Introducción
Jean Paul Sartre
Material de lectura obligatoria para la tercera Clase Magistral del Curso sobre Historia del Pensamiento Contemporáneo.
En busca del Ser
I. La idea de fenómeno
El pensamiento moderno ha realizado un progreso considerable al reducir lo existente a la serie de las apariciones que lo manifiestan. Se apuntaba con ello a suprimir cierto número de dualismos que causaban embarazo a la filosofía, y a reemplazarlos por el monismo del fenómeno. ¿Se ha logrado hacerlo?.
Cierto es que se ha eliminado en primer lugar ese dualismo que opone en lo existente lo interior a lo exterior. Ya no hay un exterior de lo existente, si se entiende por ello una piel superficial que disimularía a la mirada la verdadera naturaleza del objeto. Y esta verdadera naturaleza, a su vez, si ha de ser la realidad secreta de la cosa, que puede ser presentida o supuesta pero jamás alcanzada porque es «interior» al objeto considerado, tampoco existe. Las apariciones que manifiestan lo existente no son ni interiores ni exteriores: son equivalentes entre si, y remiten todas a otras apariciones, sin que ninguna de ellas sea privilegiada. La fuerza, por ejemplo, no es un conato metafísico y de especie desconocida que se enmascararía tras sus efectos (aceleraciones, desviaciones, etc.); no es sino el conjunto de estos efectos. Análogamente la corriente eléctrica no tiene un reverso secreto: no es sino el conjunto de las acciones físico-químicas (eléctricas, incandescencia de un filamento de carbono, desplazamiento de la aguja del galvanómetro, etc.) que la manifiestan. Ninguna de estas acciones basta para revelarla. Pero tampoco apunta hacia algo que esté demís de ella, sino que apunta hacia sí misma y hacia la serie total. Se sigue de ello, evidentemente, que el dualismo del ser y el aparecer tampoco puede encontrar derecho de ciudadanía en el campo filosófico. La apariencia remite a la serie total de las apariencias y no a una realidad oculta que habría drenado para si todo el ser de lo existente. Y la apariencia, por su parte, no es una manifestación inconsistente de ese ser. Mientras ha podido creerse en las realidades nouménicas, la apariencia se ha presentado como algo puramente negativo. Era «lo que no es el ser»; no tenia otro ser que el de la ilusión y el error. Pero este mismo ser era un ser prestado; consistía en una falsa apariencia, y la máxima dificultad que podía encontrarse era la de mantener con suficiente cohesión y existencia a la apariencia para que no se reabsorbiera por si misma en el seno del ser no-fenoménico. Pero, si nos hemos desprendido de una vez de lo que Nietzsche llamaba «la ilusión de los trasmundos», y si ya no creemos en el ser-por-detrás-de-la-aparición esta se torna, al contrario, plena positividad, y su esencia es un «parecer» que no se opone ya al ser, sino que, al contrario, es su medida. Pues el ser de un existente es, precisamente, lo que parece. Así llegamos a la idea de fenómeno, tal como puede encontrarse, por ejemplo, en la «fenomenología» de Husserl o de Heidegger: el fenómeno o lo relativo-absoluto. Relativo sigue siendo el fenómeno, pues el «aparecer» supone por esencia alguien a quien aparecer. Pero no tiene la doble relatividad de la Erscheinung kantiana. El fenómeno no indica, como apuntando por sobre su hombro, un ser verdadero que tendría, él sí, carácter de absoluto. Lo que el fenómeno es, lo es absolutamente, pues se devela como es. El fenómeno puede ser estudiado y descrito en tanto que tal pues es totalmente indicativo de sí mismo.
Al mismo tiempo cae la dualidad de la potencia y el acto. Todo esta en acto. Tras el acto no hay ni potencia, ni «exis», ni virtud. Nos negaremos, por ejemplo a entender por «genio» -en el sentido en que se dice de Proust que «tenia genio» o que «era» un genio- una potencia singular de producir ciertas obras, potencia que no se agotaría precisamente en la producción de las mismas. El genio de Proust no es ni la obra considerada aisladamente ni el poder subjetivo de producirla: es la obra considerada como el conjunto de las manifestaciones de la persona. Por eso, en fin, podemos rechazar igualmente el dualismo de la apariencia y la esencia. La apariencia no oculta la esencia, sino que la revela: es la esencia.
La esencia de un existente no es ya una virtud enraizada en la profundidad de ese existente: es la ley manifiesta que preside a la sucesión de sus apariciones, es la razón de la serie.
