se funda en la distinción determinante entre la criatura y el Creador.
Caracterizado en sus rasgos esenciales el proceso de secularización, corresponde volver ahora al otro término de la relación, esto es, al secularismo. ¿En qué consiste? ¿Cómo surge? ¿Qué busca? ¿Bajo qué formas se nos manifiesta y actúa?
Las dos primeras acepciones ya ofrecidas al término secularización nos permiten entrever en qué consiste el secularismo.
La posición de los teólogos de la secularización depende de la teología dialéctica de Barth, en cuanto reafirmación y radicalización del pensamiento de Lutero. Aquella postura resulta inconcebible sin la filosofía de Hegel, Feuerbach y Marx [9]. Incluidos los matices que cada uno de ellos incorpora a la teología secular, todos dependen de una visión sustentada en las ideas básicas de las dos primeras acepciones. Es decir, la secularización se despliega según un ritmo de progresiva orientación inmanentista, mundanizante y finalmente atea. En síntesis, el punto central de la tesis de estos teólogos podría expresarse del modo que sigue: «si bien la secularización en cuanto experiencia psicológica y sociológica de la pura profanidad y limitación de la existencia humana puede derivar hacia el secularismo, hacia una filosofía totalitaria por la que el hombre se centra absolutamente hacia sí mismo negando a Dios [...], nada impide que por el contrario opte por El y se proclame creyente» [10].
Esa apreciación, en el fondo común a todos estos teólogos, nos sirve para exponer nuestra propia visión del fenómeno secularista.
Todos ellos anticipan en cierta medida nuestra propia respuesta sobre los rasgos característicos del secularismo y su nexo con la secularización. En efecto, no se trata sólo de que la secularización pueda derivar hacia el secularismo, sino que de hecho nos ha tocado y nos toca vivir la experiencia histórica de fines de siglo de un hombre que ha perdido la memoria de su origen y destino. Su gran olvido no es el «olvido del ser», sino «el olvido de Dios» [11]. «En la cultura de Occidente, en este final de siglo persiste todavía “un eclipse de Dios”, y por ello hay menos luz...». «No es lícito pasar de largo ante un fenómeno cultural de esta índole» [12].
Ahora podemos anticipar que el secularismo expresa la culminación de un proceso que nace en el centro mismo de esa misteriosa totalidad histórica y social que lo expresa al hombre en su existencia temporal: la cultura.
La secularización y el secularismo son realidades que no sólo afectan, sino que se gestan y despliegan en el seno de una cultura. Y como nuestra existencia social e histórica se inscribe en el campo de la cultura cristiana, para terminar de apreciar cabalmente al secularismo debemos volver a la reflexión sobre la cultura e individualizar allí en nuestra cultura latino-cristiana-occidental la génesis, desarrollo y culminación del proceso de secularización y su desenlace final: el secularismo.
Para comenzar, convengamos en que la cultura es una manifestación histórica de la naturaleza social del hombre. Es un hecho social, ya que la búsqueda del «bien vivir» impulsa al hombre a una actividad tendiente a alcanzarlo. En el despliegue de esa búsqueda engendra los elementos socio-culturales que le permiten acceder a dicho fin. En ella está comprometido el hombre en su integridad. Nada suyo escapa a esa inserción en el complejo ético social de la cultura [13].
El ser humano como persona, connota la politicidad y la historicidad. Siempre es el hombre resultado de un esfuerzo cultural histórico cuya estructura anímico-espiritual depende de numerosos estímulos difíciles de analizar.
Ch. Dawson nos propone la siguiente definición de cultura: «una cultura social es una forma de vida organizada que se basa en una tradición común y está condicionada por un ambiente común y normalmente incluye un número de unidades sociales independientes [...]. La cultura es, pues, la forma de la sociedad», ya que «la sociedad sin cultura es una sociedad informe» [14]. Prosiguiendo su discurso, sostiene que «una cultura es una comunidad espiritual que debe su unidad a creencias y modos de pensar comunes [...]. Desde el comienzo el hombre ha considerado siempre su vida y la de la sociedad en íntima dependencia con respecto a fuerzas que están más allá de su propio control» [15].
Refiriéndose al secularismo, afirma: «el hombre moderno que vive en una sociedad muy secularizada tiende a imaginar esta concepción común de la vida como algo puramente secular sin conexión necesaria con las creencias religiosas. La completa secularización de la vida social es un fenómeno relativamente moderno y anómalo, porque la religión ha sido siempre la gran fuerza central unificadora de la cultura [...]» [16].