Al nominalismo de Poincairé, que definía una realidad física (la corriente eléctrica, por ejemplo) como la suma de sus diversas manifestaciones, Duhem oponía con razón su propia teoría, según la cual el concepto es la unidad sintética de esas manifestaciones. Y, por cierto, la fenomenología nada es menos que un nominalismo. Pero, en definitiva, la esencia como razón de la serie no es sino el nexo de las apariciones, es decir, es ella misma una aparición. Esto explica que pueda haber una intuición de las esencias (la Wesenschau de Husserl, por ejemplo). Así, el ser fenoménico se manifiesta, manifiesta su esencia tanto como su existencia, y no es sino la serie bien conexa de sus manifestaciones.
¿Quiere ello decir que, al reducir lo existente a sus manifestaciones, hemos logrado suprimir todos los dualismos?. Mas bien, parece que los hayamos convertido todos en un dualismo nuevo: el de lo infinito y lo finito. En efecto, lo existente no puede reducirse a una serie finita de manifestaciones, puesto que cada una de ellas es una relación a un sujeto en perpetuo cambio. Aún si un objeto se revelara a través de una sola «abschattung», el solo hecho de ser sujeto implica la posibilidad de multiplicar los puntos de vista sobre esa «abschattung». Esto basta para multiplicar al infinito la «abschattung» considerada. Además, si la serie de apariciones fuese finita, ello significaría que las primeras que aparecieron no tienen posibilidad de reaparecer, lo que es absurdo, o bien que pueden darse todas a la vez, lo que es mas absurdo todavía. En efecto, bien comprendemos que nuestra teoría del fenómeno ha reemplazado la realidad de la cosa por la objetividad del fenómeno, y que ha fundado esta objetividad sobre un recurso al infinito. La realidad de esta taza consiste en que esta ahí y en que ella no es yo. Traduciremos esto diciendo que la serie de sus apariciones esta vinculada por una razón que no depende de mi gusto y gana. Pero la aparición, reducida a si misma y sin recurrir a la serie de que forma parte, no sería más que una plenitud intuitiva y subjetiva: la manera en que el sujeto es afectado. Si el fenómeno ha de revelarse trascendente, es necesario que el sujeto mismo trascienda la aparición hacia la serie total de la cual ella es un miembro. Es necesario que capte el rojo a través de su impresión de rojo. El rojo, es decir, la razón de la serie; la corriente eléctrica a través de la electrolisis, etc. Pero, si la trascendencia del objeto se funda sobre la necesidad que tiene la aparición de hacerse trascender siempre, resulta que un objeto pone, por principio, como infinita la serie de sus apariciones.
Así, la aparición que es finita, se indica a sí mísma en su finitud, pero exige a la vez, para ser captada como aparición-de-lo-que-aparece, ser trascendencia hacia el infinito. Esta oposición nueva, la de «lo infinito y lo finito», o, mejor, de «lo infinito en lo finito», reemplaza el dualismo del ser y el aparecer: lo que aparece, en efecto, es solo un aspecto del objeto, y el objeto esta íntegramente en ese aspecto e íntegramente fuera de él. Íntegramente dentro en cuanto se manifiesta en ese aspecto: se indica a si mismo como la estructura de la aparición, que es a la vez la razón de la serie. Íntegramente fuera, pues la serie misma no aparecerá jamás ni puede aparecer. Así, el «afuera» se opone nuevamente al «adentro», y el ser-que-no-aparece, a la aparición. Análogamente, una cierta «potencia» torna a habitar el fenómeno y le confiere su trascendencia misma: la potencia de ser desarrollado en una serie de apariciones reales o posibles. El genio de Proust, aún reducido a las obras producidas, no por eso deja de equivaler a la infinitud de los puntos de vista posibles que pudieran adoptarse sobre esa obra, y esto se llamará la «inagotabilidad» de la obra proustiana. Pero tal inagotabilidad, que implica una trascendencia y un recurso al infinito, ¿no es acaso una «exis», en el momento mismo en que la capta en el objeto?. Por último, la esencia esta totalmente escindida del aspecto individual que la manifiesta, pues, por principio la esencia es lo que debe poder ser manifestado en una serie de manifestaciones individuales.
Al reemplazar así una diversidad de oposiciones por un dualismo único que las fundamenta, ¿hemos ganado o perdido?. Pronto lo veremos. De momento, la primera consecuencia de la «teoría del fenómeno» es que la aparición no remite al ser como el fenómeno kantiano al noúmeno. Puesto que ella no tiene nada detrás y no es indicativa sino de sí misma (y de la serie total de las apariciones), no puede estar soportada por otro ser que el suyo propio; no podría consistir en la tenue película de nada que separa al ser sujeto del ser-absoluto. Si la esencia de la aparición es un aparecer que no se opone a ningún ser, hay ahí un legitimo problema: el del ser de ese aparecer. Este problema nos ocupara aquí y será el punto de partida de nuestras investigaciones sobre el ser y la nada.
II. El fenómeno de ser y el ser del fenómeno
La aparición no esta sostenida por ningún existente diferente de ella: tiene su ser propio. El ser primero que encontramos en nuestras investigaciones ontológicas es, pues, el ser de la aparición. ¿Es el mismo una aparición? De primer intento, así lo parece. El fenómeno es lo que se manifiesta y el ser se manifiesta a todos de alguna manera, puesto que podemos hablar de el y de el tenemos cierta comprensión. Así, debe haber un fenómeno de ser, una aparición de ser, descriptible como tal. El ser nos será develado por algunos medios de acceso inmediato: el hastío, la náusea, etc.; y la ontología será la descripción del fenómeno de ser tal como se manifiesta, es decir, sin intermediario. Empero, conviene plantear a toda ontología una cuestión previa: el fenómeno de ser, así alcanzado, ¿es idéntico al ser de los fenómenos?. Es decir: el ser que se me devela y me aparece, ¿es de la misma naturaleza que el ser de los existentes que me aparecen?. Parecería no haber dificultad: Husserl ha mostrado como siempre es posible una reducción eidética, es decir, como se puede siempre ir mas allá del fenómeno concreto hacia su esencia; y para Heidegger la «realidad humana» es óntico-ontológica, es decir, puede siempre trascender el fenómeno hacia su ser. Pero el tránsito del objeto singular a la esencia es tránsito de lo homogéneo a lo homogéneo. ¿Ocurre lo mismo con el transito de lo existente al fenómeno de ser? Trascender lo existente hacia el fenómeno de ser ¿es, verdaderamente, sobrepasarlo hacia su ser, como se sobrepasa el rojo particular hacia su esencia?. Veámoslo mas despacio.
En un objeto singular pueden siempre distinguirse cualidades, como el color, el olor, etc. Y, a partir de ellas, siempre puede identificarse una esencia implicada por ellas, como el signo implica la significación. El conjunto «objeto-esencia» constituye un todo organizado: la esencia no está en el objeto, sino que es el sentido del objeto, la razón de la serie de apariciones que lo develan. Pero el ser no es ni una cualidad del objeto captable entre otras, ni un sentido del objeto. El objeto no remite al ser como a una significación: sería imposible, por ejemplo, definir el ser como una presencia, puesto que la ausencia devela también al ser, ya que no estar ahí es también ser. El objeto no posee el ser, y su existencia no es una participación en el ser, ni ningún otro género de relación. Decir es, es la única manera de definir su manera de ser; pues el objeto no enmascara al ser, pero tampoco lo devela. No lo enmascara, pues seria vano tratar de apartar ciertas cualidades de lo existente para encontrar al ser detrás de ellas: el ser es el ser de todas por igual. No lo devela, pues sería vano dirigirse al objeto para aprehender su ser. Lo existente es fenómeno, es decir que se designa a sí mismo como conjunto organizado de cualidades. Designa a sí mismo, y no a su ser. El ser es simplemente la condición de todo develamiento: es ser-para-develar y no ser develado. ¿Que significa, entonces, ir mas allá hacia lo ontológico, de que habla Heidegger?. Con toda seguridad, puedo ir mas allá de esta mesa o esta silla hacia su ser y formular la pregunta por el ser-mesa o el ser-silla. Pero, en este instante, desvió los ojos de la mesa-fenómeno para encarar el ser-fenómeno, que no es ya la condición de todo develamiento, sino que es él mismo algo develado, una aparición; y que, como tal, tiene a su vez necesidad de un ser fundándose en el cual pueda develarse.
Si el ser de los fenómenos no se resuelve en un fenómeno de ser, y si, con todo, no podemos decir nada sobre el ser sino consultando a ese fenómeno de ser, debe establecerse ante todo la relación exacta que une el fenómeno de ser con el ser del fenómeno. Podremos hacerlo mas fácilmente si consideramos que el conjunto de las precedentes observaciones ha sido directamente inspirado por la intuición que revela el fenómeno de ser. Considerando no el ser como condición del develamiento, sino el ser como aparición que puede ser fijada en conceptos, hemos comprendido ante todo que el conocimiento no podía por si solo dar razón del ser; es decir, que el ser del fenómeno no podía reducirse al fenómeno de ser. En una palabra, el fenómeno de ser es «ontológico», en el sentido en que se llama ontológica a la prueba de San Anselmo y de Descartes; es un requerimiento de ser; elige, en tanto que fenómeno, un fundamento transfenoménico.