Por lo que hace al vínculo entre la religión y la cultura, nos parece oportuno efectuar algunas advertencias:
1.°) La complejidad temática de la realidad cultural requiere integrar diversas perspectivas formales para alcanzar la máxima comprensión posible de ese colosal «Individuum Magnum» que es cada cultura.
2.°) Se debe revalorizar el análisis de la cultura latina y de la paideia griega, basado en una sólida y penetrante labor filológica. Este paso resulta imprescindible en orden a captar en su más profundo sentido la naturaleza propia del culto y la cultura cristiana.
Entre otras cuestiones, ha quedado planteada en el seno del paradigma helénico la relación entre «antigüedad» y «modernidad»: así como Protágoras encarna la imagen original del humanismo moderno y su cadencia ateizante, Platón representa el humanismo de la tradición que reconoce la presencia de lo divino en el hombre [17].
En relación con este problema, A. Del Noce destaca que «la oposición entre pensamiento bíblico y pensamiento griego es el primer paso en que se reconoce el punto de unión entre el modernismo de los primeros años de nuestro siglo y el actual» [18].
3.º) Cuando el enfoque de la problemática cultural es de índole filosófico y/o teológico se deben tener presentes todos estos datos para evitar toda formulación de naturaleza abstractista que tiende a pasar por alto los requerimientos inherentes a las formas simbólicas del conocimiento. De no ser así, la cultura queda seriamente expuesta a la incomprensión de su real consistencia histórica.
Para comprender en su cabal sentido la cuestión que nos ocupa, es necesario recordar que existen dos principios acerca de la cultura, en estrecha relación. El primero nos enseña que no hay cultura sin religión; el segundo, que es en realidad una reafirmación del primero, nos dice que no sólo no existe en toda la historia una sola cultura sin religión sino que en todas y cada una de las que han existido, la religión constituye su núcleo generador, unificante y orientador.
De lo dicho se desprende que la cultura surge en un ámbito impregnado de misterio. Es tan misteriosa y enigmática como lo es su agente y sujeto activo: el hombre. A la vez, en cuanto núcleo de la cultura, la religión cumple respecto la misma una doble misión:
1.°) Actúa de aglutinante, de unificador de los diversos elementos y circunstancias que conforman una cultura.
2.º) Señala un rumbo que orienta esa existencia comunitaria e histórica, y modula los pliegues más recónditos y secretos que contienen los designios de un destino común.
En una presencia activa y simultánea, la religión en cuanto núcleo de la totalidad sustenta al conjunto vivo de sus miembros y promueve la vigencia de un ritmo que de modo constante y continuo articula a cada una de las partes en el todo. Esto es lo que sustancialmente causa la unidad de la cultura. De ahí que los miembros pertenecientes a un orbe de cultura común muestren, más allá de sus diferencias singulares, un aire de familia que les viene de la pertenencia a ese todo.
Pero tarde o temprano la finitud humana hace sentir la experiencia del límite. Es entonces cuando ese conjunto vivo comienza un proceso de desarticulación y decadencia. No hay cultura que no lo experimente por grandes que sean sus logros en los diversos órdenes de la existencia histórica.
¿Cuándo, cómo y por qué se produce esa crisis? Cuando el núcleo comienza gradualmente a dejar de serlo nos encontramos con que en lugar del aglutinamiento y la articulación orgánica se produce la fragmentación autonomista de las partes. Estas últimas no sólo pierden unidad sino que cada una reivindica para sí la cualidad propia del todo originario.
Simultáneamente con esta fragmentación comienza a declinar la potencia orientadora del núcleo religioso, el que desde la experiencia central del culto imprime estilo y dirección a cada parte y aspecto de la cultura. Se produce en forma creciente un distanciamiento entre esas actividades y el núcleo, dando lugar a un repliegue intramundano.
Estos dos movimientos indicados se tornan más visibles para nosotros, en cuanto miembros de la cultura latino-cristiana occidental, ya que vivimos en su etapa de creciente decadencia. De ahí que las tendencias autonomistas y secularizantes se expandan e intensifiquen.
Ciñéndonos al ámbito de nuestra propia existencia cultural, podemos afirmar que en sus lineamientos esenciales tal proceso se cumple del modo siguiente: «La estructura medieval del mundo, al igual que la actitud humana y cultural que ella implica, empiezan a descomponerse en el siglo XIV. El proceso se realiza a lo largo de los siglos XV y XVI y en el XVII cristaliza en una imagen claramente definida» [19].