El fenómeno de ser exige la transfenomenalidad del ser. Esto no significa que el ser se encuentre escondido tras los fenómenos (hemos visto que el fenómeno no puede enmascarar el ser), ni que el fenómeno sea una apariencia que remite a un ser distinto (pues el fenómeno es en tanto que apariencia, es decir, se indica a si mismo sobre el fundamento del ser). Lo que las precedentes consideraciones implican es que el ser del fenómeno, aunque coextensivo al fenómeno, debe escapar a la condición fenoménica -que consiste en que algo no existe sino en cuanto se revela-; y que, en consecuencia, desborda y funda el conocimiento que de él se tiene.
III. El cogito «prerreflexivo» y el ser del «percipere»
Quizá se incurra en la tentación de responder que las dificultades antes mencionadas dependen todas de cierta concepción del ser, de una forma de realismo ontológico enteramente incompatible con la noción misma de aparición. Lo que mide el ser de la aparición es, en efecto, el hecho de que ella aparece. Y, puesto que hemos limitado la realidad al fenómeno, podemos decir del fenómeno que es tal como aparece. ¿Por qué no llevar la idea hasta su límite, diciendo que el ser de la aparición es su aparecer?. Esto es, simplemente, una manera de elegir palabras nuevas para revestir el viejo “esse est percipi” de Berkeley. En efecto, es lo que hace Husserl cuando, tras efectuar la reducción fenomenológica, considera al noema como irreal y declara que su esse es un percipi. No parece que la célebre fórmula de Berkeley pueda satisfacernos. Y ello por dos razones esenciales, la una referente a la naturaleza del percipi y la otra a la del percipere.
Naturaleza del «percipere» - Si toda metafísica, en efecto, supone una teoría del conocimiento, también toda teoría del conocimiento supone una metafísica. Esto significa, entre otras cosas, que un idealismo empeñado en reducir el ser al conocimiento que de él se tiene debería asegurar previamente, de alguna manera, el ser del conocimiento. Si se comienza, al contrario, por poner al conocimiento como algo dado, sin preocuparse de fundar su ser, y si se afirma en seguida que «esse est percipi», la totalidad «percepcion-percibido», al no estar sostenida por un sólido ser, se derrumba en la nada. Así, el ser del conocimiento no puede ser medido por el conocimiento: escapa al «percipi». Y así, el ser-fundamento del percipere y del percipi debe escapar al percipi, debe ser transfenoménico. Volvemos a nuestro punto de partida. Empero, puede concedérsenos que el percipi remita a un ser que escapa a las leyes de la aparición, pero sosteniendo a la vez que ese ser transfenoménico es el ser del sujeto. Así, el percipi remitirla al percipiens: lo conocido al conocimiento, y este al ser cognoscente en tanto que es, no en tanto que es conocido; es decir, a la conciencia. Es lo que ha comprendido Husserl, pues si el noema es para él un correlato irreal de la noesis, que tiene por ley ontológica el percipi, la noesis, al contrario, le aparece como la realidad, cuya principal característica es darse, a la reflexión que la conoce, como habiendo estado ya ahí antes. Pues la ley de ser del sujeto cognoscente es ser-consciente. La conciencia no es un modo particular de conocimiento, llamado sentido interno o conocimiento de si: es la dimensión de ser transfenoménica del sujeto.
Trataremos de comprender mejor esta dimensión de ser. Decíamos que la conciencia es el ser cognoscente en tanto que es y no en tanto que conocido. Esto significa que conviene abandonar la primacía del conocimiento si queremos fundar el conocimiento mismo. Sin duda, la conciencia puede conocer y conocerse. Pero, en sí misma, es otra cosa que un conocimiento vuelto sobre si.
Toda conciencia, como lo ha demostrado Husserl, es conciencia de algo. Esto significa que no hay conciencia que no sea posición de un objeto trascendente, o, si se prefiere, que la conciencia no tiene «contenido». Es preciso renunciar a esos «datos» neutros que, según el sistema de referencia escogido, podrían constituirse en «mundo» o, en «lo psíquico». Una mesa no esta en la conciencia, ni aún a título de representación. Una mesa está en el espacio, junto a la ventana, etc. La existencia de la mesa, en efecto, es un centro de opacidad para la conciencia; sería menester un proceso infinito para inventariar el contenido total de una cosa. Introducir esta opacidad en la conciencia sería llevar al infinito el inventario que la conciencia puede hacer de sí misma, convertirla en una cosa y rechazar el cogito. El primer paso de una filosofía ha de ser, pues, expulsar las cosas de la conciencia y restablecer la verdadera relación entre esta y el mundo, a saber, la conciencia como conciencia posicional del mundo. Toda conciencia es posicional en cuanto que se trasciende para alcanzar un objeto, y se agota en esa posición misma: todo cuanto hay de intención en mi conciencia actual está dirigido hacia el exterior, hacia la mesa; todas mis actividades judicativas o prácticas, toda mi afectividad del momento, se trascienden, apuntan a la mesa y en ella se absorben. No toda conciencia es conocimiento (hay conciencias afectivas, por ejemplo), pero toda conciencia cognoscente no puede ser conocimiento sino de su objeto.
Con todo, la condición necesaria y suficiente para que una conciencia cognoscente sea conocimiento de su objeto es que sea conciencia de si misma como siendo ese conocimiento. Es una condición necesaria: si mi conciencia no fuera conciencia de ser conciencia de mesa, seria conciencia de esa mesa sin tener conciencia de serlo, o, si se prefiere, una conciencia ignorante de sí misma, una conciencia inconsciente, lo que es absurdo. Es una condición suficiente: basta con que tenga yo conciencia de tener conciencia de esta mesa para que tenga efectivamente conciencia de ella. Esto no basta, por cierto, para permitirme afirmar que esta mesa existe en si, pero si que existe para mi.
¿Que será esta conciencia de conciencia?. Padecemos a tal punto la ilusión de la primacía del conocimiento, que estamos prontos a hacer de la conciencia de conciencia una idea ideae a la manera de Spinoza, es decir, un conocimiento de conocimiento. Alain, para expresar la evidencia de que «saber es tener conciencia de saber», la tradujo en estos términos: «saber es saber que se sabe». Así habremos definido la reflexión o sea la conciencia posicional de la conciencia o, mejor aún, el conocimiento de la conciencia. Sería una conciencia completa y dirigida hacia algo que no es ella, es decir, hacia la conciencia refleja. Se trascendería, pues; y, como la conciencia posicional del mundo, se agotaría en el apuntar a su objeto. Solo que este objeto sería a su vez una conciencia.
No parece que podamos aceptar esta interpretación de la conciencia de conciencia. La reducción de la conciencia al conocimiento, en efecto, implica introducir en la conciencia la dualidad sujeto-objeto, típica del conocimiento. Pero, si aceptamos la ley del par cognoscente-conocido, será necesario un tercer término para que el cognoscente se torne conocido a su vez, y nos encontraremos frente a este dilema: o detenernos en un término cualquiera de la serie conocido-cognoscente conocido por el cognoscente, etc., y entonces la totalidad del fenómeno cae en lo desconocido, es decir, nos tropezamos siempre, como termino último, con una reflexión no consciente de sí, o bien, afirmar la necesidad de una regresión al infinito (idea ideae ideae.... etc.), lo que es absurdo. Así, la necesidad de fundar ontológicamente el conocimiento traería consigo una nueva necesidad: la de fundarlo epistemológicamente. ¿No será que no hay que introducir la ley del par en la conciencia? La conciencia de si no es dualidad. Tiene que ser, si hemos de evitar la regresión al infinito, relación inmediata y no cognitiva de ella consigo misma.