Estimamos imprescindible destacar la peculiaridad del cristianismo y la Iglesia en cuanto núcleos configuradores de cultura. Existe una suerte de esencial paradoja del cristianismo al respecto: mientras más penetra en la trama histórica actuando como núcleo configurante de un «orden cristiano de la existencia», al mismo tiempo en su esencia y sentido religioso apunta hacia la eternidad, hacia la constitución de un reino escatológico de bienaventuranza. Esta doble composición de la existencia cristiana le confiere una fuerte tensión entre uno y otro fin, el del César y el de Dios [20].
Reconocido ese rasgo propio de la cultura cristiana, lo cierto es que a partir de la modernidad se inicia un proceso de secularización en el sentido que hemos señalado anteriormente. No se trata de adherir a una visión de tipo fatalista que considere este proceso como irreversible. Sin embargo, el examen objetivo del acontecer histórico muestra el avance cualitativo de tal proceso en su línea propia.
Apoyado en diversas fórmulas ideológicas y programáticas nos encontramos con el dato concreto de un mundo secularista. Ha forjado sus ideas fundamentales a lo largo de la modernidad, las ha perfeccionado en el pensamiento del siglo pasado y ahora alcanza su culminación en la impiedad y el ateísmo constitutivos de la civilización tecnológica o sociedad del bienestar.
Nos hemos limitado a indicar algunos de los rasgos del secularismo como culminación del proceso secularizante. Consiste básicamente en el intento de establecer un orden de la existencia completamente autónomo y prescindente de Dios, la realización de un mundo adulto que se las puede arreglar sin apelar a la «hipótesis» Dios: etsi Deus non daretur [21].
La mayor parte de las ideas secularistas nace de realidades y verdades cristianas, despojadas de su significación religiosa originaria y reemplazadas por sucedáneos puramente mundanos.
Se cumple a través de todo esto lo que el Padre G. Cottier, O. P, denomina la ley de la caricatura y el mimetismo. De ahí, por ejemplo, que la teoría del Estado hegeliana encierre una «eclesiología».
La secularización y el secularismo crecen en su línea propia cuanto más semejante es la caricatura con relación a su original cristiano. El impulso fundamental de ese movimiento surge de una inmanentización del «eschaton» cristiano y de una anulación de la religión por vía de transformación, según la fórmula sansimoniana.
Su pensamiento sustancial se funda en un redescubrimiento del iluminismo, tomando nociones fundamentales del hegelianismo, del positivismo y el marxismo. En este sentido, la expresión más acabada de tal neoiluminismo lo constituye la sociedad del bienestar. A. Del Noce nos ha legado imágenes acerca de la bases, la constitución y el sentido del mundo secularizado que resultan casi insustituibles: «la sociedad del bienestar ha conseguido un nivel de impiedad más elevado que el marxismo... ya que es la única en la historia del mundo que no tiene su origen en una religión, aunque paradójicamente esta religión es la marxista» [22].
De ahí nuestra insistencia sobre la orientación teologizante del secularismo. No se trata de negar frontalmente la religión, sino de anularla asimilándola [23].
Del Noce ha puesto en claro la relación necesaria entre la teología de Bonhoffer y la posibilidad de una aceptación de ese «cristianismo arreligioso» por parte del neomarxista E. Bloch, autor de las nociones de «esperanza mundana» y de un «Reino de Dios sin Dios».
Una de las más egregias inteligencias católicas del siglo XX, V. E. F. von Gebsattel, ha efectuado uno de los análisis más luminosos sobre la crisis de la modernidad y el secularismo contemporáneos. A partir de su experiencia clínica y apoyado en su sapiencia filosófica y teológica nos dice: «cuando para un hombre ha perdido su sentido la existencia, la necesidad que padece es la mayor que pueda darse. Esa necesidad es por definición religiosa, porque la fuente del sentido de la existencia y de la vida es lo religioso y, hablando en concreto, el cristianismo» [24].
La lectura y meditación de su libro nos ayudarían no sólo a comprender mejor sino también a vivir el profundo sentido de aquellas palabras de Juan Pablo II, cuando afirma: «el desafío del secularismo en el umbral del tercer milenio es un desafío antropológico» [25].
Notas:
[1] Nos referimos a las obras de: ILLANES MAESTRE, J. L.: Cristianismo, historia, mundo: Pamplona, EUNSA, 1973 y G. Morra: Dio senza Dio, Bologna, Patron, 1970.
[2] El término «antigüedad tardía», que caracteriza a toda una época histórica de la cultura cristiana, lo tomamos literalmente de H. I. MARROU: ¿Decadencia romana o antigüedad tardía?, Madrid, Rialp, 1980.
[3] MORRA, G.: Op. cit., p. 352.