Por otra parte, la conciencia reflexiva pone como su objeto propio la conciencia refleja: en el acto de reflexión, emito juicios sobre la conciencia refleja (me avergüenzo o me enorgullezco de ella, la acepto o la rechazo, etc.). Pero mi conciencia inmediata de percibir no me permite ni juzgar, ni querer, ni avergonzarme. Ella no conoce mi percepción; no la pone: todo cuanto hay de intención en mi conciencia actual esta dirigido hacia el exterior, hacia el mundo. En cambio, esa conciencia espontánea de mi percepción es constitutiva de mi conciencia perceptiva. En otros términos, toda conciencia posicional de objeto es a la vez conciencia no posicional de sí misma. Si cuento los cigarrillos que hay en esta cigarrera, tengo la impresión de descubrir una propiedad objetiva del grupo de cigarrillos: son doce. Esta propiedad aparece a mi conciencia como una propiedad existente en el mundo. Puedo muy bien no tener en absoluto conciencia posicional de contarlos. No me «conozco en cuanto contante». La prueba esta en que los niños capaces de hacer espontáneamente una suma no pueden explicar luego como se las han arreglado: los tests con que Piaget lo ha demostrado constituyen una excelente refutación de la formula de Alain: «saber es saber que se sabe». Y, sin embargo, en el momento en que estos cigarrillos se me develan como doce, tengo una conciencia no-tética de mi actividad aditiva. Si se me interroga, en efecto, si se me pregunta: «¿Qué está usted haciendo?», responderé al instante: «Estoy contando»; y esta respuesta no apunta solamente a la conciencia instantánea que puedo alcanzar por reflexión, sino a las que han transcurrido sin haber sido objeto de reflexión, a las que quedan para siempre como irreflexivas en mi pasado inmediato. Así, la reflexión no tiene primacía de ninguna especie sobre la conciencia refleja: esta no es revelada a sí misma por aquella. Al contrario, la conciencia no-reflexiva hace posible la reflexión: hay un cogito prerreflexivo que es la condición del cogito cartesiano. A la vez, la conciencia no-tética de contar es la condición misma de mi actividad aditiva. Si fuera de otro modo, ¿como podría ser la adición el tema unificador de mis conciencias?. Para que este tema presida a toda una serie de síntesis de unificaciones y recogniciones, es necesario que esté presente ante sí mismo, no como una cosa, sino como una intención operatoria que no puede existir más que como «revelante-revelada», para emplear una expresión de Heidegger. Así, para contar, es menester tener conciencia de contar.
Sin duda, se dirá; pero hay un círculo. Pues ¿no es necesario que contemos de hecho para que podamos tener conciencia de contar?. Es verdad. Empero, no hay círculo; o, si se quiere, la naturaleza misma de la conciencia es existir «en círculo». Lo cual puede expresarse en estos términos: toda existencia consciente existe como conciencia de existir.
Comprendemos ahora por que la conciencia primera de conciencia no es posicional: se identifica con la conciencia de la que es conciencia. Se determina a la vez como conciencia de percibir y como percepción. Las necesidades de la sintaxis nos han obligado hasta ahora a hablar de «conciencia no posicional de sí». Pero no podemos seguir usando esta expresión, en que el «de sí» suscita aún la idea de conocimiento. (En adelante, pondremos entre paréntesis el «de», para indicar que responde solo a una construcción gramatical).
Esta conciencia (de) si no debe ser considerada como una nueva conciencia, sino como el único modo de existencia posible para una conciencia de algo. Así como un objeto extenso esta constreñido a existir según las tres dimensiones, así también una intención, un placer, un dolor no podrían existir sino como conciencia inmediata (de) sí mismos. El ser de la intención no puede ser sino conciencia; de lo contrario, la intención sería cosa en la conciencia. Así, pues, esto no ha de entenderse como si alguna causa exterior (una perturbación orgánica, un impulso inconsciente, otra erlebnlí) pudiera determinar la producción de un acontecimiento psíquico -un placer, por ejemplo-, y este acontecimiento así determinado en su estructura material tuviera, por otra parte, que producirse como conciencia (de) sí. Ello sería hacer de la conciencia no-tética una cualidad de la conciencia posicional (en el sentido en que la percepción, conciencia posicional de esta mesa, tendría por añadidura la cualidad de conciencia (de) si), y recaer así en la ilusión de la primacía teórica del conocimiento. Sería, además, hacer del acontecimiento psíquico una cosa y calificarlo de consciente, como, por ejemplo, pudiera calificarse de rosado este papel secante. El placer no puede distinguirse -ni aún lógicamente- de la conciencia de placer. La conciencia (de) placer es constitutiva del placer, como el modo mismo de su existencia, como la materia de que está hecho y no como una forma que se impondría con posterioridad a una materia hedonista. El placer no puede existir «antes» de la conciencia de placer, ni aún en la forma de virtualidad o de potencia. Un placer en potencia no podría existir sino como conciencia (de) ser en potencia; no hay virtualidades de conciencia sino como conciencia de virtualidades.
Recíprocamente, como lo señalábamos poco antes, ha de evitarse definir el placer por la conciencia que de él tengo. Sería caer en un idealismo de la conciencia que nos devolvería, por rodeos, a la primacía del conocimiento. El placer no debe desvanecerse tras la conciencia que tiene (de) sí mismo; no es una representación, sino un acontecimiento concreto, pleno y absoluto. No es una cualidad de la conciencia (de) sí, en mayor medida que la conciencia (de) sí es una cualidad del placer. Tampoco hay antes una conciencia que recibiría después la afección «placer» a la manera en que se colorea un agua, así como no habría antes un «placer» (inconsciente o psicológico) que recibiría después la cualidad de consciente, a modo de un haz de luz. Hay un ser indivisible, indisoluble; no una sustancia que soportaría sus cualidades como seres de menor grado, sino un ser que es existencia de parte a parte. El placer es el ser de la conciencia (de) si y la conciencia (de) si es la ley de ser del placer. Es lo que muy bien expresa Heidegger cuando escribe (hablando, a decir verdad, del Dasein y no de la conciencia): «El "como" (essentia) de este ser debe, en la medida en que es posible en general hablar de ser concebido a partir de su ser (existentia)». Esto significa que la conciencia no se produce como ejemplar singular de una posibilidad abstracta, sino que, surgiendo en el seno del ser, crea y sostiene su esencia, es decir, la organización sintética de sus posibilidades.
Ello quiere decir, además, que el tipo de ser de la conciencia es a la inversa del que la prueba ontológica nos revela: como la conciencia no es posible antes de ser, sino que su ser es la fuente y condición de toda posibilidad, su existencia implica su esencia. Es lo que expresa felizmente Husserl hablando de su «necesidad de hecho». Para que haya una esencia del placer, es preciso que haya antes el hecho de una conciencia (de) ese placer. Y en vano tratarían de invocarse las pretendidas leyes de la conciencia, cuyo conjunto articulado constituiría la esencia de esta: una ley es un objeto trascendente de conocimiento; puede haber conciencia de ley, pero no ley de la conciencia. Por las mismas razones, es imposible asignar a una conciencia otra motivación que sí misma. Si no, sería preciso concebir que la conciencia, en la medida en que es un efecto, es no consciente (de) sí. Sería menester que, por algún lado, fuera sin ser consciente (de) ser. Caeríamos en la ilusión, harto frecuente, que hace de la conciencia un semiinconsciente o una pasividad. Pero la conciencia es conciencia de parte a parte. No podría, pues, ser limitada sino por si misma.
Esta determinación de la conciencia por sí misma no debe concebirse como una génesis, como un devenir, pues sería preciso suponer que la conciencia es anterior a su propia existencia. Tampoco debe concebirse esta creación de sí como un acto. Si no, en efecto, la conciencia seria conciencia (de) sí como acto, lo que no es el caso. La conciencia es una plenitud de existencia, y esta determinación de sí por sí es una característica esencial. Hasta sería prudente no abusar de la expresión «causa de sí», que deja suponer una progresión, una relación del sí-causa al sí-efecto. Sería más exacto decir, simplemente: la conciencia existe por sí. Y no ha de entenderse por ello que la conciencia se «saque de la nada». No podría haber una «nada» de conciencia, antes de la conciencia. «Antes» de la conciencia no puede concebirse sino una plenitud de ser, ninguno de cuyos elementos puede remitir a una conciencia ausente. Para que haya nada de conciencia, es menester una conciencia que ha sido y que ya no es, y una conciencia testigo que ponga la nada de la primera conciencia para una síntesis de recognición. La conciencia es anterior a la nada y «se saca» del ser.
Quiza se advierta cierta dificultad para aceptar estas conclusiones, pero, si se las considera mas despacio, parecerán perfectamente claras: la paradoja no es que haya existencias por sí, sino que no haya sólo ellas. Lo que es verdaderamente impensable es la existencia pasiva, es decir, una existencia que sin tener la fuerza ni de producirse ni de conservarse se perpetúe. Desde este punto de vista, nada hay mas ininteligible que el principio de inercia. En efecto ¿de dónde vendría la conciencia, si pudiera «venir» de alguna cosa?. De los limbos del inconsciente o de lo fisiológico. Pero, si se pregunta como pueden existir, a su vez, esos limbos, y de donde toman su existencia, nos vemos reconducidos al concepto de existencia pasiva; es decir, que no podemos comprender ya en absoluto como esos datos no conscientes, cuya existencia no toman de sí mismos, pueden sin embargo perpetuarla y hallar además la fuerza de producir una conciencia. Es esto último lo que se pone claramente de manifiesto en el gran favor de que ha gozado la prueba a contingentia munali .