[4] ILLANES MAESTRE, J. L.: Op. cit., p. 24.
[5] Id., p. 25.
[6] Id., ibid.
[7] FUEYO ÁLVAREZ, J.: La mentalidad moderna, Madrid, I.E.P., 1967, Cap. 1.
[8] ILLANES MAESTRE, J. L.: Op. cit., id.
[9] FABRO, CORNELIO: Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid, Rialp, 1977, Cap. 6.
[10] ILLANES MAESTRE, J. L.: Op. cit., p. 32.
[11] LOBATO, ABELARDO, O. P: «La religiosidad de Occidente en este final del siglo XX», en Espíritu, Año XLV, n.º 113, 1996, p. 6.
[12] Id., ibid.
[13] CALDERÓN BOUCHET, R.: «La decadencia de la ciudad antigua», Boletín de Estudios Políticos, n.º 11, pp. 75-83, UNC, Mendoza, 1961.
[14] DAWSON, CH.: Religión y cultura, Bs. As., Sudamericana, 1953, pp. 59-61.
[15] Id., ibid.
[16] Id., ibid.
[17] DISANDRO, CARLOS: Las fuentes de la cultura, La Plata, Hostería Volante, 1965, pp. 42-48.
[18] DEL NOCE, AUGUSTO: L'epoca della secolarizzazione, Milano, Giuffre, 1970, p. 63. Una consideración similar encontramos en su obra magna Il problema dell'ateismo, Bologna, Il Mulino, 1990, 4.ª ed., pp. 354-355, donde pone de relieve la forma de antítesis que el ateísmo se ve obligado a establecer entre pensamiento griego y pensamiento cristiano.
[19] GUARDINI, R.: El ocaso de la Edad Moderna, Madrid, Guadarrama, 1963, p. 51.
[20] En un sentido de complementariedad han expuesto la cuestión: COTTIER, G. M. M.: El cristianismo y la historia, Madrid, Palabra, 1969, y MARROU, H. I.: Teología de la historia, Madrid, Rialp, 1978.
[21] [Nota del Centro Pieper: significa algo así «como si Dios no existiese»]
[22] DEL NOCE, A.: L'epoca…, p. 44.
[23] MORRA, G.: Marxismo y religión, Madrid, Rialp, 1979. Ver allí la referencia a la crítica de Kierkegaard y Rosmini al «cristianismo» de Hegel.
[24] VON GEBSATTEL, V. E. F.: La comprensión del hombre desde una perspectiva cristiana, Madrid, Rialp, 1966, p. 94.
[25] JUAN PABLO II: «El desafío del secularismo y el futuro de la fe», Roma, 2/12/1995.
Fuente: LOBATO, ABELARDO, O.P. (Dir), Actas del IV Congreso Internacional de la S.I.T.A., CajaSur Publicaciones, España 1999, págs. 1647-1654.
Me alegra enormemente ver repropuesta a muchos la tesis del Prof. Rodolfo Mendoza a quien le guardo entrañable gratitud por la amistad que me brindó siempre y por haberme animado en mis trabajos de escritor, especialmente por haberme impulsado a emprender y culminar el informe "Teologías deicidas" sobre los errores modernos en la obra del jesuita uruguayo Juan Luis Segundo. Si su impulso nunca la hubiera emprendido. Muchas veces me recibió en su apartamento de la Avenida Santa Fe. Fue un carismático de la amistad, comunicando a las personas entre sí y estableciendo vínculos entre ellas. Nos visitó en Montevideo y nos brindó sus conferencias magistrales y sobre todo los destellos de su bonhomía y de su nobleza de alma. Me conmueve verlo recordado por ti, querido Cristian.
ResponderEliminarQueridísimo Padre Horacio:
ResponderEliminar¡Gracias por su comentario y por el recuerdo del amigo Rodolfo Mendoza!
En nuestra ciudad de Mar del Plata también hizo mucho bien.
Sin dudas Rodolfo era un hombre que conectaba personas y establecía vínculos. Y sobresalía en él un gran amor a la sabiduría.
Además, fue el primer Profesor de la primera Conferencia del primer Curso organizado por el Centro Pieper en el año 2007.
¡Vaya este post a modo de homenaje y gratitud hacia su persona!
Nuevamente gracias Padre por sus palabras.
Cristian
Coincido con el querido Padre Bojorge. Una inspirada idea haber publicado este texto valioso en sí mismo y, además, un justo y merecido homenaje a su autor, el inolvidable amigo Rodolfo.
ResponderEliminarSobresaliente por profesor..... nos previno (1990) de todo lo que esta ocurriendo hoy
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