IV. El ser del perápi
Así, renunciando a la primacía del conocimiento, hemos descubierto ... [lo re] lativo a la actividad del que actúa y a la existencia del que padece. Esto implica que la pasividad no puede atañer al ser mismo del existente pasivo: es una relación de un ser con otro ser y no de un ser con una nada. Es imposible que el percipere afecte de ser al perceptum, pues, para ser afectado, el perceptum necesitaría ser ya dado en cierta manera y, por lo tanto, existir antes de haber recibido el ser. Puede concebirse una creación, a condición de que el ser creado se asuma, se arranque al creador para cerrarse inmediatamente en si y asumir su ser: en este sentido cabe decir que un libro existe contra su autor. Pero, si el acto de creación ha de continuarse indefinidamente, si el ser creado esta sostenido hasta en sus mas ínfimas partes, si carece de independencia propia, si no es en sí mismo sino pura nada, entonces la criatura no se distingue en modo alguno de su creador y se reabsorbe en él: se trata de una falsa trascendencia, y el creador no puede tener ni siquiera la ilusión de salir de su subjetividad .
Por otra parte, la pasividad del paciente exige una igual pasividad en el agente; es lo que expresa el principio de acción y reacción: justamente porque se puede destrozar, estrechar, cortar nuestra mano, puede nuestra mano destrozar, cortar, estrechar. ¿Que parte de pasividad puede asignarse a la percepción, al conocimiento?. Ambas son pura actividad, pura espontaneidad, justamente porque es espontaneidad pura, porque nada puede morder en ella, la conciencia no puede actuar sobre nada. Así, el esse est percipi exigiría que la conciencia, pura espontaneidad que no puede actuar sobre nada, diera el ser a una nada trascendente conservándole su nada de ser: absurdo total. Husserl intentó salvar estas objeciones introduciendo la pasividad en la noesis: es la hylé o flujo puro de lo vivido y materia de las síntesis pasivas. Pero no hizo sino añadir una dificultad suplementaria a las que hemos mencionado. En efecto, se reintroducen así esos datos neutros cuya imposibilidad acabamos de mostrar. Sin duda, no son «contenidos» de conciencia pero no resultan por ello mas inteligibles. La hylé, efectivamente, no podría ser conciencia; si no, se desvanecería en translucidez y no podría ofrecer esa base impresional y resistente que debe ser transcendida hacia el objeto. Pero, si no pertenece a la conciencia, ¿de donde toma su ser y su opacidad? ¿cómo puede conservar a la vez la resistencia opaca de las cosas y la subjetividad del pensamiento?. Su esse no puede venirle de un percipi, puesto que ella misma no es percibida, puesto que la conciencia la trasciende hacia los objetos. Pero, si lo toma de sí misma, estamos de nuevo ante el problema insoluble de la relación de la conciencia con existentes independientes de ella. Y, aún cuando se concediera a Husserl que hay en la noesis un estrato hilético, no seria concebible cómo la conciencia puede trascender esta subjetividad hacia la objetividad. Al adjudicar a la hylé las características de la cosa y las de la conciencia, Husserl creyó facilitar el paso de la una a la otra, pero no logró sino crear un ser híbrido que la conciencia rechaza y que tampoco podría formar parte del mundo.
Pero, además, según hemos visto, el percipi implica que la ley de ser del perceptum es la relatividad. ¿Puede concebirse que el ser de lo conocido sea relativo al conocimiento?. ¿Qué puede significar la relatividad de ser, para un existente, sino que este existente tiene su ser en otro distinto de sí mismo, es decir, en un existente que él no es?. Por cierto, no sería inconcebible que un ser fuera exterior a sí mismo entendiendo por ello que este ser fuera su propia exterioridad. Pero no es este el caso aquí. El ser percibido está ante la conciencia; esta no puede alcanzarlo ni el puede penetrarla y, como esta separado de ella, existe separado de su propia existencia. De nada serviría hacer de i.e. algo irreal, a la manera de Husserl; aún a titulo de irreal, es necesario que exista.
Así, las dos determinaciones de relatividad y pasividad, que pueden referirse a maneras de ser, no pueden de modo alguno aplicarse al ser mismo. El esse del fenómeno no puede ser su percipi. El ser transfenoménico de la conciencia no puede fundar el ser transfenoménico del fenómeno. Se ve el error de los fenomenistas: por haber reducido a justo título el objeto a la serie articulada de sus apariciones, creyeron haber reducido su ser a la sucesión de sus maneras de ser, y por ello lo explicaron por conceptos que no pueden aplicarse sino a maneras de ser, pues designan relaciones entre una pluralidad de seres ya existentes.
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